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la vida frustrada de no ser un gato-autobiografía

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LA VIDA FRUSTRADA DE NO SER UN GATO (Autobiografía)

(a Swiny,  por catorce años de razones)




Nací un día de lluvia,

otoño espeso,

casi muerto, prematuro

y tierno,

a punto de la extinción.

Fuera por supervivencia

o por amor,

surgió de mi

la curiosidad.

Debí haber sido

gato y me convertí

en hombre,

pero debí haber sido gato.

Prefiero la pausa y el sueño

felino

a la velocidad humana.

Miró con los ojos llorosos.

Suelo entablar diálogos

con mi ronroneo.

Prefiero

el placer de ser rascado

a la ufana satisfacción

de lo bien hecho.

Copyright Jimarino

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Escuchar La vida frustrada de no ser un gato (música)

 

Guitarras: David Turksma y Jimarino
Bases y efectos: Daniel Ariño
Voz y letra: Jimarino.
Una canción de Los perros de la lluvia. Copyright 2009

 

Paris. Julio Cortázar y su gato


Archivado en: literatura, los poemas de los perros de la lluvia, música

Dédalo-Delleuze-Cartografías (videopoema)

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No sé exactamente de qué manera, pero todo termina por alcanzar algún sentido.  Tal vez somos nosotros quienes deseamos con tanto fervor que algunas de las cosas que vivimos lo tengan y así concebimos el orden, la metáfora que nos guía.

Hace algo más de un mes acudí a un entierro. Llovía a mares y me uní, a primera hora del atardecer, a la comitiva que recorría el camino de tierra del cementerio municipal de Valencia. Acompañaba a mi padre. Lo hacía porque a estas alturas tengo la sensación –sin ápice de culpa, sólo con la suavidad del agradecimiento- de que le debo un centenar de cosas, miles de inquietudes, alguna visión del mundo rabiosa y esa pequeña dignidad que me suele quedar ante lo descomunal del universo. Caminábamos despacio. Sostenía el paraguas que nos protegía del aguacero y en ese insignificante gesto deseaba poder ofrecerle todo el consuelo posible. Me sucede algo similar cuando un pequeño triunfo asoma en el paisaje yermo de mi existencia y lo primero que pienso es en llamarlo aunque esté a cientos de kilómetros de su casa.

Hace muchos, muchos años que dejé ese hogar alegre y, sin embargo, siempre he sabido que podía volver, regresar con la mochila cargada de dolores, emociones y nuevas derrotas.  Eso es impagable en un mundo como el nuestro, tan  despiadado e incomprensible. También sabía que la muerte de su viejo amigo lo dejaba huérfano, sin más interlocutor que yo en medio del tiempo vencido, de las alegrías esporádicas, de la ilusión por el pequeño Mateo y sus cuitas, sumido en el descubrimiento de internet o ante la exasperación frente a la crispación de esta pobre democracia, esa inmoralidad de los viejos tiempos autárquicos tratando de apoderarse del presente, de la poca paciencia y la impericia de este país para calmarse y decidir emprender algo juntos sin acritud. Mientras avanzábamos pegado uno y al otro, pensé en la cantidad de cosas hermosas que me había dejado y en la aguda necesidad de decírselo, de que lo supiera. Su fragilidad era en el fondo mi propia historia; una fragilidad rocosa, insistente y decidida, una fragilidad capaz de sobreponerse, de avanzar, de construir y enseñar, pero llena de esa inteligencia que duda, que evoluciona, que es capaz, a pesar de la edad a sus espaldas, de resistir. Deseaba decirle que él había convertido la paternidad en algo sagrado, que sus defectos se habían hecho avisos, sus miedos pequeñas valentías, sus extravagancias un modo de vida, sus pesquisas una guía para mis sirenas.  En ese instante, sujetando su pequeño cuerpo, pensé que todo guardaba un profundo sentido, que mis defectos eran cosa mía, que lo que me quedaba bueno nacía de él y que el tiempo había cobrado una razón lógica en ese paseo. Es difícil romper la incertidumbre entre los seres humanos, alcanzar el interior de los otros. Lo es también entre un padre y un hijo.

En agosto de 2008 colgué en este blog un poema llamado Cartografías. Es uno de esos pocos poemas escritos por mí que me satisfacen, y ante su relectura suele desaparecer ese rubor que asola mi rostro cuando me enfrento a la posibilidad de compartir mi escasa poesía. Cuando nos detuvimos frente al nicho del viejo amigo, mediada la ceremonia triste y desconsolada la familia que se aferraba a mi padre como naúfragos en esas escasas maderas que contienen alguna incierta salvación, le noté un temblor que recorría sus brazos. Entonces sentí de nuevo esa necesidad de explicarle en qué consistía mi existencia, este confuso despropósito de sueños incumplidos y vitalidad ciega. Deseaba describirle en qué medida su presencia había sido un regalo irreemplazable, único. En ese momento recordé el breve poema que había escrito hacía un par de años, también los largos paseos compartidos a su lado por la Sierra de Gúdar, la ayuda desinteresada ofrecida sin precio en muchos momentos aciagos de mi vida, la extraña sensación de imaginar una existencia en la que él no estuviera. Aquellos versos, construidos desde las premisas delleuzianas que tanto me obsesionaron algún tiempo, hasta que comprendí que ese mundo filosófico, esquemático y profundo, era en verdad extraño a los elementos emocionales que tantos años atrás me empujaron a amar la literatura, que no me servía para describir pasiones lectoras cuya esencia guardaba relación con hechos sentimentales y poco o nada tenía que ver con conceptos filosóficos, acudieron a mi memoria. Que más tarde llegara a afirmar que la lectura era un goce, una pulsión, un placer estético,  moral e intelectual, desmesurado que apaciguaba mi sed, el hambre o la insatisfacción, que me permitía adentrarme en otros mundos y en mi propia vida, y reconocer sin prejuicios ni titubeos que Don Quijote fue siempre humano, era una cuestión aparte respecto a las coordenadas estéticas que conformaron la composición de Cartografías. Esos versos, sin embargo, habían llegado hasta ese instante tan sólo para que pudiera decirle en unas palabras todo lo que había guardado de su mundo en mi alma, esas cosas a las que no pensaba renunciar a pesar de los pesares: la belleza de un sentido, de una lucha, una expresión modesta de su enorme humanidad aprendida durante años.

Entonces recité el poema en su oído, y él, que conocía aquellos versos desde entonces sonrió. Murmuró Cartografías: se sabía esas palabras de memoria porque sin yo intuirlo siquiera fueron importantes para encontrar algún sentido a su existencia, como si el premio hubiera sido en el fondo descubrir que tras las máscaras de su hijo mayor surgía su propia continuidad, distinta y tal vez imperfecta, pero impregnada del hálito con el que quiso insuflar de verdad a todo cuanto hizo. Fue consciente de que era un poema sincero y mi pequeño homenaje a la paternidad, a la figura de la paternidad que a lo largo de mis treinta y cinco años había conformado la relación con él, o con esa especie de padre conocido en otros, leído o entrevisto por casualidad, que constituye en su complejidad lo que yo más admiro del sentido de la paternidad.

Soy consciente de aquello que afirmaba ufano mi querido Oscar Wilde: que sólo la mala poesía es sincera. Pero nuestro admirado Wilde dejó a la posteridad no sólo una sólida obra literaria sino un sinfín de boutades del estilo. Nadie es perfecto. Creo de todas formas que el concepto de sinceridad debería ser desmenuzado a la Wittgestein antes de pronunciar semejante sentencia. En verdad, lo único que había deseado era escribir un buen poema que me sirviera para expresar  uno de mis mundos ideales, aunque esta vez el espacio, el lugar, los personajes, eran reales como el paraguas que sostenía bajo la lluvia protegiendo a mi padre, y no sólo a él como persona, sino lo que representaba a mis ojos: la dignidad del sueño, la capacidad de apretar los dientes y aspirar a la dignidad, la entereza de una ilusión de justicia, la necesidad de moral en un mundo amoral, la fuerza que guardé en ese instante y que llegaba desde su catalejo antiguo con el que oteaba el horizonte, de su afán por insistir en mis improbables sirenas en las que nadie creía.

El verano pasado, el resultado de las sesiones musicales con tres fanáticos, David Turksma, Thierry Gedigier y Daniel Ariño, músicos de vocación y de fe que frecuentaban de tanto en tanto mis poemas, dejó una canción de apenas un minuto y medio en la que Cartografías se arrancó de encima las premisas racionales y alcanzó a mostrarse ante mis ojos como un poema breve del que me sentía muy cercano al contrario de lo que me sucede con la mayoría de mis versos. No he tocado en todo el tiempo transcurrido desde su escritura hasta ahora ni una sola coma, ni he cambiado media palabra, algo tan inusual teniendo en cuenta mis eternas dudas.

En el pequeño  impasse de tiempo entre finales de agosto y principios de septiembre del 2009, pasando unos días en ese paraíso tan querido de la Sierra de Gúdar, en Teruel, el equipo que formábamos aquella hermosa expedición tomó la decisión de hacer un vídeo en torno al poema y a esa canción compuesta meses atrás. El resultado fue el Videopoema Cartografías. Debo confesar que tardamos un par de días en precisar la idea,  y cinco horas de grabación que forman parte de mis recuerdos más hermosos y divertidos de los últimos tiempos. El poema quedó guardado en la memoria de los que participamos, y apenas visionado en formato DVD por un puñado de amigos que lo celebraron.

Si la idea fue adentrarme en la paternidad a través de la palabra poética, el videopoema terminó por reafirmar el sentido de los versos. En febrero de este año, por una casualidad, un compadre nos habló de la posibilidad de distribuirlo en algunos festivales y de participar en algún posible premio. Sostengo la alegría de haber conseguido, junto con las personas que participaron en su creación visual, que la pequeña pieza se haya visto en unos cuantos rincones del mundo. Es posible que técnicamente el vídeo no pueda ganar una competición cinematográfica, así que asumo el destino del mismo y no quiero entrar en mayores valoraciones, al fin y al cabo, primero fue un poema –un homenaje-, y el resultado posterior no es otra cosa que la posibilidad de alcanzar a un público que jamás leería poesía. Pienso que Cartografías alcanza a representar a través de los versos, las imágenes y la música, una digna metáfora que me apetece compartir.

Para colgar el poema en agosto del 2008 utilicé una fotografía de Robert Capa en la que aparecía Ernest Hemingway y su hijo, la misma que encabeza estás notas. A pesar de la escopeta, la imagen representó a mis ojos esa poética de la paternidad respirada. Sólo espero que mi padre sepa la razón de éste impulso, el porqué de esas palabras que en el fondo son suyas, esta ilusión de construir un pequeño regalo a los padres pacientes que como el mío siempre estuvieron dispuestos a buscar a nuestro lado a las sirenas.

Al final todo termina por alcanzar un sentido.

Transcribo el poema una vez más.

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CARTOGRAFÍAS

(La literatura moderna no puede ser otra cosa que Cartografía. Delleuze)
A Miguel Ariño, mon père…

En estos lugares se brilla poco. Todo oscuro, imperfecto y ronco.

Mi padre mira a lo lejos;

guarda su catalejo antiguo, el rumor de otro mundo.

A mí me quedan sus palabras, los ojos azules clavados en mi rostro,

la eterna sonrisa del barquero que me conduce por el lago

y la sensación de alcanzar alguna orilla en la que reposar tus vestidos.

Esto es un viaje alucinante al murmullo de la nada,

a la quietud de estar a punto y no llegar,

de conocer y derramar la poesía en el influjo de esas caderas de aire.

Otea el horizonte una vez más, padre, quizá encontremos

por fin a las sirenas.

Copyright Jimarino2008

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CARTOGRAFÍAS


Archivado en: Cartografías, cine, literatura, los poemas de los perros de la lluvia, música

francis scott fitzgerald-ernest hemingway

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Siempre fui de Fitzgerald, de toda su obra esparcida como una maldición a lo largo de sus años perdidos, de Fitzgerald y contra Hemingway, tan zafio y vulgar, tan macho y rudo, y al tiempo falso, tramposo, con ese bigote que siempre me produjo urticaria, con esas venganzas viriles que flameaban en sus ojos entre la mediocridad de su obra en general, a excepción de un puñado de cuentos, juicio sumario que no suelo aceptar, no hablo de lo que no me interesa. Soy de Fitzgerald por El Gran Gastby, por Suave es la noche y El Crack-Up, por los cuentos de Pat Hobby y por El último magnate, y sobre todo por Las cartas de amor y de guerra, la correspondencia reunida entre Zelda Fitzgerald y Francis Scott. Soy de Fitzgerald por ese hermoso testimonio de su hija muchos años después. Lo soy por su debilidad y su talento, por su patetismo ocasional tan humano, por Vila-Matas y por La Provenza y la Côte D´Azur, esos rincones hermosos que cada verano visito feliz aguardando a que el año cambie de destino, sintiendo como Fitzgerald no pudo, como no puedo.

En mil novecientos treinta, finalizando el verano, Zelda comenzó a escribir esta carta desde la clínica Prangis, en Nyon, Suiza

Querido Scott:

 

Acabo de escribir a Newman pidiéndole que venga. Me dices que has estado pensando en el pasado. También yo lo he hecho, durante las semanas que llevo sin dormir más que tres o cuatro horas, envuelta en vendas, enferma e incapaz de leer.

Mi querido Fitzgerald, o ese querido Scott que encabeza las hermosas cartas de Zelda siempre tuvo la dirección cariñosa y amorosa de una mujer que comprendió el amor demasiado tarde y lo perdió, dirigido a la persona que la acompañó la mayor parte de su vida. Detesté a la madre de Scott llenándole la cabeza a su hijo de todo aquello superficial y estúpido que rodea al éxito, esos aires de grandeza que tanto lo confundieron a lo largo de su existencia. La filosofía del fracaso y el éxito yanquee siempre me produjo ardores de estómago, no sirve para vivir salvo que seas un excelso triunfador, e incluso en ese caso, y conociendo la biografía de Fitzgerald, bastaría para alcanzar  una simple parábola al respecto: genera insatisfacción. Detesté su éxito por improductivo e infértil más allá de unas cuantas novelas y relatos memorables, esa extraña tendencia a ser moderno que sólo fue útil en su prosa. Odié su mala suerte cuando el genio rondaba a su alrededor, sus imprecisiones y banalidades, sus pérdidas de tiempo constantes y la época en la que le tocó vivir. Soy de Fitzgerald por sus monumentales borracheras de fragilidad y miedo, por sus amaneceres durmiendo en parques, patios y salones, meado, encima de vómitos, tembloroso y tierno como un niño que comete un leve pecado. Y sin embargo, en medio de toda esa debilidad, admiré su humanidad extraordinaria, la fuerza que a pesar de los desplantes y el dolor, aun cargando sobre sus espaldas la enfermedad de Zelda y los remordimientos que le provocaba, la desgracia de un mal de ojo prolongado y feroz que lo arrastró desde las alturas hasta el abismo, siguió brillando, siguió construyendo su paraíso postrero, su pequeño rincón de alivio.

Leo los testimonios de Gerald Muyphy sobre los desplantes y excesos de Fitzgerald y me cuesta creerlos, aunque todo parece cierto. Dos niños adultos acostumbrados a ser mimados por la vida perdían el rumbo entre la exuberancia del mediterráneo francés, visitando ruidosos las casas de los americanos expatriados que correteaban felices y frívolos en esos años veinte por las campiñas y los  secretos de la Riviera. En qué momento se truncó aquella hermosa pareja, donde piso mal y se precipitó al vacio de clínicas psquiátricas, a ese alcholismo decadente y devorador, a la falta de dinero constante, se convirtió hace unos años en una obsesión. Buscaba mi propia mística de la extinción, el momento de agotarme, y trataba de rastrear las pistas en el genio de Scott y su mujer.

Zelda recordaba en esa carta los días pasados, a los periodistas y los vestíbulos de hoteles de lujo habitados por trajes lujosos envueltos en pieles carísimas, el brillo del sol en las cristaleras y el polvo irritante que llenaba los muelles a finales de la primavera. Era el New York de edificios blancos, aquella ciudad feliz que los recibió como triunfadores, que convirtió al pequeño ambicioso de Fitzgerald en una celebridad como deseaba su madre, que pobló de guiños y perfumes el encanto del muchacho seductor con los ojos azules más hermosos de la costa oeste. Fueron los tiempos de los combinados de absenta -hoy prohibida en su gradación antigua por el insostenible celo saludable de la Unión Europea-, la  bebida de Baudelaire y Verlaine, brebaje de Rimbaud que los norteamericanos infantilizaron mezclándola con sus ginger ale y sus bebidas gaseosas. Llamaba a su puerta Vanity Fair y Smart Set. El mundo literario parecía un trampolín hacía la buena sociedad que Mrs. Fitzgerald soñó e inculcó empecinada a su hijo. Una pareja tan hermosa, llena de glamour, obsesionada por la moda y la frivolidad, por las flores que poblaban por doquier los salones. Bebían ginebra y hablaban de moral, cuenta Zelda. Discutían bajo los lilos de madrugada, con la luna fijada en el cielo como si por primera vez estuviese allí sólo para ellos. Entonces Scott soportaba el alcohol con relativa entereza y paseaba de corro en corro desperdiciando el encanto del éxito y la belleza fijada en su rostro, atildado y hermoso como un Dios, tocado por la varita de la modernidad y la fortuna.

Había acertado de lleno. Estuvo en el momento justo y el lugar adecuado para que sus primeras pinceladas literarias que contaban mediante la ficción su propia existencia emergieran del silencio del escritor secreto y se convirtieran en la literatura del presente. Zelda relataba una noche en la que se bañaron desnudos pasadas las cuatro de la mañana, supongo que en una piscina privada, y describía esas fiestas del millonario John Williams, a las que asistían actrices que al emborracharse hablaban francés con los morritos contraídos y los ojos chispeantes. Ella presumía de los besos insignificantes que regaló, de los flirteos con hombres afilados y risueños que caían rendidos a sus pies, de las coqueterías de Fitzgerald con las mujeres, de los aplausos que el hecho de existir les concedía.

Fui de Fitzgerald porque el glamour de las fiestas que yo viví resultó mas mugriento y solitario, pero a pesar de todo comprendí aquella alegría desmesurada que intoxicó sus vidas en los años mágicos. Porque descubrir los antros del Carmen o las calles abandonadas entonces, salvo al anochecer, de Malasaña, surgía como un torbellino de novedad ebria que leyendo esas cartas que Zelda y Scott se escribieron no lo fue tanto, y quedó como algo grisáceo y empobrecido, pero aún así reconocible el sentido que les otorgó Fiztgerald. Bebían whisky contemplando las colinas de arcilla roja de Georgia, en los hermosos lechos fluviales de rodadas de Alabama. Se emborrachaban despreocupados sobre los alerones de un moderno aeroplano a la luz de la luna  acompañados de la felicidad en persona. Se preocupaban de los vestidos y los trajes, de la respetabilidad de las personas, aunque luego en la intimidad les importaba un pimiento la existencia de los otros, la nada cotidiana de millones de seres humanos en esa época exuberante llena de aplausos. En aquellos tiempos primerizos no había aparecido todavía en sus vidas Hemingway y su maldad, su ciega vanidad, ni siquiera atisbaron de lejos que en el reflejo de las estrellas durante las noches de cocktailes que ingerían a litros estuviera escrita la negrura del futuro, el fin de su historia de amor y del mundo que inventaron, aquellas cartas y el rumor alocado de un tiempo que quedaría exterminado sin remedio.

Voy siguiendo sus pasos en esa larga carta de mil novecientos treinta que a estas alturas, con la historia viva todavía y el destino cumplido, me fascina y me estremece. Cambian de casa, a la calle 59. En ese momento surgía algo extraño entre ambos, una tensión que jamás desaparecería, como si toda la felicidad compartida no pudiera repetirse y ese vértigo los empujara al dolor, al sufrimiento de no lograr vivir ya la existencia por primera vez. Eran tan jóvenes. Scott y Zelda discuten en ese piso y él rompe con sus puños afeminados la puerta del cuarto del baño. Una astilla salta y se clava en el ojo de Zelda. La astilla se quedó para siempre en algún lugar entre  el globo ocular y el cerebro. Una ligera cicatriz anunciaba el ocaso aunque estaba lejos. Siguieron paseando despreocupados por Central Park, comían en los mejores restaurantes de la ciudad, dilapidaban dinero a espuertas, sin freno, y continuaron celebrando la existencia de fiesta en fiesta. Todo parecía continuar en la misma dirección, pero la astilla en el ojo de Zelda fue ensombreciendo el futuro sin que se dieran cuenta. Vorágine de alcohol y risa, la alegría de los felices años veinte reflejada en su vacío, en todos los espejos que iban revelando la verdad de la vejez y el fracaso. Había que aprenderlo todo decía Fiztgerald, pero aquella premisa fue demasiado lejos.

Días de vino y rosas a punto de partir hacia Europa, la vieja Europa sangrienta que les diría a la cara que antes de ellos hubo cientos, esa Europa que miraría a los ojos con astilla de Zelda para perderla para siempre.

¿Por qué esa fascinación tan insostenible y terrible? ¿De dónde llegó la gracia de Hemingway para apoderarse de tantos asuntos y tantas personas? Fiztgerald planeaba su Tender is the night entre las brumas de una borrachera perpetua. A veces cedía a la tentación del trabajo, como si en vez de ser un escritor de relativo éxito todavía, menguado por las circunstancias adversas que ensombrecían el mundo y abandonando aquellos felices años veinte, un pasado que dolía, fuese en verdad un bebedor profesional que de vez en cuando escribía. Hemingway falsificó hasta el momento en que se conocieron en una mugrienta taberna de Paris. Fitzgerald lamentaba su insignificancia, dubitativo y perdido en medio de una novela y una realidad que lo superaba, y Hemingway tendía a agrandar sus méritos a las primeras de cambio. Esa fue la diferencia, el encuentro entre un escritor asentado y económicamente abastecido que comenzaba a naufragar y había ido perdiendo autoestima y prestigio, y la llegada de un pobretón americano que soñaban con alcanzar los lugares privilegiados de Sherwood Anderson y el propio Fitzgerald con la mayor celeridad posible, ganar dinero y fama, y convertirse en el escritor más admirado de su generación.

Ernest fue inventando a su antojo los pormenores de aquella larga amistad, de igual forma como actuó con la mayor parte de los asuntos de su existencia, empeñado en generar a su alrededor un aura mítica, una esencia que resultase atractiva y fascinante, y lo hizo a conciencia, al tiempo que Fitzgerald estiraba de todos los hilos que su brillante carrera literaria anterior le había permitido guardar para convertir a Hemingway en un escritor célebre, para ofrecerle lo mejor de sí mismo, editar sus textos en las mejores condiciones y ayudarle por encima de sí mismo. Quizá en su euforia, Scott encontró los lamentos de su titubeante deriva, aquella imposibilidad de afrontar Suave es la noche que iba alargando la escritura año tras año, que lo dejaba vacío y sin esperanza. Fitzgerald tardaría nueve años en concluir la novela. En ese tiempo su hada se extinguió, la ruina planeó por todas y cada una de las cosas que había construido. Zelda comenzó a sufrir sus virulentas recaídas e iniciaba su peregrinaje interminable hasta el día de su muerte de psiquiátrico en psiquiátrico, con Scott tras ella, somnoliento, ebrio, siempre próximo al abismo. Es asombroso como en ese descenso hacia los infiernos pudo encontrar fuerzas para concluir una novela de la envergadura de Tender is the Night, cómo logró aunar sus últimos suspiros creativos para que esa obra viera finalmente la luz. El paseo por el purgatorio de Fitzgerald tuvo brillantes resurrecciones que a menudo coincidían con sus raros periodos de abstinencia, o con las ausencias prolongadas de Zelda, en esos momentos en los que huía y dejaba de enfrentarse a la amargura de ver desintegrarse el presente y confrontarlo con ese pasado majestuoso reflejado en los ojos perdidos de su mujer, y cuando eso sucedía, su escritura no solo mantuvo esporádicamente la fuerza antigua, sino que alcanzaba a brillar con una profundidad y una fuerza conmovedoras.

Nada pudo salvarla, ni siquiera la inmensa fe en el amor que Fitzgerald salvaguardó hasta prácticamente el final de su vida. Mientras esto sucedía la fama de Hemingway creció hasta convertirle en pocos años en el escritor más popular de su tiempo, y ni siquiera Suave es la noche, o la publicación con éxito de Las memorias de Alice B. Tokklas de Gertrud Stein, en las que criticaba a Hemingway abiertamente, pudieron modificar un ápice su ascenso vertiginoso.

Ernest era un escritor instalado en su tiempo, inteligible para sus contemporáneos, con el suficiente rigor estético y el dominio de sus recursos literarios como para perpetuar por algún tiempo su primacía. Había logrado además justificar su proceso creativo e imponía sus criterios literarios anunciando el devenir de un nueva forma de expresarse en literatura. Scott era un autor supuestamente de otra época, un escritor cuyo éxito parecía una cuestión de modas en esos años veinte consumidos que como como un pecado capital desaparecieron con el crack del 29 y las miserias de la década posterior, y que terminarían definitivamente enterrados en el fragor de la segunda guerra mundial.

Es curioso que parte de la crítica considerara Suave es la noche como una novela romántica con cierta tendencia a lo trágico, construida con los mimbres del pasado, siendo un terrible descenso a los abismos, una extraordinario relato psicologico y vital de la derrota, compuesto con una maestría literaria sublime y llena de una modernidad narrativa a estas alturas incuestionable. Hemingway siguió ensañándose con Scott en cuanto tenía la oportunidad, hasta que su muerte dejó ese aire de leyenda que sólo la desaparición violenta produce en escritores de cierto nivel. Pero ni siquiera entonces, sumido en una de su fases depresivas, pudo cerrar la boca. Scott siempre creyó haber tenido un amigo, y de alguna forma, se obsesionó, como le sucedió a tantos, por la figura de Hemingway, con quien competía a su juicio, sin la menor posibilidad de triunfo, por convertirse en el mejor escritor norteamericano de su generación.

Ernest negó una y otra vez la ingente cantidad de sabios consejos literarios y la ayuda que Fitzgerald le proporcionó durante esos primeros años tan duros, tan dificil para él a mediados de los años veinte asomar la cabeza en el mundo literario. De alguna forma, sí se puede apreciar en la correspondencia cruzada entre ambos autores que tuvo gestos amistosos con Scott; que a su particular manera se preocupaba por el viejo amigo, y en cierto modo atendió a su plegarias aunque fuera desde la compasión y la distancia, pero fueron muchas más las innumerables referencias negativas que le concedió, la burla incesante hacia el otro que compartía sin pudor con amigos comunes, la insolidaridad manifiesta que mostró hacia Scott y su ensañamiento crítico, desmedido e incomprensible, en un afán de borrar su ayuda y su influencia, algo que daría para un estudio psicológico profundo.

Pasan los años y sigo siendo de Fitzgerald por la extraña vigencia de su obra, por la fascinación que sigue generando a su alrededor Gatsby o los personajes de Suave es la noche. Incluso releyendo el Crack-Up, esos textos que Hemingway tachó de patéticos e indignos de un escritor con las posibilidades literarias de Fitzgerald, siento la cercanía, una afinidad y una empatía irremediables hacia él. Era mucho más fuerte de lo que creía Hemingway sin duda, y sus desgracias acumuladas entre 1930 y 1940, año de su muerte,  no pudieron mitigar su existencia literaria posterior, el hechizo  que todas las generaciones ulteriores han sentido hacia él. Es posible que se sigan celebrando los famosos concursos de parecidos con Hemingway en los ríos de Alabama y de Missouri, o que su barba blanca sea un icono de la literatura norteamericana, una especie de cliché como la imagen del Che Guevara respecto a la revolución cubana, pero tengo la sensación de que han quedado como reflejos de una fama desmesurada ganada en su época, rastros superficiales que no acompañarán con provecho a su literatura, por otra parte algo ajada, envejecida prematuramente incluso en sus obras más alegóricas –y tramposas- como El viejo y el mar. Debo reconocer que no soporto Por quien doblan las campanas, y que Fiesta o Paris era una fiesta no me provocan otra cosa que el gusto turístico y sociológico, cierto desdén por la masculinidad exacerbada y la testosterona, y un regusto a olvido, sensaciones dispares poco halagüeñas y tremendamente alejadas de la relectura cercana de Suave es la noche o Hermosos y malditos, o de la conmovedora correspondencia entre Scott y Zelda. Es como degustar la sinfonía patética de Tchaikovsky frente a una anodina tonadilla de los Bee Gees.

El vencedor del combate para dirimir al mejor escritor norteamericano de la época se lo llevó de carrera Hemingway mientras estuvo vivo. Fue una lucha desigual entre un hombre pagado de sí mismo, tendente a la megalomanía y obsesionado con su superioridad, competitivo en el peor sentido de la palabra, con unas excelentes dotes para venderse y medrar, y un enorme atractivo personal, frente a un Scott envejecido precozmente, castigado en exceso por su adicción al alcohol, inseguro y destructivo hasta el suicidio, y desequilibrado como un gato al que le arrancan los bigotes. Ernest devoró en vida a Fitzgerald.

La fascinación de Scott hacia Hemingway siempre me resultó un misterio. Alargó sus efectos desde la primera época en que se conocieron a finales de los años veinte hasta prácticamente meses antes de la muerte de Fitzgerald. Incluso cuando percibió la decadencia literaria de Hemingway no se atrevió a concebir siquiera su evidente  superioridad. De alguna forma se enfrentaba contra la moda y la corriente de su tiempo, que solventaba la comparación dedicándole a Fitzgerald el sambenito de pasado y a Hemingway el aplauso del presente y el futuro. Conforme el alejamiento físico y espiritual entre ambos crecía, curiosamente al ritmo con el que Hemingway aumentaba su celebridad, el hundimiento de uno engrandecía las virtudes del otro. Sin embargo, al comparar sus dos literaturas con cierto rigor, alejados del fragor del éxito, la distancia entre ambos me resulta sideral a favor de Fitzgerald.

El ganador del futuro fue Fitzgerald, y por un elevado número de puntos, y si por algún milagro la historia de la literatura progresa hacía alguna parte, sigue su curso natural, sin duda él será el campeón del reino de los pesos pluma, el gran escritor americano de los años veinte y treinta, el sobreviviente más destacado de una época gloriosa, con serias posibilidades de perdurar por los siglos de los siglos. En un texto de hace unos días, firmado por Manuel Rodríguez Rivero en las páginas del diario El país, comentaba que El Gran Gatsby había incrementado desmesuradamente ventas en Estados Unidos en el transcurso los últimos meses, que por alguna razón, la situación económica del país había hecho recuperar a lo grande la vigencia de la novela, por otra parte materia de los planes de estudio en colegios e institutos desde mediados de los años cincuenta. Es hermoso que el tiempo genere alguna justicia, sobre todo al examinar con detalle las distintas fases de trato vejatorio que Hemingway cometió contra el que fuera su amigo del alma durante los años franceses, contra ese escritor que le socorrió como si fuera un hermano, que se comió el orgullo y el rencor de la competencia entre ambos, la rivalidad literaria que irremediablemente surgió al intercambiar su obra frecuentemente aguardando el juicio crítico del otro. Es verdad que no fue por bondad o una generosidad desmedida, sino más bien por problemas mentales graves que el alcohol fue complicando. La autoestima de Fitzgerald a partir de cierto momento, su fragilidad emocional unida a sus circunstancias personales, le obligaron a buscar un referente, a confiar su futuro a alguien, y aunque éste nunca asumió el papel que Scott esperaba, Ernest se convirtió para Fitzgerald en un símbolo de lo que un escritor debía hacer en contraposición a sus innumerables dificultades para seguir escribiendo, así como un albacea de lo que él consideraba su larga despedida.

He leído con suma atención que durante la génesis final de Suave es la noche, Fitzgerald hizo todo lo posible para que el estilo de Ernest quedará erradicado del texto. El esfuerzo debio ser descomunal en un momento en el que su literatura era considerada por la crítica y los lectores como un rastro pasado de rosca de otra epoca, además, ambientada en una década que la mayor parte de los norteamericanos, sumidos en la Gran Depresión posterior al Crack del 29, deseaban olvidar como si se tratase de un tormento. El rudo Hemingway, con sus héroes de baratillo, con sus machos en celo y su capacidad para convencer hasta al demonio, se imponía como influencia estilística en el entorno de la literatura norteamericana. De alguna manera, Scott resistió, incluso podría afirmar que consiguió lo impensable, como si todavía quedase en él a pesar del deterioro físico y anímico, de su mermada capacidad de concentración, algo del orgullo de aquel escritor brillante que a pesar de la insistencia de sus contemporáneos fue mucho más que un cronista de la vida del Jazz  y los felices años veinte.

Es inevitable a estas alturas para mí, comparar aquel exceso vital, esa corriente de estremecedora libertad y vida que surgió al amparo de esos maravillosos años veinte con mi propia época. Tengo grabadas en la memoria las fiestas que de una punta a otra de Estados Unidos celebraban la existencia banal y alegre de una sociedad enriquecida y despreocupada, de una juventud que anhelaba otro lugar y que abrazaba la noche y el exceso, y al hacerlo, veo reflejado, aunque tenga un tono más sobrio y mugriento, esos años ochenta y comienzos de los noventas que a ritmo de la ilusión de una febril libertad largo tiempo aguardada y de un mundo a celebrar se cobraron vidas enteras entre espasmos, adicciones y absurdos. A veces miro al cielo buscando alguna razón por la que sigo vivo, por la que a estas alturas mantengo todavía la cabeza sobre los hombros y los brazos, y aunque las adicciones sobrevuelan como una tentación sin más peso sobre mi existencia que el acicate de desconectar algún día de la misera realidad, aguardo que la nube se disipe y no me obligue a aferrarme a todo aquello que probé, viví y sufrí. Trato de comprender a Fitzgerald, entiendo el miedo descomunal que debió surgir alguna de esas noches de insomnio y alegría, la mirada conmovida ante la descomunal extensión del cielo y el destino de las estrellas, el vacío ante la evidencia de que había alcanzado lo que soñó sin darse cuenta, en un suspiro, con excesiva rapidez, tal vez demasiado pronto.

Fuera como fuese, a Fitzgerald lo devoró su fama y la ceguera de la crítica de su tiempo, aunque él tuviese la mayor parte de la culpa respecto a los malentendidos. Incluso después de muerto tuvo entre sus más fervorosos detractores a su amigo del alma, ese escritor que situándose tres o cuatro escalones por debajo en el canon, era para él, el referente de la literatura del futuro, la entereza de la masculinidad aireada en su resistencia al alcohol, sus conquistas sexuales y su poderosa capacidad de trabajo, convencido Scott, además, de que Hemingway sobreviviría a sus escritos y a sus desvelos. El ensañamiento de Ernest contra Fitzgerald se incrementó sin saber por qué tras la desparición del segundo. Su desprecio fue excesivo, innoble, virulento y mezquino, indigno de un ser humano cuerdo. Conforme la decadencia física y el alcoholismo de Ernest se fueron apoderando de su afamado encanto, de su cuerpo antes atlético y ahora vacío e hinchado como un globo sonda, y las depresiones se hacían más frecuentes al tiempo que su literatura exhalaba pompas de whisky, vino y ron, y quedaba exhausta, moribunda en una repetición de sí mismo, la fama de Fitzgerald crecía y crecía tras su muerte.

Desde 1941 hasta la década de los cincuenta, el viejo amigo común de ambos, y editor exclusivo de las obras de Fitzgerald y las primeras de Ernest, Max Perkins, se dedicó con empeño a recuperar la memoria de ese autor que había sido olvidado incluso en la última década de su vida, alguien de quien se dijo en sus necrológicas que no había pasado de ser un cronista social con ínfulas que se disiparon a las primeras de cambio, un escritor a quien muchísima gente ya creía muerto a finales de los años treinta en plena depresión económica y ante la ausencia de su literatura. Alejados del contexto de esos felices años, con el fondo oscuro y salvaje de la segunda guerra mundial a punto de estallar, y la posterior hegemonía absoluta norteamericana tras la guerra a pesar de los empeños de la URSS por fingir ser una potencia de igual nivel, la literatura del viejo Scott, “el pobre Scott” como llegó a escribir en Las nieves del Kilimanjaro Hemingway, resurgió de sus cenizas para alcanzar un status sólo igualado por el maestro absoluto de las letras norteamericanas del siglo XX, William Faulkner. De repente la crítica seria de los USA y de Europa descubrió que tras el autor de El Ruido y la furia, había un puñado de escritores memorables, y entre ellos, quizá en algún lugar más destacado que el resto, se encontraba Fitzgerald. El Gran Gatsby había dejado de ser una crónica de la derrota de un advenedizo en el mundo de los ricos, para convertirse en una obra maestra, llena de matices y profundas relaciones sobre la vida y la muerte, un relato novedoso de un tiempo inolvidable que no sólo hablaba a los lectores de los años cincuenta de la misma forma que podía haberlo hecho con los de los años viente o treinta, sino que era capaz de generar mitos universales y atemporales, alcanzar ese estado tan complejo y dificil  para cualquier literatura, que permite a una novela perdurar y erigirse como símbolo y metáfora para varias generaciones. Hasta El último magnate, obra póstuma inacabada que no pudo ver editada Fitzgerald en vida, parecía, a pesar de sus imperfecciones, un presagio del escritor que hubiera podido ser Scott caso de que su cuerpo enfermo hubiese soportado alguna embestida de más, con esporádicas iluminaciones que recordaban a su escritura más hermosa y profunda. La envidia de Hemingway aumentaba a la par que su decadencia se agudizaba, las enfermedades derivadas del alcoholismo fueron minando su resistencia y su energia, y aquellas antiguas depresiones que lo hundieron sin remedio durante la mayor parte de su vida, y que sólo el alcohol aliviaban, se fueron convirtiendo en infiernos permanentes. Se moría de ira, no alcanzaba a comprender como el pobre Scott, el afeminado y miserable bebedor, el hombre que jamás pudo resistirle una borrachera, aquel que se había puesto en ridículo tantas veces a su lado, el hombre que lo había admirado y había corregido con maestría sus primeros textos, hasta dejar la esencia del mejor Hemingway en aquellos años viente, lejos de quedar enterrado en la memoria de los escritores perdidos, se erigía como el claro triunfador de la década por encima de él mismo.

Me hubiera gustado escuchar a Hemingway en un arrebato de sinceridad expresar algo más de su admiración por Fitzgerald, que sólo confesó al propio Scott de un modo tímido en relación a Suave es la noche, ese texto que, definió en público como una novela romántica y de otro tiempo, con polillas y polvo, y que, sin embargo, crecía en su cabeza y mejoraba con los años como los recuerdos esenciales y hermosos de una existencia. Es difícil ser tan mezquino. Una y otra vez aprovechó cualquier oportunidad a su alcance para denigrar a Ftizgerald, lo despreció, lo envidió sin que se notase, lo dejó que se pusiera en ridículo, lo abandonó porque quizá no había otra forma de soportarlo, lo ninguneó para que nadie supiera de su verdadera aportación en sus  inicios literarios, y finalmente, o al menos eso quiero pensar, cuando aquella mañana del año 61, veraniega y luminosa, se pegó un tiro con su escopeta de caza, debió recordarlo, al menos en ese reflejo terrible del último de sus pozos negros anímicos, ya impedido y roto en pedazos, que tuvo la decencia de considerar que había sido amigo del mejor escritor de su generación, de alguien que le fue fiel a lo largo de toda su vida, que siempre le admiró con sinceridad, y que se mostró, a pesar de sus extravagancias y excesos, dispuesto a ayudarlo y a defenderlo, aunque a menudo no acertara con el modo de hacerlo.

La historia de amor de Zelda y Scott Fitzgerald me fascinó durante años. Primero porque antes de leer Suave es la noche supe que se trataba de una novela con extensas referencias biográficas, y asocié irremediablemente a los personajes con la pareja literaria. Más tarde, profundizando en la construcción de la novela, leí que los personajes protagonistas de la obra fueron un trasunto de Zelda y Scott, pero también del millonario Gerald Murphy y su esposa. Pienso que a partir de entonces, en una segunda relectura, e incluso recientemente en una tercera, la novela cobró mayor importancia a mis ojos al considerar que se trataba de ficción, de una interpretación desde el prisma de la novela de aquellos años de auge y decadencia que quedaron retratados extraordinariamente bien  en el texto. De alguna forma, el libro cobró una dimensión metafórica mayor al interpretarlo desde una óptica meramente literaria y alejándome de la tendencia adolescente inicial que guiaba mis lecturas hasta convertir la biografia en la materia prima principal de cualquier autor que admirase. Me resulta inevitable creer en la superioridad de la gran ficción sobre cualquier otra forma de conocimiento y reflejo del mundo, no puedo evitarlo aun cuando los tiempos pregonen otro tipo de voceros y otros argumentos para atrapar la realidad.

Una buena parte de los textos de Scott terminaron por retratar y guardar en su seno no sólo la esencia de un tiempo destruido sino la eterna insatisfacción surgida entre los deseos y sueños del hombre y la terrible y destructiva tangencia con la vida corriente. Eran seres humanos traicionados por los caprichos de los Dioses, hombres deseosos de alcanzar cimas divinas condenados a caer una y otra vez como Sísifo. Toda su literatura vivió intoxicada por el drama terrible de su existencia a pesar de todo, fue el pálpito de una larga percepción de la derrota, o quizá fuera al contrario, y el hecho mayúsculo en su caso de desear ser escritor, en el fondo, englobó todo los sucesos de su vida, convirtió el devenir de sus pasos en una novela en la que adentrarse cómplice es atisbar el vértigo y el cansancio de vivir.

Fitzgerald, a finales de los años treinta, estaba ya roto en pedazos tanto en su interior como físicamente. Su historia estaba construida del brillo pasado, de aquella Zelda tan hermosa con la que paseaba de salón en salón cogido de su brazo, esa mujer fascinante que logró eclipsar a todas a pesar de los flirteos posteriores de Scott y de su desgraciada enfermedad. Hemingway solía decirle a Fitzgerald que la desdicha de su vida, aquello que había destruido por completo su talento, su energia y su futuro, había sido precisamente conocer y enamorarse de esa mujer. Durante años, no sólo se lo expresó a él, sino que fue lanzando al aire el rumor de la aniquilación paulatina que Zelda fue perpetrando en la vida del Francis Scott, de cómo un hombre hecho y derecho se había convertido en una piltrafa humana, alcoholizado y arruinado, olvidado para la historia de la literatura. Solía contar como anécdota ingeniosa que una noche de juerga en Francia, cuando se disponían a mear a la intemperie de un camino, Fitzgerald le enseño a Hemingway su sexo y le preguntó si le parecía pequeño. Ernest contaba esa humillante escena a las primeras de cambio, una  historia apócrifa con la que pretendía mostrar su superioridad. Lo imaginé muchas veces humillando con el relato a Scott, su rostro iluminado por una furia renovada y un gesto solemne, como si en verdad buscara mostrar esa compasión insoportable, la carcajada en los labios y los ojos oscuros chispeando de gozo.

-Esa mujer castró a Fitzgerald en todo su ser. Le había dicho que con ese pene tan pequeño resultaba imposible satisfacerla. Eso me dijo el pobre Scott hace muchos años, allá en la Côte D´Azur.

Aquella historia, como la mayor parte de las que Hemingway contaba para su mayor gloria, no eran más que falsos rumores construidos en torno a su persona, dirigidos a empequeñecer a los otros y engrandecer así su figura. Zelda y Fitzgerald se amaron hasta el día de su muerte.

Releyendo las cartas de amor y de guerra, descubro una datada en el año treinta y ocho, cuando ya ambos llevaban tiempo sin verse y morirían sin volver a encontrarse jamás. La carta, escrita por Fitzgerald, hablaba de un viaje que Zelda tenia previsto a California, donde él sobrevivía a duras penas humillado por la apabullante maquinaria de Hollywood, a punto de concluir el único guión de su puño y letra que sería filmado, Three camarades, película basada en el best seller de Eric Maria Remarche. Scott compartía su vida con otra mujer desde hacia tiempo, pagaba a duras penas con lo poco que obtenía las carísimas clínicas en las que Zelda era internada, y sin embargo seguía insistiendo en mantener el contacto con su mujer. La carta concluía con una nota.

Oh, Zelda, esta tenía que haber sido una carta muy fría, pero es eso lo que siento por ti. Una vez fuimos una sola persona y siempre será un poco asi.

Entre las razones de aquel odio visceral de Ernest por Zelda los biógrafos han barajado distintas hipótesis. Lo cierto es que Zelda nunca soportó la vanidad de Hemingway, su exhibicionismo obsceno, esa valentía exagerada que mostraba hacia todo. Lo consideraba un advenedizo machista y ruidoso, hueco como una flauta. Para Hemingway, Zelda era una mujer demasiado inteligente y compleja. En su simpleza argumental, en su ceguera hacia todo lo que no fuera ensalzarse a sí mismo y sus logros, nunca vio en ella otra cosa que una mujer oscura y caprichosa. Tuvo la fortuna de ver como los brotes esquizofrénicos de Zelda le daban la razón. Criticaba abiertamente el lastre que cargó a sus espaldas hasta el día de su muerte Fitzgerald, la nostalgia irremediable que su amigo Scott siempre sintió por ella y por aquel mundo que compartieron.

Entre las cartas de Zelda y las notas de los pocos amigos que le quedaron a Fitzgerald a partir de su proceso de decadencia, se habla a menudo del encanto de Scott ante las mujeres. Zelda decía que cuando no traspasaba esa barrera de la ebriedad salvaje, Fitzgerald resultaba tremendamente atractivo para el sexo opuesto, capaz de conquistar a cualquiera. Era la antítesis del macho Hemingway, pero  ese aire desvalido y frágil que le acompañó media vida resultaba interesante a los ojos de las mujeres. Ernest propagó el rumor a principios de los años treinta de que Scott era impotente y que por esa razón Zelda había buscado acumular uno tras otro amantes hasta volverse loca. Quizá el juicio más verdadero sobre Ernest y su tendencia a adornar su existencia fue el que expresó en algunas cartas Zelda a su marido. El problema fue, que a mediados de los años treinta, a la señora Fitzgerald nadie podía hacerle demasiado caso en su estado. La verdad, es que aunque en el presente la realidad pareció darle la razón a Hemingway, toda la correspondencia entre Zelda y Scott que se publicó años después de la muerte de ambos terminó por destruir los testimonios maliciosos de Ernest sobre la pareja. La sensación que me dejaron sus cartas la primera vez que las leí, o al releer las que consideré más esenciales para preparar este texto, me hicieron comprender que la historia de amor entre Zelda y Fitzgerald duró toda la vida, extendió sus efectos a la practica totalidad de lo que los dos vivieron, y no por su fracaso inevitable, ni por la distancia que la esquizofrenia de Zelda y el alcoholismo de Scott provocó entre ellos, como si fueran pólvora y mecha a punto de la explosión cada vez que se encontraban, mermó un ápice su pasión y su afecto. No fueron, desde luego, una pareja al uso, pero en el fondo, el amor no suele esconderse a menudo en las relaciones convencionales. Los sentimientos de aprecio, la unión que fraguaron durante años fue fructífera e intensa incluso en los peores momentos o en el transcurso de la larga separación postrera desde finales de 1938 hasta diciembre de 1940, y acompañó su existencia hasta el final de sus días.

Es difícil dirimir quién comenzó a a caer primero en esa espiral de desgracias que a partir del éxito de la década de los veinte condenó a los dos en el decenio posterior. Ellos fueron hermosos y malditos, héroes y víctimas de una época y unas circunstancias. Se enzarzaron en la nueva concepción del mundo que se vivía, en una vorágine de adicciones y vida alegre que fue devorándolos. Los comentarios de Zelda a Scott a raíz de la escritura de Suave es la noche fueron un acicate formidable para la pobre autoestima de Fitzgerald. La obra, aunque sin malas críticas unánimes ni mucho menos, fue recibida con frialdad. Scott ya no era el escritor de moda, y aquel libro complejo, estructurado con una originalidad incomparable a esas alturas, aun cuando guardaba la mayor parte del imaginario literario de Fitzgerald y algunas de sus mejores páginas, pasó desapercibida. Con sus defectos y sus virtudes, la novela alcanzaba momentos de una potencia literaria  extraordinaria, y mantenía en sus más de seiscientas páginas la ilusión de un hombre que lograba resucitar entre las frases, que otorgaba la vida a un puñado de personajes memorables, que reconstruía la esencia de una época inolvidable, y de alguna forma anunciaba el cierre de una década y la comprensión inicial de un abismo que se avecinaba sin remedio. Quizá la frívola despreocupación que celebraron en los años veinte los llevó a ser castigados con el peso terrible de lo que acontecería en el mundo poco después de la muerte de Fitzgerald. Sin embargo, se amaron y celebraron una de las historias de amor más hermosas y terribles de la literatura, convirtieron sus vidas en el drama que el propio Fitzgerald siempre atisbó en su obras, se fueron hundiendo como maderos pesados en el agua y quedaron arrastrados por los acontecimientos históricos que acontecieron, por la crisis bursátil y el colapso económico mundial, por la llegada del fascismo y el nazismo, por el fin irremediable de los buenos tiempos y la inocencia, y en todos y cada uno de eso días en los que naufragaban, siempre, siempre, pensaron uno en el otro.

