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Channel: literatura – LOS PERROS DE LA LLUVIA
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Kafka-Roberto Calasso (K.)

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               Una historia de escritores, de buscadores de mitos. Supongo que como siempre. De escritores que escriben para vivir y viven para escribir inmersos en las leyendas de un arte milenario, en el sustrato de un saber que queda contenido en el olvido desmesurado del presente o en esa infantil creencia en el progreso ilimitado que acontece en el mundo; mitos que sin embargo mantienen una pulsión, un aliento necesario incluso hoy, una finitud construida de metáforas eternas, de saber encriptado, siempre a punto de alcanzar sus claves, sus códigos, siempre a punto. Roberto Calasso escribió sobre Kafka un libro llamado K.

 

                Al principio hay un puente de madera cubierto de nieve. Nieve espesa. K. levanta la vista hacía el “aparente vació de allí en lo alto”.

 

                Las palabras de Kafka poseen una exactitud y una precisión extraordinarias en su aparente extrañeza. Calasso –como Canetti unas décadas atrás- nos invita a leer literalmente las frases que Kafka escribió, algo que despoja a la lectura de sus obras de parte de su simbología más obvia, que transforma en cierta medida los textos. Hay un proceso de ahondamiento en la relación entre la biografía y la literatura final despojada de pistas, ofrecida como texto autónomo de ficción. Utiliza dos de sus obras mayores para su extenso ensayo: El proceso (1914) y El castillo (1922), aunque después vendrán alusiones constantes a sus cuentos; La condena, En la colonia penitenciaria, La metamorfosis, El desaparecido, El fogonero, entre otros. Ambas novelas no sólo son obras maestras de la literatura de todos los tiempos, no sólo se erigen como mitos duraderos de este noble arte, sino que de alguna manera anticiparon la venida de un mundo terrible -una cosa distinta es la capacidad humana para la felicidad, o esa ilusión que nos empuja hacia ella, la eterna construcción secreta y constante de las líneas de fuga que alivian la oscuridad, algo que no desmiente la dureza del adjetivo terrible-. El aparente vacío fue la expresión más exacta de un mundo sin Dios sumido en el caos de un equilibrio tan precario como extraño, similar a las afueras del castillo, el mundo al que K. se acerca siguiendo una invitación a trabajar de agrimensor, una invitación que se va transformando en una ironía, en una peripecia absurda, en un juego de laberintos en el que nada se encuentra, en el que apenas hay esperanza o resquicio para la luz, y siempre ese sentido del humor negro que envuelve a la muerte, quizá el único lugar lúcido en el que se libera la tensión humana.

               

                Pero volviendo a ese escritor y a su historia, contaré que hay escritores que escriben viviendo y viven escribiendo, que se ganan la vida con la literatura. De igual forma otros muchos viven de un cuento repetido, de una ausencia de esa mística tan particular de la ficción, de una excepción a la regla, falsos como los monederos de Gide. Hay escritores secretos, bien por decisión propia, bien porque no pudieron encontrar un lugar donde escribir, o mejor, donde reproducir lo escrito. Delleuze afirmaba que las ideas son capaces de remover la existencia, que menospreciamos la importancia de la idea. El mundo científico adolece de esa extensión de la generalidad, de la asociación, de la emocionalidad de la inteligencia, de ahí su finitud, su misterio ausente, su imposibilidad para alcanzar siquiera un intento de verdad completa, su dependencia del presente y de los objetos y mecanismos de fuerza, de las circunstancias temporales y espaciales. El universo de los hombres parece desposeído de cierta humanidad, aunque no pueda ser cierto

 

                          Este escritor de la historia es un escritor a medias secreto, a veces ruidoso, cuando es posible en ciertas épocas de su vida; otras silencioso como una serpiente, sibilino y discreto como ese William Burrouhgs que disimulaba sus adicciones y su inteligencia vistiendo elegante y mostrándose educado.

 

                           Kafka solo nombra un número mínimo, limitado, de elementos de la existencia que ordenaba quizá porque percibió la decadencia, como una especie de salvación posible, de oración mínima para reunir fuerzas, a veces en un intento de alcanzar esos espacios potenciales de la ciencia donde la energía se concentra para expresar una totalidad posible. Un mundo sin Dios exige de una fe humana. Cuando comienza a escribir El castillo, obra incompleta, Joyce ya ha publicado el Ulysses y Proust En busca del tiempo perdido. Todo lo que ve es percibido como una potencia descomunal a la que no podemos asirnos, un sinsentido que mantiene sin embargo un orden, una especie de negrura terrible que apenas deja resquicio para una luz posible, pero la vida continúa como en círculos concéntricos que se van extasiando en sí mismos, encaramándose, dotados del sentido de la copia y la reproducción. Toda la energía había pasado de ser humana a convertirse en centro, en aquello que se nombra como elemento central; me refiero a la taberna, al campamento militar, al castillo, al tribunal, a la diligencia, a una oficina,  a una mísera habitación en la que la metamorfosis sucede. Es algo así como el fin de la aventura, la capitulación del individuo frente a la preeminencia del espacio.

 

 

                Este escritor de la historia que vive para escribir y escribe para vivir se gana el sustento en un centro de poder similar a los descritos por Kafka, multinacional compleja, con aristocracia, jerarquía y círculos de poder y territorialización complejos y constantes, a veces incomprensibles para alguien ajeno e incluso para quienes lo viven. Cómo marca sus consignas y sus afianzamientos el poder resulta un proceso extraordinario; igual sucede en otros lugares, y aunque éste escritor tenga sus propias palabras o haya inventado un lenguaje, un lugar en el que cualquier vocablo descubre su propia identidad y se lanza a explorar el mundo de lo humano, su constante es el conflicto.

               El lenguaje puede ser totalizador, manipulador, construido para imponerse. Todo lenguaje que no sea libre en su intención, o que no tenga otra guía que la naturaleza de lo espontáneo o lo exacto, es un lenguaje que pudre, que atraviesa la humanidad, que funda nudos de imposibilidad. Este escritor percibe esa imposibilidad que organiza el mundo, una imposibilidad de sueños ideados además por otros. Esa no es una frustración hecha en verdad de la materia creadora de lo humano, sino una construcción impuesta por la mentira, la servidumbre y la manipulación.

 

                Calasso escribió sobre Kafka afirmando que lo invisible tiene una tendencia burlona a presentarse como visible, casi como si se distinguiese de todo el resto sólo por la vía de circunstancias particulares, como cuando se disipa la niebla y se hace visible el paisaje. El punto en el que se instala El castillo es siempre la elección, el misterio de la elección, su oscuridad impenetrable. Es como si aconteciera el simulacro de libertad que nos atañe a todos. Es incluso como la pretensión de ser escritor sumido en el seno de su organización, construyendo de libertad ficticia o temporal o sesgada su pequeño espacio de movimiento. La elección atormenta e insufla al tiempo valor, una especie de fuerza interior. Lo mismo sucede en El Proceso, aunque en esa novela, la elección deja de ser un paso adelante, y el estado se transforma en el terrible ser condenado, en verdad otra forma de elección fijada aún más desoladora e insostenible.

 

                Siguiendo a Kafka y Calasso, la impresión es que el poder, representado en El proceso por el tribunal, tiene la potestad de castigar, de condenar en esa novela, y en El castillo, la representación del vacío de allí arriba, de ese lugar todopoderoso y misterioso, de ese rincón oscuro en el que se suceden los actos y se reproducen tanto lo ocurrido en su seno como en aquellos lugares donde extiende su ámbito de acción -que a veces parece abarcar la totalidad de lo existente-, ese mismo poder es el que se encarga de elegir. La agudeza de Kafka dibujó en dos novelas aparentemente humorísticas, absurdas, dos formas de poder que terminarían por encontrarse en la primera guerra mundial y extenderían sus efectos hasta la creación de las democracias europeas tras la segunda guerra y, sin embargo, sólo eran expresiones complejas y extraordinarias del mundo interior de Kafka, de su prodigiosa capacidad de extraer literatura de sí mismo. El símbolo, la metáfora, incluso en el caso que nos trae entre manos, dos obras literarias de Kafka que para ser comprendidas según insiste Calasso es necesario leerlas con literalidad, lograban unificar en sus páginas la expresión de la realidad, la anticipaban, la construían en el fondo.

             Nuestro mundo contemporáneo, el que atisbamos constantemente regido por la incertidumbre, la oscuridad, la incomprensión o la imposibilidad de asimilar cuanto sucede, está lleno de ecos del universo de El castillo. Los totalitarismos, en cierto modo, aunque mezclasen otras cuestiones en su origen, estaban hechos de la materia del descomunal Tribunal que condena a Joseph K. La condena es siempre cierta y sus efectos terribles e inevitables. No existe además posibilidad alguna de una absolución completa, lo que hace todo aún más aterrador. La elección no deja de ser igual de desoladora e inexorable, con la diferencia de que en uno de los casos permite una ligera ilusión de libertad. Ser elegidos sin embargo, ahora y tal vez siempre, no deja de ser un terrible juicio incierto, probablemente sin escapatoria.

 

 

                El escritor del relato está obligado a argumentar propuestas que deben ser aceptadas por estamentos sin rostro en alturas desconocidas. Su poder se limita a aceptar o rechazar desde la base, al principio del proceso, y a elaborar posteriormente con palabras aquello que sostiene el negocio que le encomiendan. Sus palabras se adaptan al lenguaje imperante dentro de la organización, en esos periodos en los que pertenece a quienes le contratan. Jamás ha visto las caras de aquellos de los que dependen las autorizaciones de los estamentos más elevados, sino los rostros furiosos de mandos intermedios, de centrales cercanas. Todo funciona como un engranaje caótico que gira en torno a premisas que llegan desde un lugar incierto de Madrid, centro de poder inasible que decide tantos los cambios como las modificaciones a lo largo y ancho de la pirámide.  Las decisiones caen sobre los empleados incomprensibles e inexorables. Él continua escribiendo incesantemente cuando sale de la oficina después de diez horas de trabajo. La literatura le permite utilizar esas palabras que escapan a la rigidez del lenguaje de la empresa: las palabras de la poesía, la novela, el cuento o el ensayo le pertenecen sean cuales sean sus repercusiones; las otras no, aquellas que reciben organismos como riesgos particulares, centro empresas, inversiones, o intervención general, nudos de energía autoritaria acumulada y vigilancia en las que pululan cadenas de orden y rigor siempre dudosas, y que exigen unos puntos y comas determinados, un vocabulario establecido de antemano, unas normas de uso. Cuando regresa a la literatura sea leyendo o escribiendo, las palabras cobran su vida necesaria. Lamenta que exista un mundo en que las palabras son de otros y no espontáneas, siempre podridas y asociadas, agenciamientos del lenguaje explotadores, tenebrosos, hechos de servidumbre y esclavitud, que carecen de relación con lo primigenio, con las leyendas, con la comunicación, la metáfora, el símbolo o la libertad. Incluso aunque la historia de la literatura sea una tradición, su propia evolución establece los mecanismos por los cuales las líneas de fuga pueden llegar a producir la ruptura, el estallido, el acto creador, la verdadera identidad de un espíritu y su enorme capacidad iluminadora.

                   Todo es público por simpleza, por ocultamiento, y en realidad falsamente público.