Fitzgerald falleció de un ataque de corazón la víspera de la navidad de 1940, acompañado por la que era entonces su amante, Sheila Graham, en su apartamento. Llevaba tiempo preparando El último magnate, la obra inconclusa que nos legó. Había recuperado en cierto modo breves instantes de sobriedad para poder afrontar el reto de concluir la novela. Sheila Graham dejó posteriormente testimonio de aquellos últimos tiempos a su lado, de las circunstancias que propiciaron su despido de Hollywood por presentarse borracho a una reunión, del modo en que extrajo fuerzas de flaqueza para poder terminar la novela, de esa muerte silenciosa y triste, como si fuera una luz que se va apagando, del que fuera el mejor escritor norteamericano junto a William Faulkner de esas décadas.

Las escasas necrológicas que la prensa le otorgó los días siguientes a su muerte siempre hablaron de lo mismo, de un escritor tocado por una varita mágica que se había extinguido sin llegar a alcanzar el techo que se esperaba de él.

Hay dos hechos, sin embargo, que me parecen reseñables y que de alguna manera terminaron por rescatar su obra del olvido y desautorizar el proceso de demolición emprendido por Hemingway. En primer lugar la figura de Max Perkins, la persona a la que tanto Ernest como Scott utilizaron durante los años en que la relación entre ambos se había destruido para saber uno del otro. Max no dejó testimonio de sus preferencias, pero sus actos y ciertos esfuerzos que llevó a cabo tras la desaparición de su viejo amigo Fitzgerald, me empujan a pensar que no sólo consideraba a Scott como alguien más cercano, fiel y querido, sino que, además, confiaba ciegamente en su obra por encima de la de Hemingway. Perkins hizo todo lo posible para que, paulatinamente a lo largo de la década de los cuarenta, la literatura de Fitzgerald fuera reeditada y el nombre de Scott reivindicado como uno de los más grandes de la literatura contemporánea. Las razones del empeño fueron una mezcla de emociones en torno al autor de El Gran Gastby: una confianza ciega en alguna de las obras que Fitzgerald dejó escritas y el afecto personal que sentía por el que fuera su escritor estrella junto a Sherwood Anderson en los años viente.

Conforme he ido acumulando información sobre este increíble editor más he deseado conocerlo y más admiración me ha causado. Desde la correspondencia intercambiada con Fitzgerald en la época  de bonanza y sus ayudas posteriores incesantes, una lucha empecinada destinada a que terminase Suave es la noche para convertirla en la novela más importante de los años treinta, su esfuerzo por rescatarlo una y otra vez del desastre y reivindicar con una fe ciega el poder de su literatura, me hacen considerarlo sin duda como uno de los editores del siglo XX más honestos y comprometidos de cuantos he sabido. Probablemente, sin Max, sin su amistad y su cercanía, sin su confianza, los lectores hubiesen recuperado del infierno a un autor de la envergadura de Fitzgerald, pero el proceso hubiese sido a buen seguro más lento, y el camino mucho más tortuoso. Perkins poseía dos cualidades fundamentales para su oficio, estaba lleno de conocimientos literarios y era un hombre modesto, algo raro en este mundillo. Su figura engrandecia la ya de por si majestusoa colección de historias y relatos que Scott fue escribiendo a lo largo de su malograda existencia.

El otro factor esencial de esta conjugación de astros que años más tarde pondría las cosas en su sitio fue la pasión literaria de Fitzgerald, que superaba con creces a su deseo de éxito, e incluso a su alcoholismo crónico o el valor de  su propia vida. Si Fitzgerald hizo algo durante el transcurso de su existencia fue escribir y escribir hasta alcanzar la maestria en un puñado de obras memorables. Es cierto que sus precarias condiciones de supervivencia y su salud  a partir de cierta época, su menosprecio a sí mismo y su desconfianza respecto a su persona, hicieron que diera luz textos que en otras circunstancias se hubiesen quedado guardados en un cajón, pero la fe en el poder de su narrativa, un poder efímero que se marchaba y regresaba, que se perdía y era hallado por momentos, en ese destino de escritor que a pesar de la repercusión siempre estuvo vivo como un remordimiento y una obligación, le empujó a resistir dolores y pesadillas, la humillación del olvido forzado, tristezas y ruinas, y a emprender como un último suspiro El último magnate. Fitzgerald no fue otra cosa que un escritor, uno de esos auténticos que sólo inclinaron la pluma finalmente ante la muerte.

Cuando uno repasa los improperios lanzados, la ira del todopoderoso Hemingway de los años cuarenta y cincuenta, y esas alusiones incesantes a la falta de entrega, a lo diletante del caracter de Scott, a su ambición burlada, no puede por menos que enfrentar esos comentarios al grueso de la obra que nos ha llegado de Fitzgerald. En cuarenta años, a pesar de la desgracia, nos dejó miles de páginas literarias de primer orden, y unas cuantas sublimes, lo que contradice con su evidencia la acusación de Ernest acerca de que Scott en vez de escribir prefería beber. Las dos pasiones de Fitzgerald, o las tres si incluimos su desmesurado amor por Zelda incluso en los peores momentos, combatieron durante una década por imponer su preeminencia. El alcohol y la literatura terminaron por hacerse amigos ante la imposiblidad de un pacto de equilibrio, y aunque es cierto que los grados etílicos ingeridos fueron disminuyendo la capacidad de Fitzgerald a pasos agigantados, mermando su salud y destruyendo cualquier atisbo de esperanza posible, la literatura surgió hasta el final de sus días, las palabras continuaron brillando en el horizonte de sus ojos azules tan claros, casi grises, siguió sonriendo cuando una página memorable surgía ante sus ojos y mantuvo el criterio necesario para guardar el nivel de calidad que trató de imprimir a toda su obra a lo largo de su extencia.

A Fitzgerald le preocupaba la literatura, se obsesionaba con la calidad, con el sentido de lo que escribía, investigaba, leía, trataba de continuar en pie como escritor y tal vez eso le permitó vivir y escribir cuarenta años. Detrás de su resurrección y posterior consagración, tras las películas que se realizaron en los años sesenta y setenta sobre sus novelas, después del éxito universal de algunas de sus obras maestras, leídas en medio mundo e intactas en el centro del canon literario del siglo XX, no se encontraba el azar o el capricho, sino el empecinamiento consciente y constante de un hombre desgraciado que siempre miró de frente a su profesión de escritor.

He tratado de leer la mayor parte de los textos y documentos acumulados en torno a una amistad que se fraguó intensa y feliz en apenas un año y medio en Francia, y que luego se convirtió en una obsesión para Ernest y Fitzgerald. ¿Cómo es posible que el gran triunfador en aquel presente de los años treinta y cuarenta, el escritor que ganó el premio Nobel de literatura en 1954 y salía victorioso del reto que silenciosamente se fijaron al pretender ser los mejores escritores de su generación, pudo haber sido tan mezquino y desagradecido con el vencido?

Fitzgerald admiró hasta su muerte la figura literaria y personal de Heminwgay. Acerca de su literatura, hay pruebas de suficiente peso como para que Ernest hubiese reconocido que en lo mejor que escribió, sus primeros escritos a mi juicio, tuvo detrás la inestimable opinión, la sesuda corrección y el consejo de Fitzgerald, que no sólo se ocupó de él en la medida de sus posibilidades a finales de los años 20, cuando él era un escritor de éxito, consagrado y con relaciones literarias estrechas, sino media vida, de difundir la obra de Hemingway, sino que participó activamente en los procesos de corrección de las iniciales recopìlaciones de cuentos y de las dos novelas primeras de Hemingway Fiesta y Adiós a las armas. En la relación de Fitzgerald con él se percibe más la propia incomodidad de Scott con su propio ser que una rivalidad personal y enconada –Scott casi siempre habló en terminos exagerados positivamente de Ernest-. Lo fascinante a mi entender es la postura del otro, su increíble engreimiento y la distancia que marcó a propósito entre él y Scott, su proceso consciente de distorsión de la realidad a su favor, sus comentarios despectivos y falsamente compasivos, su desprecio en ciertas épocas por su obra, y su crucifixión posterior tras su muerte.

Hay una anécdota de finales de los años 20 que me parece importante. En una reunión en casa de Gertrud Stein en Paris, un apocado Fitzgerald había dejado todo el protagonismo al insaciable Hemingway. Stein también hizo lo suyo por Fitzgerald, ese muchacho americano bien parecido y famoso que llegó a Francia en el año 28. Fue en casa de Gertrud donde Hemingway conoció y sedujo nada más y nada menos que a Ezra Pound y comenzó a labrarse su reputación literaria. Ernest, como solía hacer muy a menudo, debió ofender en público a Fitzgerald. La admiración de Scott por su amigo era de tal envergadura que incluso en términos literarios, donde Scott albergaba cierta seguridad, no era capaz siquiera de reprocharle nada o de enfrentarse abiertamente a él. En aquella ocasión fue Gertrud Stein la que le dijo a Hemingway en presencia de Fitzgerald y ante sus impertinencias, a parte de todo el mundo, que a su entender, la obra de Scott perduraría, “sería leída en el futuro”, y la suya no estaba hecha más que de añagazas y superficialidad, una literatura construida para sus contemporáneos sin más, que se iría diluyendo conforme su presencia física se disipara. En la gira que la propia Gertrud Stein realizó por Estados Unidos en el 34 aprovechando su repentina fama como gran dama de las letras americanas del exilio, Steín, a contracorriente y a pesar de que Fitzgerald era ya un escritor olvidado, siguió con buen tino argumentando que Francis Scott Ftizgerald era el mejor escritor norteamericano de su generación, muy por encima de las dotes comerciales y el famoso estilo Hemingway, que se impondría por doquier a lo largo de esa década y la siguiente hasta ganar el premio Nobel por ello.

Tengo la sensación de que Hemingway percibió desde un principio que jamás llegaría a alcanzar los logros literarios de Scott Fitzgerald incluso aun cuando él fuera convertido, a veces pienso que por razones extraliterarias, en el nuevo profeta de las letras futuras. En su fuero interno, cada vez que se hallaba frente a un texto de su viejo amigo no podía evitar pensar que no lograría siquiera aproximarse a su talento, que por mucha fama y éxito que le rodeara, Scott siempre fue mejor, siempre llegó más lejos y con sus obras ensombrecían cuanto pudiera hacer Ernest. La prueba mayor de ello fue que jamas reconoció la enorme ayuda que Fitzgerald le otorgó en sus primeros tiempos. De esta enfermiza comparación, y a pesar de sus bravuconadas y sus salidas de tono, nos queda la sensación de inferioridad frente al otro, que se intensificó tras la desaparición de Fitzgerald y ante los esfuerzos de Wilson y Max Perkins para reeditar y engrandecer la obra de Scott, de ahí su incesante proceso de desmitificación, sus constantes comentarios negativos, sus juicios arbitrarios y virulentos contra el autor de El Gran Gastby.

En algunas cartas halladas tras la muerte de Hemngway se puede apreciar la fascinación que fue sintiendo a lo largo de los años por Suave es la noche, fascinación que nunca confesó en público, y que ni siquiera expresó con claridad a Fitzgerald. A Hemingway le faltaba mucha humanidad a pesar de defender causas justas en la década de los cincuenta por medio mundo como para poder escribir obras de la importancia de El Gran Gatsby y El último magnate, estaba a años luz de la profunda sensibilidad de Scott en Suave es la noche, e incluso su presunta revolución estilística, uno de los motivos fundamentales por el que se le concedió el Nobel, quedó como un asunto insignificante años después ante el resurgir crítico de Fitzgerald, frente a la complejidad estructural y formal de las obras de su amigo, al lado de la perfección estética y la profunda inteligencia narrativa de Scott. Partiendo de esa enorme derrota, que debió planear toda su vida a pesar de los aplausos del presente, nacieron en verdad todos los hartazgos y exhabruptos contra Scott que, a lo largo de los años, no cesaron. Tal vez envidiara incluso la coherencia de su amor por Zelda, o su manera de perder, su extraño mimetismo con el tiempo que les tocó vivir, su debacle interior que a la larga conformaría una parte importante del mito Fitzgerald.

Hemingway repudiaba el alcoholismo lleno de debilidad y de extravagancias de Fitzgerald, y en muchas ocasiones lo trató de memo y afeminado, de bebedor inútil. Es curioso como el destino se cebó con Ernest, alcholizado practicamente desde los años cuarenta hasta el día de su muerte. Tal vez su ensañamiento con la fragilidad de Fitzgeral ante el alcohol no fuera otra cosa que el pavor de verse retratado en el otro, que no fuera en verdad más que una percepción de sí mismo que censuraba y que a la postre terminó por arruinar su literatura y su salud, con repeticiones innecesarias, textos prescindibles y una constante vuelta a los asuntos y temas que le interesaron cuando comenzó a escribir. El alcohol que tanto exasperó a Hemingway al ver reflejado sus efectos en Fitzgerald, terminó por apoderarse de él, como si una extraña maldición se hubiese ceñido a su figura, como si debiera pagar en el fondo por todo lo malo, mezquino y terrible que cometió contra su amigo, por el enseñamiento con el que arruinó del todo la frágil autoestima de un hombre sensible y complejo, de un escritor auténtico y deslumbrante que pasados los años se convertiria en uno de los más importantes del siglo de la literatura universal.

Soy de Fiztgeral por todas estas razones, quiza porque sé que Zelda murió quemada en un incendio accidental que aconteció en la clínica Highland donde estaba recluida, porque sé que ambos escribieron un barrunto de sus años mágicos durante la fatídica década de los treinta, cuando el declive asomaba a sus vidas, quizá porque nunca pudieron abandonar el recuerdo de aquella época; Zelda Save me the waltz, y su marido Tender is the night. Porque quizá Hemingway jamás pudo llegar a amar otra cosa que a si mismo, y Fitzgerald, sin embargo, poseía una humanidad y un amor inmensos que sólo el alcohol una y otra vez estropeaba. Tal vez porque ante la ruina de Scott y el triunfo desmesurado e injustificado de Hemingway, injustificado no sólo en términos literarios, sino bajo un juicio moral, me encuentro siempre más cerca del primero, de su silencioso intento de redención al comenzar El último magnate, de su desgraciada historia de auge, cima impensable y caída abrupta en el dolor, el olvido y la derrota. Soy de Fitzgerald porque él entendió algo más de todo lo que había vivido y no hizo falta volarse la tapa de los sesos con una escopeta al comprender que toda su existencia había sido una farsa, una tragicomedia insoportable al igual que todas. Porque siempre me perderé entre las obras del “pobre Scott” con la fascinación del lector exigente, y tengo la sensacion de que las obras de Hemingway quedarán polvorientas y amarillas en el fondo de la biblioteca, sin más concesión a su recuerdo que los concursos de dobles que año tras año se celebran en Estados Unidos. Quizá porque durante el tiempo que he dedicado a revivir la obra y la biografía de Fitzgerald lo he sentido más cerca que nunca hasta el punto de aproximarme a su dolor con una tristeza que hice propia y que me ha afectado hasta causarme esporádicas depresiones. Tal vez porque Hemingway representa a mis ojos algunas de las actitudes que más detesto en un ser humano pese a sus innegables, aunque sobrevalorados, registros literarios, y Fitzgerald vuelve a reconciliarme con la idea de justicia, una idea que quizá en los tiempos venideros no exista para los escritores presentes y futuros, pero que en su caso, se cumplió.

Me queda un regusto agradable a pesar del viaje a los infiernos de Fitzgerald vivido en este último mes. Cuando afirmo que soy de Fitzgerald, tengo la sensación de que el tiempo puso a cada cual en su sitio, y que, le pese a quien le pese, el mejor novelista americano de los años viente y treinta inmediatamente detrás de William Faulkner, y con permiso de unos cuantos nombres que se me ocurren, no fue Hemingway, sino Francis Scott Fitzgerald. Aquella vieja rivalidad injustificada tuvo al justo vencedor literario.

En cierto modo me aferro a ese triunfo que tal vez logra recordarme que aún es posible, que la materia de lo literario es capaz de reconstruir de las cenizas y los fantasmas, de las huellas de una historia partícular y hermosa, abierta al mundo y capaz de comprenderlo, el camino de esos elefantes con pies de plomo que son amenazados por el olvido. Cuando Fiztgerald escribió El Gran Gatsby alimentaba ya su superioridad sobre la literatura de Hemingway sin ni siquiera conocerse. La diferencia entre Scott y Ernest resultaría tan sencilla  –y tan compleja a un tiempo- de explicar como afirmar cual es la distancia sideral entre El Quijote y las novelas de caballería que leía el personaje de Cervantes. Cuando Hemingway estaba balbuceando la revolución de un estilo, Fitzgerald hacia unos cuantos años que había expresado la riqueza de su literatura reflejada en ese personaje mítico de Jay Gatsby. En el fondo todo lo que surgía entre las páginas de esa hermosa obra tenía una apariencia de realidad que escondía una verdad metaliteraria. La grandeza de Gatsby no es otra que englobar en su esencia una tradición que se relacionaba directamente con obras tan fundamentales como Don Quijote o  Madame Bovary. Era una novela sobre el poder de la literatura, que como la mayor parte de las novelas que adoro cuestionaba y guardaba en sus seno un diálogo con los siglos  de escritura a sus espaldas. Gatsby proyectaba su grandeza en la realidad  del mismo modo que un escritor – Fitzgeral o cualquier otro de envergadura- proyecta sus sueños y fantasías en sus libros, con la diferencia de que trataba de cumplirlos, de construirlos con elementos tangibles, de edificar su propio paraiso en vida con acciones reales cargadas en verdad de literatura, como un arquitecto sueña en sus planos y luego ejecuta ladrillo a ladrillo el fruto de su imaginación. Un viejo sueño imposible de escritores: conseguir que las palabras escritas cobren vida física. Esa sería al fin y al cabo la clave que definiría la distancia entre Fitzgerald y Hemingway.

Escribió Vargas Llosa en uno de sus magníficos ensayos literarios que Gatsby poseía la aptitud para confundir los deseos con la realidad, una aptitud que lo distinguía de la inmensa mayoría de los seres humanos y de muchos escritores de escaso rango. Algo de literatura de nuevo, una de esas metáforas que obligan irremediablemente a ser leídas.

Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, empujados incesantemente hacía el pasado.

Copyright Jimarino


FRANCIS SCOTT FITZGERALD

Francis Scott Key Fitzgerald (Saint Paul, MInnesota, 24 de septiembre de 1896-Hollywood, California, 21 de diciembre de 1940. Es uno de los más importantes novelistas norteamericanos del siglo XX. Vivió la época dorada del jazz y los prodigiosos años viente, donde se convirtió en una figura pública conocida. Su carrera de escritor comenzó a menguar en el transcurso de la década posterior hasta morir en el olvido. Las distintas reediciones de sus obras a lo largo de los años cuarenta, tras su muerte, rehablitaron su obra hasta convertirlo en uno de los escritores fundamentales de la literatura norteamericana. Murió de un ataque al corazón la víspera de la navidad de 1940 en compañía de su amante Sheila Graham.

Bibiliografia

Novelas

Otras obras

Colecciones de cuentos y novelas cortas:

Otras obras

  • Los vegetales, o de presidente a cartero The Vegetable, or From President to Postman ( obra de teatro, 1923)

  • El crack-up (The Crack-Up) (ensayos e historias, 1945)

ERNEST HEMINGWAY

Ernest Miller Hemingway (Oak Park, 21 de julio de 1899- Ketchum, 2 de julio de 1961). Escritor y periodista estadounidense y uno de los más famosos novelistas y cuentistas del siglo XX. En vida se convirtió en un fenómeno mediático con una repercusión pública tremenda. Le fue concedido el Premio Pulitzer en 1953 por la novela El Viejo y el mar y al año siguiente ganó el Premio Nobel de Literatura. Se suicidó disparándose un tiro en la cabeza con su escopeta de caza en julio de 1961

Bibliografia

Relatos

  • Tres relatos y diez poemas (Three Stories and Ten Poems) (1923)

  • En nuestro tiempo (In Our Time) (1925)

  • Hombres sin mujeres (Men Without Women) (1927)

  • El ganador no se lleva nada (Winner take Nothing) (1933)

  • La quinta columna y los primeros cuarenta y nueve relatos (The Fifth Column and the First Forty-Nine Stories) (1938).Novelas

Otras

  • Hombres en guerra (Men at War) (1932); antología

  • Muerte en la tarde (Death in the Afternoon) (1982).

Obras publicadas póstumamente

  • The Wild Years (1962); recopilación

  • París era una fiesta (A Moveable Feast) (1964); novela

  • Enviado especial (By-Lines) (1967). Artículos periodísticos para el Toronto Star entre 1921 y 1924

  • Islas en el golfo [o Islas a la deriva] (Islands in the Stream) (1970); novela

  • The Nick Adams Stories (1972)

  • 88 Poems (1979)

  • Selected Letters (1981)

  • Un verano peligroso (The Dangerous Summer) (1985); pensado originalmente como un relato para la revista Life en 1959

  • El jardín del Edén (The Garden of Eden) (1986); comenzada en 1946, Hemingway trabajó en esta novela durante quince años

  • True at First Light (1999).



 

 

 

 

 


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homenaje a Gonzalo Rojas-un poema de navidad

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HOMENAJE A GONZALO ROJAS

(… y también a   Antonio Tello, a Olvido, a Miguel Ariño y a Carmen Chupito, a Daniel Tangofino Ariño y a Arurora Navarro, a Tchebe y Mateo, a Nacho Cagiga y a Gabi García, a  Nanou y a Alex, a David Turksma, a Enrique Vila-Matas y a Pierre Michon, a Ivan Ferreiro y a  Carlos Monsivas, a Ricardo Menéndez Salmón porque la luz es más antigua que el amor, a Jean Paul Roma y a su futuro niño, a Mario Cerro y a Sabina Espósito, a  Jako, mi brother en su regreso, a Fer y Helena en los alicantes de viento, a Alicia Sánchez y a  Sandra Elorriaga por los ritmos de la tres, a Paco Membrado, Rafeta Claver  y Josete Ots, de la resistencia, a  Ana Luisa Ramírez y a Juanucho, mi padre espiritual, a Carmen Ramírez, a  Jesús Sangrila, para que el Dios de las letras y las artes  le ayude contra los molinos de viento, a  Cesar Gaviero y a la hermosa Infinito Rojo, cuyos talentos siguen sorprendiéndome el alma cada vez que me asomo a sus ventanas, a Riki Javier que anda sin libertad, a Zaxanaercis, a Chantal y a Michel Lavigne, a David de las motos, a Eddy y a Francisco Machuca… a todos los que cruzan estos caminos y aullan junto a los perros de la lluvia…   a los que se quedaron en el camino y a la memoria de Jose Antonio Labordeta, Manuel Monterde  y Enrique Morente. Feliz Navidad a todos los que me acompañan… )
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Creo que ganaremos, aunque tú no lo veas

en esa tierra que te alimentó,

en la tierra que saldrá de tus entrañas

para abrazar el alma, alma de Vallejo

y Huidobro, alma de viajeros incansables

y pájaros de palabras, Canto general,

Trilces doradas en un París lluvioso.

Lo sé, creo que ganaremos,

y lo haremos porque no hay otro modo,

por que el camino es tan antiguo

que hasta Dante supo de él

entre las malezas de los bosques

provenzales, y su canto

extraño y sólido llegó hasta Pound, y los

ecos de lo inservible en apariencia

llevan siglos buscando su lugar,

y no hay otra manera, lo sé,

y por eso creo que ganaremos,

seré partícipe de esos triunfos

tan efímeros que alcanzarán al final

la gran victoria del hombre; el tiempo es todavía,

todavía creo que ganaremos,

como suele ganarle el mar a la tierra

cuando los titanes

retan a los dioses del espíritu,

cuando caen sus pies de barro

ante la dignidad de los ojos que lloran,

de los labios que besan y ríen,

ante los que piensan que la lava

nunca alcanza el calor

de un sueño.

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*Copyright Jimarino


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Paris-Notas para una noche con Michon

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La primera vez que vine a Paris no pisé la ciudad. Hace ya tanto tiempo que olvidé cómo fue esa llegada, la manera en que contemplé con los ojos cerrados este esplendor lluvioso. Quizá fuera con Verlaine o Baudelaire, arrebatado en las tabernas mugrientas que bordeaban el Sena, otoñal el espacio y lírico el disfraz, bohemia deshecha y ajados espectros de la vida; o con Hemingway y el desventurado Fitzgerald entre la retahíla de americanos enamorados del Paris canalla y bendito; seguro con el puterío bohemio y decadente, con esa pasión de arte inocente tan propia de Miller, tan artificioso como efectivo a cierta edad, con su Anaïs Nin erótica y esa June a la que gocé en sueños tantas veces, a la que puse cara otras cientos entre las efigies de Clichy que me llevé a la boca. Miller, tal vez… O quizá fuera con Toulouse Lautrec, con Manet y Caillebotte, o al cerrar los ojos contemplando las fotografías de Brassai, o con la música de organillo y piano que me llegaba desde Saint Germain de Prés, o en los pliegues ensoñadores y tristes de las notas de Satie. Todo Paris se construyó con los mitos del amor, el arte y la literatura: se hizo lenta en el paladar de mis sueños. Se lo digo a Michon y vuelve a reírse. Abre la boca, le tiemblan los labios por un instante.

-Cuando bajé de un tren en la Gare D´Austerlitz yo tenía veinte años y una máquina de escribir portátil, una Olivetti de cuerpo rojo y teclas blancas. Me sentía embriagado y enamorado, dispuesto a construir con los hilos de mi imaginación la realidad de Paris, prejuicioso antes de verla. Le había prometido a Amparo años atrás que viajaríamos a esta ciudad juntos, se lo dije entre susurros nocturnos a Carmen mientras le cogía la mano y me acercaba a su cuerpo de bailarina, pero no pudo ser.

Dar un paso desde la altura del vagón hasta el suelo suponía enfrentar la existencia mitificada de la capital con el duro cemento del andén. Pensaba que todo sería extraordinario, que el mundo alcanzaría a cumplir mis anhelos como un cielo estrellado cubre la soledad de la noche. Avanzaba con los tacones alzados y la mirada segura convencido de lo posible. Karine tenía los ojos verdes y el cuerpo menudo, de gimnasta fibrosa, duro como una piedra. Me cogió del brazo y fue arrastrándome entre la multitud de viajeros que correteaban por las inmediaciones de la estación. Austerlitz era un nombre sonoro que evocaba las novelas de Tolstoi y Stendhal. El rugido de las locomotoras, tan distintas a las antiguas, me trajo sin remedio a Proust y a Flaubert, pero era Karine quien me sonreía emocionada ante la expresión asustada y expectante de mi rostro, era ella quien me arrastraba por esas calles y me besaba.

A pocos kilómetros de la Gare D´Austerlitz nos alojamos en un hostal mugriento a las pocas horas de bajar del tren. Junto a la inmensidad de las líneas de metro que atravesaban el subsuelo de la ciudad, llenas de bautizos sonoros, entre la belleza de los barrios parisinos que recorrimos durante horas incansables de caminatas y conversaciones, recuerdo su lengua, suave, embadurnada de nicotina y vino. También las cucarachas diminutas que encontré en la cocina del pequeño apartamento en el que vivimos algún tiempo. Leía entonces La peste de Albert Camus. Karine y La peste, y aquel vello púbico enmarañado y punzante, y su cuerpo extraño, fino al tacto, sus pequeños pechos y esos pezones morados tan desmesurados formaron mi particular educación sentimental de la ciudad real; la dureza de sus habitantes, que se movían agitados y poseídos por la velocidad incesante, expresaron la tristeza de la lluvia, el encuentro irremediable con la inexorable mutación del tiempo. Sin embargo, algo resistió a la desilusión de que aquella capital no fuera tal y como la había soñado. Quizá en esa esencia se hallaba la verdadera resistencia del espíritu a doblegarse ante la inercia del universo, la capacidad humana de alcanzar un lugar distinto a pesar de las fuerzas de la historia que nos anegan. Fui reconstruyendo despacio otro Paris que no era ni el presente ni tampoco aquella fantasía de mis mitos literarios o mis iconos cinematográficos.

Recuerdo la extraña felicidad de despertar bajo un edredón y aspirar el olor de Karine. Volvería amarla si pudiera regresar a ese cuarto que llenamos de trastos y memoria, a ese rincón donde deseamos con fervor ser otra cosa: ella una mujer segura y enamorada de un español ufano y enfático que parloteaba incesantemente de literatura, y yo un escritor a punto de iniciar la obra de mi vida en un Paris reconvertido donde paseaba despreocupado y feliz como Jean Paul Belmondo y Jean Segber en A bout de Souffle. Amaría a Karine una vez más para recordarla mejor aunque todo hubiese cambiado -revivir el ritual necesario, el puñado de acciones y gestos que logran otorgar a la existencia y a sus hechos su necesaria realidad, su sólida raíz- y regresar así a ese Paris de cortinas rojas, de noches lluviosas, que me recibió hace tantos años. En el fondo era yo mismo quien recibía a esa ciudad, quien reinventaba con la furia de los ojos plenos de esperanza el recorrido que otros harían siguiendo mis pasos. Tan iluso y perdido, y a la vez tan extasiado por los cantos de sirena.

Michon me observa divertido. Luego su rostro se ensombrece y examina su copa silencioso como si flotara algo inconveniente en el vino.

-Durante años sólo creí posible escribir para vivir. Arroyos de palabras que iban impregnando la experiencia de la vida, todas las metáforas reunidas en el silencio de una hoja en blanco que trataba de garabatear con una expresión solemne y el empecinamiento de lo que nos hace estar convencidos. Me arrepentí muchas veces de haber nacido con esta maldición que no asegura además el talento, por la dificultad de dejar una huella, una brisa insignificante que arrastrase una hojarasca diminuta donde por un instante hubiese podido hallar una ráfaga auténtica y perdurable de lo humano. Amé demasiado poco, hice el amor siempre con la espátula y la tabla de colores, como si interpretara en vez de vivir, rara vez con el alma henchida de fugacidad, con la levedad del amor que se recuerda o la intrascendencia del tiempo que se dilapida. Ahora, a veces, me atormenta la idea de que, al contrario de lo que creía, el dispendio fue excesivo y la ceguera demasiado prolongada. Debo reconocer que en ocasiones me consuela lo infantil del mundo, la maraña de hombres y mujeres aspirando a esa continuidad imposible a través de mecanismos e ingenios mucho más simples y terriblemente alejados de la verdad. La ilusión de la vida eterna me provoca carcajadas. Enfermo de trascendencia era infeliz. Al final no hice nada que me conviniera. El mundo no necesita literatura, o si la necesita, no se da cuenta. Prefieren las malas novelas, los argumentos grotescos, las palabras sin sentido, las mentiras mal construidas. Pienso en el sexo, en su banalización constante. No hay sentido del humor al acudir la expresión compungida de un orgasmo, ni siquiera hay risa en una inesperada caída o en el torpe ademán de una imperfecta postura animal. Lo banal choca con una sorprendente solemnidad de película ñoña, pretende una absurda perfección imposible entre los seres humanos como si toda ceremonia tuviera que tener unos códigos estéticos concretos y fijados y un ritmo siempre medido.  Se contempla mucho más que se toca: contemplación como el reflejo de un gran escaparate en el que pasean las ninfas y su séquito de imberbes apolíneos, y en esa representación de la sensualidad queda estéril el verdadero erotismo, la fertilidad del deseo. Sombras en un mundo de luces encendidas. Tengo la molesta sensación de que se hace el amor en verdad cuando uno naufraga y luego, cuando se halla el asidero, el sexo se evapora, parece un recuerdo amargo de una época rota o desconsolada. Se tiene miedo a la deriva, al inevitable caos humano, y se aspira al orden regido por una fuerza ciega y descomunal que delimita la libertad para evitar la exhuberancia y el abandono, un orden hecho de tedio y responsabilidad, de ocupaciones incesantes y estériles tan menudo, de datos económicos y orgullos nacionales, de sentimientos convencionales domeñados, convencidos de que aceptar la irracionalidad de lo establecido, obedecer a lo imperante en cada momento nos salvará, inconscientes de que las leyes de la tierra se mueven más rápidas que nosotros afectando a nuestro estado sin remedio, y la supuesta seguridad de la vida siempre está expuesta a ser destruida por el ímpetu de las distintas voluntades de poder que pugnan entre sí para imponer sus designios. La historia reciente de Europa está llena de catástrofes de ese estilo.

Al recordar las alegres esperanzas de un tiempo animo a Michón a seguir bebiendo más vino y ese elixir que alimentó la imperfecta eternidad de nuestros pasos: los jugos de Celine, el olvido de los golpes de la existencia que nos fueron educando y limitando hacia el extraño optimismo de las letras, a apurar las copas de Poe, la potencia oscura y terrible de Dostoiesvky. Pronto será el elixir de Michon, convertido en un faro capaz de iluminar la oscuridad de las tormentas, en un refugio de calma lleno de humanidad trasmutada en literatura sublime. Le empujo a beber no sólo el vino y las letras, sino su propia prosa elevada y sanguínea que en apariencia no sirve al mundo. Le pido que beba y escupa toda esa capacidad una y otra vez para no dejarme huérfano. En ese instante recuerdo haberle dicho a Karine que la única literatura que me interesaba era aquella que alimentaba la vitalidad, el hambre de vivir, que esa era una forma de encontrar sentido a la enfermedad de la lectura y así transformarla en una potencia sanadora.

La voracidad de Michon me hace pensar que él marcaría ese teléfono guardado tantos años en la memoria, que buscaría en esta ciudad a esa mujer. Que trataría de seducirla una vez más arrebatado por el ímpetu de la sensualidad perdida a fin de retener por un instante aquello que fue, y luego escribiría la relación de ese cuerpo inolvidable con el presente y su transformación en el tiempo, describiría las nuevas texturas, la evolución de los colores y los gestos, la metamorfosis de las palabras, como si alcanzara a descubrir  en los brillos de un rostro cambiado por los años aquello que le fascinó en las pinturas de Greuze, eso mismo que a mi me hechizó cuando irrumpí hace muchos años en la vieja casa museo de Courbet donde se exponían copias de sus pinturas más conocidas, cuando miraba El origen del mundo en esa sala con suelo de madera, oyendo bajo mis pies el fragor de las aguas del río, y al mirar el rostro de Helene extasiada ante la vagina velluda ligeramente entreabierta, coronada por esos muslos rotundos y hermosos, no pude pensar en otra cosa que en el deseo de aprovechar la soledad del museo para gozar de su cuerpo frente al cuadro, como si el arte no hiciera otra cosa que alimentar e inspirar la vida, nada más y nada menos.

Karine tendrá ahora cuarenta años, dos hijos y unas bonitas piernas. Quizá viva en el VI eme arrondisment de Paris, cerca del barrio chino, a doscientos metros de la Butt aux Caille, en un piso igual que el de entonces, con las paredes empapeladas de rojo y las cortinas encarnadas, las lámparas granates, con una cocina exactamente igual en la que veinte años atrás encontré dos cucarachas diminutas correteando despavoridas a la búsqueda del calor del horno y su prudente oscuridad.

Flaubert y sus máscaras, afirma. El formalista severo, austero, místico en ese deambular por los recovecos del lenguaje. No es para tanto, responde, y bebo más Borgoña suave, ligero al paladar, en copa histórica en forma de campana invertida con grabado, abarrotada de un caldo casi rosado. Pierre alza su copa y dice que carga con su corazón roto en pedazos, que así se planteó la vida desde aquellos lejanos días en Cards, como una premonición de la elegancia espiritual que La Bella Lengua podía ofrecerle como contrapartida a su condición social, a su vida heredada de campesino. Una parábola como otra cualquiera del dolor y su esperanza, de los sueños convertidos en un posible simulacro de superación espiritual. El que ríe ahora soy yo ante la absoluta veracidad de lo que expresa. Es curioso el poder de la literatura, su esfuerzo por engrandecer y ampliar los horizontes, y como contrapartida el orgullo peligroso que otorga, ese soplo iluminador que insufla la consciencia de las palabras y el eco que provocan, a veces la inevitable desilusión de que no puede facilitarnos nada más, y otras la imperiosa necesidad de seguir creciendo a pesar de los límites de cada cual. Tiene el corazón lleno de verbo, de palabras y sintaxis perfecta y eso es lo que pretendo decirle con esa sonrisa.

Amanece en Paris y crece esa luz particular, extraña a menudo, única. Desde las alturas se vislumbra el empedrado mojado, árboles de un verdor intenso agitados suavemente por el viento, agua que corre abundante por las calles, que humedece los jardines frondosos y exuberantes, que alimenta el musgo que se adhiere a las paredes de piedra. La paleta de grises y verdes es tan amplia que haría las delicias de cualquier pintor atento. Michon mira a lo lejos antes de apurar la copa entera de un trago.

Crece la luminosidad sobre Les Invalides, brilla su cúpula dorada de repente, una furiosa lámina aurífera en un paisaje de apagadas sombras. A lo lejos se vislumbra la figura alargada e inmensa, envuelta entre nubles de algodón ensuciadas, de La Tour Eiffiel. También la silueta de la Tour Montparnase, con esa negrura de los tiempos en sus cristales ahumados, en su cuadratura solemne ¡Paris amanece! Mi Paris de aire nace lleno de sus mitos.

A pocas manzanas de este rincón, a la orilla del Sena, Corinne se agitaba con los ojos cerrados y las caderas contraídas sobre mi rostro, agarrada al cabezal de hierro forjado que golpeaba al ritmo de su cintura la pared: ella se enardecía en ese redoble. Fueron tiempos lejanos, de eso hace ya trece años, pienso, pero aún oigo sus gritos, la suavidad de sus enrojecidas mejillas cuando todo cesaba y se quedaba boca arriba sobre la cama respirando plácida, o cuando rencorosa se atrevía a culparme de sus desgracias e infiernos con los puños apretados y el mismo resuello animal de sus delirios carnales. El tiempo ha disipado la profundidad de ese amor, los rituales que cumplimos para fundar una sociedad afectiva y un hogar mugriento, lleno de la oscuridad de esa época. De cada historia guardamos unos momentos, supongo que a los gritos y la desesperación de un final la memoria se empeña en dibujar lo idílico y perdurable de la alegría, la dichosa agitación del cabezal marcando la pared, la juventud que encerrábamos en nuestros cuerpos y el transcurrir desde la placidez a la furia destructiva. Sin embargo no logro traerla hasta este balcón con la nitidez que deseo pese a estar tan cerca del estudio en el que vivimos. Apenas sobreviven fogonazos que surgen incontrolables entre la marea de luz que nos va inundando. Cuando revelo esas imágenes tiene el color sepia de lo antiguo e inalcanzable. Michon susurra que soy un sentimental. Desde luego prefiero lo sentimental a lo inhumano. Todo literatura. Bebo, y él bebe en abundancia a mi lado

Seis y media de la mañana. Crece el murmullo de la ciudad que el parque cercano amortigua. Llega en sordina, con una intensidad discreta sin estridencias ni brusquedades: un claxon que rompe el rumor de las hojas, un motor revolucionado en exceso entre el fragor de los setos y un clamor lejano bajo el agua. Acude la mañana con aura fantasmal que nos recuerda donde estamos; en un balcón de una onceava planta, en mitad de Paris, reflejados en los espejos de la barandilla y en los charcos que forma la lluvia ante la inmensa vista de una ciudad interminable. Podría enumerar un recorrido a ciegas desde allí, observando los tejados, las cúpulas majestuosas, y los edificios hacinados. Paris no cesa nunca, siempre hay algo que mirar en el intervalo de segundos en el que uno alza la cabeza. La lluvia es fina y fría, constante como agujas en la piel. Paris no se acaba nunca, huele a mausoleo y a teja de pizarra, a antigüedad digna y a parque de atracciones. Su aliento enreda la pálida lámina de este amanecer inesperado en el que los nombres sagrados se cruzan en cada calle, en cada esquina, en los edificios que surgen tras la niebla otoñal, en el influjo secreto de los ásperos despertares. Que se joda Nueva York. Es como un bebé ruidoso ante la majestuosa pátina marmórea de una gran dama de gruesos muslos y labios carnosos que susurra al oído sus encantos interminables mientras resista la dureza de la piel, que dice a gritos que sólo hay una literatura y viene de Paris. El café del Dôme en Montparnasse dibuja junto al Coupole y el Rotonda, con sus estufas circulares de hojalata que calentaban las mesas de la calle invernal, la construcción final del mito, la suave ironía del ceño fruncido de Unamuno recostado en la butaca subiéndose el cuello del abrigo y apretando la bufanda contra la barba blanca. Ahí estuvo la inteligencia y el arte del siglo XX, en los ojos saltones de Picasso y Derain burlándose de los transeúntes anodinos, la estirada dignidad pagana tan similar al gesto de un barman de hotel de lujo en la Riviera que desprendía el solemne Tristan Tzara, la mirada azul y perdida, casi llorosa pese a ser entonces un joven enérgico y fanático, de Ezra Pound, organizando definitivamente su destino entre los pliegues de un Côte du Rhone barato o un pastisse envenenado de poesía antigua, frente al manuscrito imposible de La tierra Baldía, Elliot chispeante y distinguido, tan rico como tacaño.

Surge la luz de la primavera como esta bruma luminosa que cae sobre nosotros; aún veo el rostro perplejo de Sandor Marai a la intemperie de una calzada observando el antiguo esplendor perdido allá por el año 46 cuando sus esperanzas comenzaban a quedar exterminadas, lo mismo que la risa contagiosa de Hemingway ensañándose inconsciente frente a  Scott Fitzgerald ya borracho, dormido con la oreja pegada al frío mármol de la mesa, o las copichuelas diminutas exigidas para el disimulo alcohólico de Faulkner, de paso en ese café, de paso en la vida a no ser por su escritura de hierro forjado. Está Joyce, viviendo del préstamo, jamás de su arte, siempre escoltado por el Pound que iniciaba sus cantos y sus revoluciones imposibles.

Michon brinda por mi mitología cultural del fin. Todas las invasiones son bárbaras y terribles, y arrasan con los tiempos buscando el exterminio y la extinción. Becket hojea furibundo unas páginas del Eclesiastes mientras guiña el ojo a una muchacha juvenil a la que se le atisban los muslos turgentes al estirar las piernas sobre la silla. Todos los libros están enterrados en las catacumbas, en los sótanos, en los rincones más recódnitos de esta cuidad; todos los libros y todas las mujeres pérdidas o aquellas a las que nunca pudimos hallar. Un laberinto del que apenas atisbamos reflejos esporádicos, sublimes visiones baudelerianas entre los tugurios del desastre, el amor que se fue extraviando, los mapas secretos que se construyen diariamente sobre la vieja cartografía de Paris. Michon asegura que él muchas veces ya no ve el antiguo recorrido de las calzadas, ni el aroma putrefacto de las calles empedradas, ni siquiera el esplendor de los reyes antiguos, que a lo sumo contempla inquieto el devenir de los días del terror, esos viejos alaridos de Saint-Just y compañía aspirando al ilimitado reino de la felicidad futura, al borde de la pesadilla, aquel extasiado miedo que sucedió a la libertad. Como si este tiempo y ese ruido que ensombrece la esperanza de la luz en este amanecer hubiesen ya vencido.

Copyright Jimarino



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prólogo de cinco itinerarios para una novela futura

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Por razones de derechos de autor y de edición, el prólogo de Cinco itinerarios para una novela futura  sólo estará disponible en el libro editado por Shangrila Ediciones.

Invito a los lectores que leyeron este texto a lo largo del último año y medio a que compren el libro, disponible en las páginas de la editorial, con enlaces directos desde aquí, desde Los perros de la lluvia o haciendo clik directamente en la fotografía superior. Debo dar las gracias a su vez a las personas que además comentaron en marzo del 2011 este proyecto, a quienes me enviaron correos electrónicos y por supuesto a quienes lo apoyaron desde el primer momento. 

Si les gustó el prólogo les animo a adquirir el libro. Todo su sentido se refuerza en esos cinco itinerarios literarios escritos para encontrar las claves de una posible novela futura, tal vez de una literatura capaz de perdurar.

L



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Albert Camus-Lourmarin-Antonio Machado-Collioure

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No existe ni un sólo cartel o indicación, nada que anuncie la tumba de uno de los escritores más importantes del siglo XX. Lourmarin es un pueblo típico de la Provenza francesa, cuidado, construido en piedra duradera, tan elegante y apacible. Apenas hay edificios nuevos más que en las afueras del centro urbano, y aún así son discretos, acordes con la belleza del paisaje y la extensión montañosa delimitada por campos de lavanda coloridos y rectangulares. La luz de la mañana es tan intensa que ciega los ojos. Caminamos despacio sobre un sendero empedrado escoltado de hileras de gravilla irregulares. Albert Camus fue un hombre tan consecuente en vida como ese modesto camino que se bifurca en un quiebro a las afueras de la población y desciende con una moderada pendiente hacia la carretera. A poco más de un kilómetro se levanta la muralla del cementerio.

Los cabellos rubios de Sara brillan bajo el sol. Su rostro ligeramente hinchado no ha borrado la belleza de su mirada, la limpieza de la cara, los labios carnosos y esos ojos llenos de bondad. Mientras caminamos le cuento que rara vez he mitificado demasiado a la muerte y sus iconos. Con una sonrisa intento explicarle que la única tumba que quise ver a mis diecinueve años fue la de Jim Morrison en el Pére Lachaise de Paris y la decepción que sentí al observar el deterioro del mausoleo, la cabeza esculpida arrancada del sitio para evitar el constante sufrimiento, los grupos de jóvenes bebiendo cerveza y fumando marihuana en las inmediaciones, abandonando los rastros de su presencia en forma de cascotes y colillas, fue inmensa. Preferí el paseo solemne y silencioso entre los setos, la mirada extraviada frente a la tumba de Sara Bernhardt o de Oscar Wilde.

Sara me provoca una ternura conmovedora, despierta el deseo de abrazarla, de acariciar sus mejillas y el cuello. Su voz es apenas un susurro suave. Su cuerpo grande y ancho me hace pensar en un refugio.

La primera vez que la vi fue en aquel Paris nocturno de mediados de los noventa, en la encrucijada de senderos sin luz, de túneles en los que me adentraba sin saber exactamente el destino ni las posibilidades: ella a punto de casarse, tan joven. Me subí a un deportivo de color negro y cristales ahumados y pensé que se equivocaba con aquel tipo guapo y espigado, tocado por una ligera alopecia, que conducía rápido y brusco por callejuelas estrechas. Ebrios nos cogimos por un instante de la mano esa velada en el asiento trasero del coche. La miré a los ojos y sentí todo lo que había sido y sería. El contacto con aquellos dedos huesudos y fríos me produjo uno de esos instantes eróticos jamás cumplidos, con ese esplendor de lo que perdura porque jamás se apuró, sin oscuridad en verdad, más bien como un reflejo de un enamoramiento fugaz e intenso frente a esa figura sublime de la época que contradice la anchura actual. Su boca tembló apenas, su olor impregnaba el vehículo. Cuando salimos del automóvil esa noche en las inmediaciones de la Place de la Bastille para adentrarnos en los subterráneos del barrio me sobrevino una profunda decepción. Helene me preguntó si me sucedía algo pero no conté nada; fue uno de esos suspiros de rara trascendencia en los que nos sentimos capaces de modificar el destino por un impulso, un sentimiento impetuoso de amar otra cosa o a otra persona sabiendo que no sucederá.


Aquel matrimonio primerizo duró apenas seis meses. De la alegría de esa fiesta de despedida en discotecas del Paris oscuro a las que no podría volver, quedó un infierno de silencios, maltrato psicológico y una culpabilidad inmensa e inmerecida. Aquel muchachote alegre y divertido deseó convertirla en una sumisa esclava de tardes de domingo aburridas y desahogos seminales al antojo de la erección. Más tarde sobrevino un viaje de estío a Valencia tras su separación, una estancia en mi casa de tres semanas y una cierta recuperación. Se enamoró de quien menos le convenía otra vez: Bellochi emanaba sus encantos perversos, su lucidez retorcida, y ella era demasiado inocente para un espíritu tan atormentado. Algo sucedió en aquel verano que volvió a trastocar su frágil equilibrio construido con los mimbres de un divorcio doloroso, un padre prematuramente muerto e ilustrado, de una biblioteca sublime, y del rumor otoñal de la casa en Le Bois de Vincennes, cerca de donde Rousseau y Diderot caminaron alegres trescientos años atrás dejando un rastro de solemnidad y presagio. La imaginación vuelve a provocarme pensamientos impuros. Sé que se quedaron a solas varias veces en el viejo apartamento de Bellochi, un mausoleo de la antigua gloria familiar en Embajador Vich, donde mi amigo guardaba un ejemplar de El extranjero firmado por el mismísimo Albert Camus en 1953. Quizá él le propuso alguna de sus oscuras maniobras sensuales, o tal vez una bestialidad física a la que su fragilidad no pudo responder. Nunca lo sabré. No dijo nada, tan cauta y aniñada como siempre, se limitó a fruncir el ceño y a apretar los labios.  A su lado recuerdo sus dudas perpetuas, que aparecen en ese instante cuando hablamos de sus dos hijos: Céline tiene dos años y medio y Robert apenas trece meses.