 

 

                Calasso vuelve a insistir en la lectura exacta de las palabras de Kafka, y lejos de lo que una parte de la crítica apuntó sobre el autor checo, sus novelas principales como El proceso y El castillo, están lejos de la sensación de lo fantástico, de lo visionario o de lo extraordinario. Kafka maneja los detalles insignificantes desnudándolos de toda simbología y eliminando aquello que no tiene trascendencia en ellos. Teniendo en cuenta la extraordinaria argumentación de Calasso es posible que Kafka posea rasgos de un escritor antimetafórico dada la cercanía de su literatura respecto a su mundo onírico e inconsciente. Lo sobrenatural en apariencia es provocado precisamente por aquello que no se explica, el peso –la condena, la elección- que puede recaer sobre un personaje anodino del que sabemos poco. Casi toda la obra de Kafka sucede en una especie de vida psíquica. Los referentes a la realidad son tan mínimos que establecen una dirección aparentemente confusa, que él afirma sin remedio y que revierten en la llamada vida psíquica. Es como si todo fuera potencialidad, o mejor la potencialidad misma que se agazapa en la mente humana y queda reflejada en los textos. Es difícil hacerse una idea concreta de quien es Gregorio Samsa más allá de su transformación en La metamorfosis.

                Si una de las claves fundamentales de las novelas extraordinarias del siglo XIX era la evolución de los personajes en el transcurso de una narración novelesca, los cambios, las sutiles variaciones o las repercusiones en ellos de los sucesos que acontecen en la historia, para Kafka el instante inicial no es más que un momento de potencialidad que jamás se sacia por completo, las fuerzas del espíritu que chocan irremediablemente con estamentos que superan con desmesura la breve e insignificante intención humana de desarrollarse. Esa es precisamente su grandeza y su enorme originalidad, un mundo que al escritor aplastado diariamente por las palabras impuestas y los modelos que acuden desde las alturas le recuerda irremediablemente a cuanto le rodea: un universo construido en torno a mercados financieros, sean primarios o secundarios, donde cientos de lugares similares emiten señales de su consistencia y su evolución para captar fondos con emisiones de deuda interminables, participaciones constantes que oscilan desprecio e insolencia, como si la humanidad fuera una enorme vaca lechera que otorga réditos a aquellos que no se esfuerzan pero mantienen la abundancia del dinero. Todo es un conjunto interminable, casi infinito de potencialidades humanas que se desperdician, por eso, ese escritor, tal vez comprenda que Kafka fue el más exacto narrador del siglo XX y XXI por muchas razones, incluso cuando la desnudez de su prosa, esa especie de minimalismo a veces hasta anodino, le produzca una cierta monotonía, un sonsonete discreto que temporalmente abandona de vez en cuando.

 

 

 

 

                Pese a la ilusión de la democracia, esa pretendida y ficticia tabla rasa de igualdad, fraternidad y libertad, Kafka planteaba una oposición crítica tozuda, fuera por la presencia autoritaria de un padre que marcó sus pasos o por la vida en una sociedad burguesa y estable, tan bien representada por Thomas Mann al inicio de La montaña mágica. Cosas inamovibles, dirían durante varias generaciones aquellos hombres y mujeres que abrazaron el capitalismo burgués en el Imperio Astro-Húngaro o en la gran Prusia. Para Kafka el totalitarismo no era un lugar, sino mas bien un estado anímico, psíquico, que pertenecía irremediablemente al espíritu del hombre, y por añadidura a las organizaciones cada vez más complejas que generaba incluso en sociedades democráticas. La verdadera dimensión de su mirada hacia la existencia democrática con todos los matices que uno quisiera objetar en el periodo en el que Kafka escribe la ofrece El castillo. La autoridad de ese lugar de allá arriba en lo alto, lugar vacío, nunca podría aceptar otra cosa que sus propios código, códigos dictados por muy pocos hombres desconocidos que deciden los destinos de todos, hasta dejar a K. en la novela sumido en una especie de delirio, en una impostura. Su realidad, al diferir de la marcada por el poder de allá arriba, se convertía en una neurosis. Lo que se debe de hacer tiene poco que ver con un acto moral, sino más bien con un ímpetu, una insistencia, una norma social.

 

 

                 Cuando ese escritor argumenta operaciones de riesgo bajo la luz intensa de los focos blanquecinos, cuando negocia en lujosos despachos de dirección de empresas con nombres impronunciables y rostros que van cambiando diariamente, utiliza palabras fijadas, establecidas, impuestas, y lo único que le queda es el ritmo, esa especie de latido que lo acompaña desde muy joven, su propia música interior que marca la prosa y sus gestos sea cual sea su función. La exactitud de sus frases tiene poco que ver con un acto de libertad cuando se construyen para el argumento ante la invisible dirección.

 

 

                     El capitalismo democrático no posee en realidad ningún consenso, sólo acuerdos aparentes, un envoltorio de pacto; ni siquiera establece mecanismos de participación directa, tan sólo el voto a los representantes en listas cerradas o la asociación inofensiva, o el derecho a la pataleta en forma de huelga o de manifestación sin que se acepte bajo ningún concepto modificar las reglas del juego, tan sólo mecanismos de contención esporádicos, fugaces, espejismos de libertad o participación limitados; es un engranaje oscuro en la mayor parte de sus organizaciones a pesar de su apariencia de claridad y justicia, un engranaje perverso, jerarquizado hasta límites insospechados, asimétrico, un espacio de infelicidad y dominio, cuyo único sentido de pervivencia es la subsistencia que por aceptar sus condiciones integra a dos tercios de las poblaciones occidentales opulentas por lo menos hasta ahora, por una necesidad de supervivencia del sistema.

                       La decadencia de la cultura europea fue retratada por tres excelentes novelistas: Kafka, Beckett y Thomas Mann. La decadencia de la Europa actual no sólo es un imparable proceso de deterioro económico y de mala gestión política, sino un elaborado menoscabo hecho de ceguera e intereses de poder. El diagnóstico de la crisis es terrible por sus consecuencias de peso sobre la ciudadanía anónima y pone en cuestión ante el despropósito la propia legitimación de las democracias europeas al exigir una liberalización económica –por otra parte largo tiempo consolidada- y un empobrecimiento general de las mayorías reduciendo los mecanismo de corrección de desajustes de los que disponían hasta la fecha los distintos gobiernos nacionales cada cual en la medida de sus posibilidades. No se habla del fin de los Estados de Bienestar, sino que el poder esboza la denominación fin de los Estados Asistenciales perversamente, englobando en esa frase una reducción drástica de derechos, acompañada a su vez por un incremento del poder en manos de muy pocos que dejan a los representantes políticos un margen de gestión reducidísimo –los despojan prácticamente de cualquier posibilidad de gestión real-, y utilizando un lenguaje eufemístico destinado a ocultar la tremenda injusticia.

                             Los políticos sugieren a los funcionarios de El castillo y El proceso. Casi toda la creatividad económica y cultural esta en manos de grupos industriales, de organizaciones económicas o financieras: la incapacidad de las sociedades europeas para alcanzar una senda de crecimiento es un problema eminentemente cultural o de utilización del potencial humano, transformado de la noche a la mañana en un problema de costes e incentivos por aquellos que modifican el lenguaje. De igual forma este escritor que sobrevive entre focos y argumentos, descubre que su libertad no es más que un suspiro de unas horas a  lo largo de extensas jornadas sometido a una rigidez que poco o nada tiene que ver con la democracia; sabe que su creatividad se encuentra constantemente aplastada por la insistencia feroz de unos pocos que aplican las directrices auspiciados por la jerarquía, ejecutadas sin escrúpulos ni control, protegidos por ellas, que ejercen sus neurosis avalados por la ley imperante, y caen sobre él como le sucede a K. ante las reglas desconocidas que emanan del mundo de allá arriba, convertido finalmente en una especie de loco, en un ser racional tachado de incongruente ante la maquinaria poderosísima e incesante que emana del castillo. Es como culpar al esclavo de falta de imaginación, aunque ahora la palabra esclavo o esbirro se transforme en trabajador o en desempleado, y la palabra amo es una especie de eufemismo que sugiere emprender. Un emprendedor en nuestros tiempos es aquel que dirige su potencial creativo e intelectual a cubrir una necesidad humana por la cual obtiene réditos: canaliza su enorme fortaleza hacia una cosa, un producto, un servicio o varios: en el fondo un reduccionismo intolerable, y en nuestras sociedades, lleno de asimetría. La influencia o el premio por el esfuerzo siempre está relacionados con el poder que acompaña al acto en sí mismo. Esa es la clave del universo actual sino lo fue a lo largo de toda la historia, con la diferencia de que, ahora, los discursos del poder se extienden a mayor velocidad, su difusión es más sutil y constante, la competencia es día a día más feroz para la mayoría, que no para los que detentan alturas incuestionables, y lo que se pone en juego es la supervivencia de una pirámide de derechos en la que participa la mayor parte de la humanidad.

 

 

                Para los teóricos de las conspiraciones toda crisis es provocada. La idea es exagerada sin duda, pero en verdad toda crisis es un proceso complejo que implica a una buena parte de los estamentos que conforman las sociedades, y cuya responsabilidad mayor deviene de esos círculos de poder que en ocasiones, incluso de manera inconsciente y ciega, motivados por su maximización de beneficios y rédito, empujan al mundo hacia la parálisis y el desastre acompañados de cientos de millones de ciudadanos que juegan a lo mismo aunque esas masas cumplan las directrices a cambio de migajas. Kafka afirmaba que cuando una circunstancia ha sido considerada largo tiempo, puede llegar a suceder que ésta se resuelva de modo fulminante, siquiera sin poseer ninguna razón lógica o un aura de verdad, como si el aparato de la autoridad no tolerase por más tiempo la tensión, la dilatada exacerbación de la cuestión irresuelta y por eso procediera a liquidar adoptando una decisión sin la ayuda de los funcionarios.

 

                Un mundo de esbirros, de esbirros que ofrecen sentido común y sentido de la supervivencia. Eso es. Una élite que opera en el silencio e impone un discurso; unos políticos que lo repiten hasta la saciedad sin ofrecer demasiada resistencia. Una pirámide de esbirros que inconscientes van estableciendo el discurso, la cultura, el método y los límites.

 

 

                El escritor llega a casa tarde, fatigado, lleno de las palabras del poder, del lenguaje de la organización. Cuando se sienta frente al ordenador, en una silla acolchada de cojines, con el teclado en un aparador Louis XIV lujosísimo que heredó de la familia de su mujer, observa la pantalla en blanco y ninguna palabra libre, creadora, surge. Oye las voces de algunas personas que lo aman, ese susurro que habla del deporte y el aire libre, pero el aire libre es el paisaje veloz y devorador de una gran ciudad, sus avenidas lineales y sus hileras de coches interminables, y el deporte en general es una excusa de adictos a la endorfina, simplones de la imagen y adalides de la escasez, salvando toda esas excepciones que él respeta: hasta Murakami hizo un buen libro sobre la maratón, y sabe que su antiguo compadre Mimi se salvó de las adiciones por sus carreras de una hora por el río, o su hermana encuentra un equilibrio en medio de la incertidumbre para alcanzar algo de lo que desea, gente que hace compatible la normalidad del esfuerzo físico con la capacidad intelectual de pensar y alcanzar palabras propias.

                Este escritor no tiene tiempo de salir a la calle a hacer deporte, porque las exigencias de literatura, reducidas a horarios intempestivos y nocturnos o de madrugada, son insaciables, ni tampoco encuentra que ese aire del verano le ofrezca alguna posibilidad de hallar sus palabras anheladas. Decide servirse un gin tonic con hielo, tal vez una copa de vino blanco muy frío, hasta sentir que la ebriedad ligera le despeja de imposiciones la imaginación y surgen unas cuantas palabras, no muchas, sometido, dolorido, la espalda en tensión, el cansancio aflorando, la inutilidad del gesto entre los labios.