Camus posee una coherencia que empequeñece a cualquiera que se compare con él. Sus hallazgos fueron literarios, y al tiempo apuntó antes que nadie las barbaries de ciertas expresiones filosóficas a las que se opuso sin importarle las consecuencias. Mientras empujo la puerta del cementerio una extraña emoción me sobreviene. Ayudo a Sara a entrar, sujetando el grueso portalón de madera para que pueda pasar el carro de los niños. Helene y Raoul caminan detrás, a unos veinte pasos. Sé que a pocos kilómetros de aquí murió Albert Camus en un accidente de coche, y entre los restos del vehículo hallaron intacto el manuscrito de la que sería una nueva vuelta de tuerca en su literatura, obra desgraciadamente incompleta: El primer hombre. A Camus le fascinaba La Provenza por muchas razones, aunque él fuera francés nacido en Argelia: Pied Noir pobre y sensual. El mediterráneo lo llenaba de esa luz necesaria para no olvidar que antes que intelectual u hombre de letras era un ser humano impregnado de la sensualidad del mar y la tierra. Su mezcla de vitalidad e inteligencia quedó retratada en las hermosas páginas dedicadas a su infancia, en esa novela que sobrevivió a ese amasijo de hierro y chapa en el que halló su muerte, un camino literario renovado que retomaba asuntos biográficos y que a tenor del resultado, abrían una senda maravillosa para las letras francesas y europeas.

Sara me observa de reojo caminar hacia su tumba, buscar conmovido entre los mausoleos y las pequeña lápidas una inscripción.

Tiempo después me resultará complejo explicarle a alguien la sensación que siento al detenerme frente a una tumba de tierra poblada de plantas de lavanda, cómo me agacho y leo en una pequeña piedra, mal esculpido, su nombre: Albert Camus; de qué modo arranco un pequeño hierbajo y lo dispongo entre las páginas de mi diario de viaje. Un ritual sencillo y austero como su sepulcro. Camus hubiera preferido ese descanso al propuesto por Napoleón Sarkozy, empeñado en enterrarlo junto a los grandes de Francia en el Panteón de París, expresión en verdad de un deseo propio de grandeza soñado para sí mismo sin rigor ni razones de peso. Sé que la familia se negó, respetando la voluntad del escritor.


Cuando Helene llega a la altura de la tumba siento esa mezcla de admiración que yo había expresado con el pequeño gesto de guardar la ramilla de lavanda surgida  de la tierra gruesa. Comprendo que para algunos suceda algo parecido frente al sepulcro de Antonio Machado en Collioure. Todavía me estremece esa anécdota que contaba Maria Zambrano, recuerdos del viaje aciago, de la huida ante el avance de las tropas franquistas por carreteras polvorientas. El vehículo en el que viajaba su familia encontró a Don Antonio caminando por los caminos irregulares hacia Francia, envejecido, dolorido y roto, junto a una hilera interminable de refugiados que buscaban la frontera. El padre de Maria Zambrano, amigo del poeta, le invitó a que subiera con ellos y evitara una caminata a pie. Don Antonio esbozó una de sus afamadas sonrisas, se quitó el sombrero empapado de sudor y le contestó que él quería llegar a Francia junto a su pueblo. A estas alturas, le digo a Sara, la historia puede parecer inocente,  incluso un cierto gesto de altanería propio de un aristócrata de espíritu como fue Machado, sin embargo, en boca de Maria Zambrano, me pareció un gesto auténtico, una descripción precisa de la enorme humanidad del poeta, de su hermosa resistencia, que no pudo aguantar muchos kilómetros más allá, muerto en plena marcha, en Collioure, aguardando un milagro que salvara a la República. A Raoul, como a muchos franceses con cierta sensibilidad hacia España, le impresiona el relato. Su proverbial ironía queda inerme ante la nobleza de la actitud, frente a lo consecuente del gesto en relación a las idea del poeta: quizá he logrado imprimirle la misma emoción que en boca de la Zambrano me hizo llorar de rabia e impotencia sin saber exactamente porqué. Raoul nació aproximadamente treinta años después de la muerte de Antonio Machado, en la Bourgogne y, sin embargo, se siente conmovido por ese relato de emigración y derrota, lo mismo que me sucede a mí ante la huida de Sandor Marai o frente a la lectura de El mundo de ayer de Sweizg o con los personajes de Vida y destino de Grossman, ante los emigrados de Sebbald o los protagonistas de Sefarad de Muñoz Molina. Un siglo de hogares destruidos que no me afecta directamente pero que me emociona aun cuando jamás haya vivido algo similar.

El optimismo del mundo contemporáneo espanta ante la facilidad que puede tener la destrucción y la miseria para apoderarse de todo en un abrir y cerrar de ojos, por el frágil equilibrio que contiene una absurda pretensión de eternidad. Quizá por eso Camus me resulta tan cercano. Muchas veces, cuando algún titular del periódico me altera el ánimo, pienso al instante en qué es lo que pensaría él al respecto, no con la fe de escuchar a un gurú decadente o ufano, tan corriente en nuestros tiempos, voceros sordos, sin influencia profunda, sólo expulsando a gritos opiniones ruidosas, manipuladas, sino como cabal y libre reflexión sobre el destino del mundo, tan necesaria, tan ausente a nuestros alrededor por el estremecimiento de la banalidad y la censura de lo mediocre.

Sara sonríe ahora. Reímos los cuatro frente a la modesta tumba de Albert Camus, bajo un sol mediterráneo que nos inunda de una luz cálida y vital. Ella encontró a su príncipe azul en ese hombre extraño y afable, mitad genial en medio de lo anodino, empeñado en alcanzar un destino que le pertenezca mientras yo me cruzo de brazos y le ofrezco a Helene una vida estéril llena de obligaciones silenciosas, a ella, que  sostiene la frágil armonía, el suelo que se tambalea ante las viejas adicciones y mis suspiros de esperanza; siempre fue así, siempre estuvo a mi lado. Quizá ya no tengo fe en el destino, como muchos otros conscientes. De los inconscientes no hablo, de esos prefiero callar porque no suelo perder el tiempo con lo que me es indiferente.

La luz es tan intensa que quema los ojos. Mi empeño en no llevar gafas de sol me ofrece como resultado una mirada achinada débilmente azul y un halo blanco que envuelve el paisaje. Lourmarin suena como las antiguas canciones de Edith Piaff o las primeras de Gainsbourg. Camus debe sonreír envuelto por el día veraniego y transparente en La Provenza mientras Raoul descorcha una botella de espeso tinto de Bourgogne en un plácido cementerio medio abandonado, donde sobre la tumba de A. Camus los reflejos del sol provocan un hermoso espejismo.

Lourmarin, Marzo de 2011
Copyright Jimarino.

SERVIDUMBRES DEL ODIO

Hace un mes, releyendo las Crónicas de Albert Camus, correspondientes al periodo 1948-1953, encontré este extracto de una  breve entrevista que concedió en la navidad  1951 al periódico Les Progrés de Lyon. La sensación que me sobrevino, como suele ser habitual al leer la mayor parte de las reflexiones camusianas sobre su tiempo, o ante sus maravillosos ensayos, El mito de Sísifo o El hombre rebelde, fue la de comprender que ciertas palabras del premio Nobel de literatura están hechas de algo eterno, que sus presagios y afirmaciones, demasiado a menudo, dibujan el color de otras épocas y no sólo la suya con una certeza y un valor extraordinarios. De alguna forma, con las respuestas que Camus dio al entrevistador, tuve la sensación de que no sólo quedaba retratado aquel año 1951 y  los acontecimientos infaustos sucedidos las tres décadas anteriores, sino que nuestro propio universo renqueante parecía adherirse como un guante a sus diagnósticos. Quizá ahora habría que sustituir a la prensa, cuyo poder ha quedado reducido tal vez en exceso por otros medios de comunicación masivos aún más banales y ensordecedores, o tal vez las formas de poder han perdido sus máscaras y son ahora más invisibles y al tiempo más desnudas y discretas, pero su definición de la servidumbre, el odio y la mentira, mantienen la triste vigencia que él les concedió en este texto. Ojalá generaciones nuevas de políticos a los que probablemente no les dejarán llegar al poder jamás, se impregnasen de la transparencia, la humanidad y la valentía de sus ideas. Por si acaso, transcribo sus palabras a la espera de recoger algún fruto venidero. Valen la pena.


(1951) Entrevista a Albert Camus. Le progés de Lyon.

-¿Le parece lógico comparar las palabras “odio” y “mentira”?

Albert Camus:-El odio es en sí una mentira. Hace el silencio, instintivamente, en torno a toda una parte del hombre. Niega lo que, en cualquier hombre, merece compasión. Miente, por lo tanto, esencialmente sobre el orden de las cosas. La mentira en cambio es más sutil. Cabe mentir sin odio, por simple amor a sí. Por el contrario, todo hombre que odia se detesta en cierto modo a sí mismo. No hay pues, un nexo lógico entre la mentira y el odio, pero hay una filiación casi biológica entre el odio y la mentira.

-En el mundo actual, presa de las exasperaciones internacionales, ¿no adopta a menudo el odio la máscara de la mentira? Y la mentira, ¿no es una de las mejores armas del odio, la más pérfida y quizá la más peligrosa?

Albert Camus: -El odio no puede adaptar otra máscara, no puede privarse de esa arma. No se puede odiar sin mentir. Y, a la inversa, no se puede decir la verdad sin reemplazar el odio por la comprensión, que no tiene nada que ver con la neutralidad. Un noventa por ciento de los periódicos, en el mundo de hoy, mienten más o menos. Y es porque son, en diferentes grados, portavoces del odio y la ceguera. Cuanto más odian, más mienten. La prensa mundial, con algunas excepciones, no conoce hoy otra jerarquía. A falta de cosa mejor, mi simpatía recae en los raros que mienten menos porque odian mal.

-Rostros actuales del odio en el mundo, ¿los hay nuevos, propios de las doctrinas y las circunstancias?

Albert Camus: -El siglo XX no ha inventado el odio, por supuesto. Pero cultiva una variedad particular que se llama odio frío, maridado con las matemáticas y los grandes números. La diferencia entre la matanza  de los inocentes y nuestros ajustes de cuentas es una diferencia de escala. ¿Sabe usted que en veinticinco años, desde 1922 a 1947, setenta millones de europeos, hombres, mujeres y niños, fueron desarraigados, deportados o asesinados? En eso se ha convertido la tierra del humanismo, a la que, pese a todas las protestas, hay que seguir llamando la innoble Europa.

-¿Importancia privilegiada de la mentira?

Albert Camus: -Su importancia proviene de que ninguna virtud puede aliarse con ella sin perecer. El privilegio de la mentira estriba en vencer siempre a quien pretende servirse de ella. Por eso los servidores de Dios y los amantes del hombre traicionan a Dios y al hombre por razones que ellos creen superiores. No, ninguna grandeza se ha fundado jamás sobre la mentira. La mentira permite a veces vivir, pero nunca eleva. La verdadera aristocracia, por ejemplo, no consiste sobre todo en batirse en duelo. Consiste sobre todo en no mentir. La justicia, por su parte, no consiste en abrir ciertas prisiones para cerrar otras. Consiste sobre todo en no llamar mínimo vital a lo que apenas basta para mantener una familia de perros, ni emancipación del proletariado a la supresión radical de todas las ventajas conquistadas por la clase obrera desde hace cien años. La libertad no es decir lo que sea y multiplicar la prensa amarilla, ni instaurar la dictadura en nombre de una futura liberación. La libertad consiste sobre todo en no mentir. Allá donde la mentira prolifera, la tiranía se anuncia o se perpetúa.

-¿Asistimos a una regresión del amor y la verdad?

Albert Camus: En apariencia hoy todos aman a la humanidad (les gusta sangrante, como los chuletones) y todos están en posesión de una verdad. Pero eso no es sino una suprema decadencia. La verdad pulula sobre sus hijos asesinados.

-¿Dónde están “Los justos”de la hora presente?

Albert Camus: En las cárceles y los campos de concentración,  en su mayoría. Pero en ellos se encuentran también los hombres libres. Los verdaderos esclavos están en otras partes, dictando sus órdenes al mundo.

-En las actuales circunstancias, ¿no puede ser la Navidad un motivo de reflexión sobre la idea de tregua?

Albert Camus: ¿Por qué esperar a Navidad? La muerte y la resurrección son de todos los días. De todos los días, la injusticia y la verdadera rebelión.

-¿Cree usted en la posibilidad de una tregua? ¿De qué tipo?

-Albert Camus: La que obtendremos al final de una resistencia sin tregua.

-Ha escrito usted, en el mito de Sísifo: “Sólo hay una acción útil, la que reharía al hombre y a la tierra. Yo no reharé nunca a los hombres. Pero hay que hacer como sí”. ¿Cómo desarrollaría usted hoy esta idea, en el marco de nuestra entrevista?

-Albert Camus: Yo era entonces más pesimista que ahora. Es cierto que no reharemos a los hombres. Pero tampoco los rebajaremos. Al contrario, los levantaremos un poco a fuerza de obstinación, de lucha contra la injusticia, en nosotros y en los demás. Nadie nos ha prometido el alba de la verdad, no hay un contrato, como dice Louis Guilloux. Pero la verdad hay que construirla, como el amor, como la inteligencia. Nada nos ha sido dado ni prometido, en efecto, pero para quién acepta emprender algo y arriesgarse, todo es posible. Esa es la apuesta que hay que hacer en estos momentos. Cuando nos sofocamos bajo la mentira y cuando estamos acorralados. Hay que hacerla con tranquilidad, pero irreductiblemente, y las puertas se abrirán.

Volumen 3. Obras completas Albert Camus. Alianza Editorial. 1996



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Intimidad (a la esperanza duradera del movimiento 15-M)

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(Todas las fotografías de la Sierra de Gúdar (Teruel) por cortesía del fotógrafo francés Michel Lavigne)

         La sierra amanece envuelta en la niebla y deja sobre los hierbajos y las hojas de los árboles, sobre el césped y la piedra, un rastro de humedad, una frescura que al respirar inunda los pulmones e irrita las fosas nasales, provocando un picor doloroso para quien no está acostumbrado. Nos contemplan mil años de historia desperdigada entre muros vetustos y piedras cuadradas, talladas a mano, y el campanario viejo, que se alza mudo, y esos caminos empedrados, que suspiran por los pasos de campesinos y mulas y carros de antaño. Soñamos hace algunos años con este paisaje, con un rincón como éste: una casa de dos pisos, planta baja y vivienda, y una luminosa buhardilla con apertura en el tejado gracias a una amplia cristalera incrustada entre las viejas tejas, y ventanales con vista a las montañas. Aquí se puede respirar, a pesar de la historia que asciende como vapor de agua, que impregna cada poro de mi piel y me recuerda que en este lugar, hace años, siendo un niño, un adolescente, fui feliz, y que entonces tenía sueños, una imagen de la vida futura espléndida, llena de posibilidades, y aunque uno siente nostalgia por la existencia que no pudo ser, no me quejo de haber sobrevivido y regresado, a pesar del invierno gélido y silencioso, a pesar de los fantasmas de la memoria que van poblando cada esquina, cada pedazo de muro. Aún me queda algo de aire, de hecho, pienso que antes era menos consciente del aire, y ahora, cuando subo a la montaña y contemplo la inmensidad del valle -Helene apoya su cabeza sobre mi hombro y siento como el viento mueve sus cabellos, que se pegan a mi rostro-, estoy seguro de estar vivo, sin ruido, sin el incesante parloteo de quienes no me interesan: ella y yo, solos, contemplando la inmensidad de las laderas y los ribazos, atentos a los movimientos de las aves que giran alrededor de los picos, o al paso cansino de un vecino que arrastra un carro con cebada para los animales, de los pastores que recorren las veredas con sus ovejas hambrientas.

         Camino por los senderos serpenteantes y retorcidos junto a ella, que me estrecha por la cintura y trata de sonreír al paso, a través de las hileras de arbustos y hierba con firme de tierra seca que delimitan los cauces y los terrenos de cultivo. Creo que es feliz, pero se contiene, tal vez porque sabe qué es lo que quedará al final.

         Sucede algo similar con Bellochi, que se acerca en coche hasta aquí dos veces al mes, y comienza a parlotear y evita mi mirada tan sólo para no verme como era antes, como soy ahora. A veces Helene y yo nos miramos en el espejo de la cómoda, el mismo que nos ha contemplado durante veinte años, que reflejó los cambios verano tras verano, y ella me acaricia el rostro y descubre el paulatino deterioro con una esperanza de belleza que concibe como cierta. Las canas son notorias en mis cabellos; se han hecho duros y blancos, muy erizados, aunque acabo de cumplir treinta y ocho años, y mis ojeras se esfuerzan por darle un aire sufrido a mis facciones aniñadas. El mentón antaño redondeado, se ha endurecido de un modo excesivo, y mis manos son largas y huesudas; manos de filósofo, que solía decir mi abuelo, las que yo quería, esas manos huesudas de dedos finos y estirados, ligeramente torcidos, como una ironía que me anuncia el tiempo que se disipó, y lo que queda, desde luego, hay que devorarlo. Y entonces llega esa pregunta, que como juego alguna vez expresé al abrigo de una conversación entre amigos, y escucho esas respuestas que en este instante bailan en la memoria, irresponsables, y sonrío con cierta condescendencia, y algo dentro de mí recibe luz en esos momentos en que la oscuridad parece ser la única respuesta. Bellochi se empeña en pronunciar su lista de quehaceres, en vista de un agotamiento irrenunciable y voraz del tiempo de existencia: pretendía la fama, porque en el fondo, palabras textuales, fue lo único que buscó, aunque supo vivir con su media fama, sin reproches, satisfecho, no menos suculenta e interesante que la completa. Inma optaba por viajar, como Nati, recorrer de punta a cabo el mundo, ora en barco, ora en avión o piragua, el amazonas, el desierto, el cañón del Colorado, la estepa rusa, la Provence francesa, y las ciudades colosales, se llenaban sus bocas de París y Nueva York y Berlín y Londres y Praga y Marraquesch, y las enlazaban con aventuras que siempre terminaban bien. Ahora ellas piensan en sus pequeñas, desmienten su heroico pasado de sexo drogas y rock & roll aunque mantienen ese empecinamiento particular de la rebelión a pesar de todo. Viajar, ya lo hice, como un castigo, o como dice Bellochi, como un viaje inconexo; porque mi viaje y el suyo fueron viajes desnudos, sin paracaídas ni salvaguarda, directos al corazón de la podredumbre humana, esparcida por doquier hubiera guerra o hubiese paz en cualquier parte del mundo. Y Jean hablaba de un final apoteósico, pero alejado de la fama, más bien una excelsa dedicación a la exaltación de los sentidos, hasta el karma del exceso, sin más: mujeres, vino y libertad, disponer de tiempo y dinero para gastar en un maremagno de desconcierto, hasta que el corazón dejara de latir y el cerebro se apagase. Pienso ahora en Reinaldo Arenas y su afán por concluir su obra como si fuera lo único que importara, entre la memoria y el esfuerzo. O en Fitzgerald y su Último magnate, o tal vez en un Musil tembloroso, ardiendo entre las páginas de su hombre sin atributos, o en el agotamiento físico y espiritual de un Hemingway borracho y decrépito vencido por la vida, hasta situar el cañón de su escopeta de caza sobre la boca y apretar el gatillo. Cualquier respuesta valía para expresar que algo de la existencia se iba apoderando de todos en el mismo instante en que conversábamos, segundo a segundo agotábamos algo de nosotros, y al pensar en un tiempo acelerado, que produjera un suspiro tan sólo y permitiera fijar la conciencia en esa fugacidad, surgía una vez más esa imaginación precisa, ese carpe diem que fijaba el único sentido posible.

         Suelo levantarme muy temprano, porque al ver nacer el día -primero sombras oscuras que acompañan el bullir de la tetera y un frío intenso, despacio una luminosidad creciente que se mezcla con el vapor de la cafetera y la ilusión de extender las páginas del libro que termino de empezar-, tengo la sensación de que gano algo, de que arranco un suspiro más, deseando empaparme de ese amanecer que en el fondo, a pesar de la calma, anhelo. Con sólo mirar los ojos llorosos de Helene cuando contempla el espejo de la cómoda y trata de sostener por un momento la idea de que puedo marcharme sin más, de que puedo desaparecer como se marchitan las hojas de los árboles en otoño y quedan sepultadas en la tierra desmenuzadas y polvorientas, me arrebata una tristeza inmensa que nada tiene que ver con el egoísmo. La consciencia de la vida, o mejor del fin de la misma, se fue diluyendo en un deseo profundo e insistente por unirme a un paisaje, a una manera de vivir que en la ciudad resultaba imposible. Pero esa conciencia me sirvió de acicate y a la vez de motivo. Si los hombres supieran por un instante que el día siguiente puede ser el último, todo cambiaría de la noche a la mañana, y sin embargo es una posibilidad que esta ahí, quieta, que existe, que acto seguido caiga una maceta de cualquier balcón sobre la cabeza de un transeúnte confiado, o que una mala maniobra del automóvil pueda provocar el accidente que finiquite una vida, o quizá una enfermedad misteriosa viva ya en el cuerpo de un ser humano y esté devorando los órganos vitales, anunciando el fin irremediable

         -Podemos elegir casi todo.- Diría optimista Mario, al que hace tiempo no veo, pues anda por otras montañas enfrascado en su trabajo, en sus nuevas esperanzas.

         Desde la ventana que da al viejo castillo derruido -sus piedras fueron utilizadas a principios de siglo para construir nuevas casas, en una afrenta revolucionaria contra el poder feudal, un gesto de justicia, ignorancia y brutalidad inaudito, sobre el que he pensando muchas veces-, el día surge de nuevo imprevisible y se llena de matices y colores, del sonido de los grillos y los pájaros que van poblando de vida las calles desiertas. He tratado de imaginar una caravana de aldeanos provistos de carretillas, ascendiendo y descendiendo ordenadamente el camino que rodea la iglesia y sube hasta el pico, los he visto arrancando las piedras del monumento, destruyendo los muros, y luego, con la carretilla cargada, descender despacio por el sendero empedrado. Es uno de esos actos subversivos que siempre me han fascinado, que irremediablemente, a pesar de la figura de mi abuelo, que aparece de fondo y niega una y otra vez aquel atentando contra el patrimonio cultural de la Sierra -¡por Dios, arrancar las piedras de un castillo construido en el siglo XV!-  me ha recordado a otras grandes revoluciones de la historia de la humanidad. Cuenta la leyenda que fue Ramiro Avisavientos, en mil ochocientos noventa y tres, quién fuera abuelo de Ramón Avisavientos, héroe de guerra republicano durante la guerra civil española en la sierra, muerto al cobijo de una iglesia abandonada en un pequeño pueblo cercano a Madrid después de asesinar por venganza al falangista que violó y fusiló a su esposa, sacó a golpes de su casa a Federico Montseny, el hijo del antiguo marques de la Villa, hombre poderoso y brutal, lo arrastró por el suelo del brazo, ya medio muerto, y junto al pregonero convocó al pueblo a una reunión de urgencia. Deseaba el ajuste de cuentas de la humillación y la miseria después de años de carencias y dureza. La historia fue repetida en un apellido, de igual forma que ahora el airado reproche civil ante un tiempo de sinvergüenzas y avariciosos, de ruido y mentira, tendrá una respuesta: energías humanas que van cobrando sus piezas en un juego de causa-efecto fascinante. Aquella revuelta fue el símbolo de un final, organizado por entero desde allí, un sitio demasiado alejado y abrupto como para que pudiera ser reprimido con la dureza exigida, y se aceptó después en la capital de provincia el reparto de tierras, y nadie puso pegas a la destrucción del castillo. Se acabó el antiguo régimen, y con ello el hambre, se aseguró la supervivencia de todos en un nuevo estadio que permitió al menos la subsistencia y el desarrollo; se hizo a lo grande, y que mejor modo de festejarlo que destruyendo el monumento, como una exégesis del hombre rebelde, tan menospreciado por el poder ciego, tan corriente sin embargo a lo largo de la historia.

    

      Desde hace algún tiempo, suelo prestar atención a las pequeñas cosas, como si fuera posible llevármelas a ese estado sin contenido que me espera, a ese largo sueño sin memoria, que tarde o temprano me empujará hacía la negrura, a pesar de la esperanza de Helene, y siento que en todo ello hay un afán secreto de alcanzar alguna sabiduría, y pienso en ello como síntoma, porque antes, años atrás, nunca tuve semejante curiosidad. Es importante conocer esos cambios, determinarlos, a poder ser aislarlos de lo demás, para saber o reconocer qué es lo importante. No ha muerto en mi el amor, que se expresa de múltiples maneras, no sólo en Helene, a la que quiero más y mejor, a la que considero parte de un recorrido necesario como si hubiese sido destinada a acompañarme, sino que pervive en los rostros familiares, en los libros que repaso a menudo a solas en la buhardilla polvorienta, en el recuerdo de aquellos que me acompañaron y tuvieron que marcharse por la fuerza o por la inercia, tantos cadáveres, en el brillo que  a veces se atisba en los seres humanos cuando una ilusión de futuro, de alegría, inunda la insatisfacción. No anhelo el amor infatigable y superficial de la seducción, ni siquiera los años salvajes sin nombres, poseído por la ebriedad de un sentimiento sin dirección ni rostros, como solía decir Jean cuando hablaba de lo que haría si supiera que al día siguiente todo fuese a terminar, en un afán de regresar a la antigua promiscuidad de nuestra adolescencia infatigable; por el contrario, cada minuto a su lado eterniza la vida, la hace, en cierto modo, inmortal. Lo único que echo de menos es el deseo, otra forma del amor igual de intensa, el deseo salvaje y arrebatado de perder la identidad, de echarla por tierra y obviar el yo en las fauces de otro, de gozar y sufrir en el mismo instante en que se detiene el tiempo para expresar el anhelo más eterno del ser humano: la fantasía de la continuidad imposible. Por eso aguardo con impaciencia que lleguen las nueve o las nueve y media, para poder oír desde la buhardilla el crujir del catre, sus pasos por la habitación, y entonces dejó mis papeles y periódicos, mis libros o mis escritos, y me precipito escaleras abajo sólo para desearle los buenos días y sentir el calor de su cuerpo. Y cuando tarda, recorro sigiloso el pasillo, y desde el marco de la puerta la contemplo extasiado dormir desnuda. Hay algo eterno en esa imagen que me sumerge de lleno en la sensualidad y en la historia del arte, en las visiones femeninas de todos los maestros, en los desnudos espaciados de asombro ante la belleza, algo similar al eco que oscila frente al empecinamiento de los cínicos por perdurar. Es como si todo naciera del deseo, la Venus frente al espejo que sueña el pintor Diego Velazquez, las cabezas rodando de los aristócratas franceses, la esperanza de que la servidumbre, el odio, la avaricia y la mentira se desintegren en el mismo instante en que Helene se estremece en la cama y Sophie suspira a kilómetros de esta sierra por aquel deseo interminable y eterno que me une a ella,  Courbet se extasía ante las durmientes y estas palabras alcanzan la luz, antes de la cálida tarde en la que negrura lo envuelva todo y yo desaparezca.

Copyright Jimarino


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Kafka-Roberto Calasso (K.)

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               Una historia de escritores, de buscadores de mitos. Supongo que como siempre. De escritores que escriben para vivir y viven para escribir inmersos en las leyendas de un arte milenario, en el sustrato de un saber que queda contenido en el olvido desmesurado del presente o en esa infantil creencia en el progreso ilimitado que acontece en el mundo; mitos que sin embargo mantienen una pulsión, un aliento necesario incluso hoy, una finitud construida de metáforas eternas, de saber encriptado, siempre a punto de alcanzar sus claves, sus códigos, siempre a punto. Roberto Calasso escribió sobre Kafka un libro llamado K.

 

                Al principio hay un puente de madera cubierto de nieve. Nieve espesa. K. levanta la vista hacía el “aparente vació de allí en lo alto”.

 

                Las palabras de Kafka poseen una exactitud y una precisión extraordinarias en su aparente extrañeza. Calasso –como Canetti unas décadas atrás- nos invita a leer literalmente las frases que Kafka escribió, algo que despoja a la lectura de sus obras de parte de su simbología más obvia, que transforma en cierta medida los textos. Hay un proceso de ahondamiento en la relación entre la biografía y la literatura final despojada de pistas, ofrecida como texto autónomo de ficción. Utiliza dos de sus obras mayores para su extenso ensayo: El proceso (1914) y El castillo (1922), aunque después vendrán alusiones constantes a sus cuentos; La condena, En la colonia penitenciaria, La metamorfosis, El desaparecido, El fogonero, entre otros. Ambas novelas no sólo son obras maestras de la literatura de todos los tiempos, no sólo se erigen como mitos duraderos de este noble arte, sino que de alguna manera anticiparon la venida de un mundo terrible -una cosa distinta es la capacidad humana para la felicidad, o esa ilusión que nos empuja hacia ella, la eterna construcción secreta y constante de las líneas de fuga que alivian la oscuridad, algo que no desmiente la dureza del adjetivo terrible-. El aparente vacío fue la expresión más exacta de un mundo sin Dios sumido en el caos de un equilibrio tan precario como extraño, similar a las afueras del castillo, el mundo al que K. se acerca siguiendo una invitación a trabajar de agrimensor, una invitación que se va transformando en una ironía, en una peripecia absurda, en un juego de laberintos en el que nada se encuentra, en el que apenas hay esperanza o resquicio para la luz, y siempre ese sentido del humor negro que envuelve a la muerte, quizá el único lugar lúcido en el que se libera la tensión humana.

               

                Pero volviendo a ese escritor y a su historia, contaré que hay escritores que escriben viviendo y viven escribiendo, que se ganan la vida con la literatura. De igual forma otros muchos viven de un cuento repetido, de una ausencia de esa mística tan particular de la ficción, de una excepción a la regla, falsos como los monederos de Gide. Hay escritores secretos, bien por decisión propia, bien porque no pudieron encontrar un lugar donde escribir, o mejor, donde reproducir lo escrito. Delleuze afirmaba que las ideas son capaces de remover la existencia, que menospreciamos la importancia de la idea. El mundo científico adolece de esa extensión de la generalidad, de la asociación, de la emocionalidad de la inteligencia, de ahí su finitud, su misterio ausente, su imposibilidad para alcanzar siquiera un intento de verdad completa, su dependencia del presente y de los objetos y mecanismos de fuerza, de las circunstancias temporales y espaciales. El universo de los hombres parece desposeído de cierta humanidad, aunque no pueda ser cierto

 

                          Este escritor de la historia es un escritor a medias secreto, a veces ruidoso, cuando es posible en ciertas épocas de su vida; otras silencioso como una serpiente, sibilino y discreto como ese William Burrouhgs que disimulaba sus adicciones y su inteligencia vistiendo elegante y mostrándose educado.

 

                           Kafka solo nombra un número mínimo, limitado, de elementos de la existencia que ordenaba quizá porque percibió la decadencia, como una especie de salvación posible, de oración mínima para reunir fuerzas, a veces en un intento de alcanzar esos espacios potenciales de la ciencia donde la energía se concentra para expresar una totalidad posible. Un mundo sin Dios exige de una fe humana. Cuando comienza a escribir El castillo, obra incompleta, Joyce ya ha publicado el Ulysses y Proust En busca del tiempo perdido. Todo lo que ve es percibido como una potencia descomunal a la que no podemos asirnos, un sinsentido que mantiene sin embargo un orden, una especie de negrura terrible que apenas deja resquicio para una luz posible, pero la vida continúa como en círculos concéntricos que se van extasiando en sí mismos, encaramándose, dotados del sentido de la copia y la reproducción. Toda la energía había pasado de ser humana a convertirse en centro, en aquello que se nombra como elemento central; me refiero a la taberna, al campamento militar, al castillo, al tribunal, a la diligencia, a una oficina,  a una mísera habitación en la que la metamorfosis sucede. Es algo así como el fin de la aventura, la capitulación del individuo frente a la preeminencia del espacio.

 

 

                Este escritor de la historia que vive para escribir y escribe para vivir se gana el sustento en un centro de poder similar a los descritos por Kafka, multinacional compleja, con aristocracia, jerarquía y círculos de poder y territorialización complejos y constantes, a veces incomprensibles para alguien ajeno e incluso para quienes lo viven. Cómo marca sus consignas y sus afianzamientos el poder resulta un proceso extraordinario; igual sucede en otros lugares, y aunque éste escritor tenga sus propias palabras o haya inventado un lenguaje, un lugar en el que cualquier vocablo descubre su propia identidad y se lanza a explorar el mundo de lo humano, su constante es el conflicto.

               El lenguaje puede ser totalizador, manipulador, construido para imponerse. Todo lenguaje que no sea libre en su intención, o que no tenga otra guía que la naturaleza de lo espontáneo o lo exacto, es un lenguaje que pudre, que atraviesa la humanidad, que funda nudos de imposibilidad. Este escritor percibe esa imposibilidad que organiza el mundo, una imposibilidad de sueños ideados además por otros. Esa no es una frustración hecha en verdad de la materia creadora de lo humano, sino una construcción impuesta por la mentira, la servidumbre y la manipulación.

 

                Calasso escribió sobre Kafka afirmando que lo invisible tiene una tendencia burlona a presentarse como visible, casi como si se distinguiese de todo el resto sólo por la vía de circunstancias particulares, como cuando se disipa la niebla y se hace visible el paisaje. El punto en el que se instala El castillo es siempre la elección, el misterio de la elección, su oscuridad impenetrable. Es como si aconteciera el simulacro de libertad que nos atañe a todos. Es incluso como la pretensión de ser escritor sumido en el seno de su organización, construyendo de libertad ficticia o temporal o sesgada su pequeño espacio de movimiento. La elección atormenta e insufla al tiempo valor, una especie de fuerza interior. Lo mismo sucede en El Proceso, aunque en esa novela, la elección deja de ser un paso adelante, y el estado se transforma en el terrible ser condenado, en verdad otra forma de elección fijada aún más desoladora e insostenible.

 

                Siguiendo a Kafka y Calasso, la impresión es que el poder, representado en El proceso por el tribunal, tiene la potestad de castigar, de condenar en esa novela, y en El castillo, la representación del vacío de allí arriba, de ese lugar todopoderoso y misterioso, de ese rincón oscuro en el que se suceden los actos y se reproducen tanto lo ocurrido en su seno como en aquellos lugares donde extiende su ámbito de acción -que a veces parece abarcar la totalidad de lo existente-, ese mismo poder es el que se encarga de elegir. La agudeza de Kafka dibujó en dos novelas aparentemente humorísticas, absurdas, dos formas de poder que terminarían por encontrarse en la primera guerra mundial y extenderían sus efectos hasta la creación de las democracias europeas tras la segunda guerra y, sin embargo, sólo eran expresiones complejas y extraordinarias del mundo interior de Kafka, de su prodigiosa capacidad de extraer literatura de sí mismo. El símbolo, la metáfora, incluso en el caso que nos trae entre manos, dos obras literarias de Kafka que para ser comprendidas según insiste Calasso es necesario leerlas con literalidad, lograban unificar en sus páginas la expresión de la realidad, la anticipaban, la construían en el fondo.

             Nuestro mundo contemporáneo, el que atisbamos constantemente regido por la incertidumbre, la oscuridad, la incomprensión o la imposibilidad de asimilar cuanto sucede, está lleno de ecos del universo de El castillo. Los totalitarismos, en cierto modo, aunque mezclasen otras cuestiones en su origen, estaban hechos de la materia del descomunal Tribunal que condena a Joseph K. La condena es siempre cierta y sus efectos terribles e inevitables. No existe además posibilidad alguna de una absolución completa, lo que hace todo aún más aterrador. La elección no deja de ser igual de desoladora e inexorable, con la diferencia de que en uno de los casos permite una ligera ilusión de libertad. Ser elegidos sin embargo, ahora y tal vez siempre, no deja de ser un terrible juicio incierto, probablemente sin escapatoria.

 

 

                El escritor del relato está obligado a argumentar propuestas que deben ser aceptadas por estamentos sin rostro en alturas desconocidas. Su poder se limita a aceptar o rechazar desde la base, al principio del proceso, y a elaborar posteriormente con palabras aquello que sostiene el negocio que le encomiendan. Sus palabras se adaptan al lenguaje imperante dentro de la organización, en esos periodos en los que pertenece a quienes le contratan. Jamás ha visto las caras de aquellos de los que dependen las autorizaciones de los estamentos más elevados, sino los rostros furiosos de mandos intermedios, de centrales cercanas. Todo funciona como un engranaje caótico que gira en torno a premisas que llegan desde un lugar incierto de Madrid, centro de poder inasible que decide tantos los cambios como las modificaciones a lo largo y ancho de la pirámide.  Las decisiones caen sobre los empleados incomprensibles e inexorables. Él continua escribiendo incesantemente cuando sale de la oficina después de diez horas de trabajo. La literatura le permite utilizar esas palabras que escapan a la rigidez del lenguaje de la empresa: las palabras de la poesía, la novela, el cuento o el ensayo le pertenecen sean cuales sean sus repercusiones; las otras no, aquellas que reciben organismos como riesgos particulares, centro empresas, inversiones, o intervención general, nudos de energía autoritaria acumulada y vigilancia en las que pululan cadenas de orden y rigor siempre dudosas, y que exigen unos puntos y comas determinados, un vocabulario establecido de antemano, unas normas de uso. Cuando regresa a la literatura sea leyendo o escribiendo, las palabras cobran su vida necesaria. Lamenta que exista un mundo en que las palabras son de otros y no espontáneas, siempre podridas y asociadas, agenciamientos del lenguaje explotadores, tenebrosos, hechos de servidumbre y esclavitud, que carecen de relación con lo primigenio, con las leyendas, con la comunicación, la metáfora, el símbolo o la libertad. Incluso aunque la historia de la literatura sea una tradición, su propia evolución establece los mecanismos por los cuales las líneas de fuga pueden llegar a producir la ruptura, el estallido, el acto creador, la verdadera identidad de un espíritu y su enorme capacidad iluminadora.

                   Todo es público por simpleza, por ocultamiento, y en realidad falsamente público.

 

 

                Calasso vuelve a insistir en la lectura exacta de las palabras de Kafka, y lejos de lo que una parte de la crítica apuntó sobre el autor checo, sus novelas principales como El proceso y El castillo, están lejos de la sensación de lo fantástico, de lo visionario o de lo extraordinario. Kafka maneja los detalles insignificantes desnudándolos de toda simbología y eliminando aquello que no tiene trascendencia en ellos. Teniendo en cuenta la extraordinaria argumentación de Calasso es posible que Kafka posea rasgos de un escritor antimetafórico dada la cercanía de su literatura respecto a su mundo onírico e inconsciente. Lo sobrenatural en apariencia es provocado precisamente por aquello que no se explica, el peso –la condena, la elección- que puede recaer sobre un personaje anodino del que sabemos poco. Casi toda la obra de Kafka sucede en una especie de vida psíquica. Los referentes a la realidad son tan mínimos que establecen una dirección aparentemente confusa, que él afirma sin remedio y que revierten en la llamada vida psíquica. Es como si todo fuera potencialidad, o mejor la potencialidad misma que se agazapa en la mente humana y queda reflejada en los textos. Es difícil hacerse una idea concreta de quien es Gregorio Samsa más allá de su transformación en La metamorfosis.

                Si una de las claves fundamentales de las novelas extraordinarias del siglo XIX era la evolución de los personajes en el transcurso de una narración novelesca, los cambios, las sutiles variaciones o las repercusiones en ellos de los sucesos que acontecen en la historia, para Kafka el instante inicial no es más que un momento de potencialidad que jamás se sacia por completo, las fuerzas del espíritu que chocan irremediablemente con estamentos que superan con desmesura la breve e insignificante intención humana de desarrollarse. Esa es precisamente su grandeza y su enorme originalidad, un mundo que al escritor aplastado diariamente por las palabras impuestas y los modelos que acuden desde las alturas le recuerda irremediablemente a cuanto le rodea: un universo construido en torno a mercados financieros, sean primarios o secundarios, donde cientos de lugares similares emiten señales de su consistencia y su evolución para captar fondos con emisiones de deuda interminables, participaciones constantes que oscilan desprecio e insolencia, como si la humanidad fuera una enorme vaca lechera que otorga réditos a aquellos que no se esfuerzan pero mantienen la abundancia del dinero. Todo es un conjunto interminable, casi infinito de potencialidades humanas que se desperdician, por eso, ese escritor, tal vez comprenda que Kafka fue el más exacto narrador del siglo XX y XXI por muchas razones, incluso cuando la desnudez de su prosa, esa especie de minimalismo a veces hasta anodino, le produzca una cierta monotonía, un sonsonete discreto que temporalmente abandona de vez en cuando.

 

 

 

 

                Pese a la ilusión de la democracia, esa pretendida y ficticia tabla rasa de igualdad, fraternidad y libertad, Kafka planteaba una oposición crítica tozuda, fuera por la presencia autoritaria de un padre que marcó sus pasos o por la vida en una sociedad burguesa y estable, tan bien representada por Thomas Mann al inicio de La montaña mágica. Cosas inamovibles, dirían durante varias generaciones aquellos hombres y mujeres que abrazaron el capitalismo burgués en el Imperio Astro-Húngaro o en la gran Prusia. Para Kafka el totalitarismo no era un lugar, sino mas bien un estado anímico, psíquico, que pertenecía irremediablemente al espíritu del hombre, y por añadidura a las organizaciones cada vez más complejas que generaba incluso en sociedades democráticas. La verdadera dimensión de su mirada hacia la existencia democrática con todos los matices que uno quisiera objetar en el periodo en el que Kafka escribe la ofrece El castillo. La autoridad de ese lugar de allá arriba en lo alto, lugar vacío, nunca podría aceptar otra cosa que sus propios código, códigos dictados por muy pocos hombres desconocidos que deciden los destinos de todos, hasta dejar a K. en la novela sumido en una especie de delirio, en una impostura. Su realidad, al diferir de la marcada por el poder de allá arriba, se convertía en una neurosis. Lo que se debe de hacer tiene poco que ver con un acto moral, sino más bien con un ímpetu, una insistencia, una norma social.

 

 

                 Cuando ese escritor argumenta operaciones de riesgo bajo la luz intensa de los focos blanquecinos, cuando negocia en lujosos despachos de dirección de empresas con nombres impronunciables y rostros que van cambiando diariamente, utiliza palabras fijadas, establecidas, impuestas, y lo único que le queda es el ritmo, esa especie de latido que lo acompaña desde muy joven, su propia música interior que marca la prosa y sus gestos sea cual sea su función. La exactitud de sus frases tiene poco que ver con un acto de libertad cuando se construyen para el argumento ante la invisible dirección.

 

 

                     El capitalismo democrático no posee en realidad ningún consenso, sólo acuerdos aparentes, un envoltorio de pacto; ni siquiera establece mecanismos de participación directa, tan sólo el voto a los representantes en listas cerradas o la asociación inofensiva, o el derecho a la pataleta en forma de huelga o de manifestación sin que se acepte bajo ningún concepto modificar las reglas del juego, tan sólo mecanismos de contención esporádicos, fugaces, espejismos de libertad o participación limitados; es un engranaje oscuro en la mayor parte de sus organizaciones a pesar de su apariencia de claridad y justicia, un engranaje perverso, jerarquizado hasta límites insospechados, asimétrico, un espacio de infelicidad y dominio, cuyo único sentido de pervivencia es la subsistencia que por aceptar sus condiciones integra a dos tercios de las poblaciones occidentales opulentas por lo menos hasta ahora, por una necesidad de supervivencia del sistema.

                       La decadencia de la cultura europea fue retratada por tres excelentes novelistas: Kafka, Beckett y Thomas Mann. La decadencia de la Europa actual no sólo es un imparable proceso de deterioro económico y de mala gestión política, sino un elaborado menoscabo hecho de ceguera e intereses de poder. El diagnóstico de la crisis es terrible por sus consecuencias de peso sobre la ciudadanía anónima y pone en cuestión ante el despropósito la propia legitimación de las democracias europeas al exigir una liberalización económica –por otra parte largo tiempo consolidada- y un empobrecimiento general de las mayorías reduciendo los mecanismo de corrección de desajustes de los que disponían hasta la fecha los distintos gobiernos nacionales cada cual en la medida de sus posibilidades. No se habla del fin de los Estados de Bienestar, sino que el poder esboza la denominación fin de los Estados Asistenciales perversamente, englobando en esa frase una reducción drástica de derechos, acompañada a su vez por un incremento del poder en manos de muy pocos que dejan a los representantes políticos un margen de gestión reducidísimo –los despojan prácticamente de cualquier posibilidad de gestión real-, y utilizando un lenguaje eufemístico destinado a ocultar la tremenda injusticia.

                             Los políticos sugieren a los funcionarios de El castillo y El proceso. Casi toda la creatividad económica y cultural esta en manos de grupos industriales, de organizaciones económicas o financieras: la incapacidad de las sociedades europeas para alcanzar una senda de crecimiento es un problema eminentemente cultural o de utilización del potencial humano, transformado de la noche a la mañana en un problema de costes e incentivos por aquellos que modifican el lenguaje. De igual forma este escritor que sobrevive entre focos y argumentos, descubre que su libertad no es más que un suspiro de unas horas a  lo largo de extensas jornadas sometido a una rigidez que poco o nada tiene que ver con la democracia; sabe que su creatividad se encuentra constantemente aplastada por la insistencia feroz de unos pocos que aplican las directrices auspiciados por la jerarquía, ejecutadas sin escrúpulos ni control, protegidos por ellas, que ejercen sus neurosis avalados por la ley imperante, y caen sobre él como le sucede a K. ante las reglas desconocidas que emanan del mundo de allá arriba, convertido finalmente en una especie de loco, en un ser racional tachado de incongruente ante la maquinaria poderosísima e incesante que emana del castillo. Es como culpar al esclavo de falta de imaginación, aunque ahora la palabra esclavo o esbirro se transforme en trabajador o en desempleado, y la palabra amo es una especie de eufemismo que sugiere emprender. Un emprendedor en nuestros tiempos es aquel que dirige su potencial creativo e intelectual a cubrir una necesidad humana por la cual obtiene réditos: canaliza su enorme fortaleza hacia una cosa, un producto, un servicio o varios: en el fondo un reduccionismo intolerable, y en nuestras sociedades, lleno de asimetría. La influencia o el premio por el esfuerzo siempre está relacionados con el poder que acompaña al acto en sí mismo. Esa es la clave del universo actual sino lo fue a lo largo de toda la historia, con la diferencia de que, ahora, los discursos del poder se extienden a mayor velocidad, su difusión es más sutil y constante, la competencia es día a día más feroz para la mayoría, que no para los que detentan alturas incuestionables, y lo que se pone en juego es la supervivencia de una pirámide de derechos en la que participa la mayor parte de la humanidad.

 

 

                Para los teóricos de las conspiraciones toda crisis es provocada. La idea es exagerada sin duda, pero en verdad toda crisis es un proceso complejo que implica a una buena parte de los estamentos que conforman las sociedades, y cuya responsabilidad mayor deviene de esos círculos de poder que en ocasiones, incluso de manera inconsciente y ciega, motivados por su maximización de beneficios y rédito, empujan al mundo hacia la parálisis y el desastre acompañados de cientos de millones de ciudadanos que juegan a lo mismo aunque esas masas cumplan las directrices a cambio de migajas. Kafka afirmaba que cuando una circunstancia ha sido considerada largo tiempo, puede llegar a suceder que ésta se resuelva de modo fulminante, siquiera sin poseer ninguna razón lógica o un aura de verdad, como si el aparato de la autoridad no tolerase por más tiempo la tensión, la dilatada exacerbación de la cuestión irresuelta y por eso procediera a liquidar adoptando una decisión sin la ayuda de los funcionarios.

 

                Un mundo de esbirros, de esbirros que ofrecen sentido común y sentido de la supervivencia. Eso es. Una élite que opera en el silencio e impone un discurso; unos políticos que lo repiten hasta la saciedad sin ofrecer demasiada resistencia. Una pirámide de esbirros que inconscientes van estableciendo el discurso, la cultura, el método y los límites.

 

 

                El escritor llega a casa tarde, fatigado, lleno de las palabras del poder, del lenguaje de la organización. Cuando se sienta frente al ordenador, en una silla acolchada de cojines, con el teclado en un aparador Louis XIV lujosísimo que heredó de la familia de su mujer, observa la pantalla en blanco y ninguna palabra libre, creadora, surge. Oye las voces de algunas personas que lo aman, ese susurro que habla del deporte y el aire libre, pero el aire libre es el paisaje veloz y devorador de una gran ciudad, sus avenidas lineales y sus hileras de coches interminables, y el deporte en general es una excusa de adictos a la endorfina, simplones de la imagen y adalides de la escasez, salvando toda esas excepciones que él respeta: hasta Murakami hizo un buen libro sobre la maratón, y sabe que su antiguo compadre Mimi se salvó de las adiciones por sus carreras de una hora por el río, o su hermana encuentra un equilibrio en medio de la incertidumbre para alcanzar algo de lo que desea, gente que hace compatible la normalidad del esfuerzo físico con la capacidad intelectual de pensar y alcanzar palabras propias.

                Este escritor no tiene tiempo de salir a la calle a hacer deporte, porque las exigencias de literatura, reducidas a horarios intempestivos y nocturnos o de madrugada, son insaciables, ni tampoco encuentra que ese aire del verano le ofrezca alguna posibilidad de hallar sus palabras anheladas. Decide servirse un gin tonic con hielo, tal vez una copa de vino blanco muy frío, hasta sentir que la ebriedad ligera le despeja de imposiciones la imaginación y surgen unas cuantas palabras, no muchas, sometido, dolorido, la espalda en tensión, el cansancio aflorando, la inutilidad del gesto entre los labios.