                ¿Para qué escribir? ¿Qué clase de resistencia a pesar de Delleuze y Guattari, a pesar de todo lo que ha leído y sabe, lo que ha oído, le ofrece ese acto tan fatigoso de mirarse a sí mismo frente al espejo y construir un mundo de ficción, y encontrar las palabras libres de la literatura de entre la inmensidad de imposiciones del lenguaje del poder que atraviesan el universo? Esa es la batalla interminable, inútil y estéril, perdida de antemano, una ilusión futura, una línea de fuga que se abre seguramente para perderse en la nada, pero que en su extensión encuentra una diminuta justificación.

               

               

 

                Pero el asunto central de El castillo y El Proceso es la escritura, en la medida en que Kafka sólo quiso hablar de sí mismo a través de las palabras de la literatura. Esa es la clave. La historia no es importante en esas novelas en verdad, lo es la escritura. Es el lugar (como afirma Calasso con una exactitud deslumbrante) de la espera de una concesión o del retraso de una diligencia interminable. Caminos tortuosos a un tiempo. Sabe que al llegar K. a esa aldea en la que aguarda que le otorguen el trabajo de agrimensor prometido, éste está condenado a permanecer allí, a la espera. Todo cuanto haga será alinear sus experiencias, jamás desarrollar su potencial, y sus decisiones no modificaran un ápice nada, están sometidas al azar del poder inasible, a las decisiones de sus mecanismos. Acepta su destino porque comprende con cierta rapidez que cualquier acto de rebeldía excesivo o incluso cualquier intento de forzar la situación no será más que una expresión de la desesperación.

 

                Qué motivo podría haberme arrastrado hacia esta tierra desolada sino el deseo de permanecer aquí.

                La tierra desolada es al tiempo la tierra prometida por una carta de la que K. llega en un punto del relato a dudar de su existencia, esa nota que le propuso un trabajo inalcanzable en cuanto llega a la aldea, ser agrimensor en el seno del Castillo.

 

 

                El sentimiento de resignación es similar al que expresa la religión. Es una especie de aceptación de aquello que nunca podremos modificar pese a que nos esforcemos, al tiempo que un alivio que nos permite eximirnos de la responsabilidad o la culpa derivada de esa impotencia. Los discursos sobre la voluntad son tan falaces como aquellos que sólo se encomiendan al destino, al azar o a la suerte. K. sabe que no puede emigrar, sino aceptar. Aceptar es en sí mismo el inicio de la religión, porque para aceptar uno debe encontrar un sentido, un símbolo de aquello inalcanzable, una metáfora que nos permita afrontar nuestra insignificancia. Todo el universo es asimétrico, y a la vez sumido en un caos, en un azar incontenible, imprevisible. Aquella hermosa canción de Antonio Vega, Lucha de gigantes, expresaba la fragilidad ante un mundo descomunal, hablaba de la misma sensación que siente K. ante la complejidad inasible, azarosa e inescrutable del castillo y sus mecanismos de poder. Aún a pesar de la literalidad que pretende Calasso para leer a Kafka, en verdad una lectura mucho mas fiel a la exactitud de su escritura, uno no puede dejar de vislumbrar con su imaginación las ramificaciones de semejantes símbolos, las infinitas sucesiones de analogías e imágenes que nos permite su idiosincrasia particular, lo que sabemos a través del la novela y trasladamos al mundo en que vivimos.

 

 

 

                Tengo la sensación de que Kafka atisbó con una lucidez extraordinaria los efectos de la decadencia, aunque fuera de un modo inconsciente, literario, incluso en ocasiones subterráneo, como su frecuente escritura nocturna e insomne. Si el castillo representaba la figura nebulosa de un poder omnipresente y desconocido que caía sobre K. y contra el cual el individuo no tenía absolutamente ningún poder de resistencia, el tribunal de El proceso distinguía asombrosamente bien los mecanismos de castigo y sus ramificaciones eternas con forma piramidal, la culpa humana que conceden los grandes nudos de poder a aquellos que dependen de él. Si las normas de un mundo inaccesible caían sobre K. y convertían su aventura humorística y en cierto modo absurda en un infierno de imposibilidad, el tribunal se aproximaba a la vida normal para asimilarla y engullirla, extendiendo su influencia a la totalidad de la vida, para dirigirla y aplastarla cuando lo creyera necesario.

                Nunca tribunal alguno perteneció a la vida normal, siempre cualquier condena no es más que un intento de usurpar su propia imagen reflejándola en el espacio incontrolable que sin embargo desea dominar e incluso dirigir.

 

 

                Tanto El proceso como El Castillo se construyen en el mundo imaginario, humorístico y original de Kafka. Es curioso como la rareza, la extrañeza que producen desde la primera frase la mayor parte de los textos mayores de Kafka esté construida desde el autismo y, sin embargo, por una fascinante magia, se convierten sin apenas esfuerzo en paradigmas de tantas y tantas realidades. Como si se hubieran escrito uno para el otro, un libro para dialogar incesantemente con el opuesto, para entrelazarse, ambos reflejan la angustia que se apoderaría en mayor o menor medida de cualquier individuo del siglo XX y el siglo XXI. Nada escapa a esa mirada tan particular, nada queda fuera de esos dos universos absolutamente construidos de ficción, ni siquiera la capacidad humana para la esperanza y la búsqueda de la felicidad.

                Desde la terrible indefensión del ser humano ante la inmensidad del poder desplegado en la tierra, hasta la inhumanidad de las grandes burocracias, de los totalitarismos utópicos, las matanzas, el desprecio por el hombre y su vida expresado por doquier a lo largo del siglo XX, la imposibilidad de la comunicación real y sincera entre seres humanos, la figura terrible de los esclavos y los esbirros, la ausencia de sentido en casi todo, la ceguera general del mundo y sus habitantes, su cobardía, la imposibilidad de alcanzar otra utopía que la mera supervivencia, la frustración inevitable de los espíritus libres frente a las barreras infranqueables de los límites impuestos por el poder y sus voceros, la incongruencia de ese poder sin rostro, articulado en torno a un orden inaccesible y autónomo a través del egoísmo y las expresiones de privilegio y circunstancia, todo ello, todo escrito en un puñado de páginas, construido con una economía de medios encomiable, llena de humor negro, fascinante en su incoherencia que tan a menudo despierta la asociación de elementos o cosas imposibles de asociar a simple vista, todo, absolutamente todo, estaba en esas novelas de Kafka escritas entre 1912 y 1923.

 

 

 

 

                Otro día más ese escritor decide dejar de escribir. Bartleby acucia en medio de una hilera de palabras manipuladas, de pequeños respiros y sueños esporádicos, auroras de luz que duran apenas segundos, una sexualidad constante que convierte la naturaleza en una inseminación furiosa. Ese escritor vuelve a componer informes similares, retahílas interminables de argumentaciones guardadas en archivos o en servidores, utilizando el lenguaje de esa organización que le paga, hasta que un día un texto se transforma. Es inevitable, es escritor. Uno de esos textos anodinos parece estar escrito de otro modo. Las frases se han alargado sin que él se diera cuenta, el vocabulario ha perdido cierta burocracia y las palabras resuenan con cierta exuberancia. Defiende tal vez una propuesta que emocionalmente le hace sentirse implicado más allá de lo profesional por la razón que sea. Tal vez se trate de un riesgo a conceder a una bella mujer o a un buen hombre al que cree correcto ayudar. Sin darse cuenta esa emocionalidad se ha transformado en metáfora y ha cruzado la barrera de las redes para ofrecer una argumentación para una propuesta distinta a las habituales. Tal vez sea hasta un enunciado narrativo sutil entre los pliegues de frases hechas y dichos repetidos. Es un acto inconsciente, pero es un acto libre que transforma ligeramente el entorno, por mínimo que sea su efecto y sin dejar de respetar las normas; no deja de ser una respuesta a la tiranía y a lo descomunal sin pretensiones. Y lo hace sin querer, y cuando dos días después alguien lo llama por teléfono y se presenta como el Director de Área, y al preguntar por él alza el auricular y siente un ligero temblor, ese escritor sabe que ha roto algo, pero todavía no comprende exactamente qué es lo que ha hecho después de meses sin escribir literatura, sin abrir una sola puerta de ficción, qué pretende ese hombre desconocido de voz ronca y autoritaria, en qué consiste lo que comienza a revelarle.

 

 

 

                Ese escritor ha rellenado miles de páginas. Si algo sabe es precisamente que la escritura literaria posee la posibilidad del río, que es en ocasiones corriente espesa y otras clara como esos pasajes fluviales donde las rocas y los ramajes purifican el agua en los cauces. Sea como fuere, las palabras del Director de Área le sorprenden porque él no pasa de tener un rango medio, su importancia es relativa, escasa. ¿Por qué otorgar mensajes de importancia a una argumentación cuyo sentido no es el lenguaje en sí mismo, sino un hecho económico que responde a la actividad de la organización para la que trabaja? El reproche del jerarca encorbatado y artificialmente solemne, que parece arrastrar las frases y las palabras como si su voz llegara de un lugar de ultratumba donde nada está vivo, no es por la operación planteada, por su concepción técnica o la conclusión del análisis de riesgo, ni siquiera por los datos que el escritor ha defendido o por la seguridad del crédito que se pretende asumir; no hay una crítica profesional a la actuación del escritor, ni un error, ni una incongruencia. Lo que subyace en toda esa charla es el miedo del Director de Área a perder el control, la autoridad, a perder la estructura de lo simple y lo que debe ser frente al argumento de la literatura, frente a las palabras libres que con cuentagotas, apenas asomando en el contexto indirecto de un mero informe profesional, surgen. Kafka expresaría con otras palabras esta idea; en el ámbito del castillo, el lugar de allá arriba, ni benévolo ni maligno, sólo un espacio donde se emite todo lo que existe, en el que se articula la existencia, hablaría de la barrera inexorable que debe separar la mente que formula el deseo y la aparición del objeto del deseo. El significado de esa situación, aunque sea en el espacio insignificante de una propuesta entre miles, es la impotencia de la organización. Una sola partícula minúscula construye una línea de fuga, una inercia cuyo destino es improbable y por eso peligroso, aunque responda al acto de un solo hombre entre miles.

                Esa figura de autoridad, situada en un altura consciente, ha sentido la vitalidad de otras palabras y tiene que reprender esa actitud para defender su sentido, su privilegio profesional, su estatus social y económico, su lugar en la empresa, pero en el fondo para protegerse de sí mismo, de eso humano que sigue permaneciendo dentro de su corazón, en sus actos incongruentes, en su ceguera y en su miedo, en su dolor. Es imposible que él racionalice su propia intervención pues vive inmerso en una fe. Entonces le dice al escritor que él, Director de Área desde hace cinco años, emblema y símbolo del poder en la provincia, va a enseñar a escribir a alguien que lleva más de treinta años viviendo en el mundo libre de la literatura. En verdad, un acto que mezcla la soberbia con la inocencia del desconcierto temporal, un gesto de autoridad que pretende borrar una luz, un hecho que dentro de unas horas se le habrá olvidado pero que, inconscientemente, ha significado algo para su anodino discurrir diario. 

 

               

 

                Calasso describe a K. como un modesto agrimensor que trabaja tranquilamente en una mesa de dibujo. Al releer el texto no se atisba ni un sólo brillo heroico en él. No pretende ayudas especiales, ni una salvación posible, ni quiere extender su propia salvación al mundo, ni protesta ni asume. Es su deseo, la potencia incontrolable del deseo humano lo que asusta en el fondo a los funcionarios del Castillo, a todos los esbirros que representan y defienden sin saber exactamente porqué las premisas de allá arriba, a esas gentes que se cruzan en su camino misteriosas ante él y le piden que renuncie. Lo único que no se puede dominar es el deseo humano, la imaginación, aquello que nada puede detener salvo la muerte y está lleno de potencia. Un hombre libre, K., que de igual modo pretende escapar de la opresión constante del poder evita caer al tiempo en la benevolencia de quienes nunca tendrán escrúpulos, de las normas sin alma, del egoísmo sin dirección. Calasso apuntaba con acierto la siguiente frase:

 

                El deseo es lo desconocido y sobre lo desconocido no podemos tener ninguna pretensión.

 

                Añadiría que sobre lo desconocido no se pude ejercer ni la brutalidad ni el poder en la medida en que es imposible comprender su sentido. Lo que más altera a los funcionarios (y a los chivatos, a los esclavos, a los esbirros, a los cobardes, a los mediocres), lo que más escandaliza a quienes defienden las máscaras imaginarias del poder, de lo que debe ser, de lo inamovible e incuestionables, es el deseo, el potencial tremendo y desconocido que todo hombre guarda en su seno, incluso cuando lo único que pretende es la libertad, o el goce, o la posibilidad de sobrevivir. Es curioso como la consciencia de que un puñado de hombres, o mejor, una multitud de hombres y mujeres tratando de hallar una lógica de alguna forma podría hacer caer esa especie de superstición sobre lo que debe ser sin más, sobre lo necesario, el mensaje interminable y omnipresente que emana del castillo y extiende su mensaje hasta perder su sentido y termina por apoderarse de la voluntad y la vida de todos, altera por su potencialidad el equilibrio de lo establecido. Lo intolerable que evoca el texto, o al menos a ese escritor que vuelve a sus páginas y relee los párrafos de la novela y siente auténtica compasión no ya por ese hombre, K., perdido en una burocracia sin lógica que convierte la realidad en un fantasmagórico paisaje del vacío, es que todos esos personajes insignificantes que aparecen encerrados en un mundo que jamás ganarán, que nunca en la vida lograrán alcanzar siquiera por asomo, renunciando al deseo, a la vida en sí misma, conformándose con lo poco que les queda, ese aire torvo y desafiante en su infelicidad que guardan esos aldeanos con los que el protagonista tiene que enfrentarse, llenos de posturas equívocas, ignorantes y al tiempo gozosos de serlo, desconfiados, como le sucede a todos los funcionarios que se cruzan en su camino, o con los delatores que denuncian la digresión del personaje, es que la actitud lógica y en cierto modo razonable de K., despierta en toda esa gente una sospecha, un reproche, una burla o una insoportable condescendencia, simple y únicamente porque K. desconoce las reglas imperantes en el castillo, incluso aunque ellos tampoco las conozcan más allá de su insignificante cotidianidad.

                La imaginación de Kafka desplegada en El castillo dota de una particular simbología a todo el pensamiento conservador que en su cobardía general, lleno de miedo y de descreimiento en la imposibilidad de cambio (como si agitar cualquier pequeña bandera pudiera remover los estratos marinos y destruirlo todo)  condena a aquellos que se expresan de otro modo, a los que anhelan algo distinto, pequeñas variaciones posibles de un guión que no es inamovible, que no es fijo, sino que está hecho de superstición y miedo.

                La razón por la que K. apenas consigue ayuda en su deambular por las afueras del Castillo, el motivo exacto por el que sólo recibe pequeñas muestras de simpatía, gestos condescendientes e incluso dotados de cierta generosidad, jamás apoyo real ni información esencial, ni siquiera ánimos en su proceso de búsqueda, es porque él no emana del poder, de él mismo no emana nada que pueda transformar fehacientemente en apariencia la vida de los otros, y sin embargo, guarecidas en su seno, están todas las posibilidades que todas esas gentes podrían utilizar y escoger para alcanzar otro lugar mejor.

 

 

                El escritor lee a Kafka y trata de comprender la rabia que le ha obligado a callar ante una afirmación ridícula expresada por ese hombre erigido superior por razones que carecen de toda lógica humana o profesional. Cuando avanza entre las frases, con esa particular puntuación propia de la prosa kafkiana, entre esas veladas y mínimas alusiones al espacio, a los objetos, como si cuanto imaginara ante esas palabras fuera un hecho simbólico, una especie de límite psíquico donde encerrar el espacio asfixiante e irónico, patético tan a menudo, en el que se mueve K., atisba sin remedio otras expresiones que comienzan a apoderarse de su propia autoestima, como si la losa que cae sobre él se aviniera más ligera: no cambia nada en verdad, cambia su actitud, esa sensación de derrota, de humillación, que a veces tiene que ver con el orgullo y en muchas otras ocasiones con el sentido común -y tal vez esta vez haya algo de orgullo en su herida-, pero a poco que piense, en el fondo, responde  a una imposibilidad de aceptar la ignorancia y la prepotencia sin más, también a la impotencia para modificar el entorno aunque su inteligencia o sus aptitudes reflejen otra forma de hacer las cosas, de alcanzar un lugar de respeto y colaboración entre seres humanos que viven sujetos a iguales objetivos, hasta que la abrumadora impresión de indefensión, de odio y sumisión sin argumentos, se transforma en una venerada forma de burla.

 

 

 

                El discurrir humorístico y a menudo absurdo de K. por las inmediaciones del castillo comienza a emprender ese destino fantasmagórico y de vigilia que siempre anunció a Kafka como a un escritor cerrado y oscuro, siendo sin embargo un irónico transformador de la existencia, una especie de médium entre la luz y las tinieblas del hombre contemporáneo. A K. no lo echan, pero nadie le abre una puerta, y la penumbra que envuelve el castillo cae sobre él transformando el sueño de trabajar allí como agrimensor en una pesadilla del punto sin retorno, del lugar al que todos, de una u otra forma, terminamos conduciéndonos. Ni siquiera el amor de Frieda deja de ser otra cosa que una forma más de aceptación, una aceptación que además no tiene ninguna recompensa interior y por supuesto tampoco exterior. No tiene forma de regresar de donde viene, y eso es lo que le revela a su amante recién conocida. Toda posibilidad de regreso, afirma Calasso, se ha cerrado para él. A partir de cierto punto ya no hay vuelta atrás. Hay que llegar a ese punto: un paso más allá de ese lugar sin retorno comienza la historia de K., tal vez la historia que todo hombre cruza y sufre, la línea que Kafka atravesó como nadie en su literatura.

 

 

                Los diarios de Kafka en las fechas en las que compone El castillo, e incluso en algunas notas halladas en el cuaderno donde escribió esa historia, revelan un punto en el que el escritor afirma lo siguiente: “la escritura se me niega”. Para un autor tan inaccesible en su biografía como él, un hombre anónimo que murió en el mismo silencio en el que había nacido, semejante premisa articulaba en torno al siglo XX –y por supuesto al XXI- una expresión del sinsentido, y de esa frase sobre la escritura negada un esbozo sobre aquello que no podía realizar, tal vez en ese afán que guió en verdad a todos los escritores de todos los tiempos  pero que quizá alcanzó a convertirse en una constante ya en el siglo XX, cuando las grandes preguntas sobre el sentido de la literatura asomaban en su imparable proceso de decadencia.

                Cuando algo es importante para una sociedad, cuando reporta beneficios a sus actuantes, cuando sirve para alcanzar estatus o importancia, pierde su naturaleza conflictiva. Cualquier arte o actividad que deje de ser significativa para una comunidad o sociedad, comienza a plantearse en su propio seno las razones de su sentido, como algo inevitable. Algo bien asentado en un engranaje cumple su función sin demasiadas complicaciones; es esa pieza que chirría o que se desajusta esporádicamente, es la que percibe la oscuridad del proceso final, del objeto de ese proceso en el que participa, la que plantea inmediatamente una especie de examen de su propia razón y de la coherencia general. Son impensables los espacios vacíos de Beckett sin las intuiciones de Kafka, como si uno hubiese atisbado el abismo y necesitara una continuidad, incluso aunque alrededor, lo único que queda sea el silencio. Kafka comenzaba un baile imposible con toda la historia de la literatura que había existido antes que él.

 

 

                Entonces ese escritor que atisba con una sonrisa la petulante ignorancia de hombre al que se le otorga el poder por sumisión y no por valía, comprende que la existencia no tiene ningún orden real, que el caos sume en el miedo a cientos de millones de seres humanos que aceptan y aceptaron la historia por una inercia (uno de los pecados capitales para Kafka junto con la impaciencia), empuñándola en el fondo con sus decisiones, hundiéndose en los más variados y exuberantes abismos de imposibilidad, cobardía, derrota y miseria. El escritor acaricia con sus dedos huesudos las hojas de los libros de Kafka, siente en sus yemas que para estar vivo necesita la piel, el amor, el deseo, que cada paso que da K. hacia el inflexible destino fijado para él por Kafka es un último gesto de rebeldía y supervivencia sin aspavientos, hecho para sí, cuyo sentido tal vez sea exhalar un suspiro y nada más. En la imposibilidad de modificar un ápice la existencia fijada de antemano, ante la inconsciencia de pretender que quienes les rodean sean conscientes de semejante proceso, el escritor comprende a K., y sobre todo se acerca a Kafka. Lo único que echa de menos en sus páginas es alguna alusión más concreta a la felicidad, a la capacidad ilimitada del ser humano para adaptarse a cualquier medio por hostil que éste sea, al posible cumplimiento y la satisfacción surgida de ese cumplimiento, que envuelve las decisiones interiores del hombre hasta hacerle soportable la banalidad.

                Tal vez la oscuridad de Kafka sea demasiado profunda, tautológica y excesiva para su frágil inteligencia. Que a ese señor de voz ronca y ademanes autoritarios se le noten los cabellos teñidos con tinte para disimular su vejez incipiente, que ante sus ojos inyectados en sangre sólo se atisbe el vacío de un discurso irreal que no le pertenece, una mala copia de la ley o los Reglamentos, que ante su cobardía ejerza el poder como equilibrio con un despiadado gesto de asco, que ante lo que no puede controlar surja la intolerancia, la ira y el malestar, que en sus movimientos nerviosos, histéricos, que se notan tras el auricular, su cambio de ánimo sólo pueda atisbar la mayor infelicidad concebida por cualquier ser humano, le provoca al escritor una  sensación de compasión, una inmensa compasión ante aquellos que lo derrotarán tarde o temprano, que caerán sobre él con los dientes afilados, como el castillo caerá sobre K. inexorable hasta convertirlo o bien en uno más de todos esos aldeanos o campesinos o funcionarios que va a frecuentar o ha visto ya, o en un funcionario inmerso en la particular cosmología incomprensible del lugar de allá arriba en lo alto, cumpliendo su ley sin resquemores, o tal vez en un cadáver sin aire ni tumba.