                ¿Para qué escribir? ¿Qué clase de resistencia a pesar de Delleuze y Guattari, a pesar de todo lo que ha leído y sabe, lo que ha oído, le ofrece ese acto tan fatigoso de mirarse a sí mismo frente al espejo y construir un mundo de ficción, y encontrar las palabras libres de la literatura de entre la inmensidad de imposiciones del lenguaje del poder que atraviesan el universo? Esa es la batalla interminable, inútil y estéril, perdida de antemano, una ilusión futura, una línea de fuga que se abre seguramente para perderse en la nada, pero que en su extensión encuentra una diminuta justificación.

               

               

 

                Pero el asunto central de El castillo y El Proceso es la escritura, en la medida en que Kafka sólo quiso hablar de sí mismo a través de las palabras de la literatura. Esa es la clave. La historia no es importante en esas novelas en verdad, lo es la escritura. Es el lugar (como afirma Calasso con una exactitud deslumbrante) de la espera de una concesión o del retraso de una diligencia interminable. Caminos tortuosos a un tiempo. Sabe que al llegar K. a esa aldea en la que aguarda que le otorguen el trabajo de agrimensor prometido, éste está condenado a permanecer allí, a la espera. Todo cuanto haga será alinear sus experiencias, jamás desarrollar su potencial, y sus decisiones no modificaran un ápice nada, están sometidas al azar del poder inasible, a las decisiones de sus mecanismos. Acepta su destino porque comprende con cierta rapidez que cualquier acto de rebeldía excesivo o incluso cualquier intento de forzar la situación no será más que una expresión de la desesperación.

 

                Qué motivo podría haberme arrastrado hacia esta tierra desolada sino el deseo de permanecer aquí.

                La tierra desolada es al tiempo la tierra prometida por una carta de la que K. llega en un punto del relato a dudar de su existencia, esa nota que le propuso un trabajo inalcanzable en cuanto llega a la aldea, ser agrimensor en el seno del Castillo.

 

 

                El sentimiento de resignación es similar al que expresa la religión. Es una especie de aceptación de aquello que nunca podremos modificar pese a que nos esforcemos, al tiempo que un alivio que nos permite eximirnos de la responsabilidad o la culpa derivada de esa impotencia. Los discursos sobre la voluntad son tan falaces como aquellos que sólo se encomiendan al destino, al azar o a la suerte. K. sabe que no puede emigrar, sino aceptar. Aceptar es en sí mismo el inicio de la religión, porque para aceptar uno debe encontrar un sentido, un símbolo de aquello inalcanzable, una metáfora que nos permita afrontar nuestra insignificancia. Todo el universo es asimétrico, y a la vez sumido en un caos, en un azar incontenible, imprevisible. Aquella hermosa canción de Antonio Vega, Lucha de gigantes, expresaba la fragilidad ante un mundo descomunal, hablaba de la misma sensación que siente K. ante la complejidad inasible, azarosa e inescrutable del castillo y sus mecanismos de poder. Aún a pesar de la literalidad que pretende Calasso para leer a Kafka, en verdad una lectura mucho mas fiel a la exactitud de su escritura, uno no puede dejar de vislumbrar con su imaginación las ramificaciones de semejantes símbolos, las infinitas sucesiones de analogías e imágenes que nos permite su idiosincrasia particular, lo que sabemos a través del la novela y trasladamos al mundo en que vivimos.

 

 

 

                Tengo la sensación de que Kafka atisbó con una lucidez extraordinaria los efectos de la decadencia, aunque fuera de un modo inconsciente, literario, incluso en ocasiones subterráneo, como su frecuente escritura nocturna e insomne. Si el castillo representaba la figura nebulosa de un poder omnipresente y desconocido que caía sobre K. y contra el cual el individuo no tenía absolutamente ningún poder de resistencia, el tribunal de El proceso distinguía asombrosamente bien los mecanismos de castigo y sus ramificaciones eternas con forma piramidal, la culpa humana que conceden los grandes nudos de poder a aquellos que dependen de él. Si las normas de un mundo inaccesible caían sobre K. y convertían su aventura humorística y en cierto modo absurda en un infierno de imposibilidad, el tribunal se aproximaba a la vida normal para asimilarla y engullirla, extendiendo su influencia a la totalidad de la vida, para dirigirla y aplastarla cuando lo creyera necesario.

                Nunca tribunal alguno perteneció a la vida normal, siempre cualquier condena no es más que un intento de usurpar su propia imagen reflejándola en el espacio incontrolable que sin embargo desea dominar e incluso dirigir.

 

 

                Tanto El proceso como El Castillo se construyen en el mundo imaginario, humorístico y original de Kafka. Es curioso como la rareza, la extrañeza que producen desde la primera frase la mayor parte de los textos mayores de Kafka esté construida desde el autismo y, sin embargo, por una fascinante magia, se convierten sin apenas esfuerzo en paradigmas de tantas y tantas realidades. Como si se hubieran escrito uno para el otro, un libro para dialogar incesantemente con el opuesto, para entrelazarse, ambos reflejan la angustia que se apoderaría en mayor o menor medida de cualquier individuo del siglo XX y el siglo XXI. Nada escapa a esa mirada tan particular, nada queda fuera de esos dos universos absolutamente construidos de ficción, ni siquiera la capacidad humana para la esperanza y la búsqueda de la felicidad.

                Desde la terrible indefensión del ser humano ante la inmensidad del poder desplegado en la tierra, hasta la inhumanidad de las grandes burocracias, de los totalitarismos utópicos, las matanzas, el desprecio por el hombre y su vida expresado por doquier a lo largo del siglo XX, la imposibilidad de la comunicación real y sincera entre seres humanos, la figura terrible de los esclavos y los esbirros, la ausencia de sentido en casi todo, la ceguera general del mundo y sus habitantes, su cobardía, la imposibilidad de alcanzar otra utopía que la mera supervivencia, la frustración inevitable de los espíritus libres frente a las barreras infranqueables de los límites impuestos por el poder y sus voceros, la incongruencia de ese poder sin rostro, articulado en torno a un orden inaccesible y autónomo a través del egoísmo y las expresiones de privilegio y circunstancia, todo ello, todo escrito en un puñado de páginas, construido con una economía de medios encomiable, llena de humor negro, fascinante en su incoherencia que tan a menudo despierta la asociación de elementos o cosas imposibles de asociar a simple vista, todo, absolutamente todo, estaba en esas novelas de Kafka escritas entre 1912 y 1923.

 

 

 

 

                Otro día más ese escritor decide dejar de escribir. Bartleby acucia en medio de una hilera de palabras manipuladas, de pequeños respiros y sueños esporádicos, auroras de luz que duran apenas segundos, una sexualidad constante que convierte la naturaleza en una inseminación furiosa. Ese escritor vuelve a componer informes similares, retahílas interminables de argumentaciones guardadas en archivos o en servidores, utilizando el lenguaje de esa organización que le paga, hasta que un día un texto se transforma. Es inevitable, es escritor. Uno de esos textos anodinos parece estar escrito de otro modo. Las frases se han alargado sin que él se diera cuenta, el vocabulario ha perdido cierta burocracia y las palabras resuenan con cierta exuberancia. Defiende tal vez una propuesta que emocionalmente le hace sentirse implicado más allá de lo profesional por la razón que sea. Tal vez se trate de un riesgo a conceder a una bella mujer o a un buen hombre al que cree correcto ayudar. Sin darse cuenta esa emocionalidad se ha transformado en metáfora y ha cruzado la barrera de las redes para ofrecer una argumentación para una propuesta distinta a las habituales. Tal vez sea hasta un enunciado narrativo sutil entre los pliegues de frases hechas y dichos repetidos. Es un acto inconsciente, pero es un acto libre que transforma ligeramente el entorno, por mínimo que sea su efecto y sin dejar de respetar las normas; no deja de ser una respuesta a la tiranía y a lo descomunal sin pretensiones. Y lo hace sin querer, y cuando dos días después alguien lo llama por teléfono y se presenta como el Director de Área, y al preguntar por él alza el auricular y siente un ligero temblor, ese escritor sabe que ha roto algo, pero todavía no comprende exactamente qué es lo que ha hecho después de meses sin escribir literatura, sin abrir una sola puerta de ficción, qué pretende ese hombre desconocido de voz ronca y autoritaria, en qué consiste lo que comienza a revelarle.

 

 

 

                Ese escritor ha rellenado miles de páginas. Si algo sabe es precisamente que la escritura literaria posee la posibilidad del río, que es en ocasiones corriente espesa y otras clara como esos pasajes fluviales donde las rocas y los ramajes purifican el agua en los cauces. Sea como fuere, las palabras del Director de Área le sorprenden porque él no pasa de tener un rango medio, su importancia es relativa, escasa. ¿Por qué otorgar mensajes de importancia a una argumentación cuyo sentido no es el lenguaje en sí mismo, sino un hecho económico que responde a la actividad de la organización para la que trabaja? El reproche del jerarca encorbatado y artificialmente solemne, que parece arrastrar las frases y las palabras como si su voz llegara de un lugar de ultratumba donde nada está vivo, no es por la operación planteada, por su concepción técnica o la conclusión del análisis de riesgo, ni siquiera por los datos que el escritor ha defendido o por la seguridad del crédito que se pretende asumir; no hay una crítica profesional a la actuación del escritor, ni un error, ni una incongruencia. Lo que subyace en toda esa charla es el miedo del Director de Área a perder el control, la autoridad, a perder la estructura de lo simple y lo que debe ser frente al argumento de la literatura, frente a las palabras libres que con cuentagotas, apenas asomando en el contexto indirecto de un mero informe profesional, surgen. Kafka expresaría con otras palabras esta idea; en el ámbito del castillo, el lugar de allá arriba, ni benévolo ni maligno, sólo un espacio donde se emite todo lo que existe, en el que se articula la existencia, hablaría de la barrera inexorable que debe separar la mente que formula el deseo y la aparición del objeto del deseo. El significado de esa situación, aunque sea en el espacio insignificante de una propuesta entre miles, es la impotencia de la organización. Una sola partícula minúscula construye una línea de fuga, una inercia cuyo destino es improbable y por eso peligroso, aunque responda al acto de un solo hombre entre miles.

                Esa figura de autoridad, situada en un altura consciente, ha sentido la vitalidad de otras palabras y tiene que reprender esa actitud para defender su sentido, su privilegio profesional, su estatus social y económico, su lugar en la empresa, pero en el fondo para protegerse de sí mismo, de eso humano que sigue permaneciendo dentro de su corazón, en sus actos incongruentes, en su ceguera y en su miedo, en su dolor. Es imposible que él racionalice su propia intervención pues vive inmerso en una fe. Entonces le dice al escritor que él, Director de Área desde hace cinco años, emblema y símbolo del poder en la provincia, va a enseñar a escribir a alguien que lleva más de treinta años viviendo en el mundo libre de la literatura. En verdad, un acto que mezcla la soberbia con la inocencia del desconcierto temporal, un gesto de autoridad que pretende borrar una luz, un hecho que dentro de unas horas se le habrá olvidado pero que, inconscientemente, ha significado algo para su anodino discurrir diario. 

 

               

 

                Calasso describe a K. como un modesto agrimensor que trabaja tranquilamente en una mesa de dibujo. Al releer el texto no se atisba ni un sólo brillo heroico en él. No pretende ayudas especiales, ni una salvación posible, ni quiere extender su propia salvación al mundo, ni protesta ni asume. Es su deseo, la potencia incontrolable del deseo humano lo que asusta en el fondo a los funcionarios del Castillo, a todos los esbirros que representan y defienden sin saber exactamente porqué las premisas de allá arriba, a esas gentes que se cruzan en su camino misteriosas ante él y le piden que renuncie. Lo único que no se puede dominar es el deseo humano, la imaginación, aquello que nada puede detener salvo la muerte y está lleno de potencia. Un hombre libre, K., que de igual modo pretende escapar de la opresión constante del poder evita caer al tiempo en la benevolencia de quienes nunca tendrán escrúpulos, de las normas sin alma, del egoísmo sin dirección. Calasso apuntaba con acierto la siguiente frase:

 

                El deseo es lo desconocido y sobre lo desconocido no podemos tener ninguna pretensión.

 

                Añadiría que sobre lo desconocido no se pude ejercer ni la brutalidad ni el poder en la medida en que es imposible comprender su sentido. Lo que más altera a los funcionarios (y a los chivatos, a los esclavos, a los esbirros, a los cobardes, a los mediocres), lo que más escandaliza a quienes defienden las máscaras imaginarias del poder, de lo que debe ser, de lo inamovible e incuestionables, es el deseo, el potencial tremendo y desconocido que todo hombre guarda en su seno, incluso cuando lo único que pretende es la libertad, o el goce, o la posibilidad de sobrevivir. Es curioso como la consciencia de que un puñado de hombres, o mejor, una multitud de hombres y mujeres tratando de hallar una lógica de alguna forma podría hacer caer esa especie de superstición sobre lo que debe ser sin más, sobre lo necesario, el mensaje interminable y omnipresente que emana del castillo y extiende su mensaje hasta perder su sentido y termina por apoderarse de la voluntad y la vida de todos, altera por su potencialidad el equilibrio de lo establecido. Lo intolerable que evoca el texto, o al menos a ese escritor que vuelve a sus páginas y relee los párrafos de la novela y siente auténtica compasión no ya por ese hombre, K., perdido en una burocracia sin lógica que convierte la realidad en un fantasmagórico paisaje del vacío, es que todos esos personajes insignificantes que aparecen encerrados en un mundo que jamás ganarán, que nunca en la vida lograrán alcanzar siquiera por asomo, renunciando al deseo, a la vida en sí misma, conformándose con lo poco que les queda, ese aire torvo y desafiante en su infelicidad que guardan esos aldeanos con los que el protagonista tiene que enfrentarse, llenos de posturas equívocas, ignorantes y al tiempo gozosos de serlo, desconfiados, como le sucede a todos los funcionarios que se cruzan en su camino, o con los delatores que denuncian la digresión del personaje, es que la actitud lógica y en cierto modo razonable de K., despierta en toda esa gente una sospecha, un reproche, una burla o una insoportable condescendencia, simple y únicamente porque K. desconoce las reglas imperantes en el castillo, incluso aunque ellos tampoco las conozcan más allá de su insignificante cotidianidad.

                La imaginación de Kafka desplegada en El castillo dota de una particular simbología a todo el pensamiento conservador que en su cobardía general, lleno de miedo y de descreimiento en la imposibilidad de cambio (como si agitar cualquier pequeña bandera pudiera remover los estratos marinos y destruirlo todo)  condena a aquellos que se expresan de otro modo, a los que anhelan algo distinto, pequeñas variaciones posibles de un guión que no es inamovible, que no es fijo, sino que está hecho de superstición y miedo.

                La razón por la que K. apenas consigue ayuda en su deambular por las afueras del Castillo, el motivo exacto por el que sólo recibe pequeñas muestras de simpatía, gestos condescendientes e incluso dotados de cierta generosidad, jamás apoyo real ni información esencial, ni siquiera ánimos en su proceso de búsqueda, es porque él no emana del poder, de él mismo no emana nada que pueda transformar fehacientemente en apariencia la vida de los otros, y sin embargo, guarecidas en su seno, están todas las posibilidades que todas esas gentes podrían utilizar y escoger para alcanzar otro lugar mejor.

 

 

                El escritor lee a Kafka y trata de comprender la rabia que le ha obligado a callar ante una afirmación ridícula expresada por ese hombre erigido superior por razones que carecen de toda lógica humana o profesional. Cuando avanza entre las frases, con esa particular puntuación propia de la prosa kafkiana, entre esas veladas y mínimas alusiones al espacio, a los objetos, como si cuanto imaginara ante esas palabras fuera un hecho simbólico, una especie de límite psíquico donde encerrar el espacio asfixiante e irónico, patético tan a menudo, en el que se mueve K., atisba sin remedio otras expresiones que comienzan a apoderarse de su propia autoestima, como si la losa que cae sobre él se aviniera más ligera: no cambia nada en verdad, cambia su actitud, esa sensación de derrota, de humillación, que a veces tiene que ver con el orgullo y en muchas otras ocasiones con el sentido común -y tal vez esta vez haya algo de orgullo en su herida-, pero a poco que piense, en el fondo, responde  a una imposibilidad de aceptar la ignorancia y la prepotencia sin más, también a la impotencia para modificar el entorno aunque su inteligencia o sus aptitudes reflejen otra forma de hacer las cosas, de alcanzar un lugar de respeto y colaboración entre seres humanos que viven sujetos a iguales objetivos, hasta que la abrumadora impresión de indefensión, de odio y sumisión sin argumentos, se transforma en una venerada forma de burla.

 

 

 

                El discurrir humorístico y a menudo absurdo de K. por las inmediaciones del castillo comienza a emprender ese destino fantasmagórico y de vigilia que siempre anunció a Kafka como a un escritor cerrado y oscuro, siendo sin embargo un irónico transformador de la existencia, una especie de médium entre la luz y las tinieblas del hombre contemporáneo. A K. no lo echan, pero nadie le abre una puerta, y la penumbra que envuelve el castillo cae sobre él transformando el sueño de trabajar allí como agrimensor en una pesadilla del punto sin retorno, del lugar al que todos, de una u otra forma, terminamos conduciéndonos. Ni siquiera el amor de Frieda deja de ser otra cosa que una forma más de aceptación, una aceptación que además no tiene ninguna recompensa interior y por supuesto tampoco exterior. No tiene forma de regresar de donde viene, y eso es lo que le revela a su amante recién conocida. Toda posibilidad de regreso, afirma Calasso, se ha cerrado para él. A partir de cierto punto ya no hay vuelta atrás. Hay que llegar a ese punto: un paso más allá de ese lugar sin retorno comienza la historia de K., tal vez la historia que todo hombre cruza y sufre, la línea que Kafka atravesó como nadie en su literatura.

 

 

                Los diarios de Kafka en las fechas en las que compone El castillo, e incluso en algunas notas halladas en el cuaderno donde escribió esa historia, revelan un punto en el que el escritor afirma lo siguiente: “la escritura se me niega”. Para un autor tan inaccesible en su biografía como él, un hombre anónimo que murió en el mismo silencio en el que había nacido, semejante premisa articulaba en torno al siglo XX –y por supuesto al XXI- una expresión del sinsentido, y de esa frase sobre la escritura negada un esbozo sobre aquello que no podía realizar, tal vez en ese afán que guió en verdad a todos los escritores de todos los tiempos  pero que quizá alcanzó a convertirse en una constante ya en el siglo XX, cuando las grandes preguntas sobre el sentido de la literatura asomaban en su imparable proceso de decadencia.

                Cuando algo es importante para una sociedad, cuando reporta beneficios a sus actuantes, cuando sirve para alcanzar estatus o importancia, pierde su naturaleza conflictiva. Cualquier arte o actividad que deje de ser significativa para una comunidad o sociedad, comienza a plantearse en su propio seno las razones de su sentido, como algo inevitable. Algo bien asentado en un engranaje cumple su función sin demasiadas complicaciones; es esa pieza que chirría o que se desajusta esporádicamente, es la que percibe la oscuridad del proceso final, del objeto de ese proceso en el que participa, la que plantea inmediatamente una especie de examen de su propia razón y de la coherencia general. Son impensables los espacios vacíos de Beckett sin las intuiciones de Kafka, como si uno hubiese atisbado el abismo y necesitara una continuidad, incluso aunque alrededor, lo único que queda sea el silencio. Kafka comenzaba un baile imposible con toda la historia de la literatura que había existido antes que él.

 

 

                Entonces ese escritor que atisba con una sonrisa la petulante ignorancia de hombre al que se le otorga el poder por sumisión y no por valía, comprende que la existencia no tiene ningún orden real, que el caos sume en el miedo a cientos de millones de seres humanos que aceptan y aceptaron la historia por una inercia (uno de los pecados capitales para Kafka junto con la impaciencia), empuñándola en el fondo con sus decisiones, hundiéndose en los más variados y exuberantes abismos de imposibilidad, cobardía, derrota y miseria. El escritor acaricia con sus dedos huesudos las hojas de los libros de Kafka, siente en sus yemas que para estar vivo necesita la piel, el amor, el deseo, que cada paso que da K. hacia el inflexible destino fijado para él por Kafka es un último gesto de rebeldía y supervivencia sin aspavientos, hecho para sí, cuyo sentido tal vez sea exhalar un suspiro y nada más. En la imposibilidad de modificar un ápice la existencia fijada de antemano, ante la inconsciencia de pretender que quienes les rodean sean conscientes de semejante proceso, el escritor comprende a K., y sobre todo se acerca a Kafka. Lo único que echa de menos en sus páginas es alguna alusión más concreta a la felicidad, a la capacidad ilimitada del ser humano para adaptarse a cualquier medio por hostil que éste sea, al posible cumplimiento y la satisfacción surgida de ese cumplimiento, que envuelve las decisiones interiores del hombre hasta hacerle soportable la banalidad.

                Tal vez la oscuridad de Kafka sea demasiado profunda, tautológica y excesiva para su frágil inteligencia. Que a ese señor de voz ronca y ademanes autoritarios se le noten los cabellos teñidos con tinte para disimular su vejez incipiente, que ante sus ojos inyectados en sangre sólo se atisbe el vacío de un discurso irreal que no le pertenece, una mala copia de la ley o los Reglamentos, que ante su cobardía ejerza el poder como equilibrio con un despiadado gesto de asco, que ante lo que no puede controlar surja la intolerancia, la ira y el malestar, que en sus movimientos nerviosos, histéricos, que se notan tras el auricular, su cambio de ánimo sólo pueda atisbar la mayor infelicidad concebida por cualquier ser humano, le provoca al escritor una  sensación de compasión, una inmensa compasión ante aquellos que lo derrotarán tarde o temprano, que caerán sobre él con los dientes afilados, como el castillo caerá sobre K. inexorable hasta convertirlo o bien en uno más de todos esos aldeanos o campesinos o funcionarios que va a frecuentar o ha visto ya, o en un funcionario inmerso en la particular cosmología incomprensible del lugar de allá arriba en lo alto, cumpliendo su ley sin resquemores, o tal vez en un cadáver sin aire ni tumba.

                El alivio de la religión, atisbado en el poder de las iglesias a lo largo de los siglos, adquiere ahora una nueva forma de sumisión aún más refinada y terrible, que alimenta de igual forma la ausencia de la metáfora religiosa y no posee una dimensión divina o espiritual. Todo cuanto cae sobre el escritor, de igual forma que las circunstancias que oprimen hasta la risa patética a K., es la sociedad. Semejante Dios, como anunció Dostoievski y años más tarde Kafka, significaba la extinción de la inmortalidad, de la trascendencia, de la inmortalidad del espíritu. El coste serían los terribles acontecimientos y matanzas sucedidos en el siglo XX y los que vendrán tal vez en estos inicios del siglo XXI.  

 

 

                Cuando Kafka escribió sobre el secretario Bürgel ni el escritor ni el superior que lo llama desde las sombras de un despacho lujoso, con la superioridad de barro de unos galones concedidos por la servidumbre a la organización, habían nacido y, sin embargo, a través de esos personajes creados para la literatura el escritor llega a comprender la esencia del hombre mediocre, del mediano aplaudido que en un sinfín de rincones en el seno de las sociedades contemporáneas pretende aplastar la figura del hombre libre por una reminiscencia constante del miedo. No existen los hombres libres por completo ni probablemente tampoco los hombres mediocres sean su totalidad más allá de fijar dos extremos utilizados como paradigma. Todo es gradación en el universo, complejidad, cúmulo de circunstancias, como excepciones a la regla que están más cerca de la enfermedad mental o el genio que de la vida.

                En El castillo, Bürgel habla de una crueldad de los funcionarios hacia las partes y hacia sí mismos, con toda la ambigüedad que se respira en esa frase. Añade que tal crueldad es también la suprema consideración, al reflejar en su constancia inexorable la necesidad de una férrea ejecución y actuación del servicio. La necesidad conlleva a simple vista una especie de sadomasoquismo. Todo lo oscuro que contiene semejante declaración de principios, forma parte del mundo en que vivimos examinando cualquier lugar hacia el que miremos, tal vez complicado el asunto por una masiva renuncia a los espacios de intimidad en pos de un mundo de masas intoxicadas por una maquinaria publicitaria ensordecedora, ciega y carente de consistencia que, sin embargo, en su desmesurado afán por imponerse, genera los gustos multitudinarios, guía las corrientes vitales y empuja a los seres humanos hacia el cumplimento de rituales civilizados que rozan lo ritual, lo maquinal. El proceso despoja a su vez de intimidad a los actos compartidos con otros semejantes, como si existiera, o debiera existir, una dualidad al menos en todas las caras de la existencia.  Kafka tuvo el sentido del humor suficiente como para escribir esas palabras en boca del secretario Bürgel, mientras lo describía estirando los brazos y bostezando, mostrando como dice Calasso, un desconcertante contraste entre la vulgaridad de ambos gestos y la gravedad inconmesurable de sus palabras acerca de la esencia del castillo.

                El escritor siente que el mundo que lo rodea está hecho de demasiados Bürgel, incluso de funcionarios aun menos conscientes y lúcidos que el secretario, que muy pocos Kafka esbozan esa sonrisa irónica que alivia esa sensación de peso, al menos en el seno de organizaciones empresariales anónimas, multinacionales construidas en torno a la ambición de unos pocos, al sufrimiento a menudo  de muchos a cambio de una ilusión de libertad y subsistencia, y a la mediocridad de la mayor parte de la humanidad. Los únicos que saben lo que pueden entresacar de ese tipo de organizaciones humanas son los accionistas, cuyo interés no depende de su esfuerzo directo ni de su conocimiento. La sociedad anónima es una perversión, al igual que la preeminencia de lo financiero sobre la economía real se convierte a su vez en una perversión intolerable en nuestro presente. Pero la figura de Brügel no es sólo una descripción de los hombres que en el transcurso de los años siguientes dominarían el mundo, si es que en alguna ocasión dejaron de hacerlo, sino a su vez, puso de manifiesto una realidad nueva, un entorno vital en el que el orden social era capaz de superponerse por completo en mayor o menor medida a cualquier orden espiritual o cosmológico, al individuo. En pocas palabras, representaba el triunfo de una existencia sin sentido sobre cualquier imagen simbólica, religiosa o humana de la existencia, despojaba de heroísmo a los actos de los hombres al arrancarles de cuajo la trascendencia, la inmortalidad y el misterio, desprendía en su bostezo toda la poderosa maquinaria del poder incomprensible y ciego, desterraba de un plumazo con ello cualquier posible sueño de inmanencia, condenados en nombre de un desconocido reglamento a fagocitarnos una y otra vez en un universo sin metáforas.

                El castillo no es solo una excelente novela incompleta, sino que se ha convertido con los años en un acto de rebelión incondicional. Por fortuna, el mundo seguirá siendo mundo mientras los hombres sigan siendo hombres, y cualquier expresión totalizadora chocará eternamente con un sinfín de actos de fuga que en uno de esos incendios inesperados prende la mecha en otra dirección.

                La mirada del humano primitivo al enfrentarse al misterio de la naturaleza y los astros, al misterio de su propia existencia, a la inmensidad de cuanto contemplaba, su necesidad de sentirse protegido y de dotar de contenido a la vida, breve, en el fondo animal e insignificante casi siempre, es a todas luces un acto de negación contra las limitaciones, un hecho que empujó el desarrollo, la imaginación, la técnica necesaria, que permitió al hombre imponerse a las condiciones fijadas por la naturaleza, un prefería no hacerlo que siempre flota alrededor de las decisiones de ese escritor que se resiste a aceptar la realidad constituida de múltiples fantasías de hombres mediocres, por instituciones aún más mediocres e interesadas, consistentes en satisfacer la inmensa necesidad de poder de aquellos que no logran entresacar otra cosa de sus vidas, erigidas a partir de su decepción como una forma de dominio y servidumbre, como una triste justificación.

                La diferencia entre ese escritor y el Director de Área se halla principalmente construida no por el rango profesional que uno y otro detentan, con su consiguiente efecto sobre su propia relación humana y sus cuentas bancarias, sino en la distancia que media entre el vacío existencia de uno y otro, aunque la victima en apariencia sea el escritor o K. El perdedor absoluto del envite sin embargo, salvando las posibles circunstancias inesperadas que acontezcan, siempre será Bürgel, el Bürgel que se cree protegido por un orden férreo y unos usos establecido sin importarle la moralidad de la misión, el origen, o el motivo de que así sea, obligado al mismo tiempo a justificar a menudo entre los demás razonamientos tan frágiles como castillos de naipes. Kafka se refería al miedo de quien se ve obligado a sostener lo que es insostenible por su falta de verdad.

                La argumentación demasiado exuberante del escritor provocó que el suelo de ese otro hombre se tambaleara, simple y únicamente porque tal vez, quien sabe, lo hizo estremecerse inconscientemente al leer palabras libres entre pliegos de anodinas argumentaciones, palabras de la literatura que lo agitaron, que lo obligaron a imponerse, como si cualquier desempeño fuera una sola cara, no contuviera en sí mismo nuestro propio rostro verdadero.  

 

 

 

 

 

                Pero K. no se revela ni desea cambiar ese orden, esa es la verdadera dimensión del acto rebelde que ejecuta con su empecinamiento para que el castillo cumpla aquel contrato propuesto. Es un acto individual, libre y decidido desde la humanidad. Nos recuerda al Bartleby de Melville pero con un grito de afirmación. No se trata de alterar nada de cuanto está hecho, sino de que alguien permita que K. respire y pueda desarrollar aquello para lo que fue requerido. Kafka daba una vuelta de tuerca en la historia del hombre rebelde. Se empeñaba en el que mito tuviera un lenguaje propio, en apariencia común, sin embargo capaz de abrir de improviso puertas del conocimiento y la consciencia hasta entonces nunca visitadas por los hombres, tal vez intuidas desde luego, pero nunca escritas en la ficción. El lenguaje común, el lenguaje del Director de Área que afirma su necesidad de imponer sus criterios de escritura en el ámbito de sus funciones, es el lenguaje de los siervos, algo que no tiene nada que ver con el potencial económico ni con el estatus social, sino con la calidad humana, la inteligencia y la decadencia.

 

 

 

                Lo fascinante es la sucesión de reflejos constantes sobre nuestro propio mundo, siempre desde la poesía de un espacio de ficción cerrado en si mismo, enigmático y válido únicamente en el ámbito de la propia literatura. Los arcontes, eso funcionarios que juzgarán finalmente a Joseph K. en El proceso viven ocupados en algo que solamente para ellos es manifiesto, respecto a lo cual, cualquier hecho externo es un potencial contratiempo. Todo lo que sucede fuera de ese lugar en el que viven se reproduce como un contratiempo, algo similar a un hecho irrelevante, consecuencia de algo ajeno a ellos, que se limitan a recibir a los imputados y sus expedientes, y a aplicar aquello para lo que están hechos y dirigidos. Calasso, con su finura intelectual avanzaba un ápice más, definía esos arcanos como seres humanos que se presuponen soberanos y autosuficientes al ejercer un poder encomendado, pero continuamente son atraídos hacia algo extraño y refractario, que se les resiste y quieren dominar. Siempre temen, aunque no lo digan, que un grano del mundo exterior penetre en las regiones inaccesibles en las que habitan, allí donde sólo viven ellos, y los aniquile como un virus inmenso que todo lo arrastra. Todos los esclavos de espíritu, por muy elevada que sea su situación, terminan por temer que algo los libere de su esclavitud, en definitiva, que se les despoje de su importancia.

 

               

 

 

                Este escritor de alguna forma está harto de esperar acontecimientos que no dependen de él. Cualquier literatura en el siglo XXI está hecha de esa espera desesperada y terrible, extenuante e incierta. Nada tiene el sabor que tenía de tanto reproducirse incesantemente en el imaginario colectivo. La esencia de K. o de Josehp K., protagonistas de El castillo y de El proceso respectivamente, está hecha precisamente de esa espera que tan bien interpretó Beckett en una buena parte de su obra. Sin llegar a ser un síntoma de la desesperación de Kierkegaard, la expresión resulta cuanto menos sombría. El mundo ya no nos pertenece, si es que alguna vez nos perteneció, y ahora somos demasiado conscientes de ese hecho. Tal vez esa constancia sea el único síntoma de madurez que el escritor respeta, el único que le resulta insostenible de cargar, terrible de sostener entre sus dedos frágiles. La misma expresión de terror asoma ante los ojos del Director de Área acostumbrado a la esclavitud con mayor encono a cambio de un estatus o una representación que él creyó adecuada o admirable. Es el mismo terror de todos, cada cual en sus círculos sin conexión con el resto de círculos humanos, siempre con el temor y la superstición de que todo concluirá si uno se descuida, como si descuidarse fuera la cuestión fundamental que conduce a la extinción, o como si de ello dependiera la ruina y o el éxito.

                Joseph K. aguarda una sentencia que lo libere de la angustia, de la culpa, de la ignorancia de haber hecho algo que desconoce y por lo que es acusado. K. espera concienzudamente que alguien cumpla la promesa que lo llevó hasta las inmediaciones del castillo para convertirse en agrimensor. Como dice Calasso, hagan lo que hagan su vida es extenuante, pertenece a esa vasta ciudadanía agonizante que patalea y opta por un partido político nacional, abraza causas más o menos justas o injustas, y se arremolina en las plazas públicas, las playas, los lugares de veraneo, los supermercados y las calles de cualquier ciudad. Están hacinados ahí afuera, incapaces de conocer su destino, creyendo que la voluntad les bastará, o la aceptación o la resignación o el cumplimiento de un improbable e incomprensible deber, una ley impuesta que simplemente por miedo jamás dejarán de acatar. La masa sin límites se extiende invisible e interminable ante los ojos de los poderosos, y atañe a casi todo, a esa mayoría que nunca construirá nada que afecte al mundo. En la torre del castillo y en el tétrico edificio donde se van a celebrar las ceremonias del poder, se asientan todos aquellos que deberían responder a las encrucijadas del destino, que deberían dirimir qué es justo y qué no lo es, pero no tienen respuesta. Pertenecen a un engranaje ciego, obcecado, donde la salvación solo parece ser la ley, misteriosa ley de usos y costumbres, de insistencias y presiones, ley al fin y la cabo, como una conciencia que en este caso es limitada y representativa de una forma única y exclusiva de poder y dominio. Aguardan la chispa y temerosos de que esa especie de brasa inesperada haga arder un círculo nuevo insisten en construir otro aún más opaco y oscuro.

                Kafka elevó con sus personajes la potencia de la escritura, amplió sus horizontes, dibujó nuevos paisajes fantasmagóricos, retrató como nadie la metafísica de la historia sobre el hombre. Lo bueno es que la muerte anónima y silenciosa de ese escritor checo que apenas publicó en vida, le sirve a ese escritor, que seguirá buscando palabras libres si es posible. Tal vez un día la chispa surja de él mismo o de cualquier otro como él, y la autoridad se disipe en nuevas cobardías insostenibles.

 

 

 

                El escritor, en su próxima argumentación no cumplirá nada de lo exigido. Su sentencia es reconstruir el mundo y lo hará con palabras sea cual sea la repercusión del gesto, y cada palabra debe poseer la fuerza de esa libertad aunque sea en el disimulo y la brevedad de un parpadeo, arrancadas las palabras manipuladas, los ensordecedores alientos del poder: a la busqueda de palabras primigenias, de reconstrucciones de esos lugares en los que la prosa o el verso hacen aletear el subconsciente hermoso de lo posible, la potencia positiva de la creación humana, aunque la batalla esté perdida, aunque tenga que rehacer su vida en otro lugar. No hay aceptación posible cuando se trata de eso que es esencial en cualquier hombre. La libertad de otro es la nuestra, dirá ese escritor. Todo cuanto soy son mis palabras y mis afectos. Lo mejor es imaginar el rostro del Director de Área, de ese hombre compungido por el miedo y la deshonra cuando ya no sirva, y sus huesos terminen olvidados en cualquier rincón insignificante, donde su nombre sea exactamente igual a los demás. Ninguna mediocridad puede sobrevivir más allá de la concesión temporal de los amos. Eso lo sabía extraordinariamente bien Kafka.

 

 

                El escritor lee en los diarios de Kafka una curiosa teoría sobre El Quijote de Cervantes. Hay algo en ese texto que facilita una cercanía profunda, que le ofrece algunas de las claves de ese extraño demiurgo que habitó la literatura y la experiencia numinosa, como si en sus ojos, cuando mira una fotografía suya, hallara una especie de reflejo familiar. Como siempre en esas palabras hay algo triste y al tiempo humorístico, como si esa mezcla fuera la combinación exacta, como si Kafka hubiera medido todas las palabras para alcanzar ese efecto tan particular. Escribía que Don Quijote era sólo un títere encargado de sufrir los fantasmas de Sancho Panza, el que recibía las consecuencias de los riesgos y los fantasmas del otro. Sancho Panza se sentaba en silencio, se escondía detrás de muros y árboles, fingía ser práctico y con los pies en la tierra, y reflexionaba sobre lo que había acontecido. Miraba a aquel personaje escuálido y convulso, observaba con ojos atentos la irrisoria figura, los golpes recibidos, la insostenible ternura de un ser desvalido y al tiempo valiente como pocos, lanzando al mundo de la España del Siglo de Oro y a la literatura tal vez por una necesidad del propio Sancho de reírse, de respirar y tratar de atisbar los límites de su propia locura, de su asombro y sus miedos frente al mundo. Don Quijote era capaz de hablar de libros de caballería sin avergonzase, de teología, de amor galante, de justicia y consumir su cuerpo y su alma en todo ello. Sancho Panza sólo lo miraba de reojo, lo seguía en un segundo plano, observaba cuales son las consecuencias de esas pasiones que ardían en el anciano caballero. Nunca se jactó de ello, de lo que hicieron. Para muchos, Sancho Panza se limitó a escribir una novela.

                Cuando las luces se apagan y el piso queda a oscuras, el escritor mira las hojas del libro y encuentra ese alivio que necesita para afrontar esa noche larga y oscura, para acercarse al día de nuevo y soportar las pulsiones, la irracionalidad de cuanto le rodea, la figura del Director de Área, la esencia del castillo, la oscuridad del tribunal, la ausencia de deseo poderoso, la renuncia, tal vez hasta el futuro. Sin embargo, como le ha sucedido cientos de veces, las palabras de la literatura alivian algo, modifican por un instante la realidad, transforman el eco ensordecedor en una suave música que lo reconforta. ¿Por qué escribe? Se vuelve a decir entre las sombras del cuarto mal ventilado, intoxicado de humo en pleno verano caluroso. De nuevo Kafka, como si albergara en su seno todo el saber gnóstico, la espesura de la raíz y el origen, susurra su mito. Tal vez siga escribiendo finalmente por ello.

 

 

                Durante largo tiempo, en la parte más prolongada de su historia, el mito fue para los hombres la fuente primera del saber. Después se convirtió en una serie de historias engañosas y vanas, cuyo significado se reducía a entender la forma en que los hombres habían vivido en el pasado. Las fuentes del saber eran otras. Lo que antes contaba el mito ahora se demostraba y aplicaba. Pero alguien se dio cuenta de que una parte del saber del mito había permanecido cerrada en el interior del nuevo saber. No tiene importancia, pensó la mayoría. Sabemos un poco menos acerca de nuestro pasado. Pero ¿qué importa el pasado cuando tenemos frente a nosotros la inmensidad del presente? Sin embargo, algunos insistían. Se habían dado cuenta de que aquella parte inaccesible del mito trataba de las “sentencias finales del tribunal”. Ningún texto hablaba de ellas precisamente porque esas sentencias “no son publicadas”. Nació así, en algunos, la esperanza de que a través de los mitos se pudiera llegar a conocer algo que de otro modo no se hubiera descubierto. Para la mayoría no fue más que una vana ilusión. Pero no podían probar que lo fuese, porque les faltaban sentencias recientes del tribunal que pudieran contraponer a las antiguas. Mientras tanto, el mundo seguía desarrollándose en procesos y sentencias siempre provisorias. Sustraída toda realidad, toda autenticidad, todo era un amasijo de apariencias y postergaciones.

 Copyright Jimarino

               

 

                 

 


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Genealogía de la literatura (I)-Padre

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              Año 1972. Debo empezar como él. Otoño, mediados del mes de octubre. Mi padre está sentado en un banco del Parque de los Viveros y hace apenas un mes que yo he nacido. Sé que piensa en ese mundo que ha comenzado a conformarse de otra manera. También en el viaje misterioso que cumplió en febrero por Italia para encontrarse con Ezra Pound. Hace apenas veintisiete días que es rey en la medida en que él concibe ese título; rey de otro mundo, porque yo he nacido; porque entonces él está ahí, envuelto en el frescor de la tarde y el susurro de los árboles, a solas en un banco, junto a un pequeño camino de grava; y ha llegado a ese estado medio de extrañeza y fortaleza tan intenso. Se siente fuerte y a la vez no quiere volver todavía a casa. Nada existe en esa España de principios de los años setenta, en ese período agitado de la década, que pueda ponerlo en jaque o alterar ese equilibrio impreciso.                                                      

            Un hombre como él puede ser soberano, alcanzar también ese cuerpo eterno, ahora dinástico, que percibe. Una continuidad que tiene algo de sagrado, aunque mi padre no pueda pronunciar todavía esas palabras, tal vez ni siquiera ahora.                      

                    ¿Qué es lo sagrado al fin y al cabo?                                                                                    

            O quizá me equivoque, y no me doy cuenta de que entender el significado de las palabras no es la única forma de comprender esa trascendencia que él siente recostado ligeramente en el respaldo del banco. Es posible que sí haya percibido que es Rey como yo lo veo cuarenta años después, porque está sumido en una trascendencia posible. Tal vez lo que yo busco es encontrarme con ese instante. Llevarlo al texto que entroniza y consagra, que nada tiene que ver con la repercusión en verdad, ni siquiera con el aplauso, solo con la exigencia de que las frases puedan atrapar esa expresión de Rey. Ha cumplido una armonía del orden del mundo. Es una trascendencia, como la de los Borgia o la de Ezra Pound; una especie de cuerpo inmortal a pesar de lo anodino de su aspecto allí sentado, anocheciendo. Y sabe aun así que es mortal, quizá más que antes. Y esa angustia lo sobrecoge, esa parte funcional, esa finitud que irremediable envuelve a ese cuerpo, a ese Rey a punto de ser una sombra nocturna en un parque público ya medio vacío, en un tiempo de nubes y esperanza. Nadie pensaría que es un Rey, pero ha descubierto algo sagrado. Ahora, como si debiera haber llegado hasta aquí, el texto pretende alcanzar esa seguridad: lo sabe, sabe que es un Rey, y quizá no por aquellas razones que conformaron ese carácter sólido, concienzudo, hasta convertirlo en alguien constante, de fiar.                                                                                                                  

                Ezra Pound viste uno de esos anodinos abrigos negros o azul marino oscuros que se ven en tantas ciudades en invierno. Le tiembla la mandíbula ligeramente e incluso babea a veces. El Rey -todos los reyes conscientes de la trascendencia- es finito a pesar de su imponente cara real. Una cosa es que haya comprendido en qué puede perpetuarse, que lo haya alcanzado o pueda hacerlo, esa consciencia de una continuidad posible, y otra muy distinta que mi padre no pueda olvidar los ojos vidriosos y enrojecidos del poeta, su debilidad extrema, su patética resistencia a la muerte física. Y en Ezra Pound, de repente, ve la nariz ancha y ridícula de Elliot en esos últimos años de su vida; esa nariz de mentiroso, esos ojillos achinados frente a esa anchura nasal de vejez. En Pound ve al discípulo llegando en esas fotografías a una misma decadencia inminente. Pero también reconoce que en Pound, en sus ojos tristes y enrojecidos, se hallaba lo otro. Se hallaba eso que él percibe que yo represento en su existencia. Que él no tiene todavía que temer a esa finitud y debe disfrutar de esa inesperada trascendencia recién comprendida. Y tal vez piense que su padre -mi abuelo- jamás podrá entender ni expresar lo que él percibe en ese momento.                    

            Pero nadie fotografiará ese instante, no habrá una imagen para la eternidad. Y a pesar de ello será una trascendencia similar, porque es posible que en ese momento justo intuya que yo, el que nació veintisiete días atrás, llegaré tarde o temprano a ese crepúsculo y a ese anochecer, a esa soledad ensombrecida del parque, a él. Y entonces comprendo porque Tolstoi es Rey, o porque lo es Thomas Mann, y que el texto debe serlo, debe alcanzar esa esperanza de mi padre, esa comprensión de la trascendencia que le impide volver a casa a la hora que toca. Y todo porque he nacido. Yo he nacido de él. De un lugar que nunca conoceré lo suficiente. De una imagen perdida, inasible, que él sí conoce.                                                  

             Merecería una fotografía en blanco y negro, a sus treinta años de vida, con ese pelillo repeinado y probablemente con restos de la gomina de la mañana; una imagen con toque clásico, de destello de fósforo y olor al Paris de los años treinta. Así quiero ver su rostro, la pose. Los brazos extendidos, agarrando el borde del respaldo, las piernas cruzadas, el cuerpo recostado ligeramente; su rostro joven, su mirada perdida en un horizonte que no ve, sumido en esa rara extrañeza de haber comprendido algo de la trascendencia. Y en ese momento, el que miro, el que he visto de reojo, justo cuando su cuerpo se va a incorporar del banco y va a caminar decidido por el sendero amplio de gravilla que conduce a la salida, y cuando salga del recinto del parque y sea consciente de que le quedan apenas cinco minutos de buen paso para llegar a casa y encontrarse conmigo, con aquello que ha construido, me doy cuenta de que significa algo importante para mí. Que es causa de algo, de eso que yo he percibido como la inquietud. O mejor, que de ahí nace eso, el significado de lo sagrado que se guarece desde hace años en mi espíritu. Que viene de ahí, y de esa otra historia de Juan El largo. Que me ha hecho comprender esta exigencia de que el texto anhele eso, ese latido. La misma coherencia que nos parece surge de cualquiera de las fotografías de Ezra Pound que mi padre y yo hemos visto a lo largo de toda nuestra vida, el mismo brillo en la imagen, algo de maña y oficio, sí, pero retratando en ese viejo al que mi padre se acercó esas dos esferas de lo humano, la simultánea aparición del cuerpo creador y de su breve finitud física, el resultado de esa brevedad comprendido y expresado en un puñado de versos alentados por esa trascendencia, por eso sagrado, y la putrefacta revelación de la implacable vejez. Todo ello lo veo en esa imagen. En la misma imagen nunca fijada que el texto pretende.                                                        

                Y entonces comprendo algo de su engaño. Un engaño inocente, benévolo e incluso generoso. Porque él sabe esto que me encontraré tarde temprano, que me encuentro ahora, esa imagen percibida en un guiño, en un silencio, en un trago de vino tinto que alarga la magia. Es la infancia retomada de una vida perdida que alcanza a regenerarse en mí. Lo mismo que yo comprendo en Mateo. Y es Rey por comprender eso. Ha ganado esa consciencia a pulso. Sabe también que con él, en todo lo que tiene que ver con él, resulta más fácil enviar ese mensaje recogido aquí y ahora, justo cuando cruzaba la valla de ladrillo del recinto y se acercaba a la casa. Entonces era joven, estaba fresco, soñaba, con ojos azules cristalinos, limpios; la ilusión del fuego bajo sus manos y de la frialdad de la resistencia en su mirada; es él en ese instante. No lo sabe cierto, pero por unos minutos ha sido consciente de que esa imagen, esa fotografía nunca realizada de su paso cansino desde el camino hacia el alto y amplio portalón de piedra y rejas metálica coloreadas de verde musgo, va a llegar a mí. Y lo mejor es que no le importa que esa fotografía anhelada exista, se haga. Aunque sea hermoso verlo allí, contemplar su paso ágil y decidido, el cuerpo bien formado, con una ligera hinchazón del vientre, bajo de estatura, y aún así guapo; es bello en ese desplazamiento. Ya me ve más alto, más largo y esbelto que él mismo, quizá le importe poco lo guapo que yo pueda ser, pero sí que poseo eso que él cree necesario.                                                        

             Ahí todavía no se percibe la vejez demoledora, la lágrima fácil y el paso delicado; no veo el dolor, tampoco el cansancio, allí no, allí, en esa trascendencia comprendida, sigue vivo. Si existiera una foto veríamos al rey, y yo podría transformar el lento deambular imprevisto del lenguaje con una imagen; no mejoraría quizás nada, es posible, pues tengo que ser muy preciso para describir esos últimos pasos hasta el patio iluminado, haberme acercado en exceso a una precisión del lenguaje, a una capacidad de sugerir suficiente para asegurarme que no me haga falta la imagen que he compuesto de mi padre en ese banco de los Viveros, de su posterior itinerario hasta nuestro antiguo piso. Toda la creación posible de su existencia concentrada en esa ilusión de mí, en ese reencuentro conmigo, en ese deseo de perdurar en mí. El texto que pretende alcanzar ese momento y esa razón y traerlo hasta aquí para intentar saber algo más. La fotografía que nunca se hará de ese deslizar ágil por las escaleras que conducen al ascensor. Esa España que me parece de color sepia, que surge de repente en algunos lugares, cada vez menos frecuente. El mundo va demasiado deprisa y en veinte años se borran los rastros de lo otro, de la infancia que perdimos, de la nada del presente.                              

           ¿De todo lo contado, de tal visión biológica o de esa extraña concordancia entre lo que sucedió ese atardecer de otoño de 1972 y mi propia vida y mi escritura, será consciente mi padre? ¿Acaso lo fue ya en ese paseo al anochecer?                              

         Desconozco esa verdad, pero estoy seguro de que lo que el texto conduce es cierto. Hay algo que me dice que no va a hacer falta la imagen para que me crean. Tal vez sea esta letanía breve y algo obsesiva la razón, y no la imagen acumulada de ese día de 1972 en el que no pude ver a mi padre abrir la puerta de casa, o antes sentado en el banco de los viveros dejando pasar el tiempo. La madre no deja esa huella porque esta hecha para la vida; sólo expresa la vida. O por lo menos mi madre. Algo esencial para comprender al final esta existencia, para poder soportarla e incluso disfrutarla. Pero mi padre es el que se niega en redondo a matar el texto. Aunque no sirva o simplemente sea una confusión, o peor aún, una imperfección. Aún así se niega a hacerlo.                        

           Mi madre no está aquí. Y él, padre, se niega. Y entonces en ese preciso momento en que ya lo veo asomado al quicio de la puerta, y medio dormido sonrío, -otra imagen de él, no puede ser mía con apenas un mes de existencia-, oigo esa retahíla de pequeños tesoros esparcidos, cuya utilidad no es otra que lo sentimental que representan y lo que se acomodó inconscientemente en mi memoria, en mi interior, ese instante en que existió una concordancia completa entre el origen y el futuro, entre la causa y el efecto, como nunca más se dio, que sólo pudo suceder a partir de entonces en esporádicas ocasiones cada vez menos frecuentes.          

         Mi padre era consciente tanto del límite como de la posibilidad a mi alcance. Sabía el mundo posible que podía pertenecerme, y ya conocía el otro, ese del que jamás formaría parte me fuera como fuese en la vida. No hay ahorro pequeño, no despilfarres ni dinero ni energía, gasta siempre menos de lo que ganes; la humildad no es una sumisión, sino una resistencia… veo ese eco, esa imprevista procesión de consejos; también ese desprecio frente a la vanidad, el abuso o la injusticia, eso también, padre; y el mundo rural de aquellas sierras impregnado para siempre en su piel, vivo, sin tristezas; la vida que ríe a pesar de todo en un latido infundado de dolorosa incomprensión y pena acumulada. Tengo que interpretar todos esos gestos que vi de niño y no entendí. Y tú aquello que falló, y todo eso que sí trascendió, que sí pasó, llegó. Este texto que intenta atrapar eso. Y él no va alargar la mano para alzar una copa de whisky, ni para encender un cigarrillo con aire masculino y heroico, no va a representar ningún papel, ninguna farsa, no está dispuesto a hacerlo; su camisa será la misma de siempre, y el gesto de alzarse las gafas con la mano o el de sacar la lengua al hacer cualquier pequeño esfuerzo no cambiará por esa foto, y eso me debería parecer una fortaleza. No lo necesita ni lo anhela. No requiere de ese aire de icono contemporáneo, de producto masivo de seducción y consumo, de reflejo del éxito. No existió ese fotógrafo que debió disparar la cámara hasta que yo hallase la imagen con palabras. Los signos terminan por abrazar el eco. La luz se disipa en esta primavera con lentitud. Hay algo real en la forma de llorar al pensar que ya no puede ayudarme. Real de rey, por supuesto. 

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Genealogia de la literatura (II)-(Cesare Pavese-Gustave Flaubert)-Máscara, mito y muerte

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26 de Agosto de 1950. También el mismo día del año 2013. Amanece. Termina la noche nebulosa, la charla alegre con el amigo en mi caso, y la solitaria contemplación de la ciudad dormida en el suyo. Una contemplación que él comprende infructuosa, fatigada, somnolienta. La mía posee cierta expresión apasionada y alegre, ebria. Hay un viaje en coche a eso de las cinco de la mañana porque T. se ha quedado a solas conmigo apurando gin tonics y fumando, charlando de ciertas cosas que a veces nos gusta compartir. Lo he llevado a casa amaneciendo. La hierba del jardin está mojada, recién regada por los aspersores, y el aire es fresco a pesar de la primera pátina de verano que surge con la luz del día. Él, Cesare, va a ver más bien un cielo espeso, bruñido de agua imposible, cierta negrura de humos e industria, de ciudad hacendosa. A mi la ciudad no me empuja a la fascinación, genera por el contrario el inocente anhelo, el eco impreciso de otra vida antigua que perteneció a los míos, por eso ese verano del 2013 miro conmovido las montañas y la exuberante cúpula de cielo pálido que se ilumina sobre el valle.

Pavese, como yo más de sesenta años después, no ha dormido. Va a pasear más tarde por una calle con árboles y una zona ajardinada. Yo he preferido el armónico deambular por una bonita casa ajena, alquilada para las vacaciones. Voy a contemplar el nacimiento y el fin de una vida, la silenciosa lámina confusa de conjuras y tentaciones, de hermosos rituales y gestos, alcanzando una cima personal, y luego un descenso definitivo, entre las brumas espumosas del agua de riego y el fragante olor de la madrugada sumido en un jardín cuidado, silencioso. Disipada la oscuridad desaparece ese miedo ancestral a la soledad que me sobrevino antes en la terraza, mientras de madrugada escribía. Cesare ya tiene todos los premios literarios tanto tiempo atrás anhelados, ha concluido muchas cosas y muchos libros, y no sabe mucho de la vida. Yo tampoco.

Él, como yo haré a su vez, dormirá toda la mañana, se despertará en un duermevela sudoroso de verano mediterráneo, sumido en la luz de un mediodía caliente, bochornoso. Sentirá esa sensualidad de la desnudez erecta en alguno de los viajes al cuarto de baño para orinar, la mirada fugaz a un espejo del cuerpo afilado y duro, del cansancio de su rostro. Escribirá a un amigo como yo le escribiré a cualquier otro o a él mismo más de sesenta años después, y le sentará bien a eso del mediodía. Se va a notar sereno poco tiempo, y enseguida llegará el atardecer y las sombras volverán a reflejar otro lugar en el que estar, no ese; otros ojos con los que mirar, no los suyos.

El declinar del día le hará esforzarse por hallar algo positivo. Tiene un ajado rostro, huesudo y duro, una expresión luminosa en los ojos, a veces casi húmeda, llorosa. No tiene mi mirada que se asoma a la pequeña barandilla de la terraza y abandona la pantalla encendida y las horas transcurridas en ese deambular por las palabras. A mí me falta algo también, una especie de aliento que esconde el paraíso y el infierno vividos en silencio en esos días de vacaciones en pleno verano; a él le falta otro, o eso creo, como si la esperanza nunca hubiese sido su fuerte, o quizá por el contrario, porque la esperanza ha anegado toda su posibilidad de vivir. Lo entiendo. Ama la literatura como yo, pero desprecia demasiado al mundo. Le falta esa sensualidad de la luz y la textura.

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“En las primeras horas de la tarde, después de poner en la valija los Dialoghi con Leuco, Cesare deja la casa de la calle Lamarmora con una simple señal de saludo, como siempre. Baja la escala, valija en mano, y va a tomar el tranvía que se dirige a Porta Nouva. Pero en lugar de encaminarse hacia la estación, se dirige a la parte opuesta, al Hotel Roma.” (Davide Lajolo. Il Vizio assurdo.1960)

En 1938, el 24 de noviembre, Pavese escribiría en su diario lo siguiente. Se deja de ser joven cuando se distingue entre uno y los demás, o sea, cuando ya no se necesita su compañía.

Esas palabras surgieron de un eco impreciso de realidad.

Pavese escribía desde la infancia, y el proceso de madurez, el alejamiento constante y opresivo de la infancia, del niño, tiene consecuencias en su temperamento. Cesare sabe que la literatura se ha convertido en su única forma de vida posible, y no por capricho o por una voluntad férrea, sino porque siente que el resto de la existencia casi siempre lo ha traicionado. Tuvo vida personal, normal, como Flaubert, pero fue decepcionante. La del francés no lo fue tanto a pesar de los rumores sobre sus encierros y su irritación frente a la realidad. A los escritores que me gustan les suele pasar eso, le dan excesiva preponderancia a este oficio sobre todas las demás cosas, tal vez porque cumplir la literatura, adentrarse en ella con ese fanatismo y esa desnudez, supone expresar una idea de la vida particular y a la vez esos aspectos históricos, simbólicos y universales que la afectan o la componen, algo obsesivo y constante. De alguna forma escribir es pretender atrapar la existencia posible o la soñada, y convierte el suceso anecdótico o biográfico en una necesidad de mitos.

La mistificación entraña ciertos peligros. Cesare ya lo sabe; toda su vida ha sido un proceso de extracción, una inmersión en la mina de la existencia, un golpe duro de martillo y pico contra la oscuridad, haciendo surgir a la vez en sus textos esa luz vital y luminosa de la transparencia y la fábula, esa magia de la ficción que como un ritual profano le sirvió siempre para continuar, para ver. La diferencia entre él y Flaubert, la diferencia con respecto a mi -no la literaria, esa es demasiado excesiva, sino la referida a lo personal- es que de sus abruptos descensos nunca salió del todo. Pavese no. La vida fue un fracaso para él. El amor lo traicionó, lo sumió en la duda, en la impotencia, en la lacerante expresión de la nada. A mí, sin embargo, la vida me trajo la sensualidad del tacto y el olfato, la claridad necesaria de la luz, el hecho agradable, la fascinación por el cuerpo y el perfume, por la textura y la fragante osadía del deseo que puede llegar a cumplirse. Esa respuesta no puede ser otra cosa que circunstancial, o también un hecho llegado de la infancia, o una educación, tal vez una experiencia disimil que separa el interior de uno mismo y sus reflejos en aquello externo inevitable que se vive.

Si Flaubert era un fingidor, un hombre de máscara y sobrio rigor artístico, a Pavese no le hizo falta fingir: él era así, torpe para la existencia, amargo para cualquier requiebro emocional, grave en exceso, solemne hasta el aburrimiento, o eso dijeron algunas mujeres de él, y sin embargo dotado de un don, consciente además de ese don, sufriendo por la imposibilidad de que esa facilidad extendiera sus efectos hacia el resto de su vida; una lucha infructuosa, un escarnio constante, una metedura de pata tras otra. Salvo en la literatura.

En la literatura encontró el hogar, o la expresión de hogar que todos esos personajes definían bien por ausencia o por defecto, en esa gradación continúa en la que se basa y se contiene la vida; también la forma de la patria, el lugar geográfico del origen, un rincón de la niñez no superado que los nacionalismos exacerbados mantienen en la madurez irresponsablemente. Pavese, en literatura se acercaba al término libertad a través de todos esos personajes que llenaron sus memorables novelas cortas.

Al adentrarse en esas vidas que le obsesionaban buscando la suya propia, su literatura cobraba una expresión de veracidad y metáfora precisa, un variado abanico de identidades forjadas de cada una de las voces creadas, hasta alcanzar esa rara perfección que tan pocos consiguen, ese instante en el que un concepto, un teorema, una novela a veces, descubren una expresión del mundo renovada y algo más exacta o verdadera, la revelan hasta hacer más nitida la existencia. Pavese entonces era capaz de entender a todas esas mujeres a las que jamás comprendió en la vida real, a las que jamás pudo llegar a convencer de quién era él y por qué pretendía el amor. Allí, en sus relatos y sus novelas, lo femenino parecía dibujarse sin que el lector apenas percibiera ninguna intermediación indeseada o ruidosa en exceso, no había opinión como en sus diarios, sólo la suave recreación vívida de esas mujeres que no permanecieron a su lado. Sin comprender esa magnitud, quizá por algo muy común entre los solitarios o los lúcidos, que alcanzan el hartazgo de sí mismos, en esa expresión del hastío que genera anticiparlo todo, estar condenado a no vivir nada nuevo o siquiera inesperado, todo ese mundo femenino se encontraba allí, completo, comprensible, claro, y no era capaz de verlo, surgía en sus libros incluso a pesar de su distancia, de su excesiva misoginia a veces, o más allá de sus opiniones recalcitrantes sobre el otro sexo y las terribles consecuencias que tuvo para él.

En la vida no, Cesare, y en la literatura sí. Pero la literatura no huele, puede en ocasiones alcanzar un simulacro de tacto o de olfato muy veraz dependiendo del talento del escritor y la capacidad del lector, o incluso despertar un sentido perdido, agazapado en la memoria, un aroma o una imagen detenida en nosotros que surge a través del mundo que construyen las palabras; es casi una sensación o una emoción real, o una experiencia que logra perpetuarse como hecho a veces casi biográfico sin serlo, o como una reminiscencia de una verdad sin que llegue jamás a producirse. Ese talento de la narración literaria que se adentra en la mente del lector, esa capacidad de recrear ambientes comunes, familiares, con el trazo preciso de una conversación, o con un simple gesto de un personaje; otras con la breve y extraordinaria descripción de un lugar, de una región, de un barrio de viviendas o de las calles principales de una ciudad.

En la literatura si y en la vida no.

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Flaubert construía una máscara para la vida porque poseía la vida en realidad, y en literatura pretendía una perfección casi inhumana y exacta que contuviera en su aliento la desnudez de la verdad y la exactitud. Pavese, sin embargo, solo utilizaba las máscaras en la literatura, y aunque fuesen máscaras propias, incrustadas en su personalidad a lo largo de los años, para que no pudieran ser visibles las difuminaba entre muchos de sus personajes, construcciones magistrales en apariencia tan ajenas a él a veces como las estatuas de Papúa, y a pesar de ello se encontraban llenas de su presencia, de él mismo. Uno escribía desde un refugio y un recogimiento forzado, construido artificialmente mediante la voluntad y el empeño, un aislamiento ideado, reflexionado, que fingía o poseía el empeño de alcanzar esa soledad vital, sin olvidarse de la existencia, como si se pusiera un traje distinto y cambiase por ello hasta de personalidad o de emociones, para exprimir hasta los límites el lenguaje, dotarlo de esa perfección sublime e incuestionable, pues al final, la vida sí le pertenecía; mientras el otro, partía de una bruma vital capaz de aprehender la existencia inconscientemente y utilizarla para la narración a través de su oficio, alcanzando en ocasiones la misma excelencia y magnitud en el lenguaje, para hallar una claridad que jamás pudo extender a la vida propia.

Un escritor que sabe vivir y se diluye en la literatura, y otro que comprende la dimensión de la vida en la literatura pero no logra apreciar el hecho de existir.

Esta madrugada de verano, aprovechando la soledad de la casa, la luz agradable del amanecer cálido, me desnudo por completo y me zambullo en la piscina. Llevo casi un mes y medio, quizá más, empeñado en escribir ese texto que tantas alegrías me ha dado después, Un ensayo sobre la creación literaria, y trato de dar forma a ese tercer libro todavía incompleto sobre el deseo, Nieve, a duras penas en el transcurso del estío bochornoso y lleno de angustia. Floto desnudo en el agua azul y pienso en Pavese y en Flaubert. Trato de comprender esas reflexiones irónicas del francés, esa manera sutil de burlarse de sí mismo y de su tiempo a través de la sobriedad y una consciencia de la novela como artefacto artístico -perdurable a través del lenguaje- e intelectual, humano y con pretensión de cierta sabiduría, con el que intentó dignificar un oficio y convertirlo en arte, expresando aquello que le parecía trascendente en la creación literaria y burlándose cruel y despiadado de lo que le resultaba grotesco, hecho de pose o de artificialidad sin sustancia.

Flaubert estaba lleno de vida.

Echado sobre la tumbona del jardín adyacente a la piscina después del baño, notando paulatinamente la calidez del sol que se apodera del cielo y de la casa, con los ojos cerrados y la mente en blanco, quiero sentir el calor, ese refugio, el calor y la vida que despiertan junto a mí mientras permanezco inmóvil en la orilla con el cuerpo cubierto de gotas de agua que se van evaporando al ritmo con el que el sol asciende.

Mi papel mezcla otra idiosincrasia particular de finales del siglo XX y principios del XXI. La mística bulle en ese reposo desnudo, resacoso y ligeramente atormentado. No debe haber una consideración excesiva hacia la tragedia, sino más bien, a lo sumo, cierto impulso dramático. Al contrario que Cesare, la sensualidad del cuerpo afilado, más delgado desde hace unos años, genera una felicidad asombrosa que me temo Cesare jamás vivió. Flaubert sí, aunque se cansara de todo como era habitual en él, de todo menos de la literatura -o de cierta literatura-, incluso aun cuando su excesiva seriedad fuera un artificio jocoso para su espíritu tan a menudo. En la literatura, Flaubert continuaba, se mantenía atento.

Recostado siento esas manos suaves del deseo que tal vez se posen en mí dentro de unos días. Siento la dolorosa sien latiendo agitada por el alcohol nocturno y abundante que se evapora después de horas embriagado. Siento placer ante la vida. Ese placer que nunca sintió Baudelaire sin culpa, que tampoco experimentó demasiadas veces, o llegó a un punto en que ya no pudo hacerlo de ningún modo, Cesare Pavese, y también ante la lectura -ambos deleites son placeres sensuales sin remedio-.

Comprendo entonces que el sentido trágico se reduce en mí a un pesimismo crónico que, sin embargo, es una forma de optimismo. Espero tan poco, que casi todo acontecimiento medianamente gozoso me llena de felicidad y a eso reduzco el abanico de esencias vitales que me reconfortan y mantienen el aliento vital. No espero nada, sólo el placer de los sentidos, y a su vez el extraordinario placer que me produce la literatura. Por supuesto la literatura de Flaubert, y la de Pavese. La frase impecable dotada de ritmo, música y sentido, que a veces aletea en la lectura mañanera, con el día brumoso, y que abre el cerebro al mundo, lo lanza al exterior tras las señales profundas de lo onírico, cargado de esa poesía vital que me hubiese gustado trasmitirle a Cesare Pavese. Y, no obstante, en realidad le comprendo. Cesare no era un clown cariacontecido y triste sin más, ni un imbécil lamentándose hasta desaparecer de su mala suerte y de la injusticia. Como Flaubert no era un eremita de las letras colgado de la nube incierta de las musas, solitario y en cierto modo ridículo en su encierro monacal. Tampoco eran poses para la posteridad. En la época de Flaubert todavía no se sabía mucho de esa mística que años después los escritores y los editores trataron de hacer sobrevivir aferrándose a los vaivenes vitales de cualquier autor y su frecuente relación con la adicción, la rareza o la extravagancia, la marginación, la valentía heroica o el silencioso retrato de un perfil sociológico a menudo rebelde, aventurero y lleno de voluntad y desidia al tiempo. Flaubert escondía su verdadera esencia en su propia imagen revelada en fotografías o en grabados de la época, aquella que él miraba en el espejo para seguir aferrándose a una pasión, o a esa forma que le era necesaria para defender por encima de todas las demás cosas una pasión.

Immagine mostra. Ho dato poesia agli uomini. Cesare Pavese 1908-

Dicen que el atardecer en el que Cesare Pavese se suicidó en el Hotel Roma de Turin, éste realizó al menos cuatro llamadas a tres o cuatro mujeres distintas. Desconozco la veracidad de este dato, pero he podido leerlo en varios apuntes, principalmente en algunos estudios críticos y biográficos. Cuatro llamadas a mujeres para que lo acompañasen en esa soledad terrible del hotel, después de haber abandonado la idea de acudir a la estación y salir de Turín. Ninguna de esas tres o cuatro mujeres que recibieron esas llamadas acudió a la cita propuesta. Me encuentro que una de ellas fue Fernanda Pivano, aquella crítica italiana que me reveló hace mucho la esencia mitológica de la beat generation, que dotó a la literatura norteamericana de la mística necesaria para su consagración no sólo como relato juvenil acerca de la libertad, la superación individual, la rebeldía o la anticultura, sino de elementos críticos suficientes para su permanencia. Ya no leo a Kerouack o a William Burroughs, tampoco apenas a Ginsberg o Ferlinghetti, nada a John Fante o a Bukoswki, ni a Henry Miller, y sin embargo si que releo, y mucho, a Saul Bellow, a Faulkner, a Scott Fitzgerald o a Melville, y gracias a ella, a Fernanda Pivano, llegué a todo ellos, emprendí el recorrido que me trajo a Upton Sinclair y a Sherwood Anderson, a Truman Capote, Wallace Sterne o a John Dos Passos entre muchos. Pavese llamó a la Pivano, con la que debió unirle una relación muy íntima, pero ella, que sí contestó, declinó la invitación a cenar porque se ocupaba esa noche de su marido enfermo. Una de esa mujeres, a su vez, se mostró cruel y vengativa: afirmó que no acudiría por que la compañía del escritor italiano le aburría, le parecía un cara larga.

El poeta Joaquim Maria Machado de Assis escribió que cada criatura humana trae dos almas consigo: una que mira de dentro hacia fuera; otra que mira de fuera hacia adentro. Pavese parecían cansado de mirar hacia adentro para entresacar la materia prima de su literatura y a su vez la ilusión de su propia vida.

Tumbado, con el cuerpo desnudo, bronceado, sano a pesar del cansancio y esas punzadas de dolor agradable que provienen del exceso y que nos recuerdan una finitud y un contacto inevitable con la naturaleza física de la existencia, el tránsito de esa dos almas que expresó el poeta me sobreviene fácil, habitual en mi vida, y llega a resultarme con cierta soberbia un absoluto despropósito en el caso de Pavese, una anomalía que lo incapacitaba para aprehender esa esencia y hacerla fluida, corriente, que no la recogiera entre sus manos para hacerla servir a la existencia. Y eso que le gustaba tumbarse de joven desnudo en los rincones escondidos que conocía a orillas del río Po, después en otros ríos, o en las playas, actitudes que describió como nadie en esa belleza de la contemplación del hombre desnudo frente a la naturaleza. Comprendía a la perfección esa esencia contemplativa, de fusión con la tierra y el cielo, pero no lograba extenderla con provecho a su vida. El tránsito costaba, se estancaba o se cerraba, se hacía opaco o quedaba sellado; la luminosidad de su literatura no lograba asirse a la oscuridad o la amargura de su existencia. Y aunque enseguida me arrepiento de esa frivolidad, de esa ligera sorpresa condescendiente ante su incapacidad de entrelazar su sabiduría literaria en el acervo de la experiencia, llego a concebir sin excesivos problemas su decisión, los problemas constantes para entrelazar esa alma que mira de dentro hacia afuera, y esa otra que mira de fuera hacia adentro, concibo enseguida su falta de hambre vital y las razones de esa desgana, su agudo desasosiego, su profunda depresión.

De los ritos de sus relatos, que pasaban ante sus ojos y se convertían en iluminadoras narraciones de una precisión sublime, se despojó. De esas mujeres a las que no pudo llegar nunca, de esos amores que siempre se truncaron sin desenlace ya no vio nada en aquel hotel. De todas esas mujeres hermosas a las que deseó con el sexo y a su vez con el espíritu, hasta quedar exhausto e incapaz del amor, nunca gozó, al contrario que Flaubert, al que podemos imaginar con cierta facilidad lascivo y erecto ante cualquier hembra africana con las que se encontró a lo largo de sus viajes, con los ojos iluminados y la lengua húmeda, o seduciendo civilizadamente a soñadoras mujeres burguesas de provincias; ya no existía para Cesare la hermosura del paisaje de la infancia, las colinas áridas llenas de vides que fueron su primer hogar geográfico, su inicial apropiación del mundo, el lugar de su niñez, en ese anochecer, antes de atiborrarse de somníferos y aguardar la muerte.

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De alguna forma, la literatura es una máscara. A veces una máscara completa y encubridora, un fingimiento absoluto que pretende acercarse a una verdad, o una falsedad excesiva cuando pierde su medida y se convierte en un artefacto de la manipulación o el interés, cuando roza el panfleto y se aproxima a la receta mínima, a la consigna dirigida, algo demasiado común ahora, en estos tiempos de reducciones y simplicidad. En otras ocasiones sirve para ocultar aquello de nosotros que no nos gusta, enfrentar ese desprecio por el rostro humano que tenemos con la contemplación de un opuesto o una historia que estira del hilo en otra parte, que ciñe la existencia desde otro lugar diferente al que nosotros, pobres hombres, nos situamos o sufrimos; también para despejar la luminosa consciencia de lo que quisiéramos ser, medidos por la pericia y el oficio, por el bagaje vital y literario que nos conforma. La lectura posee ese diálogo con la propia identidad, un encuentro con nosotros mismos y una propuesta, a veces de espejo, otras, sin embargo, de respuesta, o de encuentro, e incluso de contradicción y oposición necesaria para esas seguridades anquilosadas que ya huelen a naftalina. La literatura es una especie de máscara incluso frente a aquello que surge de lo infecto, del horror y la derrota, de la miseria más absoluta, hasta en ese estercolero, en esa matanza, en esa carnicería, la máscara alcanza a dotar de sentido a la resistencia; al dejar testimonio diseña a su vez la resistencia presente y futura, adorna, la describe a veces, la desnuda incluso, pero ofrece esa dignidad. Lo mismo sucede con la maldad aunque tenga peor prensa en el bienpensante mundo actual que sólo presta atención al escándalo superficial sea de la índole que sea, no al hallazgo o la afilada perspectiva de otra percepción lúcida. Los trapos sucios se lavan en secreto, no se airean en esta sociedad, no se habla de los muertos ni tampoco del coste humano de los procesos, es de mal gusto. En literatura sí. Los muertos nos rodean. Los muertos están porque esa voz los recuerda. Por eso Flaubert quiso inventarse una máscara divertida, en ocasiones incluso grotesca, algo que, en la solemnidad forzada de sus relatos mueve a la sonrisa. Por el contrario, Pavese trató por todos los medios de inventar una máscara transparente, quizá porque quería ofrecerla a la vida que no alcanzaba, quería que sus respuesta existenciales estuvieran claras en su literatura; la llevaba puesta -la literatura-, pero quería que desapareciera, que le abriera las puertas de la vida verdadera y que lo mismo sucediera para sus lectores.

Uno y otro eran conscientes de que si repudiaron lo cómodo o la complacencia que les rodeaba, si dieron un paso más en literatura, e incluso en la vida a pesar de la mala suerte de Pavese, sabían que sus sueños no eran de este mundo, o sí lo eran, pero la representación de ese mundo se hallaba ya en su cabeza, su vida estaba irremediablemente en otro lugar que su destino físico, sabían con certeza absoluta que con el hálito de la divinidad se lograba un éxtasis posible hecho de resistencia y de dureza, una especie de recogimiento espiritual trazado de símbolos humanos aunque en el caso de Pavese ese don no sirviera para vivir. Así se despojaban la bruma de lo muerto sin razón que atisbaban, la gelidez de las almas que a veces quedan petrificadas en un suspiro para no obtener jamás ninguna luz.

La existencia transcurre. Nosotros con ella. Pero esa universalidad de lo divino, del espíritu, por alguna razón misteriosa, tal vez porque se halla cerca del núcleo de ese orden universal, esa transcendencia y esa continuidad al tiempo, ese recorrido de sombras y olvidos, ese deambular de la vida, no pasa. Nos vamos y sigue, aunque se modifique o llegue casi a desaparecer. Casi siempre como una esencia anónima, como un acervo común que flota y se resiste a desvanecerse por completo. Pavese anhelaba ese mito nuevo que con un lenguaje a su vez renovado podría perdurar como una esencia, como un descenso aunque fuese, mas sin apagar su luz, como ese relato de los griegos que había llegado hasta él; un mito que nacía de su mundo, que nació de la observación, de la insatisfacción, de sí mismo y sus tormentos emocionales. Un mito capaz de resistir al olvido del tiempo, de ser medio enterrado en otra época pero resurgir en las siguientes, de persistir en la humanidad. El mito era una necesidad propia interior, por eso, modesto, aunque las palabras anteriores hubiesen sonado a inmensa ambición, a deslumbrante destino, en él no había prepotencia; Pavese deseaba en sí comprender ese mito, y luego lograr expresarlo, hacerlo inteligible para los otros. Flaubert poseía una idea muy formal y severa del espíritu, por eso el humor, la ironía, la fina desmemoria o la burla hacia las solemnidades de lo humano, a su insignificancia sesgada; y sin embargo cómo se tomaba en serio su oficio, su literatura; que severidad y que absoluta pasión por la precisión -y por la belleza de esa precisión- del lenguaje, por exprimir sus posibilidades, por dotar de exactitud y rigor a la novela.

Quizá ninguno de los dos era tan pesimista ni tan optimista como creemos. Tal vez cada uno de ellos supo por su lado que la literatura nos aporta esa mezcla de verbo y carne tan enriquecedora para la vida, ese latido sanguíneo que es a la vez artificio de papel y signo, de palabra y tinta, ese despertar extraño y sublime de percibir la continuidad humana. Ambos sentían esa caricia deliciosa en el interior, algo incrédulos, al tiempo conscientes y fascinados por ese hondo y obsesivo deleite de manejar el lenguaje. Flaubert se refugiaba en ese aspecto bonachón y distante, en su empecinada y orgullosa soledad, mientras que Pavese sufría esa condición sumido en profundas depresiones y tristezas.

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La satisfacción con la vida propia, genera inevitablemente una mirada irónica, distante y humorística de las miserias de la existencia, de lo humano. Cada página de Flaubert, se fue convirtiendo con los años en otra cosa. Quiero decir que, si la primera vez que leí Madame Bovary tuve la sensación de asistir a un drama solemne, escrito con la exactitud y la belleza de las grandes novelas, las siguientes lecturas me permitieron atisbar el chiste, la distancia, algo que quedó claro del todo ante la lectura de Bouvard y Pecuchet, la novela incompleta de Gustave en la que dejaba en entredicho los inútiles afanes científicos y humanistas de una pareja cómica, ridícula tan a menudo, enternecedora tantas veces, sublime en algunos momentos de sus despropósitos y sus cuitas intelectuales. Flaubert, entonces, me pareció a pesar de su fama de hosco y solitario alguien satisfecho con su vida, un hombre capaz de distanciarse de aquello que le repelía o lo exasperaba y acercarse a la estupidez humana desde un humor inteligente y compasivo, compatible con una seriedad absoluta a la hora de transformar ese acervo vital en literatura. Llegaron a decir algunos que tras sus bigotazos excesivos se escondía una máscara bufa, y además un descubrimiento brillante. Sabía que la inteligencia de su época se había quedado rezagada, se escondía y se protegía a fin de pertrechar futuros resplandores por otra parte improbables. También que el mundo venidero sería aún más imbécil y estúpido; eso dijo Gustave. La seriedad formal de Flaubert con el lenguaje, la concentración máxima en la escritura y esa especie de idolatría literaria que nos legó y con la que algunos lectores aprendimos a gozar de la literatura, era algo que a la vez divertía profundamente al mago francés, lo que le empujó a advertirnos de los peligros de semejante solemnidad. Pavese -que tal vez entendió mejor que muchos de nosotros a Flaubert-, pese a sus intentos, no logró despojarse de ese aire de monje ensimismado con las nubes de la literatura, de ese absurdo e incierto afán. En Pavese las máscaras están la mayoría dentro de él. Parece que se protegía de la vida con ellas. La literatura era su modo de clarificar el drama que se gestaba.

Flaubert no hubiese soportado más de diez minutos la compañía de Baudelaire a pesar de su admiración literaria hacia el poeta.

Pavese hubiera deseado pasar con él una semana bajo el cielo mediterráneo de la Toscana aunque no se entendieran demasiado.

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El verano transcurre. Al bronceado endurecido del cuerpo se le une una ligera pesadumbre, como le sucedió a Pavese aquella tarde de verano en la que se alojó en una habitación del Hotel Roma de Turín y pretendió comunicar con esas tres o cuatro mujeres. Quedará por escribir unos meses más tarde una especie de conjuro personal cuyo destino todavía es incierto para mí: El hada de las bestias. A Una historia de la literatura (Ensayo sobre la creación literaria) se le añade un fragor que todavía no tiene forma en esas imprecisas tardes de verano, mientras corre el vino y la amistad cobra esa rara expresión que de tanto ser venerada por mis ojos se ha ido convirtiendo con los años en un motivo de soledad y decepción. Tendré que explicarme en el futuro ante ese libro que comenzaré en diciembre de ese mismo año y que concluirá en apenas quince días, que luego reescribiré al mes siguiente y quedará listo a principios de febrero de este año. Trato de hallar un mito, como Pavese, pero sin su claridad expresionista y narrativa, tampoco con la capacidad de burla de Flaubert. El mito tiene que poseer un profundo contacto con mi existencia inconsciente. No guarece una intención autobiográfica ni mucho menos, ni siquiera responde a un relato próximo. Es más bien un viaje necesario que no sé desde donde acude. Un recreación del mito surgida en un programa de Radio Clásica en el que se habló de las distintas adaptaciones de los compositores destacados de mitos populares o literarios. Aparecen enseguida con suma nitidez las dos versiones principales de Caperucita Roja, las que he leído en tantas ocasiones a mi hijo, las que mi madre me contaba. También muchos cuentos tradicionales de otros pueblos en los que la trama de personajes, el lobo y la niña, con la madre como personaje secundario, a veces la abuela de fondo, son comunes. Una mujer en sus edades. Un lobo hambriento, solitario, que desea comer. En la versión de los Grimm, la irrupción de la civilización europea-burguesa -aquella a la que perteneció con ciertos honores Gustave Flaubert-, con la falsificación lógica, de una intención pedagógica e incluso social, del relato original recopilado por Perrault, trasmitido de generación en generación entre los pueblos de Europa.

Es cierto que pronunciar presagios es en el fondo una de las razones fundamentales que nos empujan a escribir, aunque luego aparezca la necesidad de que el mito perdure como aviso y señal, como texto sagrado por encima del bien y del mal, de los cambios lógicos que el desarrollo humano genera en nuestros usos y costumbres, incluso en nuestro modo de relacionarnos emocionalmente, de dentro hacia afuera, con el mundo. Damos el nombre de presagio o de buenaventura a una palabra de mayor valor y contenido que a las palabras que se pronuncian en el entorno de las relaciones sociales corrientes, y sin embargo se utilizan para ello esas mismas palabras comprensibles y cotidianas que al ser entendidas permiten la comunicación básica con otros seres humanos en nuestra vida cotidiana. Los escritores -el oficio de escritor- transforman esas palabras hasta que creen haber conseguido con el lenguaje y la sintaxis esa autoridad cerrada en sí misma, y que además apela consciente o inconscientemente a lo sagrado, a la divinidad, a la permanencia. La vida de cada individuo es en el fondo tan pequeña en medio de la inmensidad del mundo que las máscaras con las que Flaubert se divertía, o aquellas que Pavese tenía incrustadas en su alma, cosidas en el rostro, las cuales pretendía arrancarse con la literatura, todas ellas, conformaban a su vez esa intención inevitable de oráculo, de premonición, de videncia y testimonio futuro. Flaubert y Pavese, cada cual a su manera, creyeron con fervor que su palabra corriente se había transmutado a partir de cierto momento en verbo capaz de apelar a la continuidad, a la extensión de lo sagrado y lo esencial. Siendo tan distintos, eran conscientes de las razones de la literatura.

Cesare Pavese

En ciertas épocas de la humanidad, fue el ingenio el talento humano más destacado socialmente, la riqueza estaba ya dada de antemano en esa aristocracia francesa, en la corte y sus excesos, en Voltaire o en Diderot por ejemplo, aunque éste último comenzó a revelar la vacuidad y la inutilidad, las limitaciones de ese arte cumbre de la realeza y su séquito. El resto de la sociedad no existía. El ingenio convertía a nobles de rango medio en imprescindibles de los salones más brillantes y famosos de la época. Francia influía en el mundo; su lengua, sus costumbres, sus modas. Flaubert, estoy seguro, prefirió sin duda la risa erudita e irónica, la invención verbal, la inteligencia y el ingenio deslumbrante de Voltaire a la nobleza algo romántica, humanista de una forma más cercana a nuestra propia concepción del humanismo, más contemporánea, de Diderot. Pavese, por el contrario, debió despreciar como yo el ingenio a menudo estéril de Voltaire, esa parte del filósofo y enciclopedista más mundana y frívola, hecha para el aplauso y la gloria.

Hay cosas de las que no puedo burlarme, o con las que cuesta mucho ironizar, esencias de las que no me despojo así como así, y me obligan a afrontar el destino – y la literatura- con la seriedad de Pavese y no con la jocosa distancia de Flaubert.

Hoy en día, la ironía de Flaubert tendría tantas dianas que tal vez fuese imposible que pudiese lanzar sus dardos y describirlas todas a carcajadas en una sola vida. Sería una novela interminable. Los mitos que podrían representar nuestro tiempo no parecen aceptar bien la risa de Voltaire. Quizá el mundo sea demasiado terrible para esa risa a pesar de su aparente luminosidad, de la miseria que se esconde para que no se vea bajo la luz cegadora del escenario, del brillo de ciertos objetos y bienes fijados y destinados a conformar un horizonte vital, como fases de un proceso humano que pretende lo eterno y que, sin embargo, tienen una clara construcción social, sesgada, interesada, demasiado frágil para ser una entereza humana duradera, cambiante en función del entorno y las relaciones de poder; y es terrible esa existencia en su vacío porque no se aproxima ni por asomo a saciar la insatisfacción humana, su anhelo de continuidad y trascendencia, la inutilidad de la mayoría de nuestros actos, aunque represente una presunción de totalidad de la que tenemos la sensación de no poder salir, un hueco excesivo, latente de sentidos en esa vorágine que alberga una falsa máscara de eternidad. Y además, al contrario que otras épocas más inclinadas hacia la oscuridad, en este presente, esa latente negrura se presenta con desvergüenza, no disimula un ápice su insignificancia y su banalidad, pero pretender alcanzar el grado de grito, el nivel de la protesta o de celebración o ritual universal y constante. No hay horror de sangre en occidente, ni siquiera demasiado ruido de derrota en las sociedades actuales, y pese a ello, existe tal distancia entre esa concepción del ser, en ese asentamiento del hombre en su entorno, que le permite afirmarse y contrastar su interior con el mundo abierto que vive y con el que se interrelaciona, que el horror es silencioso, se agazapa en la imposibilidad, en la mirada superficial hacia las cosas y los actos. La falta de transcendencia hace surgir las enfermedades mentales, la depresión, la neurosis, las obsesiones incontrolables, la vida soportable con sustento de pastillas y hierbas y química antidepresiva. Que se lo pregunten sino a Rafael Chirbes y esos dos libros importantes sobre la España de nuestros días, que no parecen aceptar bien la risa burlona de Voltaire, su alegre frivolidad; el primero extraordinario, escrito en estado de gracia, Crematorio, y el segundo brillante desolador hasta el hartazgo, La otra orilla. Desconozco la razón, aunque podría explicarme largo tiempo en relación a esas dos novelas, pero la realidad de nuestro mundo parece exigir una solemnidad amarga, una decepción sólida que tiene una fácil respuesta moral, resistente, poco apta para el humor. Hasta la respuesta moral justificada, múltiple, que nos llega por doquier, a menudo con argumentos humanos sólidos y verdaderos, queda ensordecida por el fragor. Intenten describir a los gruesos y abultados humanos que conforman la reunión de Davos, lo que les importa en verdad cuanto les rodea más allá de sus intereses, y al tiempo la impotencia de los que son conscientes de ese paulatino despropósito, como se encogen de hombros ante algo imparable e incontrolable, a los que dirigen organismos supranacionales, a los políticos de media tierra, a los extraños acuerdos y alianzas y sus consecuencias, en la barbarie, en el exceso de las masas y el poder; miren a este país y vean su pobreza que no es sólo económica, su incultura, contemplen el resultado del presente y el horizonte que se avecina, miren a su alrededor y pretendan regenerar algo, intenten alzar la voz, o levantar los brazos, cuenten el relato esencial de esa historia. Parece que ese relato tiene que ser sombrío para poder alcanzar su mito permanente.

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A estas alturas de texto, tengo la sensación de que Pavese escribía porque era incapaz de disfrutar de la vida. Flaubert, con un guiño de ojo cómplice y enseguida una mueca solemne, escribía para disimular lo extraordinario que le resultaba vivir.

La búsqueda de Pavese era el lenguaje capaz de sostener el mito de la vida no vivida. Lo de Flaubert tiene más merito a mi juicio aunque sea un bromista considerable. Esa perfección formal era el ocultamiento de aquello que le hacía vivir, y al tiempo el objeto, el sentido de toda esa vida, así que en esa perfección exhaustiva y obsesiva que sus lectores creímos entrever en sus textos, en sus elucubraciones sobre el lenguaje literario, en el rigor con el que trató de concederle a la novela una dimensión artística, ese lugar desde el que pretendió escribir y apeló a los otros a que comprendieran la magnitud de ese reto, ese sitio peligroso en el que la propia precisión y exactitud del lenguaje podrían eliminar la poesía de la novela si uno no sabe medir o no tiene nada esencial dentro que pronunciar y acaso sólo es objeto de perfección, se hallaba un ocultamiento, otra broma, pero con mucho sentido para él, de Monsieur Gustave Flaubert.

Meses más tarde escribiré una frase: El hombre se halla sentado frente a una ventana exterior.

Así comenzará El hada de la bestias, una frase que no retocaré en ninguna de las relecturas ni en la reescritura posterior. Es una frase de escritor. Tal vez no de Pavese o de Flaubert, pero sí suene quizás a Marguerite Duras. Pavese nunca hubiera escrito esa escena inquietante del escritor mirando por la ventana exterior al mundo de afuera. De alguna forma detestaba su rostro, su identidad, lo que era, sus poses incluso, su figura. Flaubert hubiera anhelado mayor exactitud lingüística y más complejidad al hecho de lo escrito, observando desde su asiento el exterior de una supuesta casa o piso junto a una ventana. El hombre no está afuera pero mira lo que sucede afuera. La mirada de dentro hacia afuera, y enseguida, si transcribiera un párrafo posterior, el efecto de lo externo que inicia su recorrido hacia el interior del hombre.

Eso lo sé esa mañana del 26 de agosto de 1950 y también ese mismo día del verano de 2013, cuando me levanto de la hamaca medio quemado por el sol y desnudo me arrimo a la orilla de la piscina y estiro los brazos para sentir esa libertad de la desnudez y del tiempo dominado. La vida esta aquí, pero yo no voy a escribir como un escritor que sí esta fuera, que alcanza alguna grandeza posible en esa insignificancia de desperezarme, de estirar los brazos saludando al sol.

Con esa frase y ese gesto animal de ofrecer el cuerpo a la luz del sol comienzo sin saberlo El hada de las bestias. El mito de Caperucita roja es mi mito, sin que pueda referirme a ser ninguno de los protagonistas del cuento exactamente, sino una mezcla de todos, incluso utilizando todas las versiones que fueron conformando la idea general del relato. Es una necesidad. Algo así como la expresión personal de lo que debe ser esa literatura que amo, una literatura necesaria, al menos para mí.

En el mes de diciembre siguiente, cuando escriba esa primera frase de la novela y en quince días sin apenas dormir cierre aquellas cien páginas de relato, me daré cuenta de que ese texto es una imperiosa exigencia mitológica, hecha con la exactitud del lenguaje que yo creeré adecuado, sobre un tema necesario en mi vida, y un diálogo al mismo tiempo con ese mundo externo con el que diariamente intercambio una buena parte de mi existencia.

La confusión es tanto pensar que la literatura es ajena al autor, una expresión más o menos ficticia de ciertas historias que nos rondan, sin tener en cuenta que cada relato, por alejado que esté de la autobiografía, es en cierto modo una expresión de algo íntimo o que se considera importante contar por alguna razón profunda, en ocasiones inexplicable hasta para quien la escribe, guarecida en la memoria, como pretender que este paraíso lingüístico es una especie de confesión desnuda y deliberada, una expresión del recorrido vital del escritor sin metáforas ni símbolos, un apéndice por completo unido a la identidad de quien escribe el texto.

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Y al tiempo, me doy cuenta mientras escribo ésto, que Flaubert no prestaría atención a estas biografías. Flaubert anhelaría otra grandeza, no el desarrollo de la misma aun cuando su evolución, o el trayecto de ese día en Rouan en el que nació hasta ese hombre envejecido prematuramente que ha dejado página a página la destilación del único proyecto que se tomó en serio, se parezca a tantas vidas dedicadas a esto. Pavese si que podría describir las laderas rocosas y peladas, de matorral bajo y seco, de la sierra de Gúdar que yo he contemplado. Pavese lo haría porque necesita esa genealogía, y no otra grandeza. En Flaubert todavía existe eso que es la gloria del escritor. Aún no esta fijado ni el límite ni la insignificancia. No ha nacido Beckett, ni tampoco Kafka. Pavese leería El Hada de la bestias y trataría de escribir el desarrollo desde ese viaje inesperado, del embarazo prematuro que me dio la luz, la enfermedad desde recién nacido, las duras condiciones de la falta de hambre, de la fragilidad física y del fantasma de la muerte nada más nacer. Me asignaría un origen amoroso, una familia respetable pero por discreción y normalidad, nunca por algo majestuoso o importante. Mi familia será genial después, en el propio desarrollo posterior, en la identidad que uno se construye. Veo a Pavese tratando de comprender la personalidad compleja de mi padre, y a la vez su extraña sencillez y transparencia, y al tiempo su afán en conquistar los hechos, en atrapar con su mirada la totalidad de los suyos hasta acoplarla en ese proceso nada totalitario pero sí empecinado de construcción del mundo. El padre es un creador en la existencia; el hijo no tanto, aunque tenga esa imagen de la construcción, ese reflejo de la abundancia práctica del padre. El niño es por tanto sumido en una suave pátina amorosa, y con ella, en esa preciosa existencia que percibe como suya, aplaudida y soñada por los demás, por la mirada adulta, surge la curiosidad terrible, insaciable, la pregunta y el cuestionamiento, la suma y la estadística que desea delimitar lo informe de la vida, la palabra y la poesía de la existencia, en una confusión hecha de amor, de hijo querido y deseado, de objeto acariciado y convertido en sentido, en fin. Pavese diría que me dotaron de sentido. Volvería a El hada de las bestias. Trataría de entender de donde viene esa furia extraña, ese lenguaje directo, desnudo, esa exuberancia de lo sexual, de la posesión masculina insaciable y el miedo femenino terrible a quedar aplastado por la cadera, los dientes y el sexo del lobo. Caperucita roja.

El niño amoroso, el niño mimado, querido, anhelado, alcanza la madurez con un mordisco de sexualidad intensa y con presunción de trascendencia. Anhela esa continuidad divina que sabe imperfecta y al tiempo única. Flaubert daría vueltas y vueltas a la trascendencia de la literatura porque todo lo demás será asumido y apurado hasta que las máscaras de su grandeza anhelada lo conviertan en un falso monje. El deseo de Pavese, a pesar de su fracaso existencial o de su dolor de existir, sería alcanzar un estado similar al mío; una potencia masculina y un anhelo de placer correspondido y compartido por una mujer o varias, por una representación divina de la creación, por una tangencia del cuerpo poderoso que responde a los deseos del alma y a la trascendencia irremediable de la inmortalidad imposible. El placer eterniza esa expresión de grandeza tan modesta en comparación con los sueños de gloria de Flaubert. Él francés preferiría la mitología colectiva de Victor Hugo o la fascinación por las tentaciones de San Antonio, hasta que halle los huesos confusos y la superstición de Madame Bovary. Pavese escogería al niño díscolo que agrada a sus semejantes en general, que hace guiños a lo femenino para concebir su existencia, que hacer reír y llorar para alcanzar el amor de lo otros, que utiliza el ingenio y lo poco que ha aprendido bien para sentir que es necesario; que desea el placer y la trascendencia del deseo para respirar, justo lo que él no pudo cumplir casi nunca hasta esa soledad del suicidio. Añadiría a ese ajuar una ligera tendencia hacia el orgullo, y me miraría con cierta condescendencia: le falta reírse de sí mismo, escribiría Pavese, como a él mismo le sucedió tantas veces. La cara de pasmo nos surge a los dos en ocasiones, a Cesare casi constantemente, a mi cuando la vida se me escapa o las circunstancias se empecinan en no llevarme a ninguna parte. Tenemos esa pasmo con gafas.

Flaubert no perdería mucho tiempo en conceder importancia a esas conversaciones llenas de contradicciones con las que antes me sumía en la confusión. Tampoco apreciaría la pátina del exceso con la que impregné esas confusiones a propósito durante mucho tiempo. No encontraría nada en mí susceptible de ser celebrado a excepción tal vez del brillo de los ojos que surge ante ciertos párrafos memorables de la historia de la literatura, o en ese deseo también de él y de todos esos que en cada generación celebran esa existencia del signo y la sintaxis, de la ficción verbal y la celebración del texto, de alcanzar ese triunfo de la literatura que en su caso conllevaba una gloria y una reconocimiento, y en nuestra época un silencio profundo sólo consolado por la satisfacción del avance, del recorrido sinuoso del verbo, del ritmo consciente del poder de la escritura.