                El alivio de la religión, atisbado en el poder de las iglesias a lo largo de los siglos, adquiere ahora una nueva forma de sumisión aún más refinada y terrible, que alimenta de igual forma la ausencia de la metáfora religiosa y no posee una dimensión divina o espiritual. Todo cuanto cae sobre el escritor, de igual forma que las circunstancias que oprimen hasta la risa patética a K., es la sociedad. Semejante Dios, como anunció Dostoievski y años más tarde Kafka, significaba la extinción de la inmortalidad, de la trascendencia, de la inmortalidad del espíritu. El coste serían los terribles acontecimientos y matanzas sucedidos en el siglo XX y los que vendrán tal vez en estos inicios del siglo XXI.  

 

 

                Cuando Kafka escribió sobre el secretario Bürgel ni el escritor ni el superior que lo llama desde las sombras de un despacho lujoso, con la superioridad de barro de unos galones concedidos por la servidumbre a la organización, habían nacido y, sin embargo, a través de esos personajes creados para la literatura el escritor llega a comprender la esencia del hombre mediocre, del mediano aplaudido que en un sinfín de rincones en el seno de las sociedades contemporáneas pretende aplastar la figura del hombre libre por una reminiscencia constante del miedo. No existen los hombres libres por completo ni probablemente tampoco los hombres mediocres sean su totalidad más allá de fijar dos extremos utilizados como paradigma. Todo es gradación en el universo, complejidad, cúmulo de circunstancias, como excepciones a la regla que están más cerca de la enfermedad mental o el genio que de la vida.

                En El castillo, Bürgel habla de una crueldad de los funcionarios hacia las partes y hacia sí mismos, con toda la ambigüedad que se respira en esa frase. Añade que tal crueldad es también la suprema consideración, al reflejar en su constancia inexorable la necesidad de una férrea ejecución y actuación del servicio. La necesidad conlleva a simple vista una especie de sadomasoquismo. Todo lo oscuro que contiene semejante declaración de principios, forma parte del mundo en que vivimos examinando cualquier lugar hacia el que miremos, tal vez complicado el asunto por una masiva renuncia a los espacios de intimidad en pos de un mundo de masas intoxicadas por una maquinaria publicitaria ensordecedora, ciega y carente de consistencia que, sin embargo, en su desmesurado afán por imponerse, genera los gustos multitudinarios, guía las corrientes vitales y empuja a los seres humanos hacia el cumplimento de rituales civilizados que rozan lo ritual, lo maquinal. El proceso despoja a su vez de intimidad a los actos compartidos con otros semejantes, como si existiera, o debiera existir, una dualidad al menos en todas las caras de la existencia.  Kafka tuvo el sentido del humor suficiente como para escribir esas palabras en boca del secretario Bürgel, mientras lo describía estirando los brazos y bostezando, mostrando como dice Calasso, un desconcertante contraste entre la vulgaridad de ambos gestos y la gravedad inconmesurable de sus palabras acerca de la esencia del castillo.

                El escritor siente que el mundo que lo rodea está hecho de demasiados Bürgel, incluso de funcionarios aun menos conscientes y lúcidos que el secretario, que muy pocos Kafka esbozan esa sonrisa irónica que alivia esa sensación de peso, al menos en el seno de organizaciones empresariales anónimas, multinacionales construidas en torno a la ambición de unos pocos, al sufrimiento a menudo  de muchos a cambio de una ilusión de libertad y subsistencia, y a la mediocridad de la mayor parte de la humanidad. Los únicos que saben lo que pueden entresacar de ese tipo de organizaciones humanas son los accionistas, cuyo interés no depende de su esfuerzo directo ni de su conocimiento. La sociedad anónima es una perversión, al igual que la preeminencia de lo financiero sobre la economía real se convierte a su vez en una perversión intolerable en nuestro presente. Pero la figura de Brügel no es sólo una descripción de los hombres que en el transcurso de los años siguientes dominarían el mundo, si es que en alguna ocasión dejaron de hacerlo, sino a su vez, puso de manifiesto una realidad nueva, un entorno vital en el que el orden social era capaz de superponerse por completo en mayor o menor medida a cualquier orden espiritual o cosmológico, al individuo. En pocas palabras, representaba el triunfo de una existencia sin sentido sobre cualquier imagen simbólica, religiosa o humana de la existencia, despojaba de heroísmo a los actos de los hombres al arrancarles de cuajo la trascendencia, la inmortalidad y el misterio, desprendía en su bostezo toda la poderosa maquinaria del poder incomprensible y ciego, desterraba de un plumazo con ello cualquier posible sueño de inmanencia, condenados en nombre de un desconocido reglamento a fagocitarnos una y otra vez en un universo sin metáforas.

                El castillo no es solo una excelente novela incompleta, sino que se ha convertido con los años en un acto de rebelión incondicional. Por fortuna, el mundo seguirá siendo mundo mientras los hombres sigan siendo hombres, y cualquier expresión totalizadora chocará eternamente con un sinfín de actos de fuga que en uno de esos incendios inesperados prende la mecha en otra dirección.

                La mirada del humano primitivo al enfrentarse al misterio de la naturaleza y los astros, al misterio de su propia existencia, a la inmensidad de cuanto contemplaba, su necesidad de sentirse protegido y de dotar de contenido a la vida, breve, en el fondo animal e insignificante casi siempre, es a todas luces un acto de negación contra las limitaciones, un hecho que empujó el desarrollo, la imaginación, la técnica necesaria, que permitió al hombre imponerse a las condiciones fijadas por la naturaleza, un prefería no hacerlo que siempre flota alrededor de las decisiones de ese escritor que se resiste a aceptar la realidad constituida de múltiples fantasías de hombres mediocres, por instituciones aún más mediocres e interesadas, consistentes en satisfacer la inmensa necesidad de poder de aquellos que no logran entresacar otra cosa de sus vidas, erigidas a partir de su decepción como una forma de dominio y servidumbre, como una triste justificación.

                La diferencia entre ese escritor y el Director de Área se halla principalmente construida no por el rango profesional que uno y otro detentan, con su consiguiente efecto sobre su propia relación humana y sus cuentas bancarias, sino en la distancia que media entre el vacío existencia de uno y otro, aunque la victima en apariencia sea el escritor o K. El perdedor absoluto del envite sin embargo, salvando las posibles circunstancias inesperadas que acontezcan, siempre será Bürgel, el Bürgel que se cree protegido por un orden férreo y unos usos establecido sin importarle la moralidad de la misión, el origen, o el motivo de que así sea, obligado al mismo tiempo a justificar a menudo entre los demás razonamientos tan frágiles como castillos de naipes. Kafka se refería al miedo de quien se ve obligado a sostener lo que es insostenible por su falta de verdad.

                La argumentación demasiado exuberante del escritor provocó que el suelo de ese otro hombre se tambaleara, simple y únicamente porque tal vez, quien sabe, lo hizo estremecerse inconscientemente al leer palabras libres entre pliegos de anodinas argumentaciones, palabras de la literatura que lo agitaron, que lo obligaron a imponerse, como si cualquier desempeño fuera una sola cara, no contuviera en sí mismo nuestro propio rostro verdadero.  

 

 

 

 

 

                Pero K. no se revela ni desea cambiar ese orden, esa es la verdadera dimensión del acto rebelde que ejecuta con su empecinamiento para que el castillo cumpla aquel contrato propuesto. Es un acto individual, libre y decidido desde la humanidad. Nos recuerda al Bartleby de Melville pero con un grito de afirmación. No se trata de alterar nada de cuanto está hecho, sino de que alguien permita que K. respire y pueda desarrollar aquello para lo que fue requerido. Kafka daba una vuelta de tuerca en la historia del hombre rebelde. Se empeñaba en el que mito tuviera un lenguaje propio, en apariencia común, sin embargo capaz de abrir de improviso puertas del conocimiento y la consciencia hasta entonces nunca visitadas por los hombres, tal vez intuidas desde luego, pero nunca escritas en la ficción. El lenguaje común, el lenguaje del Director de Área que afirma su necesidad de imponer sus criterios de escritura en el ámbito de sus funciones, es el lenguaje de los siervos, algo que no tiene nada que ver con el potencial económico ni con el estatus social, sino con la calidad humana, la inteligencia y la decadencia.

 

 

 

                Lo fascinante es la sucesión de reflejos constantes sobre nuestro propio mundo, siempre desde la poesía de un espacio de ficción cerrado en si mismo, enigmático y válido únicamente en el ámbito de la propia literatura. Los arcontes, eso funcionarios que juzgarán finalmente a Joseph K. en El proceso viven ocupados en algo que solamente para ellos es manifiesto, respecto a lo cual, cualquier hecho externo es un potencial contratiempo. Todo lo que sucede fuera de ese lugar en el que viven se reproduce como un contratiempo, algo similar a un hecho irrelevante, consecuencia de algo ajeno a ellos, que se limitan a recibir a los imputados y sus expedientes, y a aplicar aquello para lo que están hechos y dirigidos. Calasso, con su finura intelectual avanzaba un ápice más, definía esos arcanos como seres humanos que se presuponen soberanos y autosuficientes al ejercer un poder encomendado, pero continuamente son atraídos hacia algo extraño y refractario, que se les resiste y quieren dominar. Siempre temen, aunque no lo digan, que un grano del mundo exterior penetre en las regiones inaccesibles en las que habitan, allí donde sólo viven ellos, y los aniquile como un virus inmenso que todo lo arrastra. Todos los esclavos de espíritu, por muy elevada que sea su situación, terminan por temer que algo los libere de su esclavitud, en definitiva, que se les despoje de su importancia.

 

               

 

 

                Este escritor de alguna forma está harto de esperar acontecimientos que no dependen de él. Cualquier literatura en el siglo XXI está hecha de esa espera desesperada y terrible, extenuante e incierta. Nada tiene el sabor que tenía de tanto reproducirse incesantemente en el imaginario colectivo. La esencia de K. o de Josehp K., protagonistas de El castillo y de El proceso respectivamente, está hecha precisamente de esa espera que tan bien interpretó Beckett en una buena parte de su obra. Sin llegar a ser un síntoma de la desesperación de Kierkegaard, la expresión resulta cuanto menos sombría. El mundo ya no nos pertenece, si es que alguna vez nos perteneció, y ahora somos demasiado conscientes de ese hecho. Tal vez esa constancia sea el único síntoma de madurez que el escritor respeta, el único que le resulta insostenible de cargar, terrible de sostener entre sus dedos frágiles. La misma expresión de terror asoma ante los ojos del Director de Área acostumbrado a la esclavitud con mayor encono a cambio de un estatus o una representación que él creyó adecuada o admirable. Es el mismo terror de todos, cada cual en sus círculos sin conexión con el resto de círculos humanos, siempre con el temor y la superstición de que todo concluirá si uno se descuida, como si descuidarse fuera la cuestión fundamental que conduce a la extinción, o como si de ello dependiera la ruina y o el éxito.