Pavese sí comprendería que el afán del escritor en el siglo XXI, de esos escritores únicos como él y como Flaubert, no es tan sólo un raro encierro sin respuesta, un intento perdido de antemano de solidez, de consagrar el texto, de otorgar realeza a la palabra cotidiana en un intento de dignificar la expresión del lenguaje vivo, capaz de anhelar una mera supervivencia por pequeña que sea. Flaubert se hubiese burlado de esos afanes porque para él la gloria literaria todavía era posible. Tenía delante la figura de Victor Hugo, su ejemplo, su fama, su fuerza y sus pesada paternidad literaria; también al Balzac que desaparecería poco después, cubriendo las lagunas del extraño mundo que contemplaba con la exigencia de sus historias y sus acreedores. Era un oficio, pero Flaubert, tal vez, fue el primero que entendió y cumplió ese reto de monje, aunque fuera como máscara, aunque en realidad escondiera la vida que sí fue capaz de vivir y apurar pese a su cuerpo de coloso, ancho, y ese rostro a punto siempre de la risa.

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Hace años que descubrí que mi destino tiene al menos dos siglos a mis espaldas, de esa forma que nos legó Flaubert. Fue su existencia probable convertida en ritual. La dignificación del autor en esa intervención del texto, incluso el modo en que los lectores a partir de entonces comenzamos a acercarnos al autor al leer las novelas. Flaubert irá escribiendo todo eso, ocultando los huecos y los resquicios, mostrando la autoridad del autor aunque no se note en las narraciones en apariencia. Construye del gesto severo de su inmortalidad la máscara y su respuesta, la ocultación y la más absoluta desnudez de la verdad de la ficción. Es consciente de que la ficción es una saciedad insuficiente, pero es la mejor que conoce, el lugar en el que se siente victima y Rey, todopoderoso y pasivo, oráculo de lo divino y tangencia del relato vulgar. Allí, el riesgo es posible y no tiene excesivas consecuencias sobre el bolsillo o el cuerpo, o eso cree. Luego quedará demostrado que no, y la literatura tiene ahí una salida en la practicidad de los tiempo más allá del placer estético y la riqueza espiritual que procura.

Flaubert inicia su revolución del autor, y utiliza a otros para ello, aunque él posea una consciencia del oficio que será heredará cien años después por Pavese y por generaciones y generaciones de autores, hasta que el presente anónimo borre esa figura de nuevo, la ridiculice y la desprestigie, tal vez con razón, pero también con una clara intención de uniformidad insoportable, a la espera de otro próximo resurgir. Autor cuya validez y significado no importa más allá de su intervención en el relato de la ficción, en el poder de presagio, en la metáfora, en las palabras que intentan representar cada tiempo humano. Se acordará de Laurence Sterne seguro, por lo que supuso. Creerá haber llegado más lejos que Balzac y Victor Hugo. Comprenderá que la gloria que empujó el camino será lo menos importante.

Pavese sentirá esa presencia, yo también. El rigor con el que un hombre puede dejar pasar la vida combatiendo con la gramática o la sintaxis, con historias inventadas y metáforas inteligibles para los otros de sí mismo y de cuanto le rodea. Flaubert sentirá la debilidad física de trasnochar en busca del verbo y de la palabra. Deslizarse en las cuitas y vicisitudes de seres de papel, de vidas de papel. Y oir a esas otras voces que lo anunciaron sin conseguirlo. El texto se consagra, en sí mismo. Lo consagra el autor y el lector. El texto sobrevive a su propia historia, a duras penas. Ese es el sueño de Flaubert. El sueño de Pavese aunque sea por otras razones. El mío en esa imposibilidad de lo sagrado que obligan los tiempos.

Y cuando el día se ilumina hasta ese fulgor del verano, en esa cadencia de no haber dormido que me empuja tan a menudo a la depresión breve, a la negrura que tengo que percibir del mundo para concebirlo mejor, aquel 26 de agosto del 2013, o ese mismo día sesenta y tres años antes en el que Cesare Pavese decidió suicidarse, tengo ya en la cabeza la metamorfosis, el aleteo inconsciente de esa novela que empezaré a escribir unos meses después, a principios de diciembre de ese mismo año. Necesito una respuesta a algo que me ha atormentado durante años, afectando a mi autoestima, celebrando su presencia en cualquier expresión de la vida, una respuesta que además pretendo que pueda expresar si es posible una universalidad que merezca una insignificante trascendencia, un reflejo mínimo de mi propia identidad vital, mis fragmentos rotos, de mis naufragios sonados. Sé que estoy harto de cierta incomprensión, de un agudo dolor en el pecho que se ha instalado noche tras noche hasta no entender nada, ni siquiera lo que siempre ha estado a mi alcance.

Cuando me vista esa mañana cálida de verano después de pasar dos horas desnudo bajo el sol, en el momento en que haya calculado que han pasado más de veinticuatro horas con los ojos abiertos, que las niñas que ocupan la casa, que mi hijo, que todos los que habitan ese chalet de verano comiencen a despertarse poco a poco, a surgir de las brumas del sueño para integrarse en la realidad del día, estoy ya convencido de que debo dormir. De que el refugio que preparo, la salida o el itinerario que tengo que dibujar está ya en marcha pero necesita de un último recogimiento, de una protesta hacia la normalidad y la aparente consistencia del día, de los hábitos sociales y las relaciones humanas. Flota el postrero deseo borrado una semana antes sino recuerdo mal. La explosión de dicha al hallar un resquicio en el amor oxidado por el cual he atisbado de nuevo el brillo.

Luego el apagón general y constante, sabedor de que nada cambiará sino escribo El hada de las bestias. Ya no quiero explicarme, deseo contar. Una historia de otros, no la mía. Un grito mío, es verdad, a través de la metáfora de otros. Mi cuento en Caperucita Roja, Caperucita Roja y su efecto en mí. La imaginación de otra vida donde aquello que escriba no me haga daño en el cuerpo, no destruya el frágil equilibrio, que no sea un riesgo ni una queja, sino más bien tan sólo un símbolo. Y es un homenaje a esa frecuente incomprensión de la sexualidad masculina y la femenina en ese instante en que lo pienso. Un encontronazo a su vez. Un careo. Es el llanto de las mujeres que protegen, defiende y pierden su inocencia, que se regocijan a veces en ella, que la trasgreden y se alzan como las diosas originarias, y a su vez los aullidos de ese lobo masculino. La bestialidad de esa unión improbable, de esa ejecución del acoplamiento y el delirio sexual, en medio de un naufragio, de una herida femenina, de un raja que se erigió en origen y conflicto, en aspereza y soledad.

El hada de las bestias es el amor. Eso escribí al final. Eso que no puede asir así como así el deseo desnudo. Lo que el amor no debe olvidar jamás como definición, sin menospreciar ni oponerse a la palabra bestias.

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Hace casi una década, por el lugar en el que trabajaba y por la gente que frecuentaba entonces, buscavidas, solemnes impostores, derrotados y envejecidos hombrecitos que fueron a parar allí, a esa población costera, para restañar las heridas y encontrar un pequeño rincón, un refugio, pude recopilar cientos de historias a cual mas extraordinaria y curiosa, relatos que contaba a menudo a Severine en los ratos en los que estábamos a solas. Ella me animó a escribir muchos de esos relatos, los consideraba dignos de admiración y a menudo interesantes. Insistía en que debía despojarme de mis propias obsesiones para escribir con la distancia de esos argumentos de la vida real, que debía aprender a elaborarlos y a contarlos porque podían tener mucho interés para el público en general. A pesar de haber confiado media vida en su criterio, en sus valiosos consejos, que tan a menudo mejoraron la pobreza inicial, y que incluso repararon los excesos, los caminos erróneos y la panilodia que ciertos itinerarios hubiesen provocado, en este asunto yo le insistía en que, en la mayoría de las historias que me relataron esas personas de carne y hueso, sumidas en la emoción, el miedo y la alegría, me faltaba una metáfora suficiente, un aliento poético en cierta manera, o mítico mejor, que su trama no terminaba de ser asimilada por mi espíritu, que me faltaba algo así como una cercanía física y mental que hiciera surgir el duende de la escritura.

De aquellos seis años allí, que dejaron algunos buenos amigos, y también un mundo confuso, nebuloso, falso a menudo, lleno de contrastes y desastres, de alegrías tan breves e intensas como un suspiro convencido, quedó también una novela fallida compuesta de alguna forma de los rastros sesgados, informes e inexplicables que todos esos hombres y mujeres me revelaron con sus relatos: El ángel. Y aunque es verdad que el protagonista de ese libro luego surgirá en muchos textos míos posteriores, tanto literarios como en ensayos -por ejemplo en Una historia de la literatura- no es menos cierto que el poso literario de aquella larga experiencia vital ha sido escaso, leve, apenas revelado sin saber exactamente la razón. Esas historias las conocí, y muchas de ellas siguen vivas en mi memoria, es posible que incluso en muchos casos sintiera una aguda empatía por alguna de esas gentes o que llegara a comprender la esencia de sus periplos existenciales, pero mi alma no las había asimilado más allá de ese fragmento incompleto y sin valor, en esa novela titubeante, en la medida en que la literatura que yo quería escribir no podía nutrirse de ellas. Los argumentos podían haber sido un fantástico guión que expresara algo de una ciudad costera y su posterior relato de decadencia y víctimas, como un ejemplar retrato del auge y declive de toda sociedad o civilización. Pero ni entonces ni ahora he tenido ese relato dentro.

Eso le respondí a Severine entonces.

Veo el argumento, la anécdota, el interés humano, social e incluso antropológico, pero no lo tengo dentro. No está en mí.

Ella se cruzaba de hombros y me decía que hiciera como siempre, lo que me diera la gana.

Escribir es una elección, sí, pero a menudo inconsciente, tanto de la voluntad como de esos impulsos secretos que conforman hasta el carácter y dibujan en la sombra la vida verdadera. Pero aun teniendo en cuenta ese origen escribir siempre fue una elección.

No he escrito prácticamente nada de esa época. He borrado de mis textos nombres y situaciones, personajes extravagantes, gentes sin escrúpulos, mafiosos de tres al cuarto y delincuentes de poca monta, maltratadores, perseguidos y perseguidores, a casi todos ellos, incluso a los silenciosos sufridores que me conmovieron o a la buena gente que me fascinó, hasta a los pocos que me rodearon de verdad y fueron capaces de emocionarme con su humanidad. Puedo nombrar a cuatro o cinco personas todavía con cierta convicción, hablo con dos o tres más de uvas a peras.

Aquella fue un vida que no se impregnó en verdad dentro de mí. Estaba su superficie, el proyecto, los sueños y los sentimientos, las luchas, las derrotas y los fracasos de tantos, las alegrías y las ilusiones de otros muchos, a menudo de un modo emotivo, personal, y sin embargo, debajo no había nada que pudiera sostener una mera historia de palabras literarias, un texto literario que se hubiese empapado de todo ello, tampoco una metáfora consistente que pudiera ser expresada mediante la literatura. Era la vida de un periodo, no la vivencia completa de la existencia, de la literatura.

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Cesare se va a tumbar en la cama como yo me tumbo en la habitación al fondo del primer piso esa mañana de agosto. Me han dejado una cama pequeña. Veo el cuerpo de mi mujer cubierto levemente por la sábana, asoma el tanga violeta y parte de una camiseta blanca que le cubre el torso. El niño duerme de lado con la respiración pesada. Siento esa soledad de llevar un ritmo distinto al de la vida corriente. Me voy a echar en el catre pequeño, a solas, para cerrar los ojos y dormir mientras la casa despierta paulatinamente. El calor es intenso. Soy ajeno a esa existencia que alcanzará su esplendor cuando todos los habitantes de la casa se levanten. Ni siquiera existe una tangencia como la que esperaba del paraíso de vacaciones que vivo, con los viejos amigos y la historia construida a su lado, con las visitas que tendremos ese mediodía, varios invitados a comer.

Pavese estaba sólo como yo, pero ya no tenía fe en la vida.

Por un instante pienso en muchos de esos cuentos de Pavese que he terminado de releer hace poco. También en ese instante distinto del mismo día de agosto -Pavese al anochecer, y en mi caso aún no han pasado las diez y media de la mañana- trato de comprender en qué consistió su suicidio para dormirme. Echado en la cama comienzo a adormecerme con esa imagen de Cesare remando en el río Po, también de su terrible y extraordinario cuento sobre la violación de las dos muchachas en ese río, y luego intento comprender que hace que uno decida elegir la muerte, que razones pudo tener aquel flamante escritor italiano, alto y fibroso, que terminaba de ganar el Premio Strega, que trabajaba en la editorial Enaudi y no parecía tener problemas económicos. Cómo era posible que tras conseguir uno de sus sueños literarios, tras escribir las cientos de páginas del Oficio de vivir, sus apasionantes novelas cortas o los relatos que nos dejó, el famoso Diálogo con Leuco, Trabajar cansa o Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, en ese instante en que tal vez alcanzaba la gloria de Flaubert, o algo parecido aunque fuese casi cien años después -con todas las diferencia que esa distancia temporal supone- de que el francés genial de las máscaras fundara su secta, tras marcar cuatro números de teléfono de varias mujeres y no conseguir romper esa soledad que se había instalado en él como un costra irrompible y asfixiante, tampoco la sombra del crepúsculo recubriendo el dormitorio, Cesare ingiriese una gran cantidad de barbitúricos para morir.

Seguramente me duermo mientras los ojos de Pavese se cierran.

Y uno piensa en la razón. En la desilusión terrible y demoledora que arroja al espíritu humano a desear su desaparición, anega la voluntad de vivir, la arrastra y abandona inmóvil al cuerpo, inutiliza cualquier pretensión de acción o reflexión, y ofrece la muerte. Y la vez se piensa en Flaubert y sus escondites. Quiero decir que Flaubert, en apariencia uno de los más severos monjes de la literatura, nos demostró que los escritores no escriben todo el tiempo, de hecho escriben poco respecto al total de horas que componen una vida. Flaubert nos había engañado aunque era verdad que no podía vivir sin combatir diariamente con una frase, sin leer. A Flaubert le interesaba la vida. Poseía esa especie de entusiasmo, esa avaricia de los sentidos que incluso en la modesta contemplación pasiva, hasta en la actividad más frenética y placentera, alcanza a diseñar esa energía necesaria para que el latido continúe, como pasa en literatura. La creación literaria responde a esos excesos y a esos recogimientos de energía que nos llevan a elegir el silencio tan a menudo y otras veces nos empujan a la invención, a articular en el párrafo, en el texto, el ímpetu de la ficción o la idea. Es un proceso que siempre me recordó al pitido electrónico de esos aparatos tecnológicos que pueblan los hospitales y garantizan la existencia todavía del paciente con el zumbido irregular que copia el latido del corazón, ese zumbido que a veces, en la enfermedad y la falta de energía queda convertido en un sonido constante y monótono, y un buen día comienza a dejar de palpitar tantas veces, o reduce paulatinamente su ritmo y la oscilación de su señal, se va construyendo una línea recta con altibajos tan esporádicos como enérgicos, se convierte en esos estertores finales de la vida que languidecen, hasta quedar retratados en una repetición obscena, una mueca sin latido, en una invocación del fin, en existencia cadáver. La literatura es un latido del alma. Una especie de misteriosa energía humana, parecida a otras muchas, artísticas o no, concentrada en ciertos puntos del cuerpo generadores de potencia, de creación, de voluntad y entusiasmo. Eso lo poseía Flaubert en mayor medida que Pavese. Pero tal vez no fuera una cuestión de resistencia o de capacidad humana. Hay que otorgarle el merito que corresponde a Flaubret, de la misma forma, por otras razones, deberíamos concedérselo a Pavese.

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Releyendo hace unos días el magnífico y curioso ensayo de Sartre sobre Baudelaire, publicado por Gallimard en el año 1947, y editado por Allianza Editorial en el año 1984, encontré la expresión final de ciertas dolencias, la representación heredada después de siglos de oficio con la que se articulaba la figura del artista, del poeta o el escritor, del pintor o del músico; su proceso de unificación en una misma expresión general, que los engloba a todos ellos.

Es posible que la eternidad concebida por el hombre, y en concreto por los escritores, no sea más que una expresión social. Al perfil psicológico profundo y terrible que Sartre realiza en la mayor parte del ensayo sobre la identidad de Baudelaire, su relación con la autoridad, la rebeldía o el dandysmo, el origen de su escandalosa poesía o la provocación de sus libros ensayísticos o en prosa, se le añade una expresión social, una especie de pequeña descripción de la evolución de esa identidad de autor cuya herencia recibimos sin darnos cuenta. Al texto de Sartre tal vez le falte algo de la expresión común del artista con el individuo consciente de su tiempo. Baudelaire no es un extraterrestre en sí mismo, un hombre enfermo e inconstante tan sólo, tampoco un diletante cuyos rasgo sexuales o eróticos oscilan entre la perversión y la impotencia, ni siquiera un simple visionario; no es tan sólo un extraordinario poeta que revolucionó la lengua francesa en los pocos años que vivió, convirtiéndose en cierto modo en un icono de un tiempo, en una figura que sigue fascinando a las generaciones posteriores por su crudeza, su extraordinario dominio lingüistico y la belleza descarnada y rotunda de sus poemas. A Sartre le faltó mencionar más que Bauelaire es hijo de una época que se transforma. Que los ojos de Baudelaire son por supuesto su propio miedo, su imagen reflejada en el espejo intentando ser asimilada en un ejercicio demoledor de narcisismo y desamparo a la vez, incapaz del amor, de la bondad, y sin embargo embriagado por el ideal del amor y de bondad hasta ejercer contra él mismo una severa punición sin resquicios, y sujeto a un mal que requiere del castigo, pero también fue el pasmo del individuo ante el mundo masivo y en constante progreso material que avanzaba sobre la humanidad, como si deseara salvaguardar algo de ese vertiginoso siglo XIX que se transformaba demasiado rápido para su esteticismo de salón o sus provocaciones espirituales. Precedía tal vez en el fondo a la rebelión de las masas como símbolo, inconscientemente se erigía como el último aristócrata del espíritu frente al exterminio paulatino del individuo en los países comunistas o su reducción a simples medios de producción en las democracias capitalistas triunfantes, a un mera utilidad consumidora y a un voto cada cuatro años sin sentido. Retomo a Pound y su teoría sobre las energías que se apoderan de ciertos hombres para que pronuncien las sentencias del tiempo, mediums en los que acude la historia del espíritu y sus reflejos ante los cambios que se suceden imparables. Baudelaire nos ofrece sin quererlo, sumido en sus propias oscuridades, una especie de resistencia que años más tarde Flaubert convertirá en su razón de ser, a pesar de las evidentes diferencias estéticas y filosóficas, de sus disimiles circunstancias vitales y humanas.

Baudelaire fue una individualidad de artista de un modo pueril, infantil. No en vano era el inicio de la construcción del autor, que luego nos servirá para acercarnos a los autores de otras épocas desde ese punto de vista. Iniciaba el camino de la santificación del autor, del texto sagrado, de la exaltación de su labor y su importancia, hasta este presente disgregado y confuso, donde regresamos a esa autoría sin nombre o a esa gratuidad sin importancia.

Es curioso que la madurez de sus poemas, la profundidad de muchos de sus versos, sea sin embargo fruto de una inmadurez perpetua, de la confusión e incluso de la superstición. Aunque quizá, a la exacta crueldad de Sartre a la hora de acercarse a Baudelaire le faltara la expresión de pasmo y niebla que atisbaba el poeta a su alrededor, insistir en mayor medida en el hecho de que carecía de referentes reales a los que aproximarse para construirse -a excepción de ese admirado Poe al que en el fondo se acercó por similitudes dramáticas de la biografía más que por asociación literaria o artística-. Tengo la sensación de que fue consciente -fue tal vez el primero- de su individualidad de artista a pesar de la inconsistencia o el despiste de sus motivos. Vivía en la confusión de sentirse despojado del poder de la aristocracia, de su libertad económica, que había defendido y sostenido económicamente a los artistas a lo largo de siglos, y en la necesidad de labrar otra imagen para su propia labor en una sociedad cambiante y en constante evolución que todavía no había asignado en sus nuevos paradigmas sociales una función al poeta o al escritor después de que la Revolución hubiese terminado con la nobleza sanguínea. Los burgueses oprimían, por supuesto, pero ya no eran una clase social ociosa o simplemente distinguida sin más por títulos y linaje. La burguesía iniciaba el imperio de la utilidad. Baudelaire era como un niño que apenas sabía nadar en la inmensidad de un océano agitado que lo devoraba. Flaubert, sin embargo, navegaba por esa aguas en un confortable barco, protegido por su fortuna y por sus máscaras, pero existió un proceso común en ambas vidas; uno sostenido por la confusión, el dolor y la inocencia a pesar de todo, y el otro ya consciente de su poder, o en trámite de conseguirlo, suficientemente atendido materialmente como para concentrarse en construir una imagen necesaria, una especie de idiosincrasia del oficio, una utilidad, una mistica al tiempo, una necesidad de la figura del autor literario en medio de un mundo que iba a girar sin remedio en torno al beneficio y la utilidad.

Sartre describiría ese proceso de Flaubert con hermosas palabras:

“A esos grandes muertos, que en su mayoría vivieron en la soledad, la inquietud y el asombro, que no llegaban a pensarse del todo ni como escritores ni como artistas, y que murieron, como cualquiera, inseguros, se les confiere desde afuera -porque ya están muertos y sus vidas se revelan como un destino- ese título de poetas que ambicionaban sin estar seguros de haberlo alcanzado y en lugar de ver en ese titulo el objetivo de sus esfuerzos, se les concibe, por el contrario, como una vis a tergo, como un carácter. No escribieron para convertirse en escritores, sino porque ya lo eran. Desde el momento en que uno se asimila a ellos y vive míticamente en su compañía, tiene asegurada la posesión de ese carácter: así, las ocupaciones de Flaubert, por ejemplo, lejos de ser el resultado de una elección gratuita y peligrosa, se le presentan como manifestaciones de su naturaleza. Pero como además se trata de una sociedad de elegidos, una asociación monástica, esta naturaleza de escritor se revela también como el ejercicio de un sacerdote. Cada palabra que Flaubert traza en el papel es como un momento de la comunión de los santos. Por él, Virgilio, Rabelais, Cervantes, reviven y continúan escribiendo con su pluma; así, gracias a la posesión de esta extraña cualidad, a la vez predisposición o sacerdocio, naturaleza y función sagrada, Flaubert se desprende de la clase burguesa y se sume en una aristocracia parasitaria que lo santifica. Se ocultó su gratuidad, la libertad injustificable de su elección: sustituyó con una corporación espiritual a la nobleza decadente y salvó su misión de escritor”.

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Pero siempre he pensado que existe una manera de rescatar a ese Pavese de cara de palo que con sollozos debió barruntar la idea de atiborrarse de estupefacientes y dejarse arrastrar al otro barrio. Y no pienso sólo en la consistencia de lo escrito. Una posibilidad de que tal vez él fuera una especie de consciencia de esa figura imposible del escritor, que en los años venideros -aunque tengo la sensación de que la decadencia había comenzado antes-, dejaría de tener sentido en esta sociedad del ocio y el consumo. Uno quiere creer a veces en él como en un romántico incurable que no pudo revivir en la vida real la dimensión del amor que concebía en su mente o en su literatura. Es decir, que se suicidó realmente por falta de amor. O quizá quiero verlo como una especie de solitario monje cuyo sentido vital debió agotarse en algún momento, a veces sucede, así, como lo cuento. La energía disminuye, el corazón late más despacio, la vida se estanca y uno no encuentra salidas, ni siquiera un horizonte posible. Podría verle así, como me siento en esa soledad del sueño que acude esa mañana de resaca del mes de agosto del año pasado. Un islote anímico en medio de una nada intangible y terrible que me sume en una sensación de irrealidad y sin sentido. No soy feliz, y esa mañana alcanzo esa consciencia con una plenitud sobrecogedora.

El hada de las bestias será una especie de pálpito sobre la imposibilidad de modificar un ápice mi existencia si sigo anclado al pasado, al presente irreal de mi hijo pequeño, a esas vacaciones que tanto desasosiego me han provocado, y a la perspectiva oscura de un año incierto, un trabajo alimenticio voraz e inhumano, y a una falta de deseo que se espera en los titubeos que han comenzado a apoderarse de los textos, de esos que edito de vez en cuando donde puedo, o de mi literatura más personal y querida. Y aunque El hada de la bestias tuviese una connotación explícitamente sexual, su expresión o su sentido podría extrapolarse a otras esencias humanas por igual. Eso pienso sobre la cama.

Sartre deseaba en el fondo salvar la vida de Baudelaire mostrando que el icono o la superficie no era más que un pátina inhumana que escondía en el fondo una identidad profunda, entristecida, naufraga e indolente. No son sus defectos lo que nos aterra, sino su fragilidad en ese texto, su imposibilidad de sobrevivir como el Albatros de su poema. La poesía, sin embargo, brilla en ese ensayo por su ausencia. Sartre elige otro modo de acercarse al poeta por razones secretas. La poesía de Baudelaire no necesita explicaciones hubiese dicho Sartre. Por eso yo querría rescatar ese momento de Pavese y darle la dimensión que requieren sus libros y sus versos. Y quizá esa fuera la razón por la que deseché esas motivaciones románticas o desesperadas que de alguna forma han formado parte de la mística del escritor desde que, primero Baudelaire en esa construcción de los mitos que dotaría a la figura del artista de ese malditismo memorable y a veces tan nefasto, y luego Flaubert, con su madurez, con su vitalidad y su capacidad de trabajo, gracias a su tiempo disponible, convirtieron en una especie de idiosincrasia particular del oficio de escribir.

Entonces pensé que manipular la figura dramática y triste de aquel hombre con cara de palo, que se sintió decepcionado por todo lo que emprendió, por todo menos por la literatura, fuese la política o el amor, la amistad o el porvenir, siempre adentrándose en aquello que consideró esencial, y dejando para la posteridad ese aire desvalido y frágil, introvertido, que lo llevó a la muerte, describiendo el proceso en un fascinante universo de literatura transformada en diario y en recorrido -como aquel Flaubert de las máscaras que algunos quisieron ver como un monje, como un presidiario de las letras ajeno al mundo-, no era algo honesto ni justo. Que en verdad, Pavese comprendió que el vicio de la literatura, esa maldición, el rezo de Flaubert encerrado en su mansión burguesa en medio de la campiña, ya no podía subsistir aquí, en las ciudades vertiginosas del siglo XX, y sin embargo, resulta heroico pensar que su suicidio fue ese grito desgarrado que los escritores durante siglos profirieron en medio del silencio, el dolor y la barbarie, que realmente Flaubert fue un islote de esperanza, un hálito de optimismo de la lucidez en esa larga historia de derrotas y soledad. Que Pavese murió por esto, por esa descripcion silenciosa y profunda de las falsificaciones y los artificios de la vida, por esta construcción del verbo y su espejo de ficción, por esa apropiación del lenguaje para un fin individual y a su vez para una expresión común que lograra rescatar las palabras de la tribu, lo sagrado del texto que Flaubert logró fijar como imagen y mística, como sacerdocio o justificación en sí mismo.

Escribir no es sólo un oficio, he pensado. Vivir, como diría Pavese, tal vez sí. Escribir no. Escribir es otra cosa, aunque Michon imaginara a Flaubert disfrutando del Sena, del viento agitando los árboles en los hermosos jardines de París, de las mujeres hermosas de las que gozó, del paisaje de la campiña civilizada, del desenfreno de la lectura y el vértigo sensual de la escritura, en esa especie de akelarre literario tan lleno de vida, necesario para alcanzar la imagen divina de esa libertad de crear, ese anhelo que he sentido tantas veces cuando esa barrera de realidad hace que escribir sea a veces imposible, que dedicarle tiempo a la escritura en medio de la supervivencia sea una cábala insostenible en el mundo contemporáneo, que sobrevivir para un escritor parezca en este presente una soberana renuncia, pero no termino de creerlo.

La escritura que amo siempre nace de un conflicto profundo de lo humano.

Y aunque siempre nos quede Flaubert, las cartografías de la literatura no encuentran ahora los iconos del futuro. Y no concibo esa incapacidad como una culpa tan sólo, sino como un destino colectivo, como ese malestar que alcanzo a Cesare Pavese en esa habitación del Hotel Roma de Turin, en el verano lejano de 1951.

MORTA

Al despertar al mediodía, con los gritos de los niños correteando por el jardín y la piscina, el calor sofocante, bochornoso, del mes de agosto a pocos kilómetros de la costa mediterránea, empapado en sudor sobre el catre pequeño, siento esa soledad terrible, esa ausencia que nada puede consolar. Y en ese instante comprendo que algo ha cambiado. No de una forma brusca y abrupta, un sueño o una pesadilla de esas que nos dejan en un lugar de la consciencia distinto de golpe y porrazo, aunque sea tan sólo en los minutos que preceden al despertar pleno, a la salida completa de lo onírico, sino más bien como un proceso largo y lento que cobra por fin su dirección justo en ese día, el mismo, sesenta y tres años después de que Pavese se suicidara.

Como si quisiera alcanzar la consciencia de estar vivo, paso la mano por mi vientre, por el pecho, por mis piernas, por el sexo. Quiero que mi propio tacto reconozca mi cuerpo. Intento buscar mi reflejo en el espejo al incorporarme para sorprenderme de la cara enrojecida por el calor y el sueño, abotargado y lento. Es mi cara, mis ojos, mis piernas, mis brazos. Necesito esa tangencia vital que el desgraciado Baudelaire nunca tuvo. Es la desnudez que de repente asoma de entre la sábanas humedecidas por el sudor y el olor de los alcoholes ingeridos la noche anterior que se evaporan, en una sala ligeramente oscurecida por las persianas medio bajadas, por la puerta entornada. Los gritos de los pequeños continúan flotando en el aire. Pero lo real es mi figura reflejada en el espejo ovalado y amplio, un espejo de esos antiguos de pie de madera y cuerpo entero, de una pieza, aptos para contener a un ser humano por completo igual que en un probador de una tienda de ropa. Estoy sentado al borde de la cama. Cualquier pliegue de carne o imperfección de la piel revelan mi propia esencia. Es mi cuerpo lo que emana realidad, tangencia, carnalidad. De alguna forma emana también la totalidad de sus esencias. Estoy vivo porque muevo la mano, porque pestañeo o respiro, porque esa desnudez funciona. Mi mente no puede separarse de ese bienestar que experimento a pesar del ligero dolor de cabeza que la resaca ha abandonado al despertarme. Eso no es una prueba de nada a simple vista, de haber descubierto nada, tampoco de la excelencia de aquello que he escrito o de lo que podré escribir, pero sin duda el empuje de toda esa representación sin vanidad, sólo una constancia consciente de la propia identidad física, esa desnudez que no necesita de adornos, de artificios o disfraces, es el hombre sin máscaras. Las máscaras son para la literatura, intentes construirlas al estilo de Flaubert o lo hagas a la manera de Pavese. No quiero continuar en esa mentira a pesar de su armonía aparente, sino destruir cualquier cosa que sea una falsedad o un artificio ajeno. La conciencia de que el único lugar donde esa extraña omnipotencia que el hombre cree albergar en sí mismo algunas veces, esa ilusión de divinidad absurda y tan frecuente, es en la literatura, en la creación, algo positivo si se limita y se disecciona, si contemplamos ese anhelo de trascendencia con sentido del humor o con rigor, pudiera ser, y para afrontarla con garantías, o al menos con alguna posibilidad de que sirva, debe ser con ese cuerpo desnudo, frágil y bronceado reflejado en el espejo, con ese cuerpo que lleva a sus espaldas el tiempo vivido, sus muescas y deterioros, su edad acumulada, y que se levanta ahora de la cama y comprueba que cualquier órgano o miembro, o músculo, responde al incentivo del cerebro, a los actos inconscientes que no se eligen y a los conscientes que se deciden.

Busco un canto que dure, una posibilidad de que la belleza de una prosa o un verso, que la máscara de la ficción que sí deseo empuje la existencia. Falta el texto. Ese texto será El hada de la bestias.

Y sólo resta la razón de esa mística, o su significado, o esa especie de esencia que la inteligencia creadora de la literatura necesita arrancar de las cosas y los hechos. Para Baudelaire, el horizonte era captar precisamente esa esencia inmóvil y perpetuar lo que le unía a las cosas, su perfume esporádico, fugaz, necesario. Su vida fue eso, una especie de exaltación de un ser previsto y nunca llegado, y una recreación de aquellas esencias del pasado mitificadas o atrapadas precisamente en su capacidad de dibujar con el lenguaje una realidad nueva y esencial, sin que ese concepto tuviera referencia alguna al futuro. El miedo de Baudelaire, su tenaz inmovilidad, su absoluto desprecio por el futuro, era una expresión exagerada de la mística de la literatura, de la poesía, por la cual cada pensamiento, idea o reflexión, esboza una simbología y un concepto divino, concentrado, inmóvil, por encima de su desarrollo, negándolo incluso, como si todo lo que existe ya fuera, ya hubiese sido, y no tuviese interés en su evolución. La verdadera creación de Flaubert, tal vez incluso por encima de sus perdurables mitos literarios, de Madame Bovary o La educación sentimental, Salambó, o Las tentaciones de San Antonio, fue convertir esa figura gimiente, destruida, patosa para la vida, ese tópico con motivo del desdén por la realidad y las penurias morales y económicas de Baudelaire, en una dignidad, en una máscara llena de matices sólidos y justificables, potenciales, vitales. Flaubert nos regala la mística necesaria para resistir y justificar la pasión por las grafías y la sintaxis. Su dignidad es un reto y un llamamiento a un ejercito de escribientes que construyen una tendencia, una guía posible, un camino con cientos de ramificaciones.

A Pavese no le bastó, tal vez porque, como le sucedió a Baudelaire, no logro conectar esas esencias aprehendidas de la literatura con el devenir de la vida, como si una inmensa nostalgia, una tristeza arracimada en torno al espíritu, insistiera en que el pasado ya estaba escrito como el futuro, y las posibles simbologías y motivos que guarecían el significado de las cosas, no fueran alcanzables, resultaran como fantasmas, pura espiritualidad sin contacto con la tangencia necesaria de la existencia. Algo así como hacer el amor con un cuerpo sin tocarlo. Como le sucedía a Baudelaire. Pavese no alcanzó a penetrar el sexo femenino. Baudelaire tampoco. La máscara de Flaubert sí.

La esencia era posible de apurarse en cierta medida, y ser una motivación física, tangible, posible. Uno imagina a Flaubert abriendo las piernas de una amante para lamer extasiado la vulva y admirar el sexo que le dio la vida, que lo mantiene después con vida. A Baudelaire lo vemos espantado y asustado ante los flujos y humedades vaginales, ante el olor intenso de la sexualidad, familiar desde el nacimiento. A Pavese, su propia impotencia vital provoca su tristeza, su insoportable melancolía, su dolor.

Lo que habría que preguntarse es si Flaubert y sus itinerarios iniciados, esa máscara del escritor y esa justificación hermosa e intensa del monje que junta y escribe palabras, que vive y no cesa de vivir, podrá sostenerse.

Cuando esa madrugada del 27 de agosto me dispongo a terminar de una vez Una historia de la literatura creo haber comprendido por un breve instante el secreto, la razón de esa escritura. Es obligatorio sostener cierta mística para alcanzar el presente y el futuro. Aunque hubiese podido tener dudas antes, de alguna forma, le debo mucho a Baudelaire y a Pavese, y la verdad, siempre tuve mucha, muchísima confianza en el rostro de cara de palo de las imágenes, en la expresión solemne de ese burlón inteligente y lúcido que fue Flaubert. Y por si las moscas, siempre nos quedará Madame Bovary, la receta de los santos, la expresión de la seriedad y la capacidad de unir esa sabidura misteriosa y a veces fantasmagórica de la literatura con el amargo e intenso presente de la existencia.

Se trata de rescatar esencias y hacerlas comprensibles para el tiempo.

De dar vida a lo que son sólo palabras.

Copyright Jimarino

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Genealogía de la literatura III- Amor- (San Juan de la Cruz)-El templario y la mujer del río

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También puede ser una simple necesidad, sin más. Pero no una necesidad esencial, sino un modo de empleo, un uso que nos reporta una pequeña plenitud, un alivio, un sentido ligero.

“Cuando latió ese ímpetu de la sangre, fue desmedido, llama del amor viva en esa ternura de herir tu alma en su más profundo centro; cuando ya no eras esquiva rompí esa tela dulce de la seda perfumada; la mano blanda y el toque delicado, la lámpara de fuego en la caverna del origen, oscura y ciega hasta llegar de repente a esa luz; cuando la luz, esa textura de la divinidad abierta, ese calor, el refugio y el seno de fulgor; cuando el secreto de morar en esa sabrosa humedad de cristal, allí quedo quieto, allí sigo vivo”.

El manuscrito se halló en el convento Carmelita de Medina. Se lo debo a una herencia inesperada. Santa Lucía San Martín Viera lo vio como una devoción a Dios, como los versos de una humilde entrega a Dios. Las líneas fueron arracimadas en el centro de la hoja. La letra rugosa, apagada por los siglos guarecida allí.

La responsable del museo me guiña un ojo casi cuatrocientos años después de que Santa Lucía transcribiera esas frases del caballero templario Fabien de Guillaunne.

En 1628 una mujer de estatura diminuta y cuerpo ágil recorrió durante diez años los restos de los castillos, ermitas y abadías de los Templarios que tres siglos atrás quedaron destruidos y disgregados por la persecución interminable de la Iglesia Católica. En el Archivo Real de Bibliotecas, elaborado casi doscientos años más tarde por Don Juan Encina Rodriguez de Pereda, quedará registrado en un solo volumen algún dato de ese itinerario: Archivo general de la historia del dance. Santa Lucía hallará en su tiempo permisos y miedo, cambiará el título de sus pesquisas y mezclará lo hallado con otra tradición para que no se sepa de su verdadera intención; reunirá dinero para viajar disimulando su secreto fin, y recorrerá esas poblaciones enfundada en su hábito sin dejar de preguntar por el destino de los bienes saqueados, de los tesoros arrancados a los Templarios, y en su apogeo, destruirá ese libro, del que sólo dejará en pie algunos versos como ese transcrito sin saber la razón.

A veces la vida puede ser el empeño de un párrafo y unos versos.

A la directora del museo, que amablemente toma un café conmigo en una agradable cafetería acristalada junto al edificio principal, le fascina esa historia. Me cuenta que nunca tuvo excesiva vocación de historiadora, de ratón de biblioteca, pero que durante años buscó algo más sobre Santa Lucía y ese misterioso libro mencionado en un manuscrito con distancia, con pudor, tal vez con cierta fascinación. Lo hará de pasada, como si supiera de él demasiado y fuera peligroso en exceso para la época. Pero Santa Lucía dejará escrito ese título y el nombre de Fabien de Guillaunne, Caballero Templario. Del sagrado amor que nos acerca a Dios. Tratado general del amor sublime y sus principales enseñanzas.

Ella me seduce en ese intervalo soleado en el patio del museo. Lo hace de dos formas distintas. En un principio me mira con sus grandes ojos verdes y susurra un saber que yo desconozco con cierta erudición excesiva de la que comprende estoy interesado. Dice que el cuerpo fue tabú para el catolicismo medieval, y que esas prohibiciones llegarán hasta nuestros días. Habla de cuerpo y carnalidad, de cópula y éxtasis, y me provoca un estremecimiento. La segunda seducción es inconsciente, sin dirección verdadera ni finalidad precisa. Un hálito de esa posible lectura imaginada en común .

Un caballero templario al final de sus días, en una Abadía alzada sobre un risco montañoso en una sierra fría a gran altitud sobre el nivel del mar. Lo verá en invierno. Mirará esa soledad de un puñado de viejos caballeros incapaces de regresar a sus vidas antiguas, compartiendo espacio en una ruinosa construcción cubierta de nieve. Escribir junto a una vela encendida de noche a veces.

mano que escribe

La directora del museo sabe que me está regalando una historia y un sentido.

Fabien de Guillaunne desparecerá de la faz de la tierra unos diez años después de escribir ese tratado y ese párrafo rescatado por Santa Lucía San Martín Viera. Santa Lucía, siglos después, querrá verlo como a un hombre espiritual, un templario de una pieza, pero sentirá curiosidad por sus propios tormentos espirituales. Un estremecimiento le recorrerá la espina dorsal, palpitará algo en su interior, algo que quema, una saciedad que se busca incluso para una monja acostumbrada a la austeridad, la soledad y el recogimiento. Querrá saber en qué consiste ese ardor que en ocasiones ha sentido enrojeciendo las mejillas, humedeciendo ese secreto resguardado de todo bajo los ropajes. Habrá conocido sin duda a San Juan de Yepes, eso se sabe. Tal vez incluso habrá leído esos versos que tan bien recuerdo. El viejo Templario será una especie de horizonte impreciso. Querrá saber algo, como ella, la directora del museo, como Santa Lucía, como yo mismo. Algo de esa sagrada unión del espíritu a través de la carne. De esa llama de amor viva, de la herida inflamada que anhela la saciedad.

Nadie le dirá a Fabien que escriba sobre lo que ha aprendido. Eso me reafirma en ciertas ideas. Fabien no sabe nada de la inmortalidad ni del autor. No tiene ninguna idea preconcebida. Será Dios o él mismo -en ocasiones creerá en ese diablo que insufla a su mente lo que el cuerpo cumplió y ya no puede cumplir- quien halle ese camino de la escritura sin saber porqué, ese origen del que nadie sabrá con exactitud. Pero recibirá esa imagen, como la furiosa coronación de venas y piel le habrá ofrecido muchos años atrás el atisbo de divinidad que jamás encontró en la guerra, aunque fuese a causa de una divinidad contra otra, aunque escriba también un tratado sobre las cruzadas y las heridas más frecuentes de los soldados en la batalla y sus razones de mortalidad o de supervivencia. Pero en esa corola henchida de sangre, y en la profundidad de la unión y sus ardientes embestidas perdidas, encontrará un sentido para escribir de otra forma, para acercarse a Dios tal vez, a la divinidad.

¿Acaso San Juan no lo verá? ¿No lo contará cuatrocientos años después de esa manera, como si terminara de sumirse en un éxtasis de sedosa carne rosada y en la expulsión creadora?

La escritura será actividad de vejez y de oración. Eso diré a la directora bajo ese sol cálido y sensual de la mañana.

Los autores no tenían identidad entonces. Para Guillaunne será una necesidad de la memoria y de la existencia. Un alambique que destila y revive, que le trae de algún modo esas antiguas emociones. Una explicación ante la inminencia de la muerte, de la desaparición, aunque crea en el otro mundo, en el cielo y sus cantos de sirena. Cree pero duda. Muchas muertes sangrientas a su espalda. Santa Lucía habrá escrito que se supo poco de Fabien de Guillaunne. Apenas que vivió dos Cruzadas y desapareció más de una década. Que fue hombre valiente, generoso y con fama de bondad. Que luego, sin saber cómo, tanto tiempo después, apareció con otros quince Templarios y se instaló en un castillo-abadía del Maestrazgo, ya viejo, herido, dolorido y roto. Que los Templarios creían en Dios, incluso en su sanguinario Dios de la guerra. En el Dios del amor se sumirá Guillaunne.

Nunca sabré si el sentido de su vida fue esa escritura final, es decir, si todo lo hizo y vivió para escribir en su celda a esa edad avanzada, para convertir la carne vivida en verbo, en trascendencia, y por eso no regresó jamás a sus tierras del interior, a la familia, para quedarse allí con sus viejos compañeros de armas y fe; o si la escritura fue un accidente del tiempo, de toda una vida, algo añadido sin más como cualquiera de sus otras vivencias y hechos, sólo una recuento de la existencia consciente; o la invención de un verbo que se transformara en sagrada carne.

Tampoco sé si Santa Lucía inventó esos afanes para el Templario, si fue verdad que halló entre las ruinas de una muralla y una torre tantos siglos después ese manuscrito. Si de los estremecimientos sensuales de esa lectura, la descripción de esos hombres de fe y de guerra, se despertó en ella algo inesperado o incluso desconocido para que del Verbo surgiera la sangre. Pero podría ser otra cosa: un rezo aliviador. Y acaso en verdad quiso dotar a su estremecimiento divino y turbador de una historia, de una ficción, en el mismo sentido que le empujó a recopilar las historias del Dance en un archivo general y recorrer de cabo a rabo los principales templos de los Caballeros tanto en España como en el Sur de Francia, aunque el Dance fuera una tradición de una zona muy concreta de Aragón. Entonces ¿por qué los Templarios y sus ruinas y restos? ¿Y si en verdad fuese una necesidad por un motivo concreto, una intuición, unas sensaciones imperiosas, una anhelada saciedad que la obligó a inventar mediante palabras?

MR0115No lo sabemos porque ni Santa Lucía ni Fabien Guillaune pensaban del mismo modo que nosotros el hecho de escribir. O quizá sí. Y lo cierto es que la Directora del Museo habla de la historia más vívida de todas las contadas en esas representaciones poéticas de los pueblos. Caigo en esos labios que susurran en voz baja, sensuales, los pormenores de esa historia. La vida juzgada de la mujer del río.

Dice la Directora que en el Dance todos los nombres son pronunciados, bien por el mote o los apellidos en caso de cierto abolengo o consideración social, y ese nombre, el de la mujer, no. Santa Lucía recordará ese suceso de un modo distinto a otros. Estoy tentado de decirle que eso no es más que una suposición, pero su premisa me agrada. Dice que el motivo de su recorrido por los antiguos refugios templarios no será por el Dance. O que tal vez sí, pero única y exclusivamente por esa historia que la habrá estremecido al oírla en alguna representación del vulgo o en un libro prohibido. La curiosidad de ese relato de la mujer del río será la razón de justificar mediante la recopilación de una antigua e inocente tradición su propia turbación. De inventarse un Archivo General y una necesidad de recorrer las ruinas de los templos Templarios. Por esa historia que incluso puede que inventase o agrandara ante otra mucho más insignificante que la aparecida en su recopilatorio capaz de sugerir por completo esa trama.

-Algo despertó en su interior que la llevó a inventarse un disimulado plan de búsqueda. En aquella España del siglo XVII tenía que ser difícil hallar textos de ese tipo, y creyó que la excomulgación de los Templarios y su demonización posterior debía esconder un secreto relacionado con la aventura de la mujer del río y el Templario que escribió ese libro relatada en un antiguo dance. Tal vez fuera una especie de superstición tan sólo.

Al final Santa Lucía sabrá que para esa mujer y también para el Templario existirán dos clases de personas: los que alguna vez llegaron a conocer ese amor del que los dos escriben, cada cual con su experiencia o su intuición, y los que jamás lo encontraron ni lo encontrarán. Santa Lucía creerá que ese ardor, ese amor incomprensible para su existencia, físico, de cambios de temperatura y sutiles roces reprimidos al instante por el rezo y la súplica, o incluso apretando el cinturón del hábito y estrujando la carne, cortando la respiración sin dejar de orar en voz alta, esos delirios posteriores y esa quemazón desconocida, las mejillas sonrosadas y el tic reiterativo de morderse levemente el labio, es Dios. Lo mismo que pensó San Juan de la Cruz, y tal vez así sea, a estás alturas ya no lo sé. Y eso es lo que le digo a la directora del museo, mientras apura su cerveza fría y coquetea con la idea de esa sexualidad sagrada hablando de otros.

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Y después el Templario dirá que tal vez haya que escribir algo sobre ese amor o esa pasión, acerca de esa especial perseverancia que significa el único objeto posible de la vida. Dirá que esa luz podrá ser otra cosa, pero nunca algo como lo que él vivió. Pero en él no descubro que consistencia sostiene el acto de escribir todavía. Tampoco del todo en ella, en Santa Lucía, al rescatar esa historia.

Una mujer que habita un río socorre a un peregrino hambriento y sediento, herido en la espalda y con los pies despellejados de andar descalzo. Ese hombre se recupera y permanece en su casa. La mujer del río y el peregrino se aman con los cuerpos y el alma. Nace una luz que construye un refugio en medio del bosque, tal vez en medio de toda la tierra. Viven esa luz que nace de la unión de un hombre y una mujer, allí, solos. Se puede imaginar cómo hacen el amor una y otra vez durante todo ese tiempo. La mujer del río siente esa saciedad que la une a la naturaleza y a la belleza de cuanto le rodea. El hombre adquiere la sumisión a la hembra diosa y se arrodilla ante ella cada noche para agradecerle la santidad de la cópula. Gozan y los niños del pueblo a veces los espían en esa desnudez entrelazada. El rumor se extiende y hay amenazas. El hombre no posee la fortaleza de la Diosa y teme porque otras veces ha tenido razones por las que temer, ha sentido la muerte muy cerca. Teme también la muerte de ella, esa vida que acaricia con las manos, que contempla amanecer tras amanecer, y sufre. Un buen día desaparece y ella se despierta con el frescor del alba, y al buscar su cuerpo amado y deseado el hombre ya no está. Lo busca por todo el pueblo, por los bosques de la contornada y las masías. Ella clama a Dios como una demente todas las noches para que le devuelva a su hombre, llamándolo por caminos y abruptos acantilados, elevada sobre riscos o sumida en la frondosa protección del bosque. De él no sabe identidad ni nombre verdadero, sólo que es el tercer hijo de una familia noble. Dirá que para el amor sólo bastan los ojos, las manos, el corazón y el cuerpo. Que no hacía falta en esa luz conocer otra cosa. No podrá soportarlo y otro día de verano terminal, tres meses después de que el hombre haya partido, ella saldrá a buscarlo y su destino final nunca se conocerá.