                Joseph K. aguarda una sentencia que lo libere de la angustia, de la culpa, de la ignorancia de haber hecho algo que desconoce y por lo que es acusado. K. espera concienzudamente que alguien cumpla la promesa que lo llevó hasta las inmediaciones del castillo para convertirse en agrimensor. Como dice Calasso, hagan lo que hagan su vida es extenuante, pertenece a esa vasta ciudadanía agonizante que patalea y opta por un partido político nacional, abraza causas más o menos justas o injustas, y se arremolina en las plazas públicas, las playas, los lugares de veraneo, los supermercados y las calles de cualquier ciudad. Están hacinados ahí afuera, incapaces de conocer su destino, creyendo que la voluntad les bastará, o la aceptación o la resignación o el cumplimiento de un improbable e incomprensible deber, una ley impuesta que simplemente por miedo jamás dejarán de acatar. La masa sin límites se extiende invisible e interminable ante los ojos de los poderosos, y atañe a casi todo, a esa mayoría que nunca construirá nada que afecte al mundo. En la torre del castillo y en el tétrico edificio donde se van a celebrar las ceremonias del poder, se asientan todos aquellos que deberían responder a las encrucijadas del destino, que deberían dirimir qué es justo y qué no lo es, pero no tienen respuesta. Pertenecen a un engranaje ciego, obcecado, donde la salvación solo parece ser la ley, misteriosa ley de usos y costumbres, de insistencias y presiones, ley al fin y la cabo, como una conciencia que en este caso es limitada y representativa de una forma única y exclusiva de poder y dominio. Aguardan la chispa y temerosos de que esa especie de brasa inesperada haga arder un círculo nuevo insisten en construir otro aún más opaco y oscuro.

                Kafka elevó con sus personajes la potencia de la escritura, amplió sus horizontes, dibujó nuevos paisajes fantasmagóricos, retrató como nadie la metafísica de la historia sobre el hombre. Lo bueno es que la muerte anónima y silenciosa de ese escritor checo que apenas publicó en vida, le sirve a ese escritor, que seguirá buscando palabras libres si es posible. Tal vez un día la chispa surja de él mismo o de cualquier otro como él, y la autoridad se disipe en nuevas cobardías insostenibles.

 

 

 

                El escritor, en su próxima argumentación no cumplirá nada de lo exigido. Su sentencia es reconstruir el mundo y lo hará con palabras sea cual sea la repercusión del gesto, y cada palabra debe poseer la fuerza de esa libertad aunque sea en el disimulo y la brevedad de un parpadeo, arrancadas las palabras manipuladas, los ensordecedores alientos del poder: a la busqueda de palabras primigenias, de reconstrucciones de esos lugares en los que la prosa o el verso hacen aletear el subconsciente hermoso de lo posible, la potencia positiva de la creación humana, aunque la batalla esté perdida, aunque tenga que rehacer su vida en otro lugar. No hay aceptación posible cuando se trata de eso que es esencial en cualquier hombre. La libertad de otro es la nuestra, dirá ese escritor. Todo cuanto soy son mis palabras y mis afectos. Lo mejor es imaginar el rostro del Director de Área, de ese hombre compungido por el miedo y la deshonra cuando ya no sirva, y sus huesos terminen olvidados en cualquier rincón insignificante, donde su nombre sea exactamente igual a los demás. Ninguna mediocridad puede sobrevivir más allá de la concesión temporal de los amos. Eso lo sabía extraordinariamente bien Kafka.

 

 

                El escritor lee en los diarios de Kafka una curiosa teoría sobre El Quijote de Cervantes. Hay algo en ese texto que facilita una cercanía profunda, que le ofrece algunas de las claves de ese extraño demiurgo que habitó la literatura y la experiencia numinosa, como si en sus ojos, cuando mira una fotografía suya, hallara una especie de reflejo familiar. Como siempre en esas palabras hay algo triste y al tiempo humorístico, como si esa mezcla fuera la combinación exacta, como si Kafka hubiera medido todas las palabras para alcanzar ese efecto tan particular. Escribía que Don Quijote era sólo un títere encargado de sufrir los fantasmas de Sancho Panza, el que recibía las consecuencias de los riesgos y los fantasmas del otro. Sancho Panza se sentaba en silencio, se escondía detrás de muros y árboles, fingía ser práctico y con los pies en la tierra, y reflexionaba sobre lo que había acontecido. Miraba a aquel personaje escuálido y convulso, observaba con ojos atentos la irrisoria figura, los golpes recibidos, la insostenible ternura de un ser desvalido y al tiempo valiente como pocos, lanzando al mundo de la España del Siglo de Oro y a la literatura tal vez por una necesidad del propio Sancho de reírse, de respirar y tratar de atisbar los límites de su propia locura, de su asombro y sus miedos frente al mundo. Don Quijote era capaz de hablar de libros de caballería sin avergonzase, de teología, de amor galante, de justicia y consumir su cuerpo y su alma en todo ello. Sancho Panza sólo lo miraba de reojo, lo seguía en un segundo plano, observaba cuales son las consecuencias de esas pasiones que ardían en el anciano caballero. Nunca se jactó de ello, de lo que hicieron. Para muchos, Sancho Panza se limitó a escribir una novela.

                Cuando las luces se apagan y el piso queda a oscuras, el escritor mira las hojas del libro y encuentra ese alivio que necesita para afrontar esa noche larga y oscura, para acercarse al día de nuevo y soportar las pulsiones, la irracionalidad de cuanto le rodea, la figura del Director de Área, la esencia del castillo, la oscuridad del tribunal, la ausencia de deseo poderoso, la renuncia, tal vez hasta el futuro. Sin embargo, como le ha sucedido cientos de veces, las palabras de la literatura alivian algo, modifican por un instante la realidad, transforman el eco ensordecedor en una suave música que lo reconforta. ¿Por qué escribe? Se vuelve a decir entre las sombras del cuarto mal ventilado, intoxicado de humo en pleno verano caluroso. De nuevo Kafka, como si albergara en su seno todo el saber gnóstico, la espesura de la raíz y el origen, susurra su mito. Tal vez siga escribiendo finalmente por ello.

 

 

                Durante largo tiempo, en la parte más prolongada de su historia, el mito fue para los hombres la fuente primera del saber. Después se convirtió en una serie de historias engañosas y vanas, cuyo significado se reducía a entender la forma en que los hombres habían vivido en el pasado. Las fuentes del saber eran otras. Lo que antes contaba el mito ahora se demostraba y aplicaba. Pero alguien se dio cuenta de que una parte del saber del mito había permanecido cerrada en el interior del nuevo saber. No tiene importancia, pensó la mayoría. Sabemos un poco menos acerca de nuestro pasado. Pero ¿qué importa el pasado cuando tenemos frente a nosotros la inmensidad del presente? Sin embargo, algunos insistían. Se habían dado cuenta de que aquella parte inaccesible del mito trataba de las “sentencias finales del tribunal”. Ningún texto hablaba de ellas precisamente porque esas sentencias “no son publicadas”. Nació así, en algunos, la esperanza de que a través de los mitos se pudiera llegar a conocer algo que de otro modo no se hubiera descubierto. Para la mayoría no fue más que una vana ilusión. Pero no podían probar que lo fuese, porque les faltaban sentencias recientes del tribunal que pudieran contraponer a las antiguas. Mientras tanto, el mundo seguía desarrollándose en procesos y sentencias siempre provisorias. Sustraída toda realidad, toda autenticidad, todo era un amasijo de apariencias y postergaciones.

 Copyright Jimarino

               

 

                 

 



Una casa griega y la leyenda de los santos escritores

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                Sé que era una casa oculta entre la abrupta pared de un acantilado y el pliegue de un fino brazo natural de tierra. Una recóndita cala griega de arena blanca y lámina azul.  Soñé con ella muchas veces. Escribí hace muchos años sobre esa casa y el acantilado, y el pliegue natural y la cala de arena blanca, y en ella sucedió una traición y luego lo olvidé todo.

                En 1926 el millonario norteamericano G.Brenan y su mujer Melissa se instalaron allí algún tiempo. Viajaron desde Saint Trópez hasta Grecia pensando que les convendría cambiar de aires. Eran amigos de los Fitzgerald, testigos ocasionales de su fiesta permanente en los salvajes años de la Riviere y la Provenza. Es posible que Scott paseara alguna vez por esa orilla de madrugada o que se quedase dormido en la playa más de una noche, borracho como una cuba, mascullando sus revoluciones literarias. No sabemos si fue el propio mister Brenan quien mandó construir la casa de madera en aquella época feliz o si ya estaba alzada antes de su llegada y se limitó a reparar las maderas en mal estado y a aislar los muros y el tejado para el invierno, a ampliar el salón y alargar el balcón hasta que rodeara por completo toda la superficie de la fachada.

                Cuentan que Lawrence Durrell y Henry Miller gritaron catorce años después a bordo de una barcaza de remos que aquel era un rincón maravilloso para morir, a unos cincuenta metros de la valla, en un amanecer oscuro y ebrio de mar calmo. Los dos se equivocaban sabiendo lo que ocurrió después.

                Ese elegante americano que se enamoró perdidamente de Zelda, que la vio perder paulatinamente su esplendor en un apagado rumor de locura y silencio mientras Scott se bebía las bodegas de Francia tratando de mantener a duras penas su obra y la fama descomunal conseguida años atrás, vio como una fría mañana de febrero del 29 su esposa se subía a una barca de pescadores con varias maletas y se alejaba para siempre de la playa sin decir siquiera adiós. Gerald Brenan no pudo soportar la soledad que sobrevino después, las noches llenas de estrellas que una detrás de otra fueron llenando el espacio de la cala, la compañía constante del mar y el deambular ocasional de los pescadores que traían provisiones una o dos veces por semana, el recuerdo de Zelda y de Melissa, las antiguas fiestas en la Côte D´Azur, el brillo de una época exterminada.

                -Todos estaban destinados al fracaso.-Eso es lo que dijo Ernest Hemingway con una media sonrisa en el rostro una mañana soleada bajo la tenue luminosidad de la sala principal de la Biblioteca Pública de Nueva York, frente a un buen número de periodistas congregados para cubrir la presentación de su nuevo libro. Ernest conocía ese rincón al menos en fotografía, sin que hayamos podido confirmar que llegase a visitar la cala alguna vez. 

                 Y esa casa construida para albergar un amor profundo y una utopía de distancia quedó abandonada en 1938, poseída por la crueldad hermosa de los dioses griegos, por las narraciones de Homero que alguna vez, quien sabe, cientos de años atrás, tal vez se acercara a esa playa antigua para buscar la existencia de un poema o el inicio de una aventura. Como me sucedió a mí en esa novela interminable que nunca llegué a concluír, cuando conté que Ricardo Rey se volvió loco tratando de escribir en una hoja la misma palabra una y otra vez, incapaz de comenzar nada que fuera duradero, abandonado por su mejor amigo, por su hermano del alma, también por ella, la mujer de su vida, en un descenso prolongado a los infiernos. Castigo de santos escritores.

                En ese lugar siempre surgirá la aventura, la literatura.

                Cuando Henry Miller viajó a Grecia en 1940 oyó hablar de un americano alcohólico que vagaba desde hacía años por las islas contando historias. Decían que vestía con harapos y lucía una larga barba blanca que le llegaba hasta el inicio del vientre. Durrel nunca creyó aquel relato de pescadores, y pensó que se trataba de un mito, de una leyenda heredada de la antigua literatura griega. Lo que no entendía es porque los isleños se empeñaban en afirmar que aquel hombre era norteamericano.

                -Prefiero los mitos a la historia, desde luego, y los cuentos que se transforman en mitos a los cuentos sin mas.- Eso le respondió Miller, con el pitillo sobre el labio inferior ligeramente torcido y el sombrero protegiéndole el rostro de un sol intenso de mediodía en Corfú, vestido de blanco y sudando ligeramente. Miraba al Colosso de Marussi a los ojos.  

                Al final convenció a Lawrence para emprender su búsqueda. Alquilaron un pequeño barco de motor con una barca de remos, y una madrugada de septiembre de 1940 comenzaron a bordear la costa y acercarse a las islas. Si el americano vivía, Henry tenía que encontrarlo. Fue una especie de pálpito inexplicable, una intuición similar a otras que habían ido conduciendo su existencia desde Nueva York hasta Europa. Estaba convencido de que aquel hombre les contaría hermosas e increíbles historias, que quizá lo hallarían en alguna de la tabernas costeras de muros blancos y húmedos, celebrando la santa ebriedad -pensó en la leyenda del Santo Bebedor de Roth-, la locura de una existencia desperdiciada, reclamando a gritos la atención de los lugareños, retándoles en el fondo, acechando con deseo el paso de las mujeres por los caminos polvorientos y pedregosos.

                Victor Lazslo, de origen húngaro y fortuna oscura acumulada durante la segunda guerra mundial, alquiló una gran embarcación de vela en el verano de 1951, y aunque nadie lo ha podido confirmar, se cree que en los camarotes del barco viajaban Miller y Blaise Cendrars, atraídos, más de diez años después de que Miller animara a Lawrence Durell a acompañarle, por la leyenda del norteamericano. Esta vez el trayecto no duró tan sólo un fin de semana, sino que durante diez días recorrieron islas, costas, rincones paradisíacos y hermosos tan sólo accesibles a pie o por el mar. Comían junto a la orilla en pequeños restaurantes costeros, dormían en el barco, hablaban incansables de mitos y leyendas, siempre atentos a cualquiera que pudiera decirles algo sobre el misterioso americano. Se detenían en cada pueblo alzado sobre la arena del mar o encima de escarpados y abruptos acantilados, en cualquier lugar donde pudieran atisbar unas casas, un pequeño puerto pesquero.  Jamás encontraron al legendario vagabundo.  

                La historia de la literatura nació a menudo de largos viajes por el mediterráneo.

                Aquella casa quedó extraordinariamente descrita en un texto de 1932 que durante algún tiempo se le adjudicó a Lawrence Durrell, hecho que él negó pocos meses antes de morir, reconociendo que sin duda le hubiese encantado escribir algo así. Aquel manuscrito me lo entregó una fría mañana de febrero en Barcelona el propio Enrique Vila-Matas, plastificado con sumo cuidado, guarecido del aire y el polvo, del tiempo, en una urna transparente y aislante. Me dijo que durante décadas, esa hoja envejecida había pasado de escritor en escritor, con una lista ilustre de propietarios ocasionales, y que a él se la había dado una tarde de primavera en Paris el mismísimo Julien Graq. No podía explicarme la razón exacta por la que me entregaba a mí el dichoso manuscrito. Simplemente se había dejado llevar por la intuición de que debía hacerlo en esa cita prevista entre ambos con casi tres semanas de antelación debido a su apretada agenda. Reconoció que apenas me conocía, y que siempre pensó en entregárselo a Roberto Bolaño, que no sólo sabía de la existencia de aquel escrito, sino que lo deseaba con fervor. Le había dejado leer el texto al menos en tres ocasiones, y cuando creyó convencido que ya no le hacía falta y decidió entregárselo a su amigo éste se murió. Llevaba dos años pensando qué hacer con el documento cuando leyó un artículo mío sobre Fitzgerald y su tormentosa relación con Hemnigway y creyó que aquello era una señal. Supongo que por eso me dio el manuscrito.

                No supe qué decirle en ese momento, emocionado porque me hallaba delante de unos de los escritores vivos que más admiro, y me concedía el honor de poseer por algún tiempo semejante presente del que había oído hablar en varias ocasiones. Pero acepté el regalo. Sólo me puso una condición. A partir de un momento –lo sabría- sería necesario que entregara, tal y como él había hecho, a otro escritor esas hojas.

                Gracias a las palabras sin autor guardadas durante más de setenta años pudimos hacernos una idea de cómo era en realidad la hermosa valla blanca que surgía de la arena, el armazón de madera que sostenía unos metros sobre el suelo la casa, la estructura del balcón que envolvía todos los muros o las escaleras que ascendían desde el pequeño porche hasta la entrada, detalles sobre la decoración, los muebles, o acerca de la forma del tejado. También supimos la historia de una mujer, cuyo nombre no se revelaba en el escrito, cumpliendo desnuda cada mañana temprano un paseo desde la casa hasta la orilla del mar. Los ventanales eran amplios y orientados para recibir con plenitud la luz. Las salas grandes y luminosas durante todo el día. Las cortinas de gasa blanca y fina oscilaban a causa de las leves corrientes procedentes del mar.  No había exceso de lujo, sólo objetos exóticos, tapices y cerámica oriental por todas partes, botines procedentes de viajes lejanos. Desde cualquier punto de la vivienda se podía ver el mar a pocos metros. En el porche se acumulaban media docena de hamacas y tumbonas, también un par de confortables sillones de esparto con cojines en el respaldo y en el asiento alienados junto a la pared. Se hablaba de un gato que maullaba a menudo al llegar la medianoche encaramado a la barandilla, y de un escritor que trataba desesperadamente de escribir una novela.  

                Durante años, muchos escritores supieron de aquel relato y lo buscaron afanosamente. Bastaba con que cualquiera empezara a escribir con cierta pretensión literaria para que de una u otra forma la historia de la casa, el americano y la hermosa mujer que se bañaba desnuda con las primeras luces del alba día tras día, apareciera, casi siempre por causalidades, en boca de un tercero o en una novela olvidada que se abría esparciendo polvo, en un documental sobre cierto escritor o en cualquier conversación inesperada sobre literatura, y el rumor sobre la existencia de manuscrito crecía y crecía entre el gremio de escritores sin que nadie se atreviera en verdad a hablar abiertamente del asunto.

                En un texto hallado en el año ochenta y dos entre el legado de Vladimir Nabokov, se descubrió que el autor ruso estaba al corriente de la extraña historia de la casa en una cala griega, aunque dudaba de que el documento que yo guardé tantos meses en un cajón de mi escritorio existiera.

                “Se trata de una especie de vellocino de oro de los escritores de ficción, de un mapa del tesoro secreto, de una leyenda acumulada que sostiene una tradición en sí misma sin que necesite un cuerpo físico. Un invento útil, un soplo de trascendencia que nos une ”

                Cuando leo esas palabras suelo sonreír.  Haber tenido en mis manos semejante texto, y creer en realidad que se trataba del famoso escrito de 1932, fue como flotar en el mullido de un nube, como sentirse elegido por una magia irremediable concedida por los dioses de las letras, por una leyenda hecha carne, sangre, tinta y papel, incluso aun cuando pueda pensar en ocasiones que Enrique me tomó el pelo, o que a él se lo tomó Julián Graq, y así sucesivamente.  La tentación de continuar ese ritual asomó muchas veces con una fuerza desmesurada y pensé maliciosamente en falsificar parte de la leyenda misma, añadir algo que la hiciera más trascendental y poderosa, participar de un modo más heroico en su continuidad para establecer una relación mayor con mi persona que la mera posesión temporal. Algo guardaba ese manuscrito sin embargo que impedía mentir sin saber exactamente en qué consistía esa prohibición. La tentación asomaba pero una voz impredecible aseguraba que la literatura debía ser auténtica, que uno no podía transformar las leyes de un arte como ese así como así incluso aunque con ello publicitara mejor nuestra tradición, que en realidad era necesario escribir bien y ser honesto.  

                Durante el tiempo que poseí el manuscrito sucedieron cosas inexplicables, pequeños detalles que cambiaron mi existencia y que sería demasiado largo de contar en estos breves apuntes.  Pero hay un hecho que no puedo pasar por alto, la historia que Pierre Michon me contó una madrugada fría de noviembre en el XIIIem de Paris, coronando la ciudad ebrios en el balcón de la casa de un viejo amigo suyo, Phillipe Sollers.

                Tal y como le conté a mi suegra, Chantal A., la fascinante historia de esa casa en Grecia, el recorrido fabuloso del texto desde 1932 hasta nuestros días, los detalles guardados, la mitología alrededor de ese vagabundo americano que contaba historias, la figura sensual de la mujer que se acercaba a la orilla, de todo lo sucedido en torno a ese lugar, con sus viajes  y visitantes y buscadores ilustres que nombré a conciencia, mi propia escritura inconsciente de los hechos iniciada a principios del año 1998, me estaba comenzando a pesar demasiado, y contemplaba desde hacia unas semanas la posibilidad de traspasar el texto a otro escritor. 

                Mientras le relataba esas sensaciones imperiosas de desembarazarme del documento no percibí en mi obsesiva exposición como el rostro de Chantal, escritora de éxito en Francia a su vez, se transformaba, como sí, a pesar de no dar crédito a la famosa historia misteriosa, a la posibilidad de que en realidad el manuscrito existiera y estuviera en manos del marido de su hija, la aproximaba a un secreto conocido por todos los escritores de ficción desde los años treinta hasta ahora. Por un instante apareció en su mente la famosa racionalidad gala y me interrumpió bruscamente.

                Había hablado hacía apenas cuatro semanas en Montpellier con Pierre Michon y Pascal Quignard sobre el asunto precisamente. Pascal estaba convencido de que todo era una invención de Henry Miller, pero Michon no estaba del todo seguro y aseguraba que Fitzgerald mencionó el manuscrito en el transcurso de una conferencia en la universidad de Princenton en 1937, a la que asistieron apenas quince alumnos ante el mito derrumbado, atravesado por el tiempo, naufragando en un mar de alcoholes de alta graduación, es decir, unos tres años antes de que Lawrence Durrell y Miller se subieran al barco para buscar al misterioso norteamericano que contaba historias, y unos catorce años antes de que Lazslo, Cendrars y el propio Miller volvieran a buscarlo.  Pascal Quignard dijo que podían ser ciertas esas palabras de Fitzgerald, pero ¿acaso el vagabundo más antiguo de la literatura, o al menos así habíamos deseado verlo la mayor parte de los escritores a lo largo de los siglos, no había sido otro que el mismísimo Homero ciego que recorría las islas contando las hazañas de la Odisea, leyenda apócrifa pero sugestiva que nos alimenta? ¿O no era verdad que con un poco de imaginación podíamos asociar ese manuscrito y al americano que supuestamente lo había escrito con Moby Dick y el Capitan Ahab de Melville?

                Saber que Chantal A. conocía a Pierre Michon me hizo proferir un aullido animal que la asustó. La miré fijamente a los ojos y le dije que necesitaba ver a Michon lo antes posible, que había sido él precisamente el escritor en el que había pensando para traspasar el texto guardado, y al alejarme de la sala para buscar a Helene entre la sombras del dormitorio, no percibí la mueca de dolor que por un instante ocultó la alegría natural de mi suegra. A pesar de todo su escepticismo, por un instante, creyó convencida que yo había decidido concederle el honor de poseer, como todos los nombres ilustres anteriores que lo hicieron, el famoso manuscrito griego de 1932.

                Su decepción fue menor que el asombro provocado por la historia que le conté. El propio Enrique Vila-Matas me había ofrecido ese texto, un escritor que ella adoraba, al que coquetamente, en alguna ocasión, me había comentado amaba en secreto, o mejor, de quien se había enamorado a través de sus palabras, de sus historias.