El Templario inventa un sentido que me es familiar, algo que me corresponde, y al descubrir eso, siento una enorme cercanía. Habrá descubierto esa gracia incomprensible, ese aliento que lo empuja a la vigilia junto al candil y el ventanal enrejado. Esa felicidad de él allí, envuelto en la manta. La habitación caldeada por el brasero y la luz de la vela. El silencio absoluto que le hará cerrar los ojos y ver ese amor, esa luz, una vez más. Y la palabra destino no sé con exactitud qué significa a estas alturas. No sé si es la razón esencial de la escritura. La palabra destino se acerca a algo amable al menos. Fabien de Guillaunne está instaurando algo de su dos perseverancias constantes, complementarias, por qué no, pero distantes en el tiempo, jamás encontradas en un instante presente. O tal vez me equivoque, y en la felicidad quiso escribir, o algo similar, y en la vejez no entendió otro mecanismo posible para que todo continuase. La vida y la sinuosa felicidad de ese cuerpo, la textura y el sabor, la variación y el olor impregnado en su alma, la felicidad del amor, esa luz. Y luego la oración por haber alcanzado eso que en el fondo revela todo. Y la oración será la escritura. En él lo sé. La oración será la escritura de la vejez y el desamparo, la justificación del tiempo transcurrido. Y siempre será una oración con palabras. Incluso con palabras antiguas.

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La directora apura medio vaso de un trago y yo admiro sin saber la razón exacta esa sed. Me hace pensar sin remedio en su posible deseo y el modo de saciarlo; no un deseo sexual tan sólo, sino en un deseo general dispuesto a apurar la vida. La imagino de repente en sus conferencias o trabajando en su despacho. Intento comprender en qué consiste la vida de una directora de museo, guapa y elegante, con aire juvenil y desenfadado, con una erudición deslumbrante. El tiempo ha modificado muchos roles y todavía no logro atisbar el contenido de la existencia que me rodea por completo.

-El Templario morirá según las crónicas del archivo con setenta y un años. Es una edad muy avanzada para la época, y mucho más para la dura existencia de un Templario…

A esas alturas del invierno la vida será dura en el Maestrazgo, pienso en silencio. De un modo insistente, sin alivio para Fabien, los huesos crujirán a menudo y los dolores musculares, las viejas heridas, los golpes recibidos, las noches acumuladas a la intemperie o los días eternos sobre el caballo acercándose a tierras infieles, habrán dejado un poso de perpetuo malestar, achaques insalvables y una secreta resistencia al dolor. Seguro que a esa edad no podrá levantar su pesada espada de batalla, forjada casi cuarenta años atrás por su padre antes de emprender la primera Cruzada. El Templario temblará por las mañanas nada más despertarse y le costará alzarse del catre a causa de los infinitos dolores. No estará enfermo, solo acumulará las heridas del tiempo y el desgaste en su esqueleto y sus músculos. No va a escribir sobre el amor, no sabe que eso sea un tema en sí mismo; intuye una gracia, una delicada gracia que le llega del cautiverio presunto, el que lo alejó de la cristiandad durante una década y rompió cualquier motivación para la guerra. Creerán que fue liberado por comerciantes que pagaron su rescate, o quizá por un contingente cristiano que abriría brecha en alguna ciudad del norte de África. Escribirá una carta antes de subirse al barco que lo conducirá hasta el puerto de Génova. Contará que está vivo y a salvo, que vuelve de regreso, pero no volverá. Romperá con cualquier lazo familiar, cualquier posesión o afecto antiguo. Su vida ya es otra. Tendrá un nombre en los labios: Shelide. Y el nombre no lo escribirá durante mucho tiempo, sólo lo pronunciará con la boca húmeda y el cuerpo estremecido. Sabrá por entonces de la higiene, de la formación de los jardines árabes, de los exquisitos manjares de la comida infiel, de la importancia de los perfumes y los aceites en el amor. Tendrá en la cabeza un ritual rico y complejo. En cierto modo le dirá a su viejo amigo el templario Guillermo de Navas que esos rituales le ayudarán a medir el tiempo, a resistir a la decadencia con su recuerdo. Habrá sobrevivido al fango y a la sangre. A la destrucción de hombres y tierras, de casas y ejércitos. Habrá perdido tantas batallas como las habrá ganado. Lo que ha visto no es nada en comparación con lo que sucederá después. Aún faltará la muerte, pero siente que tiene tiempo, que aún está lejos.

Le costará al Templario escribir ese nombre años: Shelide. Se lo quiero decir a la directora del museo mientras decide enseñarme el ala principal del centro cultural, donde se hayan los manuscritos antiguos. Quiere explicarme esta mujer decidida, valiente y culta, el origen de cada uno de esos libros. También la breve anotación hallada en el Archivo de Novoa. El libro existió, de eso no le cabe ninguna duda. La mujer me dice que daría lo que fuera por encontrar completo el manuscrito de Fabien de Guilleunne y poder hojearlo. Piensa que alguna copia debería existir en algún lugar, en alguna biblioteca no localizada, tal vez en una casa solariega, al fresco del sótano o a cobijo en un altillo destinado a los libros viejos y olvidados.

El Templario escribirá por fin el nombre de la mujer árabe que lo acogerá durante diez años. Una mujer libre por circunstancias azarosas y un templario prisionero. Y en su muerte desconocida que uno intuye será de vejez, el Templario dolorido y roto no se levantará de la cama, y en los maitines alguien irá a buscarlo para hallar su frialdad cadavérica y una sonrisa en la que estará esa mujer que le enseñó todo. Y ese texto sobre el amor sagrado y sublime será el punto de partida de Santa Lucía. Lo afirmo y ella ríe, porque sabe que ninguno de los dos podemos saberlo. Pero aún así lo digo. Santa Lucía se deleitará con todo eso que aprendió de la vida el Templario, lo que vivió con la mujer árabe, lo sentirá; también todo lo que el Templario le enseñó a su amante; y al tiempo se pensará en su lugar, y comprenderá a su vez a la mujer del río saliendo en una búsqueda desesperada y fanática del hombre al que ama. Será esa desnudez del Templario y la mujer árabe. Será la historia de la mujer del río. Y San Juan de Yepes tendrá en otro momento ese mismo libro en sus manos, el pergamino rugoso y ennegrecido, ilegible en algunas partes. También San Juan de la Cruz sumido en ese asomo de divinidad aprehendida por el Templario.

La directora esboza una sonrisa irónica desde su púlpito de tablillas e incunables. Intuye de qué hablo. Entonces comprendo que está con nosotros, que sabe lo que quiero decir. Cómo funciona esta imaginación que rueda en el aire como un soplo fresco y luminoso, que diseña lo que puede ser y lo que tal vez nunca sea.

Y ella dirá que hay otro nombre. Quizá la razón de que Santa Lucía escriba de verdad. El Templario lo sabrá en un largo invierno de nevadas y frecuentes tormentas. Santa Lucía no explicará la razón, pero será ella misma quien la invente. La directora cree con seguridad que no hay ningún antepasado o historia conocida y cercana que le sirva de modelo. En ese instante lo dice. La fascinación por el manuscrito del Templario Fabien de Guilleaunne será su propia fascinación de juventud.

-La clave para mí era el Archivo de Novoa, su veracidad, su existencia probada. Encontré una copia digitalizada en internet de ciertas partes del índice. El profesor Sanchez Alejo, catedrático de literatura medieval, había colgado en el año 2008 el Archivo Novoa casi al completo, luego lo retiró. Viajé a Granada en cuatro ocasiones el año pasado para entrevistarme con él. Un hombre amable, tal vez algo distante, pero me ayudó…

Pienso en los motivos que la empujan a contarme esta historia lejana. Lo pienso sin que haga falta una respuesta. Del Archivo de Santa Lucía quedarán un puñado de páginas copiadas por Fray Ernesto de Calenda. Del libro de Fabien de Guilleunne apenas rastro a no ser en la recopilación de Santa Lucía, y según los comentarios de la religiosa a su vez en algún poema de San Juan de Yepes. Ella sonríe y dice que no pudieron ser amantes Santa Lucía y San Juan, como si adivinara esa idea que en verdad me ha surgido. San Juan de Yepes no tuvo jamás en su mano pergamino alguno del manuscrito de Fabien de Guillaunne, sino que oyó en el mismo dormitorio que Santa Lucía la historia del templario y la mujer del río que ella introdujo como una historia más del Archivo del Dance. Le reconozco su habilidad para desentrañar mis pensamientos y se ríe. Y entonces le cuento lo que me ha sobrevenido al mencionar a Santa Lucía y a San Juan de Yepes. Los he imaginado en el antiguo monasterio de Mérida. Le invito a que imagine a San Juan de la Cruz que llega de madrugada y solicita cobijo. Según la versión que continúa la directora, San Juan no tiene ni idea de la existencia del texto de Fabien. Será ella, tal vez unas noches después de su llegada, quien le contará la historia y le recitará algunos párrafos de los que escribió el Templario. Aunque le comento que tal vez esté equivocada y ambos leyeron el manuscrito de Fabien de Guillaune y por eso se van a encontrar. Ella me responde que ese es argumento de escritor, pensar que es el texto lo que inicia la acción, aquello que empuja al amor carnal imaginado entre Santa Lucía y San Juan. Ella se adelanta a mi historia de nuevo, y da por hecho que mi invención está guiada por la sensualidad literaria de pensar en dos escritores que se han leído uno al otro, o se han inspirado o les ha impresionando lo escrito por el otro. Y además están poseídos por esos éxtasis intermitentes, por ese recogimiento sólido y ascético. Una monja de unos cuarenta años que sabe del talento y la pasión del poeta, delgada y menuda. Un hombre escuálido y arrebatado, dotado de una enorme fuerza interior.

-El lenguaje les pertenece -afirmo-, y el lugar de ese lenguaje es sensual, profundo, alcanza una posibilidad de trascendencia.

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-Santa Lucía entró en el convento de Santa Catalina al inicio de la primavera de 1626. Eso lo sabía Sánchez Alejo. Había visto un registro de la época con su nombre verdadero y la fecha de adscripción a las distintas órdenes religiosas a las que perteneció. Haciendo caso a la partida de nacimiento con las preocupaciones que suponen las actas de la época, debía tener treinta años cuando entró por primera vez en un convento, en las Carmelitas Descalzas de Santa Teresa. Santa Lucía leyó textos de Santa Teresa en su juventud, por eso eligió las Carmelitas. Una mujer que había vivido tres décadas antes de hacerse monja en la época era toda una vida. Le pregunté el porqué de ese encierro tan tardío para una religiosa a Sánchez Alejo pero se encogió de hombros. Razones de miseria inesperada tal vez, dijo; o de orfandad, o quizá de vergüenza pública….

Fabien de Guillaunne, dedicará su obra a una mujer llamada Doña Encarnación de Vera LLoris. Esa es la mención que hace Santa Lucía en su pequeña introducción. La directora del museo frunce el ceño y me pregunta como sé eso. No podré decírselo de repente, intento jugar como ella conmigo. El nombre me sobreviene y lo pronunció sin más, nítido y fresco. Y le digo que una misteriosa mujer llega a ese monasterio templario unos tres años antes de que Fabien comience a escribir Del Sagrado amor que nos acerca a Dios. Vuelve a preguntarme curiosa pero continúo mi historia. Le cuento que el viejo Templario escribirá ese nombre, sin más alusión, en una hoja apergaminada. Que temblará al hacerlo, pero sabrá que salvo Cristóbal Melliéres y Argón, nadie en ese encierro sabe leer. Y uno imagina la dificultad no sólo de escribir ese nombre y lo que vendrá a continuación, sino de inventar incluso el hecho de escribir. El mundo posee una oscuridad incierta en ese invierno. Si existe algo parecido a un libro, Fabien de Guilluanne no lo sabe. Tiene que crear de la nada ese sagrado vínculo con el lenguaje. De la nada en verdad.

-Escribió ese nombre y recordó a esa mujer… -continúo-.

Esa mujer llegará buscando a su amor tres años antes. Fabien sabrá que será el aprendizaje final que le conducirá al libro, el recorrido que lo llevará junto a Shelide a emprender ese esfuerzo, esa rebelión personal. El sentido está allí, en ella y en esa escritura que tiene que inventar, que no posee lectores ni aspira a ellos, que desaparecerá seguro, y aún así, en esa desesperanza, lo hará. Le cuento entonces que la fascinación de Santa Lucía cuatro siglos más tarde, y la de San Juan, vienen de esa mujer, o incluso de la mujer infiel de la que nunca sabrán. La directora del museo se ríe a carcajadas. Duda de lo que le estoy contando, pero no me importa. La historia está aquí, ha llegado a mí. Le digo que busque, que lo haga. Encontrará ese nombre y esa respuesta.

Afirmo indirectamente que el manuscrito de Fabien de Guilleunne existió.

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El 26 de septiembre del año 1292, a las seis y cuarto de una oscura y lluviosa mañana, el sacristán Álvarez Mena, plebeyo y sirviente del templo, se alzará de la cama asustado y confuso, se vestirá la pieza de fieltro y lana, la saya gruesa y rugosa, se calzará los pies embutidos en telas sobre las sandalias cubiertas, se echará a temblar mientras se persigne, descenderá los escalones del primer piso y se detendrá en la entrada del monasterio para volver a escuchar los golpes en la puerta. Cuando abra la ventanilla del portalón, con sumo cuidado de no exponer el cuerpo a cualquier pendencia, asomándose con cuidado entre los barrotes de hierro y tratando de que la voz sea firme y segura, al preguntar quién anda a esas horas de la madrugada por la montaña oirá una voz de mujer que pide misericordia y cobijo temporal. Pensará que aquello no puede ser, que tal vez haya gato encerrado y sea una trampa. Dudará unos segundos cuando la mujer le diga que hace mucho frío. Regresará al ala de dormitorios y pensará en el caballero Templario que le de mayor confianza, en el más fuerte, o en ese que, por la cercanía que pueda haber entre ellos o bien por considerarlo quizá más valiente o más hábil con la espada ante un posible ataque, considera el más conveniente para esa misión. Será Don Fernando Guillén quién reciba la visita inesperada. Don Fernando, que duerme muy poco desde hace años y tiene ojeras profundas y una expresión triste en el rostro, estará dispuesto en unos minutos. El sacristán dirá que es una mujer. Que hay una mujer allá abajo aporreando la puerta y pidiendo ayuda, y Don Fernando se cubrirá con la manta y bajará junto al sacristán. Oirá la voz de mujer. Se asomará después a la sala inferior de la torre y no verá nada extraño salvo a la mujer cubierta de arriba abajo por una túnica raída. Sabrá que es hembra por la voz y el tamaño del cuerpo. Dirá al sacristán que prepare el fuego y algo de comer, y correrá con dificultad el enorme pestillo de la puerta, todavía inseguro ante la idea de que la presencia inesperada sea un ardid. No vera otra cosa al principio que una mejilla femenina medio cubierta por la capucha marrón. No la verá, pero sentirá que es una mujer que se adentra en un monasterio templario olvidado de la mano de Dios.

Me muestra el manuscrito con cierta solemnidad. La miro de reojo, su perfil aniñado, la nariz pequeña, los labios gruesos. Una edad indefinida pero todavía sensual, de piel viva. Algunos papeles envejecidos, como ahumados, protegidos por una cristalera. Parte de la obra de Santa Lucía ante sus ojos.

-En ese pequeño volumen de allá, en la esquina, está la historia incompleta de Fabien de Guillaunne y la misteriosa mujer. También las alusiones al libro Del sagrado amor que nos acerca a Dios. He leído esas palabras mil veces… no son para tanto…

Y entonces pienso que tal vez le falte esa imaginación que a mí me sobra, y que si leyera esas palabras, por breves y sutiles que fueran, por indirectas y enrevesadas que fuesen las menciones, vería esa historia como la veo. Existe una intuición extraña en los escritores que se asemeja a la verdad en ocasiones en la armonía de la narración y la escritura. Algo inexplicable que me lleva a admirar ese pequeño texto y a no tener en cuenta el comentario de la directora del Museo.

Veré a la mujer congelada que posará las manos sobre el fuego, y al Templario Don Fernando y al sacristán observando su pelo mojado y enmarañado desde la mesa. Veré la escena posterior, la que sucederá apenas unos días después, cuando lave sumisa y agradecida los pies de todo los caballeros en el refectorio una noche fría de diciembre. Los rostros conmovidos de esos ancianos guerreros. Comprenderé porqué Fabien de Guillaunne. Por qué será él el elegido a pesar de que la encuentren y la vean todos desnuda un mes más tarde de su llegada, saliendo de la choza donde la cobijaron para meterse a seis grados bajo cero en el interior de la fuente del jardín. Fabien sabrá eso que ella sabe cuando poco después le cuente su historia. La razón de esa locura de introducirse en la pila de agua desnuda cuando afuera, en la sierra, se helaba la tierra. Comprenderá el sentido de aliviar con el hielo el ardor insoportable. Dirá que esa mujer se lanzó al monte, a una persecución infructuosa y terrible por culpa de un hombre asustado, de un amor huido, de una vida perdida. Ella hablará del amor de Dios del modo en que Fabien llegó a conocer ese sentimiento allá en tierras infieles. Entenderá lo que es la congoja de la mujer que habla de ser saciada de amor, del amor perdido. Que habla del dolor de la pérdida y del sinsentido de vivir sin esa figura masculina o divina de la que los otros templarios dudarán. Sabrá que no es importante que exista ese hombre que busca o que no exista, y con eso y su propia experiencia bastará para entenderla. El dolor del amor que desaparece repentinamente de la noche a la mañana. Como la directora del museo y yo comprenderemos cuatros siglos después el éxtasis de los poemas de San Juan o las pocas páginas rescatadas de Santa Lucía en las que se habla de la mujer del río y el Templario.

Es posible que Santa Lucía hubiese encontrado algo en ese monasterio medio derruido del Maestrazgo. Que hubiera elegido algo más de lo que escribió y sobrevivió hasta permanecer en ese museo. Si así fue, quizá pensará que una historia así tenía que vivirse para justificar una vida, pero para ella era demasiado tarde. De todas formas es posible que el encuentro con San Juan de Yepes en Mérida le ayudase a otorgar a esa historia una dimensión distinta capaz incluso de justificar su virginidad eterna.

-¿Y cómo sabes que fue virgen?

-Porque sino no hubiese entendido esa extraña pureza…

Fabien escribirá de esos días, del año y medio aproximado en el que la mujer del río se alojó allí hasta emprender otra vez la búsqueda del misterioso hombre desaparecido, pero lo hará mirando el antiguo esplendor que vivió con Shelide. Sentirá de nuevo el dolor desmesurado que sufrió la mañana de su partida, la sensación física de romperse en pedazos, de notar como el estómago se le desgarraba y que la única salida a ese insoportable infierno era la muerte. En cuanto fue consciente de que no volvería a verla ni a tocarla ni a tenerla entre sus brazos, la negrura lo destrozó, lo postró sobre la cubierta del barco, con las lágrimas cayéndole del rostro, la boca abierta y un grito sordo surgiendo de su garganta. Sus compañeros pensaron que se trataba de la emoción ante el regreso a España, pero era justo lo contrario. Shelide, su amor, su Sherezade, la mujer que amaba y veneraba, quien le había enseñado la plenitud de los rituales del amor y la sublime complejidad del placer, el éxtasis de dos cuerpos desnudos y entrelazados por la piel y el alma.

Ya viejo comprenderá que mirar el cuerpo desnudo de la mujer del río, abrasada de amor por ese hombre, será el acicate, el despertar de aquello que no se olvidó pero que tal vez nunca quiso ser contado. Revivirá la angustia de Shelide frente a su cuerpo en esa última noche, cuando ya saben que el barco partirá al amanecer, que aquella va a ser la última noche de amor juntos. A eso de las seis de la mañana detendrán el fragor del deseo incendiados, sudoroso y saciados. Se besarán entonces lento, mucho rato, abrazados. Y conforme el día claree a través de la ventana de la torre ella empezará a gemir y a llorar sin descanso. Le faltará el aire, no podrá hablar. Fabien tendrá que marcharse.

La historia de un cautiverio que se tornó paraíso en las inmediaciones de un jardín árabe con hermosas balaustradas y vistas al mar mediterráneo. Y la antigua culpa de la captura y el fracaso, la primera miseria del encierro en prisiones inhumanas en las que se hacinaban los cristianos vencidos, que luego adquirió por un azar, por una fortuna provisora y limpia, el remordimiento de la herejía ante la relación carnal, frente a la cópula y la sensualidad, y además con una infiel, hasta que eso se diluyó y alcanzó la luz de todas esas noches y días junto a Shelide, para sufrir en su regreso a la cristiandad años después la rotura del corazón, la fragmentación imposible de unir el alma anegada por la ausencia irreversible y completa, y será menos terrible esa renuncia ante las palabras de la otra mujer en ese monasterio veinte años después. La comprenderá. Tendrá ganas de regresar a ese jardín árabe y a ese dormitorio junto al mediterráneo. Se dirá después que ya está viejo y ajado, que su cuerpo, y probablemente el de Shelide, ya no podrán vivir jamás ese delirio. Se dará cuenta de que lo único que le queda es escribir.

Quizá escribiendo perderá el miedo agazapado durante décadas al describir como Shelide lava su cuerpo, como se despoja de los velos y muestra su belleza, o le acaricia sobre la cama sus músculos y cicatrices para anticipar el amor; saboreará ese goce como en ese tiempo transcurrido, despojándolo en la escritura de aquello sórdido y oscuro que lo llevó a acallar esa pasión, a esconder esa vida perdida. Rescatará frente al pergamino y la pluma lo sagrado de ese amor carnal que supo único y espléndido patrimonio de pocos, sólo de esa mujer misteriosa que primero le dijo que había en él algo que la conmovía y la asustaba. La misma que luego le amenazó con la muerte, con el tajo de la cimitarra y el encuentro con el cielo cristiano desnudando sus harapos y obligándole en una vergüenza desolada a meterse en la bañera de agua caliente delante de ella y de los dos guardias armados que custodiaban la salida de la habitación. Esa extrañeza de pensar que el cuerpo magullado y herido, endurecido y flaco de todas esas batallas y los eternos caminos a caballo, podía despertar algo en esa mujer. Escribiendo entenderá porque Shelide sintió esa atracción por el enemigo terrible frente al que morían los hombres de su reino, la razón de esa primera vez en la que recorrió con los dedos cada una de las cicatrices de su cuerpo limpio después de meses sin agua y sin apenas comida. Algo de la muerte y la sangre, algo de la dominación y la pasión por lo opuesto. Luego ella sobre la cama al llegar la primavera deseosa de ser adorada, sin guardias ni vigilancia, en la torre, en el secreto de la alcoba, sin entenderse en sus idiomas extraños, sólo interpretando los gestos, las muecas, las caricias de los cuerpos. Sabía que otros cristianos morían desnutridos y apaleados en agujeros infectos, que contraían enfermedades y eran asesinados sin piedad lejos de su tierra. Apuró esa supervivencia, su indefensión. Se hizo humilde sin que lo hubiese sido nunca porque estaba perdido. Porque también sintió esa fascinación que llegó destruir el odio acumulado de generación en generación contra ese Islam que amenazaba Europa y deseaba la muerte de los cristianos. Porque el tacto de su mano en esas heridas le ofreció un brillo inesperado y desconocido a pesar de la vergüenza y el miedo. Escribirá a su vez como la mujer del río le contó que el hombre se quedó a su lado en esa pequeña casa de tierra húmeda tres largos años, y un buen día desapareció.

Fabien de Guilleunne escribirá después de que esas dos mujeres se hayan evaporado para siempre, con lágrimas en los ojos, que el sentido de la vida fue poco, y que si halló algún placer capaz de hacerle olvidar las penurias de la existencia, del largo camino, estuvo en ella, en Shelide, que le enseñó además a no olvidar en qué consistió esa fascinación, esa alegría. Y no sólo fue la carnalidad, la sensualidad y la imaginación erótica que tuvo que aprender, el deleite de las pieles y la entrega, del dominio y la posesión, de ese deseo doloroso de apurarse, de comerse, tembloroso y fiero, sino también la comprensión de la plenitud y su sentido, la luz de sentirse unido a alguien, algo que comprendió al desaparecer el centro de ese inmenso amor. Amor quizá extraño para la solemnidad de los rituales de Jesucristo, pecaminoso y sensual, pero tan intenso y deslumbrante que quizá llegara a pensar que ese era el más elevado y feliz de los sentimientos humanos, toda vez que no tuvo hijos y que nunca los tendría. Hubiera dado la vida si Shelide se lo hubiese pedido, pero ella le pidió otra cosa, y respetó su decisión. Tal vez eso fuera el acto de amor más verdadero que jamás cumpliera en su vida, y eso lo aprendió escribiendo.

Sabrá escribiendo que, cuatrocientos años más tarde San Juan de Yepes conocerá lo que él vivió. También le sucederá a Santa Lucía, y seguramente, ochocientos años después, esa directora de museo y yo mismo, podemos afirmar que conocimos a su vez algo del sagrado amor que nos acerca a la luz, a Dios, aunque digamos divinidad en vez de Dios, o trascendencia, incluso aunque utilicemos otras palabras más pragmáticas o técnicas, menos heroicas y solemnes. Al mirar sus ojos, al cruzar la mirada frente al expositor de cristal que protege los incunables y pergaminos, siento la llama de un amor perdido, pero un amor de esa dimensión trascendental, de ese éxtasis sublime.

El monje saldrá al patio interior alguna de esas noches en las que su cuerpo dolorido y viejo no pueda evitar el latido de la cadera, el fuego de la llaga húmeda que surja de los muslos, el color del vello que atisbará en la postura de la mujer sobre la cama. Dirá Shelide sin saberlo. Olerá el frescor de los árboles y el jardín cristiano tratando de recrear el perfume de aquel otro jardín mediterráneo enterrado, y la desnudez fragante de Shelide y su sudor afrutado y dulzón, rendida de placer y amor entre sus brazos. Anhelará la aspereza inquietante del falo hinchado de sangre, su calor y su dulzura estrellada contra la sangre encendida de la mujer.

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Entonces, poco antes de que salgamos del museo y nos despidamos seguro para siempre en las inmediaciones del vivero, acude una frase de otro escritor que admiro. La vida de Santa Lucía no está en esos textos rescatados, ni siquiera en la totalidad del libro o los libros que escribió a lo largo de su vida de sesenta y dos años según el archivo de defunciones del Monasterio de Mérida, aunque hubiesen llegado intactos e íntegros hasta nosotros, pero sí el apogeo de esa vida. Y Fabien de Guillaune tuvo que sonreír al pensar que había rescatado algo de ese amor perdido. No exactamente el brillo de los cuerpos empapados en sudor, entrelazados en esa pureza sanguínea, o la sublime música en los labios de placer de Shelide contra su oído, no esa pericia desbordada y ese calor, tampoco las hambrientas expulsiones seminales, constantes y desbocadas de amor y deseo, en las que la sensualidad y la intimidad con la mujer árabe le descubrió el fulgor de la cópula y las posibilidades santificadas de la piel de los amantes sumida en lo sagrado. Pero rescatará la esencia de todo ello, el amor que lo atará para siempre a Shelide, la magnitud desinteresada y gloriosa de una loa eterna, de un proyecto de fertilización y continuidad que halló en el placer y la satisfacción su inmensidad. Verá a su vez a la mujer que veinte años después se desnudará noche tras noche en esa cabaña junto al jardín, a unos pocos metros del limite de la muralla para que él la admire y la comprenda, sin que se toquen, sólo ella y su feminidad divina, hasta provocarle lágrimas de felicidad. Fabien pensará que el dios de esas tardes húmedas del mediterráneo en las que la poderosa masculinidad de la madurez despiadada abrió el secreto del mundo en su mojada calidez, que los gritos mirándose a los ojos y esa unión exacerbada de los músculos, la piel y la sangre, de los flujos y la saliva, sobre la sedosa caricia de la cama, en el fresco dormitorio de la torre, se parecerá al amor de Dios que le contaron de niño, a eso que tendría que perdurar de la existencia, y a su vez que la única manera de hacerlo en su vejez será mediante la escritura. Y sabrá que el Dios de Shelide y el suyo será el mismo, que estará allí entre los dos sin conflicto ni distancia. Dirá que Dios está en esa mujer del río que se marchó un año y medio después de llegar al monasterio, que le confesó que la saciedad sólo podía alcanzarle en el desprendimiento y la entrega a ese hombre perdido. Que dentro de ella el volcán clamaba el alivio de la ocupación y la semilla, el embiste amoroso de la dureza sanguínea conmovedora que la hizo elevarse y alcanzar una especie de santidad y de sentido que había perdido si él no estaba. Él, tal vez tan humano como divino, una máxima, afirmó ella, de la grandeza de lo humano a pesar de sus miserias. Él que había pasado a representar lo divino no por su condición de hombre sino por la entrega común de sus rezos y confesiones. Fabien no sabrá de ese autor, sino que se acercará a Dios en esa consagración del espíritu que volverá a reencarnarse en esa gloria de los muslos femeninos y las nalgas encaramadas sobe la fertilidad de su sexo. Negará en su soledad de poco antes de morir que esa carne sea el pecado exigido por la iglesia, que haya algo que no sea trascendente y sagrado en esa unión que durante muchos años celebró con Shelide. En su modestia intuirá la nula importancia de la duración o la falta de sustancia de esa negación del cuerpo que el cristianismo convertirá en su batalla contra el miedo a lo femenino. Preferirá expresar la delicia de la Diosa, la necesidad del amor y la dulzura para la paz de la tierra, lo cercano a la divinidad de ese amor. Explicará como en esa sumisión existirá a su vez la reivindicación de la fuerza masculina, su equilibro, su respeto y su rezo diario por el sentido. Verá una vez más las lágrimas de la mujer del río, las suyas y las de Shelide aquella tarde nublada de abril en la que el barco con algunos de los últimos cruzados prisioneros, supervivientes de las matanzas, del encierro y el desastre, de la sangre y la derrota, saldrá del puerto para adentrarse hacia Italia, tal vez Génova. Esas lágrimas encontrarán la solidificación del corazón y la expresión de esa pena inconsolable ante la divinidad vivida y escindida, evaporada al instante conforme el barco se aleje de la costa hasta postrarlo en un dolor insoportable. Será como la vida que se le va a ir escapando día a día y que tratará de retener con la escritura de aquello que lo hizo precisamente sentirse vivo.

Y no será la guerra, ni las oraciones, ni siquiera la amistad con Don Fernando o Don Cristobal de Melliéres, o el apacible discurrir de la existencia con los templarios. Tal vez algo de la infancia sí, algunos lugares y encuentros, pero siempre será lo otro. Lo otro vivido y pensado, sentido en una incomprensible eternidad. Lo otro que al final, de la manera que sea, pretenderá ser escrito.

Copyright Jimarino

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Llama del amor viva

(San Juan de la Cruz)

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¡Oh llama de amor viva,

que tiérnamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!

Pues ya no eres esquiva,

acaba ya si quieres,

rompe la tela deste dulce encuentro.

¿Oh cautiverio suave!

¡Oh regalada llaga!

¡Oh mano bendita! ¡Oh toque delicado,

que a vida eterna sabe,

y toda deuda paga!

Matando, muerte en vida la has trocado.

¿Oh lámpara de fuego,

en cuyos resplandores

las profundas cavernas del sentido,

que estaba oscuro y ciego,

con extraños primores

calor y luz dan junto a su querido!

¿Cuan manso y amoroso

recuerda en mi seno,

donde secretamente solo moras:

y tu aspirar saboroso,

de bien y gloria lleno,

¡cuan delicadamente me enamoras!

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John Berger (G.)

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Una sola mirada entrecruzada en la multitud revela el alcance de las posibles demandas. Y la mayoría de ellas se quedarán sin satisfacer. La discrepancia conducirá inevitablemente a la violencia, tan inevitablemente como inexorable es la multitud allí congregada. Se ha congregado para exigir lo imposible. Se ha congregado para vengarse de la discrepancia. Tiene que derrocar el orden que, generación tras generación, ha definido y diferenciado a su costa lo posible y lo imposible. Frente a esta multitud, un hombre que todavía no forma parte de ella sólo puede reaccionar de dos maneras. O bien ve en ella la promesa de la humanidad, o bien la teme con todas sus fuerzas. No es fácil ver allí la promesa de la humanidad. No formas parte de ellos. Sólo si estás preparado de antemano verás esa promesa.

John Berger. De su novela G. 

 

 

 

 

                             


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Itinerario nº1-(Diseccionar la literatura)

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 diseccionar.

1. tr. disecar (‖ dividir en partes un vegetal o un cadáver para su examen).

2. tr. Hacer una disección (‖ análisis de algo).

disección.

(Del lat. dissectĭo, -ōnis).

1. f. Acción y efecto de disecar1.

2. f. Examen, análisis pormenorizado de algo.

 disecar1.

(Del lat. dissecāre).

1. tr. Dividir en partes un vegetal o el cadáver de un animal para el examen de su estructura normal o de las alteraciones orgánicas.

2. tr. Preparar los animales muertos para que conserven la apariencia de cuando estaban vivos.

Real Academia Esp

         Diseccionar la literatura

literatura-baiana


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Un cuento japonés-Homenaje a Yanusiro Kawabata

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portada definitiva

Hace ya seis años que participé en un particular homenaje a Kawabata para La maison du Japón en Paris. Los derechos son ahora míos, así como la curiosa edición que por entonces ideó el pintor Kyo Tazuko.  

A la memoria de ambos: Un cuento japonés.

                                                            Descargar en formato E-book, PDF, E-Kindle…

pag 1

Un cuento Japonés

UN CUENTO JAPONÉS

pag 1

           Una mañana cálida de primavera en la Casa Blanca de Kyo, el maestro pintor Tazuko habló de una posibilidad de plenitud entre la pintura y el amor. Los alumnos abandonamos al instante los pinceles y prestamos atención a las palabras del maestro. Todas las miradas se fijaron en su rostro, en sus movimientos en la tarima. Parecía que hablaba consigo mismo en voz alta, conmovido por un pensamiento inaccesible a nosotros que surgía con una claridad diáfana mientras su voz ronca nos envolvía. Nos despertó del letargo de la pintura aunque costase entender al principio lo que nos contaba. Habló de una consciencia más elevada capaz de unificar esos dos aspectos fundamentales de su vida, una especie de tangencia completa que muy pocas veces se daría en la existencia así, entre esas esencias humanas, con esa concordancia y esa armonía. Nos pedía que estuviésemos atentos. Creí distinguir en sus palabras un recuerdo vívido e intenso, una nostalgia irrenunciable que veneraba un tiempo pasado y lo transportaba hasta el aula iluminada por los rayos del sol. Nos avisaba.

          -El proceso es largo e inesperado, y ese instante, fundamental para el dibujo, el color, los sentidos y el espíritu. No es una plenitud única a lo largo de una existencia desde luego, pero sí esencial, singular, merecedora de ser vivida consciente. Una diminuta cima que cualquier hombre, y sobre todo un artista, no debería pasar por alto.

            Fue a los veinticinco años cuando conocí a Kinuko, en una posada a orillas del lago Fujigoko. Al amanecer estábamos exhaustos, enrollados entre las sábanas húmedas, con los cuerpos enlazados. La luz azulada y pálida del día evocó el fulgor de ciertas pinturas que me fascinaban. El frescor del aire procedente del bosque y las corrientes del lago convocaba a través de los ventanales una gozosa expresión de vida. Me conmovió toda esa belleza sentida, tan inesperada.

           Al cabo de unos minutos tumbados con los cuerpos distendidos y la respiración entrecortada, Kinuko se apartó de mí con suavidad, alzó los ropajes de la noche mojados, se irguió con ligereza sobre los almohadones y se tapó la cara con las dos manos. Dejó que la mirase un buen rato en silencio hasta que le pedí que se descubriera y abriera los ojos.

              Tazuko nunca nos explicó esa extraña vergüenza del amor al amanecer.

           -Te he elegido entre todas las esencias del verano, el lago y el bosque ¿No me crees?

              -Si. Pero en el amor hay otras cosas.

              Su rostro despejado adquirió un calidez cercana. Noté el alivio ante esa culpa de la entrega. Una mujer así, desnuda sobre la esterilla acolchada, tan blanca la piel, los labios gruesos y rosados, los senos amplios y el vello oscuro del sexo en la azulada anchura de los muslos, merecía algo más.

              -No estás segura… ¿no es cierto?

              -No, no. Lo estoy. También yo elegí.

              Su risa fue aniñada, pícara.

              Al cabo de un rato nos dormimos una media hora.

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         Al despertar Kinuko se hallaba boca abajo. El sol iluminaba su cuerpo. La sala austera y limpia me pareció el centro del universo.

             Tal y como nos había revelado Tazuko, la mano debía ser como la de la pintura en el cuerpo de una mujer. La palma, la muñeca y los dedos, tenían que poseer esa flexibilidad del trazo. Dibujar las curvas y las aristas, la silueta y los pliegues, la mancha y la linea ligera, con las yemas.

             Primero contemplé otra vez su sueño. Oí la respiración lenta y apacible. Percibí el complejo aroma de la piel. Luego cerré los ojos y traté de dibujarla con el tacto en el aire tal y como Tazuko nos había explicado, sin tocarla.

             -La plenitud no es sólo física. Es una plenitud de todos los sentidos. Todo lo que aprecian los sentidos se ejercita como el trazo o la sombra.

             Desde hacía mucho tiempo, desde que esas palabras pronunciadas con voz ronca y segura llenaron mis oídos, había ejercitado cada uno de mis sentidos con la misma ambición y entrega con la que perfeccioné las técnicas del dibujo. Tocaba como si dibujara. Había acariciado telas, sedas, flores, pieles, formas geométricas, durezas, piedras, frutas, preparándome consciente para esta plenitud. El perfume de las pieles y el de los aceites. El olor del aire al paso por el bosque. El aroma de la tierra húmeda y la comida. El sabor de cada alimento, del sake o la pulpa. La vista y la pintura. Tazuko insistía en que no se podía pintar sin mirar, que había que mirar mucho y bien, en profundidad, para poder dominar el trazo y aprehender la perfección del mundo, para pintar más tarde incluso a ciegas.

           Todo lo que sabía surgió ante ese cuerpo iluminado por el día cálido. Acaricié como si pintara. La textura de la piel se deshacía en mil sentidos y referencias hasta confirmar sin remedio que en realidad había elegido bien. La dulzura de ese tacto erizaba toda mi piel. Al tacto le acompañaba el resto de sentidos con una complejidad plena y extraordinaria.

            Ella respiró de otro modo surgiendo del sueño sin que se notase. Olí su espalda. El cuello emanaba un intenso perfume florido que se entremezclaba con el aroma del sudor dulzón tras el amor nocturno. Imaginé el gusto antes de estirar la lengua y posarla sobre los hombros. La otra mano gozaba del tacto de la piel blanca.

         -¡Existe el tacto del color!.-Nos gritaba Tazuko cuando los ejercicios que proponía no eran cumplidos con el rigor necesario por los discípulos.

      -El tacto tiene color. El color tiene sabor. El olfato tiene color. El tacto posee sabores…

        Me pareció que ella coronaba ese proceso de plenitud por sí sola. Otorgaba el sentido a ese largo aprendizaje. Había sabido apreciar, como los maestros del dibujo, la perfección inesperada de ese rostro luminoso. En sus ojos la alegre chispa del placer que comprendía la esencia de la vida. Era algo esencial sobre el placer.

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           Horas antes, en el primer contacto visual, surgió el perfumado aliento de su cuello, el sonido de los ojos claros, la textura inesperada de los párpados, el brote espontáneo de luz en el rojo de los labios. La mano sobre la mía. La mano besada en el jardín de la posada, a pocos metros del lago. La calidad del sabor apreciado después y anticipado. Y aún así algo incompleto en mí.

           Tazuko me hubiese dado alguna respuesta de no haber muerto el año anterior.

         A pesar de ser muy temprano, y sin mover la mano posada con levedad sobre las nalgas redondas de Kinuko, me serví una copa de sake. Esa sensación de malestar interrumpió la armonía de los sentidos ante la desnudez femenina.

           Podía haber contado a Kinuko, cuando entre las brumas del anochecer pronunció mi nombre sumida en el placer, que durante años me preparé para esa noche a conciencia. Interpreté las imperfecciones de otros cuerpos de mujer para llegar a la perfección que a esas horas del día me permitía esa pintura de los sentidos sobre su belleza fatigada reposando sobre la esterilla. El sake calentó mi cuerpo mientras la miraba. Jamás olvidaría el trazo de su figura sobre la blancura del colchón.

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            Fui niño separado de su madre. Alguna vergüenza inconfesable la expulsó de mi infancia. Mi padre no pudo enseñarme nada. Todo lo que tuve de niño se lo debía a Tazuko, no sólo mi profesión o ese instante de deleite y sabiduría con Kinuko, sino casi toda la percepción del mundo, lo que llegué a comprender del hecho de existir. Gracias a él pude apreciar con cuenta gotas, de vez en cuando, ese conocimiento pequeño, insignificante tal vez, pero lleno de una totalidad que me ha servido hasta esta vejez inminente. Me libré gracias al maestro de la vergüenza de la orfandad, y aprendí un arte cuya dimensión y sentido era capaz de abarcarlo todo. Tazuko hablaba de esa totalidad de los sentidos para que pudiésemos entrelazar la vida con la pintura. Ebrio de pintura, alcohol y mujeres, hasta su muerte. La existencia como una celebración de lo que se puede sentir por encima del dolor de la decadencia y la pérdida.

            Mis recuerdos poseían la luminosidad del jardín en las cercanías del Monte Fuji. El olor de esa primavera intensa que surgía espléndida tras el frío invierno. Tazuko me contaba los ciclos de las plantas y las flores. Luego dibujábamos pequeñas cosas de la naturaleza, apenas formas sesgadas, apuntes, esbozos. Me enseñó a escribir. Dejé de preocuparme por las palizas de mi padre, por la ausencia de mi madre. Tazuko insistía en apreciar la realidad de las cosas separadamente, con cada uno de los sentidos, y más tarde me ofrecía la posibilidad de sentir con todos ellos a la vez. A veces el aire frío que llegaba de las montañas nevadas cargado de perfumes; otras la irresistible plenitud de una rara flor recogida tras nuestras largas caminatas por el bosque. El eco de una voz inesperada. Una figura esbelta junto a un arco del templo.

              -Distingue esa flor de todo. Hazlo con todos los sentidos. Comprende por qué es distinta, por qué es tal vez mejor. Su sombra y su luz. Su contenido, su aroma y sus sutilezas. Consigue diferenciar esa variedad de otras por el tacto, con los ojos cerrados…

          Durante años, al llegar el atardecer, Tazuko se despertaba somnoliento y silencioso. La cercanía que expresaba por las mañanas, su conversación constante, sus enseñanzas, enmudecían a las cuatro de la tarde. Una vez me quiso explicar que la vida poseía dos esferas, dos ciclos que se entremezclaban sin remedio. Aseguraba que comprender ese tránsito era de alguna forma dominar el arte de la pintura. No sólo se trataba del dibujo y la maestría del color. La técnica era una necesidad irrenunciable que costaba años desarrollar y dominar, pero lo esencial para una artista era entender ese tránsito entre la luz y la oscuridad, sus interacciones, el contacto continúo de los conceptos. La belleza de la luz atravesada por las sombras.

            Sus tardes tras la siesta eran las horas de sombra. Si por la mañana dibujaba la naturaleza, la luz, la espléndida geometría clara de las cosas visibles y su esencia luminosa, por la tarde, tras beberse una botella de sake en silencio nada más levantarse, sentado en una silla de madera, mirando la evolución del atardecer, sus colores particulares, se metía en la cabaña y sin decir nada pintaba cuadros completamente diferentes. A mí me gustaban mucho más esas pinturas del ocaso sin saber porqué. A menudo cuerpos de mujer. Otras olas gigantescas o sombras monstruosas. A veces escenas de terribles leyendas que conocía. Esos cuadros apenas se vendían, tan sólo los compraba un coleccionista de Tokio que nos visitaba todas las primaveras en la cabaña del lago y se llevaba fascinado, haciendo reverencias una y otra vez, la mayoría de las pinturas. En el mercado de las flores, sin embargo, dos veces al mes, sus obras de la mañana alcanzaban cotizaciones elevadas, y solía regresar los viernes, justo a la hora de la siesta, con la bolsa llena de monedas.

             En cuanto anochecía, casi todos los días, visitaban a Tazuko amigos que llegaban desde otras partes de Japón para pasar un rato con él; a menudo mujeres hermosas a las que pintaba sumido apenas en la luz de las velas y los candiles de aceite.

        Soseki le dijo un día que se quedaría ciego pronto. Tazuko le contestó entre carcajadas que entonces pintaría de verdad con todos los sentidos.

           Cuando se trataba de amantes rompía su silencio y me pedía que bajara al pueblo. Había una casa muy grande cerca de la plaza principal, donde una mujer entrada en años, amiga de Tazuko, me preparaba en una sala lienzos y tintas para pintar durante toda la noche. Tazuko venía a recogerme a distintas horas. Según decía, nunca podía precisar cuando acudiría a por mí porque, como sucede con un cuadro, a veces la creación no daba más que para una hora, o por el contrario, su sentido podía alargarse días enteros. Kotoko, su amiga, cuidaba de mí con esmero, y solía recordarme la suerte que había tenido con la decisión de adoptarme tomada por el maestro Tazuko.

             En ocasiones, podían pasar incluso tres o cuatro días hasta que Tazuko recorría los cuatro kilómetros que separaban la cabaña de la casa de Kotoko. Cuando regresaba a la cabaña con él sentí muchas veces deseos de que me contara lo sucedido en mi ausencia. Me chocaba que al llegar a la orilla del lago todo pareciera en orden, dispuesto tal y como yo lo había dejado al irme, como sino hubiese sucedido nada más allá de la pintura. Esa curiosidad se agudizó conforme crecía. Me resultaba algo misterioso.

             La mirada de Tazuko alcanzaba la plenitud de la completa comunicación diurna y el hermético silencio de sus noches. Eso lo apreciaba en sus ojos.

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             En ese instante, al admirar la belleza de la redondeada nalga uniéndose al muslo, el asomo turbador del vello oscuro en medio de esa blancura, recordé todo ese misterio anhelado.

           Al acariciar la sedosa carne que contemplaba con esa lentitud del dibujo iniciado por los dedos, pensé como aguardaba a veces la llegada del día para tener las palabras de Tazuko, y otras cómo se agotaba el mediodía, se aproximaba la siesta, para contemplar la hermosa, oscura y turbadora pintura de mi maestro al atardecer, para imaginar en qué consistirían las veladas de amistad, amor, ebriedad y pintura de Tazuko.

             A veces notaba la piel erizada al pensar que durante dos días Tazuko se había encerrado con alguna de sus amantes. A partir de cierta edad estuve tentado de espiarlo alguna vez. Comprender por qué de esas noches, entre las pinturas y los lienzos acumulados, surgían hermosos desnudos fragantes de posturas sexuales y colores, otras oscuros trazos de un muslo, un pecho, unos hombros o un rostro, entre las telas que guardaba en los estantes centrales de la cabaña. Cuando sus amantes pasaban apenas unas horas de la madrugada en el estudio, al día siguiente no había dibujos ni pinturas, a lo sumo una hoja manchada por unas pocas líneas, una nube de carboncillo sin forma, a veces tan sólo una tenebrosa nada expresada en un sólo lienzo que nunca comprendía.

             Las piernas de Kinuko se entreabrieron. Entre los ligeros rizos oscuros surgió una perlada gota que pareció brillar con los rayos de sol que caían sobre su cuerpo.

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            Tazuko decía que las mujeres no eran hermosas por su aspecto o su fisonomía exterior tan sólo. Que era necesario desconfiar de los adornos o de la figura, de la vanidad o la confianza sin más. La belleza no era una creencia para él, sino una existencia. El conjunto debía poseer una armonía de todos los sentidos, y él nunca había logrado una comunión completa, seguramente porque esa mujer que anhelaba pintar, poseer y cuidar, no había llegado todavía, o como a veces afirmaba desanimado, porque esa mujer desearía a un hombre mucho más perfecto, armonioso y profundo que él.

              -Eso hay que comprenderlo tarde o temprano.

          Esa gota anunció el temblor de los labios y el suave gemido. Los brazos se estiraron sobre la cama ávidos del deseo de pintarla. El cuerpo se había distendido en un sólo gesto, en esa amplitud de extenderse. Pude tranquilizarme justo en ese momento después de la inquietud sobrevenida con las primeras luces del día. No había nada extraño en esa vergüenza surgida con la luz. Comencé a experimentar esa alegría de apoderarme de la pintura, de sentirla dentro y creer que podía expresarla. El alma de Kinuko se adhería a la belleza del cuerpo, al tacto de su piel, a su olor, a su respiración entrecortada. Necesitaba acercar la lengua a esa perlada suavidad rosada y entreabierta.

             Ella entonces habló.

          -No estoy acostumbrada a este centro incesante. A que alguien me mire, me huela y me toque, que me saboreen de éste modo. No estoy acostumbrada a esa forma de amor. Todavía me intimida, debes perdonarme…

          Bebí más Sake para apurar ese instante. Las palabras surgidas del duermevela. El rostro de kinuko oculto entre su brazo y los cabellos negros derramados sobre la almohada.

          Kinuko no sólo me había entregado su deseo, su cuerpo. Con esa confesión había llegado a eso que Tazuko mencionaba con un brillo en los ojos: a la completa entrega de lo femenino. Entrega de su inaccesible interior que, en ocasiones, muy pocas veces, para la mayoría nunca -se lamentaba-, permitía alcanzar esa esencia del origen, nos era concedida.

           -Un asunto de la creación misma…

           Muy suavemente me acerqué a ella y la moví ligeramente, con cuidado, para que se diera la vuelta. Si la blancura del cuerpo, de espaldas, era deliciosa, sublime en esa luz, asomaron entonces las curvas del vientre, los pechos temblorosos cayendo hacia el lado, la ligera protuberancia del sexo y la tenue mancha enmarañada de vello, con su perlada gota surgida, acompañada de un leve flujo trasparente y espeso. También el complejo dibujo de las rodillas y el pie pequeño de una hermosura delicada. No tardé ni un segundo en perder esa rudeza inexplicable que creí entrever en mi manera de acercarme a ella durante la noche.

               La pintura nunca debía ser afrontada desde la ebriedad completa o la turbación excesiva de los sentidos.

              -La pintura es calma y armonía. Es el reflejo de la suave contemplación, aunque la inspire un sentimiento profundo y arrebatador. La emoción contenida que debe controlarse para crear, para construir, sin que se desborde ni se oculte su esencia.

               La miré largo rato. Cualquier detalle de su cuerpo acentuaba la singuralidad que había percibido el día anterior a simple vista, tras intercambiar unas cuantas frases sin importancia en el jardín. Ella se ruborizó ante la insistencia de mis ojos. Una mezcla de placer secreto, de adoración deseada, de centro del universo, y una vergüenza ante el desafecto sabido y tantas veces admirado, a punto de ser descubierto. Una vergüenza de ser menos de lo que ese hombre ve. La distancia entre la libertad y la intimidad en el placer. En esa postura, la sensación de desnudez, de apertura y exposición, era mayor. Del rubor pasó a una ligera osadía cuando abrió sus labios y los humedeció con la lengua despacio, con mucha delicadeza. Luego separó con suavidad, apenas una imperceptible distancia, los muslos, como si quisiera darme sin que se notara el secreto de sí misma.

            -Si sigues mirándome, este cuerpo dejará de sorprenderte con el paso de los días. Dejarás de mirarlo y adorarlo así. Pero no me importa.

         De no ser por el vello adulto del sexo y sus pechos su figura despertaba un recuerdo de infancia. Las niñas bañándose desnudas en el río. Su inocencia abarcaba la totalidad del equilibrio. La avaricia infantil de la noche había dado paso a una sensación de plenitud sexual que la dulzura de su rostro sin embargo deseaba desmentir. Era una apelación al cuidado y a la pureza, a pesar de la intensa luz que revelaba la totalidad de su piel. El ombligo hundido quedo fijado ante mis ojos. Lo acaricie con el dedo índice. Luego lo rodee con la lengua.

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              Tazuko murió una noche fría de diciembre. Guardo los cuadros de aquella larga fiesta de cinco días en un baúl de madera que he llevado a cuestas a todas partes. La mujer que lo acompañaba se fue por la mañana temprano al notar el cuerpo frío que descansaba a su lado. Escondí durante años los cuadros que pintó en esas horas y no quise mostrarlos a nadie. Tenía la sensación de que guarecían un secreto que debía descubrir antes de exponer las pinturas al público.

           Tal vez fuera una mujer como Kinuko, o ella misma. El viejo pintor murió extasiado de la belleza que buscó toda la vida. Lo percibí ante la hermosura de los dibujos, en la seguridad del trazo, en el color de cada una de las partes de esa mujer que pintó.

             Tenía veinticinco años cuando Kinuko permaneció a mi lado todo el verano, cuarenta y cinco días completos, en aquella posada junto al lago Fujigoko. Había comprendido algo que ahora sé con certeza. Algo sobre la belleza de la vida y la pintura, sobre su sentido.

              Tazuko no paró de beber sake a lo largo de toda su existencia, a veces en cantidades ingentes. Quise llegar a todo eso a través de esas últimas pinturas del maestro, del olor que de repente sentí en el vientre de Kinuko, seguro similar al que dejó la mujer que abondonó el cuerpo sin vida de Tazuko en la cabaña del lago después de esos cinco días de amor, en su memoria, en cada pintura cumplida.

               La pintura estaba en ese sueño nocturno y en la luz del día.

               Recuerdo que, después de acariciar cada pliegue y cada rincón de su cuerpo esa mañana, cogí un pincel y empecé a pintar a Kinuko como si no hubiera otra cosa que hacer en la vida.

               Pintar siempre fue para Tazuko una forma de amor.

            Durante cuarenta y cinco noches y cuarenta y cinco días de verano pinté para atrapar el alma de Kinuko.

               Cuando todo cesó, comprendí porque Tazuko había muerto esa noche.

Copyright Jimarino

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  Un cuento japonés (1)

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Genealogía de la literatura IV-Infancia y mito (Schiller-Guillermo Tell)

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Hace mucho que lo sé. Como lo supo mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mi tatarabuelo. Todos y cada uno de mis antepasados masculinos, y también la genial Enriqueta, la dama del castillo en el siglo XVIII, y la cortesana Lorena de Hita, que conoció a Goya en la Corte, que tal vez fue algo más que una fervorosa admiradora del pintor. Lo supieron todos al llegar a la madurez, cuando el progenitor más cercano se acercaba al fin de su vida y contaba la verdad. Y nadie lo dijo. Ni siquiera Schiller.

Tal vez ha llegado el momento de romper esa cadena, de hacerlo porque ya no importa. Porque ni siquiera ese secreto tiene ahora algún sentido. Cada uno de nosotros escribió su historia para el siguiente y se encargó de contar años más tarde otra distinta. El dolor de legar una historia así a tu hijo es algo insostenible y doloroso, desgarrador. Por eso revelarla ya en la madurez. Hacerlo en la infancia es despojar a la vida demasiado pronto de esa especie de mística del sentido. He dudado años, he mirado a los ojos al pequeño Mateo intentando dirimir si mi amor por él podía poseer alguna esperanza para no revelar la verdad, o si por el contrario, quizá fuese mejor decir la verdad muy pronto y jamás contar la historia inventada. Después me he preguntado sobre esa verdad. Muchas veces. Junto a Mateo jugando en el salón sobre la alfombra, oyendo sus historias tan frecuentes; a solas en la cabaña, bajo la luz del flexo, tembloroso y roto tantas noches.

Mi antepasado Felicien D´Antiles murió hace algo más de ochocientos años. El afán recopilador de toda mi genealogía nos ha proporcionado a lo largo de los siglos cientos de historias. Es un acervo constante, sólido, imaginativo y deslumbrante. A menudo me he sentido formar parte de toda la humanidad, he vivido con la sensación de haber gozado de cualquier rol humano que surgiera ante mis ojos. Felicien fue el primero de todos, o el primero de quien se da testimonio. Un bardo francés que por alguna razón vivió la mayor parte de su vida en Suiza, en los alrededores de Altdorf. Había llegado allí de joven con una caterva hambrienta de bufones, trovadores, malabaristas y cómicos; desharrapados y al tiempo felices. Él vio todo lo que sucedió pero no lo dijo. Se lo guardó durante sus cuarenta y nueve años de vida, y debió contar esa historia a Felicien su hijo, como yo debería hacerlo a Mateo, el mío, ya mismo, con cinco o seis años, o no hacerlo nunca.

Felicien sedujo tiempo después a una mujer noble de los cantones. Nadie sabrá jamás como pudo romper en esos tiempos esa barrera entre los saltimbanquis y los desheredados y la cómoda opulencia de los aristócratas, desposarse en una provincia próspera con un mujer rica en el plazo de pocos años. Lo cierto es que esa relación ha sido fundamental para mí, no realmente porque llegase un sólo duro o tesoro o joya hasta mi época desde aquellos lejanos años del siglo XIII y XIV, sino porque aquel papel que Felicien representó con su propia vida, tal vez el más logrado y espléndido de toda su carrera, significó un aprendizaje para todos los que le precedieron y por supuesto para mí. Nos hizo conscientes de que, aunque parezca imposible, las cosas puede cambiar, o a veces cambian. Esa constancia la aprendió él para sí mismo y para nosotros, y en su trato con el hijo, y en todos los contactos con cualquiera de sus descendientes que pudo tener en vida les explicó lo que había sido más o menos, lo que quería ser. También sirvió para el teatro. Nunca se olvidó de aquella miseria hambrienta en las regiones del centro de Francia, de la intoxicación del río y las epidemias, de la necesidad de huir para salvar la vida, ni de que su alegría comenzó la primera vez que vio a Garceno de Cose, en algún lugar del mediterráneo francés, en un bosque antiguo muy cerca de la actual ciudad de Saint Tropez.

Garceno, según dejó escrito Felicien, fue el primer socio de la extravagante truope que recorrió Europa hasta llegar a las frías tierras de los Cantones Helvéticos. Le contó por qué vivía allí, junto a los bosques mediterráneos que conducían al mar por sinuosos senderos de tierra, bajo ese sol y ese clima templado. Garceno le confesó muchas veces que había soñado desde niño con esa libertad. Cuando fue rico, Felicien se encargó de que la historia de Garceno quedase escrita para la posteridad. Hizo venir desde el alto Rhin a un monje, a un franciscano políglota que cobraba dinero por escribir las historias que los nobles deseaban ver impresas en cualquiera de las lenguas hegemónicas de Europa. Una especie de primer ávido editor de las narraciones de otros a cambio de un módico precio. Capaz de proporcionar la tinta, el papel, y una digna encuadernación que festejaba año, mes, lugar y vida del autor, mucho antes de la invención de la imprenta. Felicien fundó una primera escuela y albergue de artistas en el pueblo suizo de Bürglen. Donó importantes sumas para asegurar su funcionamiento incluso después de muerto. Intentó dignificar una vida considerada vagabunda, inconveniente, miserable y a menudo triste.

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Pero eso no es lo que cada uno de mis antepasados ha ido resguardando. Tampoco crean que se trata de una verdad que vaya a deslumbrarles de primeras o a cambiar el mundo de raíz. Es tan sólo una verdad seca, cortante, tal vez incluso desagradable. Tal vez por eso, todos ellos, la salvaguardaron, contaron otras parecidas, seguimos inventando relatos, fantasías, anécdotas, para mantener aquella otra verdad, para proteger la falsificación. Tampoco creo que mi familia sea la única que conocía esa historia u otras del estilo. Habrán llegado a esa verdad con otras narraciones similares, o por casualidad, o por esa rara y extraordinaria inteligencia con la que lo divino dota a ciertos hombres y mujeres, a muy pocos, a lo largo de los siglos.

Lo nuestro es más bien una historia de herencia. Una necesidad de desmenuzar, de diseccionar nuestra propia tradición, justo ahora, en este siglo XXI que crece, tal vez para entender mejor, para aprovechar ese método científico que nos expulsó de la corriente del mundo.

Mateo me está contando de buena mañana, temprano, una historia de las suyas. Desconozco como esos rasgos particulares de la personalidad surgen de la genética, de la formación de ese cuerpecillo perfecto y suave, de ese cerebro fresco y luminoso que se pregunta y que afirma tozudo a la vez todavía sin saber porqué. Cómo la genealogía se impregna en la carne. Comprendo que ese ha sido el sueño de cada uno de mis antepasado y de muchos otros hombres, conseguir que la herencia intangible, herencia contada y percibida, se transforme en constitución de la carne, los órganos y la sangre.

El pequeño cuenta como todos sus antepasados. Cuenta sin darse cuenta. Ejemplifica su todavía reducido universo emocional -que se ampía día a día con la experiencia- de la misma forma que su padre lo hace a los cuarenta años, o como lo hizo su bisabuelo antes de que la guerra civil truncara todo su futuro.

¿De dónde le viene esa capacidad, ese afán, lo que se enciende en sus ojos cuando la historia, por simple e infantil que sea, se le aparece, le surge, para explicarme algo que él considera necesario contar de ese modo para entender y hacerse inteligible para papa, para mí?

Sobre la palabra verdad he leído cientos de reflexiones. Oscilando sin remedio entre ese “a menudo es mejor no saber la verdad” y ese otro de “la verdad os hará libres”. Si Felicien logró impregnar a toda nuestra tribu de la creencia en la posibilidad de cambiar, ¿por qué no ser el primero en modificar nuestra antiquísima tradición? ¿Por qué no contarle ya a Mateo lo que de verdad sucedió y hacer crecer esa verdad? La vida siempre fue dura, aunque haya mejorado algo en algunos lugares del mundo en los últimos siglos.

Eso me hace dudar.

¿Y si fuera la historia de Felicien uno de los vectores esenciales que junto a otros han ofrecido la posibilidad de transformar la vida a mejor? ¿Y si lo esencial de todas estas dudas no sea otra cosa que la constancia necesaria de renunciar por fin a las historias?

La historia inventada por Felicien fue un motivo de sublevación. Los Cantones Helvéticos reivindicaron su independencia frente a la Casa de los Habsburgo. Es cierto que los héroes ahora son francamente decepcionantes respecto a muchos de los de antes, apenas deportistas triunfadores o estrambóticas cantantes mediáticas, ricas caprichosas u hombres de poder, atormentados artistas modernos con éxito popular o damas de la alta sociedad; pero tal vez, la progresiva y creciente estupidez de esos modelos ha generado un mundo más inocuo, más inofensivo en apariencia en una buena parte de la tierra. Iconos sin metáfora excesiva ni vida más allá de la fama o su relato superficial de superación, pero aún así, su construcción es similar a la invención de Felicien. Son las mismas mentiras, aunque dia a día más infantiles.

Me gustaría poder expresar a Mateo lo que sentí cuando mi abuelo Domingo me contó por primera vez la historia que inventó Felicien. También cómo nuestro originario antepasado logró extenderla oralmente en toda Suiza, hasta convertir su creación en un himno, en un mito, en una aventura de todos fijada en los hechos esenciales de un pueblo y posteriomente en un relato global de independencia, libertad y esperanza. Los científicos intentarían medir el grado de influencia que tuvo en la consolidación de la Confederación, en dotarla de fuerza y mística, de metáfora de desarrollo, de hermoso destino.

wilhelmtell Un buen día, Guillermo Tell paseaba con su hijo por la plaza de Altdorf. Caminaba a buen paso entre la gente que se reunía allí por las mañanas. Todo ciudadano de Altdorf debía agacharse ante el sombrero de los Habsburgo. Los invasores de aquellas tierras impusieron como orden incuestionable hacer una reverencia cada vez que alguien pasaban junto al estandarte. Guillermo Tell y su hijo no lo hicieron, no sé sí por despiste o porque no les dio la gana.

Mateo va abrir los ojos ante esa escena como yo lo hice.

-No flexionaron la rodilla ante el emblema del conquistador y fueron detenidos.

-¿Y por qué, papa?

-Porque la ciudad de Altdorf había sido invadida por el ejercito de los Habsburgo. Porque el poder lo tenían ellos y querían recordarles a todo el mundo que el dueño de sus vidas y sus ciudades eran esos hombres y ese reino.

-¿Eran malos Papa?

-No sé si eran malos, pero sí que ansiaban el poder, tenerlo y ser reconocidos por ello.

-¿Eso es malo Papa…?

-No lo sé hijo, no estoy seguro, supongo que sí… ¿Quieres que siga?

-Si papá.

-Los Habsburgo eran un imperio poderoso, mucho. Los cantones sin embargo eran débiles y sin unidad, poco poblados, y además sin demasiados lazos entre ellos.

-¿Suiza es donde vive Nanou, no papa?

-Sí.

-¿Donde dormimos en esa casa que parecía un barco?

-Allí mismo…

-El Gobernador le pidió en público que volviera a pasar bajo el sombrero de la Casa Real y se arrodillase. Nuestro antepasado, Feliciene D´Antiles, estaba allí, en esa plaza. Vio primero como Guillermo Tell pasó bajo el sombrero y no hizo gesto alguno, siguió su paso como si tal cosa, y su hijo hizo lo mismo. Felicien era tu tatatatatatarabuelo

(Extiendo las manos para intentar expresarle el tiempo lejano en que Felicien vivió y lo entiende al instante).

-¿Más viejo que el bisabuelo de mamá?

-Mucho más hijo, mucho más ¿Y qué crees que hizo Guillermo Tell?

-No lo sé papá.

-Dijo que no. Que él no tenía porque que hacer reverencias ante un sombrero. Guillermo Tell tenía fama de ser el mejor arquero de todos los cantones, y alguien debió decírselo al Gobernador de Altdorf. Entonces ideó sobre la marcha su broma macabra.

A esas alturas Mateo ya estará seducido. Aguardará el desenlace de la historia si he logrado implicarle como suelo hacerlo. No sé si elegiré contar la narración de Felicien a mitad y revelar antes de tiempo la verdadera; o si directamente negaré la existencia de una historia y cuente tan sólo lo ocurrido, sin más adorno ni metáfora. Decirle sin más qué es lo que sucedió en verdad sin posibilidad de invención, obviando lo que supuso esa ficción para la sublevación de los cantones. O tal vez debería narrar la historia falsa primero por completo y luego decirle expresamente que esa es un historia parecida a las que él mismo inventa para explicarme su vida, que lo que sucedió de verdad fue otra cosa aunque lo fundamental para la libertad de los cantones fuese la mentira de Felicien. Todavía no lo sé. Porque la primera o la segunda opción suponen una rudeza demasiado onerosa para un niño. Tal vez la vida no sea tan simbólica y metafórica como yo creo, pero tampoco concibo que albergue tanto horror como el verdadero destino de Guillermo Tell y su hijo. Tengo la intuición de que existen corrientes vitales empujadas por metáforas, y que es necesario desentrañarlas cuando guardan su esplendor.

La tercera opción sería algo así como un experimento. Intentar dirimir si conocer ambas versiones y sus consecuencias, aprender poco a poco sus efectos y su sentido, nos daria una valiosa información sobre lo humano tal vez por primera vez en toda nuestra larga historia. Hacerlo antes de tiempo, cuando somos niños, no después, de adultos. Hacerlo para que el niño sepa que hubo dos versiones fundacionales de la misma historia, una que sucedió y la otra que fue la invención de un hombre. Al mismo tiempo animarle a pensar en la moralidad de cada uno de esos orígenes y a la vez en la justicia de su desenlace. Ser consciente de toda esa complejidad desde su primer aprendizaje.

(Preguntas y pausas medidas que ralentizan todo)

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-Sigue papá…

-El Gobernador pensó en un castigo cruel. Lo hizo además retando a Guillermo Tell, al mejor arquero de Helvetia, él, un esbirro de los Habsburgo. Si de verdad era el mejor arquero de Suiza colocaría a su hijo a ochenta pies con una manzana en la cabeza y la rompería en pedazos con una flecha. Guillermo Tell debía acertar desde una distancia imposible. Sintió esa duda por un instante. Si no lo hacía su hijo y él serían encarcelados y entregados a la justicia de los Habsburgo. Perderían su libertad. En caso de cumplir la hazaña todo volvería a ser como antes. Tu antepasado Felicien tuvo que degustar la historia en su paladar ávido de aventuras. Lo que estaba viendo le sugirió poco a poco otra cosa distinta, una metáfora que rondaba su cabeza fue cobrando forma despacio y apoderándose de lo que sus ojos veían…

-¿Por que tenía mucha imaginación como yo?

-Por eso. Imagina Mateo, la enorme responsabilidad de Guillermo Tell. Era una distancia excesiva. Nadie podía hacer algo así. Acertar a una manzana con una ballesta desde esa distancia. Pero era eso o la cárcel, robar el futuro de su hijo y su libertad.

-Con un rifle sí se pude.

-Si eres buen tirador, porque sino tampoco es fácil. Pero además, en la época de Guillermo Tell no había rifles…

-No.

-Aún tardó unos minutos en decidirse. Cerró los ojos y el Gobernador le apremió a que diera una respuesta. De repente alzó la cabeza y se movió, de golpe. Se acercó al Gobernador y le pidió una flecha. Guillermo Tell se dispuso a disparar, pero se paró en seco y solicitó una flecha añadida. Nadie pensó en el motivo de esa petición. Un soldado se la dio. Felicien contaría después que Guillermo Tell se dijo que si fallaba y su hijo moría la segunda flecha sería para el Gobernador. Miró el diminuto blanco durante un buen rato. Sudaba de la concentración que llegó a alcanzar. Le caían gotas desde las sienes y la frente. Calculó la velocidad del viento y su dirección, palpó varias veces la tensión de las cuerdas de la ballesta, midió la distancia llenándola de referentes y relaciones. Repitió mentalmente los miles de lanzamientos que había logrado a lo largo de su vida como ballestero. Toda su existencia estaba allí, apuntando a la manzana que apenas se veía desde esa distancia, sobre la cabeza de su hijo.

-… ¿sino disparaba los mataban papá?

-Algo así hijo… ¿tú que harías?

(Se queda pensativo. Tardará en responder y yo seguiré un poco después mi relato.)

-Tardó mucho rato en soltar la flecha. Debió ser una eternidad el viaje de aquella punta mortal hacia su destino. Toda la plaza estaba en absoluto silencio. Muchas mujeres y hombres se llevaron la manos a los ojos. No querían ver como esa flecha atravesaba la cabeza del niño. Había gente que lloraba desconsolada. La flecha salió disparada silbando en el aire. Hasta el Gobernador de Altdorf se estremeció. Era la vida de un niño a cambio de una apuesta inútil y una reverencia. Puede que incluso se arrepintiera en esas décimas de segundo de su castigo cruel, en ese breve instante en que la punta metálica y cilíndrica volaba en dirección al árbol en el que estaba atado el niño con la manzana.

-¿Ese era malo, no papá?

-Si hijo. El malo. La flecha se aproximó a gran velocidad así, fsssssssss, plok...

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Mateo abrirá la boca. Pensará en el impacto de la flecha, el punto en el que se habrá insertado su punta afilada. En sus ojos veré la necesidad de que el niño no muera. Él es el niño y yo Guillermo Tell a sus ojos. No quiere ni pensar en que esa flecha mate al niño. Tampoco concibe que Guillermo Tell, que papá, falle ese lanzamiento en el que tanto se juega. Quiere que la manzana se parta en pedazos, de repente lo sabré en su mirada.

-Papá, papá. ¿El niño no muere? ¿No muere verdad?

-La flecha partió la manzana en pedazos y se clavó en el tronco del árbol, a tres centímetros de la cabeza de su hijo. Imagina Mateo a todo el mundo en la plaza aplaudiendo, cantando, bailando, gritando el nombre de Guillermo una y otra vez. Corrió hacia el árbol para estrechar al niño entre sus brazos. Lo llamaba a gritos; se llenaba de la palabra hijo y reía. Tal vez se llamase Guillermo como él, o mejor, Mateo. ¿Lo llamamos Mateo?

(Una sonrisa inunda su hermoso rostro; modesto asiente sin decir nada, pero quiere que el hijo de Guillermo Tell se llame Mateo, quiere esa valentía y esa confianza en el padre)

-Porque… ¿el niño es valiente papá?

-Claro. Aguanta ahí en el árbol sin moverse ni pestañear, sin llorar. Confía en su padre.

-Claro. Tu eres el niño y yo Guillermo Tell.

(Dice Mateo contento, apretándose contra mi cuerpo en la cama)

Adoro su contacto físico. Su necesidad de cercanía. El olor de su pelo. La suavidad de sus mejillas o de su espalda. Su risa. Me estará mirando emocionado cuando le diga que tenemos que apagar la luz para irnos a dormir. Pero aún no he acabado la historia.

-Pero la historia no acaba aquí, hijo…

-¿No?

-No. Porque en medio de la alegría general, el gobernador le preguntará para qué demonios quería otra flecha si sólo tenía una oportunidad. Tú sabes lo que le dirá, Mateo, para quién era esa flecha que Guillermo Tell había pedido.

-Para el malo, papá… hará así (hace el gesto de coger la ballesta que le he enseñado en el ordenador antes de contarle el cuento, y la sujetará como ha visto en las imágenes de ballesteros; apuntará unos segundos y luego simulará todos los sonidos de la escena)

-Eso es. Y además no se callará.. responderá la verdad ante el gobernador. Esa flecha la pedí en caso de matar a mi hijo. Iba dirigida a usted.

(Mateo aplaude. Luego se queda pensativo)

-¿Sabes lo que hizo el gobernador, Mateo? Mandó a los soldados que apresaran de nuevo a Guillermo Tell y a su hijo. Después decidió que los llevasen al castillo de Küssnacht.

-¿Y por qué no disparó su ballesta papá y escaparon?

-No tenía flechas Mateo, y además había muchos soldados, más de cincuenta.

-Ya…

-El último tramo del viaje hasta el Castillo de Kussnacht tenía que hacerse en barca a través del lago de los Cuatro cantones. La fortuna sonrió a Guillermo Tell. A parte de ser uno de los mejores ballesteros de toda la región, era un magnífico y experimentado navegante. Una furiosa tormenta estalló a mitad de trayecto. Fue tan terrible que los marineros perdieron el control y la nave pareció irse a pique. Tuvieron que desatar a Guillermo Tell para que intentase enderezar el barco. Les salvó la vida a sus verdugos. Lo hizo por su hijo, pero consiguió que nadie muriera y que la embarcación llegase a la orilla. Escapó con su hijo. ¿Sabes lo que contó además Felicien para terminar la historia?.

-No

-¿Te lo cuento?

-Claro papá…

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-Dicen que algún tiempo después Guillermo Tell cumplió el destino de aquella lejana segunda flecha. En una emboscada preparada durante meses mató al gobernador de Altdorf con su ballesta… –

Aguardará mi abrazo convencido de que él podría ser Guillermo Tell un día y salvar a su hijo con su extraordinaria puntería. Se va a dormir rápido porque esa es una historia de seguridad. Cómo decirle la verdad a él, a su edad, tan pronto, y despojarle de esa tranquilidad de saber que los buenos consiguen sus propósitos. Cómo contarle que Felicien intentó convencer a todos los presentes allí, incluso al Gobernador arrepentido, que guardasen otra historia. Que contasen lo que él les iba a narrar, lo que había imaginado a partir de lo visto con sus propios ojos. En medio de la desolación de la plaza, con el niño muerto atado al árbol. Con el padre destruido, arrasado, arrodillado en el suelo deseando morir una y mil veces y no ser consciente. Felicien lo consiguió. Era muy valiente. Pidió a gritos, gesticulando, moviéndose sin parar entre las gentes que llenaban la plaza, acercándose a los soldados, que la historia verdadera no era necesaria, que no servía. Que debían contar que Guillermo Tell no falló su disparo y destrozó la manzana con una flecha de su ballesta a una distancia de ochenta pies. Que la flecha se clavó en el tronco del árbol tres centímetros arriba de la cabeza de su hijo, que el niño no sufrió ni un rasguño. Felicien gritará que esa historia es la que sirve una y otra vez. Les contará un final tan feliz que sentirán alivio. Los dejará con esa imagen hermosa y conmovedora de un padre y un hijo viviendo en libertad, orgullosos uno del otro. Dirá que se abrazaron bajo el sombrero de la Casa de los Habsburgo y no cumplieron ninguna reverencia.

Pero la verdad es que Guillermo Tell atravesó el ojo de su hijo con esa flecha. El niño murió en el acto tras al crujido de huesos y el impacto en el tronco. La historia de Felicien era falsa, pero los Cantones Helvéticos lograron poco después su independencia.

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Itinerario nº3-(Una soledad demasiado ruidosa-Bohumil Hrabal)

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(Una soledad demasiado ruidosa. Bohumil Hrabal. Galaxia Gutenberg 2012. Traducción Monika Zgustova)

              Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo y ésta es mi love story. Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedía, una más entre las muchas de las cuales, durante todo este tiempo, habré compromido alrededor de treinta toneladas. Soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuales he adquirido leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando en mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos. Por regla general, prenso unas dos toneladas por mes, y para tener fuerzas para este bendito trabajo, durante treinta y cinco años he bebido tanta cerveza que con ella se podría llenar una pisicina olímpìca o una buena cantidad de viveros de carpas navideñas. De esta manera, a pesar de mí mismo, me he vuelto sabio y ahora me doy cuenta de que mi cerebro es un fajo de pensamientos prensados en la prensa mecánica, mi cabeza calva es la nuez de Cenicienta, y sé bien que los tiempos en los que el pensamiento estaba inscrito en la memoria humana tenían que ser mucho más hermosos; si en aquel tiempo alguien hubiese querido prensar libros, tendría que haber prensado cabezas humanas, pero tampoco eso habría servido para nada, porque los verdaderos pensamientos provienen del exterior, van junto al hombre, como su fiambrera de fideos y por eso todos los inquisidores del mundo queman los libros en vano, porque cuando un libro comunica algo válido, su ritmo silencioso persiste incluso mientras lo devoran las llamas, y es que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más allá de sí mismo. Me compré una pequeña calculadora, una de esas multiplicadoras extractoras de raíces, una máquina menuda, no más grande que una cartera, y cuando reuní el valor necesario para abrir la parte de atrás con un destornillador, tuve un sobresalto de alegría porque dentro encontré una minúscula placa, no mayor que un sello, no más gruesa que diez hojas de un libro, y aparte de eso sólo aire, aire cargado de variaciones matemáticas. Lo mismo pasa cuando penetro con los ojos un buen libro, cuando despojo el texto de palabras impresas; entonces tampoco queda nada más que pensamientos irracionales que planean en el aire, que yacen en el aire, que se alimentan del aire, de la misma manera que la sangre está y al mismo tiempo no está en la sagrada forma. Hace treinta y cinco años que me dedico a envolver libros y papel viejo, vivo en un país que sabe leer y escribir desde quince generaciones atrás, vivo en un antiguo reino donde siempre ha persistido la costumbre y la obsesión de atiborrarse pacientemente la cabeza con ideas e imágenes que aportan un goce indescriptible y un dolor más grande aún, vivo envuelto entre personas dispuestas a dar incluso la vida por un paquete de ideas bien prensadas. Y ahora todo eso se repite en mis entrañas, hace treinta y cinco años que pulso los botones verde y rojo de mi prensa, y treinta y cinco años que bebo jarras enteras de cerveza, no pàra emborracharme, los borrachos me horrorizan, sino para poder reflexionar mejor, para penetrar hasta el corazón mismo de los textos, porque no leo para divertirme, ni para pasar el rato, ni para conciliar el sueño; yo, que vivo en una país donde la gente sabe leer y escribir desde quince generaciones atrás, bebo para que el texto me despierte, para que la lectura me produzca escalofríos, porque comparto la opinión de Hegel de que una persona noble no es necesariamente un aristócrata, ni un criminal ni un asesino.


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Argumentos (I)-La felicidad de Anna K.

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              Ya no creía en la felicidad. Había visto tal cantidad de formas de ser infeliz, y al tiempo conocido tantos falsos remedios para intentar dejar de serlo, explotados por los espabilados y consumidos frenéticamente por los infelices, que realmente ya no era una cuestión de estilo, sino más bien una idea irrenunciable, dolorosa e irrisoria a la vez. Cuántas vidas desperdiciadas por culpa de la felicidad. Cuánto tiempo malgastado intentando restaurar el frágil equilibrio de lo feliz. Por más que se empeñara no iba a creer en ello ni por asomo. Anna K. prefería aceptar lo que sucedía con una suave ironía. La escasa felicidad que había vivido se parecía a otros presuntos destellos de gracia que creyó atisbar en los otros, y por supuesto, las infinitas formas de ser un desgraciado eran tan inabarcables y frecuentes que casi alcanzaban una comprensión esencial de la totalidad de la existencia humana.

           Cuando se enteró de que su andrajoso marido se tiraba a la vecina del quinto mientras ella se deslomaba a trabajar de sol a sol en una oficina, esa mujer, que dominaba con soltura cuatro idiomas y hablaba correctamente al menos tres más, que incluso podía chapurrear frases en yiddish o en kurdo, sintió que todo el peso de la infelicidad se situaba sobre su cabeza. La anodina existencia que había llevado hasta ese momento no le había aportado ni felicidad ni infelicidad. Esa constancia reveló varias cosas fundamentales de su biografía. No había sido infeliz en la medida en que tampoco se había sentido feliz. La verdad es que hacía años que no sentía demasiado. Las lágrimas inesperadas muchas tardes de domingo, o ciertas alegrías insignificantes en algunos momentos de todo ese tiempo casada, de esos destinos prefijados, las había vivido sin comprender nada fructífero, sin darse cuenta de nada, como si hubiese estado dormida. Por otro lado, del amor por ese hombre del que se enamoró tanto tiempo atrás no quedaba ni rastro, pero no por el golpe de enterarse que a su desganado marido picha floja se la ponía durísima la tetona del quinto cuando le movía los pechos y las caderas o hacía ruiditos con la goma del tanga y abría la boca como si quisiera engullir un suculento helado de chocolate, sino porque esa terrible imagen, que se le quedó grabada sin remedio desde el primer instante, había despertado un desamor acumulado de años, una distancia que casi le parecía de siglos, un olvido de sí misma, de lo que le unió a él, concienzudo y constante, un vacío antiguo que quedó revelado con aquella creciente infelicidad.

Copyright Jimarino


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Genealogía de la literatura (V)-Vladimir Nabokov (Ada o el ardor). Nikolai Ivanovich Ashmerin (La teoría de la narración)

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Vladimir Nabokov (f¯dt 22. april 1899 i Sankt Petersborg, d¯d 2. juli 1977) var en russiskf¯dt amerikansk forfatter. Han emigrerede i 1919 til Cambridge og siden til Berlin, derefter - i 1940 - til USA, hvor han fik statsborgerskab i 1945. Nabokov blev verdensber¯mt med romanen Lolita (1955), der udkom p dansk i 1957. Han var en af de markante fornyere af romangenren i det 20. Ârhundrede og flere gange p tale som kandidat til Nobelprisen i litteratur. Hans forfatterskab dÊkker bÂde prosa, poesi og videnskabelige artikler om litteratur og lepidoptera. Nabokov skrev f¯rst p russisk og blev kendt som en af den f¯rende forfattere indenfor den russiske emigration, og senere, i USA som forfatter til en rÊkke sprogligt opfindsomme vÊrker p engelsk.

        Para cualquiera de las maneras que han surgido y que podrían haber determinado la materia y las palabras de este relato, sucede de modo similar a cómo se articula la vida, sus caminos entrelazados de relaciones, infinitos y enrevesados en su aparente insignificancia, que van fijando la biografía, sus lazos y sentidos, sus lógicas inaccesibles y aquellas que, por un instante, a veces tan sólo por unos segundos, nos son reveladas. Porque ahora podría seguir contando lo que mi hermano me dijo unos días después de que la nueva alumna apareciera en el aula del Lycée Jules Froman de Pontarlier hace ya tantos años. El sol primaveral entraba por el amplio ventanal e iluminaba la figura nerviosa de la muchacha, de pie sobre la tarima. Daniel me confesó que la hija del diplomático Devereaux le gustaba, y que había pensado invitarla a tomar unas cervezas en Besançon. Cuando mi hermano del alma y de sangre, sujeto a mí por pactos y experiencias acumuladas desde la infancia, me reveló ese afán, me contó su intención, supe que toda nuestra existencia iba a quedar removida de arriba a abajo, que todo cambiaría en poco tiempo, y él y yo dejaríamos de ser esa especie de totalidad que habíamos sido el uno para el otro. Tuve la percepción de que un final, un camino, una mutación inevitable, estaba teniendo lugar mientras se refería a lo mucho que le fascinaban los labios carnosos y los ojos verdes de la nueva compañera; su cabello enmarañado y largo, la forma de sus senos adivinados bajo la camisa de seda o la elasticidad esbelta de las piernas enfundadas en sus pantalones vaqueros estrechos. Supimos, y ella también, que antes de que sucediera todo, todo había cambiado ya. No era ningún flirteo en ciernes del liceo, ni siquiera un capricho de testosterona adolescente o juvenil, tampoco una inquietud seminal, sexual, sino una modificación de la vida, el fin de la adolescencia.

              Pero no deja de haber aquí una teoría literaria. Una forma de contar particular e inasible. Una fase de la historia de la literatura que asoma y se excede, otra que censura y corta de raíz excesivos adjetivos, o demasiado pocos, o aquella lírica frase que intenta alzarse como un caballo desbocado, o esa otra tan corta que apenas late y cierra el deslizar del lenguaje.

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            En el año 1933, un hombre helado, enfundado en un abrigo de pelo raído y agujereado, intentaba calentarse los dedos en un lugar inhóspito de la Siberia soviética. Nikolái Ivanovich Ashmerin tenía sobre la cama el cuerpo congelado de su mujer, Ivana Asmherina, medio desnudo, rígido como un cubito de hielo, amoratado y pálido. Le había cerrado los ojos dos tardes atrás, o eso creía, pero esa noche los ojos estaban abiertos de par en par, la mandíbula a su vez también, la expresión de la cara estaba desencajada, como si fuera a gritar en cualquier momento. Nikolai no sabía qué hacer con el cuerpo. Era excesivo dejarlo sobre las montañas de nieve cercanas y esperar a que quedase cubierto por completo sin señal alguna. Tenía miedo de hacerlo porque no era algo humano, y porque tal vez alguien podría culparle de esa muerte cuando el deshielo revelara todo lo escondido por la nieve durante el invierno y se agravara su ya penosa condena. Temía encontrarse además con ella meses después, sobre todo si las corrientes no alejaban el cadáver en exceso de la aislada cabaña en la que vivían y el agua hacía surgir el cuerpo putrefacto en la primavera. A pesar del frío y del ligero rastro de hielo del bigote, del temblor del cuerpo estremecido una y otra vez, levantaba con los dedos rígidos una pluma que mojaba en un bote repleto de tinta. De hecho, una semana antes de morir, Ivana le reprochó que hubiese comprado tanta tinta y papel en vez de la comida necesaria para esos meses tan duros del invierno. Y tal vez fuese verdad. Se había equivocado, y sobre la mesa, al lado de esa muerte segura que le esperaba también a él, junto a la muerte cumplida y salvaje que había extirpado el movimiento y el calor de su mujer, había un grueso manuscrito atado con cuerdas y cubierto por raídas capas de piel de vaca, donde estaba depositado todo lo que Nikolai sabía sobre la literatura aprendido a lo largo de una vida intensa. El libro se llamaba Teoría de la narración.

        También sabía Nikolai que su caída en desgracia frente al régimen comunista había condenado para siempre cualquier intento de editar ese libro. De repente, mientras escribía que tal vez la literatura fuese un flujo natural del pensamiento humano, que escribía el inconsciente con el control de la razón y la lógica, y corregía el consciente con los prejuicios y la preeminencia del inconsciente inaccesible, notó como una lágrima se deslizaba por su mejilla, se mezclaba con la moquita que le caía, se precipitaba hacia el labio, y colgando de su raquítica y estrecha barbilla, mojaba el suelo de piedra de la cabaña. No sabía exactamente si lloraba por la muerte de su mujer o por la suya próxima, por ambas, o por esas palabras que en medio de aquel frío desolador e insoportable intentaban surgir de sí mismo. Tenía en su cabeza todo lo que había escrito, pero las relaciones entre los conceptos, los libros, con sus recuerdos, requerían de textos que había perdido, ensayos estudiados durante años, referencias exactas a otros autores, a otras corrientes, todo aquello que, desde el inicio de su castigo allí, en esa cabaña, le faltaba. Había pretendido escribir de memoria, pero sabía que para el mundo académico al que había pertenecido durante dos décadas no era posible.

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          La teoría de la narración se editó cuarenta años después en una pequeña editorial francesa de La Var. Sé que con los años comenzó a gestarse una sociedad secreta en torno a aquel libro misterioso. Se le consideró inspirador de otros insignes teóricos de la literatura como Todorov y su escuela sin que nadie lo mencionase. Su nombre fue borrado. Por aquel entonces, me refiero a la época en la que Helene Deveraux apareció en el aula del Lycée y fue presentada como la nueva compañera que llegaba a mitad de curso, tanto Daniel como yo necesitábamos una mística, un símbolo, una dirección. Recordábamos de memoria aquel párrafo de Nabokov, capitulo IV de Ada o el ardor, sobre la mejor manera de reconstruir el pasado lejano. La sintaxis de Vladimir, a veces enrevesada y barroca, serpenteante, sus requiebros e incisos, sus exageraciones y digresiones inesperadas, nos excitaba. Esa era la palabra que utilizábamos a conciencia en esa edad. Una excitación que todavía nos hacía familiar en la incomprensión la erudita sabiduría que Nabokov nos provocaba con su literatura.

          Realicé un experimento no hace mucho con una nueva edición de la novela. Los años habían agudizado la capacidad que tenía como lector para evocar las historias incesantes y maravillosas que se sucedían en Ada o el ardor. Debo decir que el título y su erótica portada fue uno de los acicates principales para que en la librería Paris-Livres de Besançon, ya desaparecida hace bastante años según me cuentan, comprase una edición francesa de los años setenta y a veces junto a Daniel, y otras a solas, llegara a leerla con tanta emoción y fascinación. Al volver a adentrarme en sus páginas por tercera vez, pasadas ya dos décadas, sabedor además de los prejuicios del aprendizaje académico y los numerosos ensayos literarios devorados, conocedor además del papel en la historia de la literatura del siglo XX de monsieur Nabokov, la primeras veinte paginas del libro me provocaron una sensación de rigidez, de rocosa artificiosidad. La exuberante y sensual prosa del maestro había perdido aquel discurrir brillante ante mis ojos, parecía almidonada, ajena a los tiempos, y tardé algunos días de lectura en comprender la razón. Al principio me dije que tal vez yo era un lector experimentado y un escritor tan frecuente y fatigado que los trucos de esa narrativa que de joven nos deslumbró a mi hermano Daniel y a mí ya no me impresionaban. El juicio fue ufano y distante, y la sensación ciertamente desconcertante, casi llena de desasosiego. Lo que recordaba como gran literatura, me ofrecía ahora un texto de otra época, un discreto lamento de una década en la que la literatura tuvo otra importancia y otra fe, y su destino mayor relevancia social e intelectual. Pero al igual que sucede con muchas de las emociones que acontecen en mi existencia, no sólo en el presente, sino tal vez desde siempre, comencé a comprender que quizá el problema no era Nabokov y su novela, tampoco que en los años en los que Vladimir se dedicó de lleno a escribir y concluir semejante obra las letras alcanzaran cierta repercusión impensable en nuestro tiempo, un hecho reseñable que la sociedad aguardaba. Concibo que el lector de los años sesenta o setenta fuese más agudo que el de ahora pero no me pareció una razón suficiente. Llegué a pensar que la literatura en verdad había evolucionado influenciada por la necesidad de aprovechar sus espacios y marcar otros territorios frente a tantos ocios alternativos, hacia derroteros distintos que hacían de aquellos párrafos sublimes leídos en la juventud apenas esbozos de cierto estilo rococó, lúcidos en los detalles y recargados en la expresión. La teoría de la inutilidad del arte de Nabokov me pesaba demasiado. En ese momento empecé a entender que quizá era yo el que había cambiado con los años para mal, que llevaba demasiado leyendo otro tipo de novelas a causa de mis propios ensayos que abastecían discretos mis cuentas bancarias. Me había alejado en verdad de la literatura que amé al principio, no sólo porque la época hubiese transformado la vida, que lo había hecho, sino porque mi yo lector había perdido el gusto por el detalle y el matiz, la fascinación de la frase construida por un impulso artístico, por la belleza del aleteo de una mariposa o la reverberación de la sintaxis que en manos de un autor como Nabokov provocaba reacciones en cadena, entrelazadas y complejas, referencias eruditas interminables para gozar, y una riqueza de significados para las que mi edad adulta, o mi lector adulto, cansado y desilusionado, tal vez incluso vencido por los sueños no cumplidos y los silencios separados de ciertas décadas ya repitiéndose, no lograba disfrutar por igual.

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           A Nikolai Ashmerin, la desnudez congelada del cuerpo de su mujer, su brillo azulado sobre la cama de la cabaña, le producía emociones encontradas. Su propia muerte estaba cambiando aquellas ideas que sustentaron durante una década La teoría de la narración. Había escrito sobre la sensualidad de la prosa. También sobre el efecto de la muerte en la literatura. Distinguió de repente que todo aquello debía estar entrelazado, pero no lograba escribirlo; las provisiones de comida que quedaban en la cabaña en medio de aquel interminable invierno y el frío intenso que envolvía como un manto de muerte su cuarto provocaban temblores constantes que se unían a los violentos retortijones en el estómago, lo empujaban al desagüe de afuera a expulsar aquel líquido amarillento y doloroso, y a la vez aparecían reacciones imprevistas cuando en medio de la desolación observaba lascivo los muslos de su mujer, y la desnudaba, y contemplaba el sexo cubierto de espeso vello negro, y recordaba el esplendor de esa figura que antes fue cálida, que antes poseyó y quiso ser poseída, y que ahora parecía un maniquí de cera a punto de deshacerse por la congelación. No lograba precisar nada, no se concentraba. Ashmerin, tantos años después de haber leído aquel manuscrito, me vino a la cabeza incluso por encima del Curso de literatura europea de Nabokov a la hora de discernir por qué Ada o el ardor no había comenzado en esa nueva lectura con el mismo sabor intrépido y deslumbrado de la primera. No era lo mismo sentir una erección para Nikolai cuando el cuerpo de su mujer pleno y bronceado surgía del aire cálido en aquella casa de Crimea que alquilaron en 1910, y se acercaba al ventanal del dormitorio desnuda y sonreía, que la mirada terrible, a punto de la muerte, de la misma erección contemplando el cadáver congelado y desvestido sobre la cama empapada.

             Cuando comprendí que para releer en condiciones Ada o el ardor debía de alguna forma revivir la vitalidad que había perdido, mantener esa chispa vital o al menos su memoria, cuando fui consciente de que por el camino me había ido muriendo despacio y tal vez era necesario hacer algo para despertar de ese letargo, me di cuenta de que la literatura nunca deja de ser literatura cuando es sólida, cuando posee eso que sí tenía Nabokov en cada párrafo y en cada frase. Lo que en un principio me había resultado incomprensible era un problema mío, una carencia personal, una necesidad de cambiar de vida, de aires, de intentar otra cosa, de recuperar la ilusión que poco a poco se había ido apagando sin remedio en mí. Entonces Van, Ada, Marina, Aqua, Lucette, Blanche, Mlle. Larriviére, Daniel Veen o Demon Veen comenzaron a resplandecer de nuevo como un milagro.

        Para empezar a contar esta historia he aguardado un milagro parecido. Además creo que lo he esperado a conciencia, con la misma intuición con la que el desgraciado Nikolai Ivanovich Asmherin intentó que sus ojos devolvieran la vida al cuerpo de su mujer, que aquella imagen del pasado y el presente quedase reflejada en su interminable manuscrito sobre la narración antes de morir. Quizá Vladimir Nabokov lo entendió a su vez.

            A eso me refiero, a lo que escribió Nabokov. El modo apropiado… de traer los recuerdos de su infancia realmente significativos para él… que reaparecían en diversos periodos de su adolescencia y de su juventud, era el de verlos en yuxtaposiciones imprevistas que, al reavivar los detalles, vivificaban el conjunto. Esa es la razón de que su primer amor tenga aquí prioridad sobre su primera herida o su primera pesadilla. (Ada o el Ardor. Vladimir Nabokov. Año 1969)

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La vida sexual (I)- (Julie avec un athlete-Agostino Carracci)

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                 De él no sabemos nada más que lo que vemos. Uno más de sus amantes. El musculado atleta que pone cara de espanto ante la diosa. No es una diosa pero se asemeja a las diosas; Carracci la dibujó con algo que la acerca a ellas, aunque no reveló su rostro y sus cabellos resultan algo sucios, pegados a la cabeza. No será una diosa pero a ese hombre se lo parece. Su expresión es de espanto mientras ella acaricia su verga y recibe el roce delicado de su prepucio contra la vagina húmeda y abierta. Nota la mano firme sobre su cabeza, como aplastándola. Una vuelta de tuerca a la sexualidad romana en un grabado dibujado muchos siglos después, que falsifica, tal vez consciente, un mito. La obra es en sí misma una subversión. Una expresión de la rebeldía humana y su aliento de inteligencia. El hombre sostiene todo ese peso que le viene encima con sus dos fornidos brazos, arquea la espalda y quiere ver su sexo abrir la vulva empapada. La sofisticación de Julie llega a un extremo delicioso, sublime. Ha puesto bajo las nalgas del amante un cojín o un hato de ropas de cama, algo que le mantiene el cuerpo levantado, que le obliga a sujetarse con los brazos para mantener el equilibrio. La seducción femenina estremece al atleta, le hace pensar en el destino de los mortales que copularon con las diosas. Teme el instante en el que el sexo femenino, la oscuridad de ese paraíso sedoso y delicado, engulla su falo. Tiene miedo a la inmensidad feminina que se abre ante él. A sus consecuencias.

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