                Fue una suerte que apenas una semana después Michon acudiera a una conferencia en Le Halle, que surgiera escuálido y solemne de entre la masa y mirara con sus ojos miopes –o al menos eso me pareció- por encima de la gente acumulada en el salón de actos y me viera. Una hora después, gracias a la mediación impagable de Chantal, cenábamos en un agradable restaurante judío de Les Marais. Entre hummus y bolitas de carne y salsas aromáticas Michon relató su encierro. Era un hombre agradable, nada terrible a pesar de mi turbia imaginación y del respeto excesivo que mostré hacia él y su solemne e impresionante literatura. Monstruo vivo que exhalaba carcajadas gozosas de literatura. Entonces contó esa historia, la de Antonin Artaud, y yo le dije que el manuscrito estaba en mis manos y había decido entregárselo a él por muchas razones. Primero porque lo consideraba un maestro, y segundo porque yo apenas tenía tiempo para escribir, y consideraba un despilfarro que siguiera en mis manos sí dudaba de mi condición de escritor. Sus ojos se humedecieron de repente. Alzó la copa de vino, bebió un trago lento y largo, y cuando abandonó la copa sobre la mesa me contó que veinte años atrás, a mediados de los años ochenta, poco tiempo después de publicar Vidas minúsculas, recibió una carta de un sacerdote de Aix-en Provence, de nombre Bernard Ferrand.

                -Este sacerdote era muy anciano –dijo-, un hombre muy sabio. En los años cuarenta, en plena guerra, había editado un libro de poemas hoy imposible de hallar.

                Se encontraron en un café de Le Cours Maribeau. Lo reconoció enseguida, flaco, diminuto sobre la silla, muy viejo en comparación con la juventud que ocupaba la terraza aprovechando el buen tiempo de un mes de mayo luminoso. Se miraron por unos segundos. Michon encendió un cigarrillo y el sacerdote le confesó que Vies minuscules había sido una experiencia estética deslumbrante. Michon agachó la cabeza y se sentó frente a él.

                -Hace muchos, muchos años, fui a visitar a Antonin Artaud al psiquiátrico donde estaba recluido. Cuando le pregunté por el secreto de su profunda obra, por esa especie de oscuridad lúcida y terrible que planeaba en toda su literatura y en sus ensayos, Artaud dijo que el oscuro era él, que sus textos estaban llenos de una luz heredada, de un secreto ajeno guarecido misteriosamente en su mente confusa. Existía un manuscrito dijo, un manuscrito que él había leído, del que incluso podía recitar de memoria pasajes enteros, rezar esa hermosa prosa que en Grecia, en 1932, un vagabundo americano dejó escrita sobre una casa junto a la orilla del mar, en una cala perdida, rodeada por un brazo de tierra y un abrupto acantilado. Tenía la intuición de que en verdad el americano no había compuesto esas frases en el año que todos fijaban como origen, sino que había encontrado un pergamino algunos años atrás en Atenas, datado varios siglos antes de Jesucristo, y se había limitado a traducirlo al inglés, adaptar ciertas descripciones a su época y a transcribirlo en la hoja de papel que circulaba desde hacía años de escritor en escritor. Me aseguró que Cervantes había tenido en sus manos el texto original, y que incluso Shakespeare llegó a guardarlo egoístamente más de un lustro. Habló emocionado de otros propietarios ilustres; Flaubert, Tolstoi, Dostoiesvki, Proust e incluso Joyce.

                Poco antes del amanecer, cuando bajamos a la calle para despedirnos ebrios y fatigados, a pocas manzanas de la cúpula de Les Invalides, saqué de la carpeta que había arrastrado conmigo toda la noche el supuesto texto de 1932. Los ojos de Pierre se iluminaron ante el papel plastificado. Tardó unos segundos en reaccionar. Se sentó en un banco del puente. De lejos parecíamos dos clochard enfundados en abrigos oscuros, yo con un gorro de lana, y él con una gorra de sport marrón claro, las bufandas apretadas alrededor del cuello, los rostros impresionados. Nada más comenzar a leer las primeras líneas del texto Michón empezó reír, primero con suavidad, enseguida carcajadas que resonaron a través de las aguas del Sena. Quise que me dijera si sabía algo sobre el escritor norteamericano vagabundo, sobre aquella casa que construyó o rehabilitó Brenan, sobre el misterio de esas palabras que había guardado algún tiempo, pero se fue alejando alzando la mano a modo de despedida, sin dejar de reír.

                -Adiós, Jimarino, adiós.

                Le grité que me dijera por qué se reía. Se lo pregunté varias veces. Michon se daba la vuelta y alzaba el brazo,

                -Lo sabía. Lo sabía. Me lo dijo Hugo Clauss. También Claudio Magris. Y Tabucchi. E incluso Günter Grass.

                -¿Qué te dijeron?

               Comenzó a llover. Oí algo de un secreto. La tromba de agua ensordecía sus palabras, ya situado a unos veinte metros de donde estaba empapándome… Letras… El futuro. Un lugar en el mundo. Las carcajadas continuaban… Nuestra casa.

                -¿Nuestra casa?

              Se borró de repente. Tuve la sensación de que la niebla que cubrió en pocos minutos el puente lo había arrastrado hacia L´Ille Saint Louis. Ya no podía ver su figura enjuta, su paso cansino. Inmediatamente pensé a qué escritor le entregaría más tarde el manuscrito. Luego que sucedería si uno de eso escritores que iban a poseerlo decidiera destruirlo o guardarlo para siempre a pesar de su extraño influjo, jamás traspasarlo. O tal vez Michon sabía quien era el misterioso vagabundo norteamericano que quiso escribir en Grecia una novela y decidió dárselo personalmente si es que aún vivía. O puede que incluso ya supiera de la existencia del pergamino griego. Al fin y al cabo, yo estaba convencido de que ya no iba a necesitar ese texto. Mis palabras languidecían. El tiempo había borrado su insistencia, el afán por contar. Necesitaba tiempo tal vez, pero la energía había mermado. En cuanto regresara a España tenía pensado llamar a Ricardo Menéndez Salmón para preguntarle como conseguía mantener la calma y las fuerzas para seguir contando. O mejor al propio Vila-Matas, que tuvo la deferencia conmovedora de entregarme personalmente el famoso manuscrito ¿De donde sacaba la energía ese hombre? Al compararlo conmigo, me sugería el esplendor de una ballena en alta mar, retozando sobre la superficie de las aguas, frente al insignificante navegar de una araña de río.

           Tal vez había perdido el secreto de este arte, eso que permite creer que vale la pena seguir escribiendo.

                El agua empapaba mis cabellos, caía por mi rostro y me mojaba los labios. Recordé muchos días en los que me había calado hasta los ojos de lluvia, días de amores secretos, de tardes de infancia en la sierra, ebrios de vino y deseo adolescente, las manos finas y heladas de Lucía, huella de los centenares de festines eróticos posteriores, de las ramificaciones de los sentidos expresados en todas esas vidas que nunca cumplí reunidas en un nombre que no fue demasiado importante pero definió a todos los demás; me acordé de las fiestas perpetuas, de los insomnios y los saludos al sol con la garganta seca, todo esos años borrados, el rastro efímero y confuso de lo escrito a lo largo de casi tres décadas. Entonces pensé que tal vez la lluvia podía limpiar algo de todas esas cosas que habían ido ensombreciendo la literatura que guardaba mi existencia. No era nada importante en el fondo. Una impresión fugaz de haber tenido el manuscrito, de haber compartido el mismo texto que otros tantos tuvieron por un tiempo. Pero esa impresión dejó una huella más profunda de lo que creí en un principio. Me di cuenta al examinar el efecto que me produjo más tarde una propuesta oída en los últimos meses; se pedía que, ante el probable impago de la deuda griega, el gobierno heleno podía vender algunas islas. Me sentí indignado hasta el punto de que, tras leer la noticia, me puse furioso y comencé a gritar que aquello no era posible. Mi mujer me miró sorprendida, como si la noticia no fuera motivo para esa ira tan impetuosa y visible.

                -No entiendes lo que eso significa.- Dije en voz baja, apenas un susurro que no oyó nadie.-Eso sería entregar nuestra única tierra libre, nuestro único lugar sagrado-.

                Michon se había evaporado por ese puente y nunca más volví a verle. Mi suegra hace meses que no viaja hasta Valencia, según parece está recorriendo la vieja y agujereada Europa en una roulotte con su nuevo amante. En una postal me confesaba que tal vez había perdido el gusto por escribir y prefería beber y morir despacio, leer y hacer el amor mientras el cuerpo resistiera los envites del tiempo.

                -La culpa es de Beckett. Queda ya poco por decir…

                Entonces pensé en una frase de Bauchau –un frase que tal vez inventé, no estoy seguro a estas alturas-. 

                -Lo mejor sería perderse en una isla griega, vivir en una casa junto a la orilla, escribir una palabra tan sólo en una hoja de papel día tras día, adquirir el ritmo del mar y finalmente desvanecerse como las olas.

                En ese instante me pregunté porqué demonios había vuelto escribir un texto como éste. En voz alta, a solas, sin que nadie me oyera, me acordé de todos los títulos de libros que inconscientemente otros escritores me habían robado a lo largo de toda mi vida.

                Porque leer es una vida absolutamente maravillosa. 

Copyright Jimarino

                         


Vida de poetas-El bosco

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Flaca y de hermosos ojos negros, Blanca guiña un ojo ante el retrato de Julio Cortázar reflejado en mi rostro. De un modo parecido conocí a Jesús, a su hermano, sobre el césped de Blasco Ibáñez, la facultad de Ciencias económicas y empresariales a mi espalda y la de Psicología enfrente, bajo un sol agradable de primavera, con los cuentos completos de Cortázar zumbando en el aire. Escapaba de un examen incómodo, de una tensión nerviosa que alimentaba la ansiedad y el desconcierto. Me sentía lleno de desamor y confusión, sumido en un agudo periodo de renuncias. Blanca siempre llegó después, como un presagio que oscilaba en torno a la serpiente, oscuridad tras la blanca nobleza del hermano mayor, aunque se asemejaban. Ella era más hermosa y menos accesible.

La Facultad de Ciencias Económicas sigue oscilando en ese destino improbable en el que me equivoqué, porque yo estaba con Cortázar y Borges entonces, y aquellas palabras tuvieron que haber alumbrado otro camino mejor, y no me refiero sólo a mí, sino para el mundo. Qué lumbreras económicas alientan el universo, qué ojos más agudos avistaron todo lo que sucedería, qué soluciones más brillantes observamos envueltas en trajes Armani, maletas de Vouitton y chaquetas de Dior allá por los templos del mundo contemporáneo. Ellos no son los sabios de este mundo aunque lo parezcan, eso es algo que no deberíamos olvidar jamás.

El camino de Blanca y su hermano Jesús tampoco fue demasiado ejemplar a simple vista: los dos están muertos. A Jesús le dediqué dos poemas y una vez más, después de su muerte, representamos en su honor Los arrancacorazones, una obra de teatro exterminada, perdida, de la que siento pánico incluso con sólo referirme a ella. La escribimos a dos manos en un mugriento piso del Carmen en el año noventa y tres, a pocos metros del estudio en el que mi querida Amparo copulaba con su viejo pintor por esas fechas, nada importante ahora: hoy el tipo será un cincuentón envejecido prematuramente, con barba blanca y calvo como una bola de billar, y no creo que haya llegado a convertirse en Picasso -tampoco yo parezco Tolstoi-, y seguramente hace mucho que no ve a Amparo, ni la toca, y el tiempo lo cura todo y hace años que me trae sin cuidado su destino. Sin embargo queda rencor en los sentimientos traicionados, en lo que no terminó de morir de forma natural, aunque la importancia en el presente sea ridícula y nos resulte indiferente el destino de los implicados. Pero el sentimiento perdura sin rostro, se transforma en un ronroneo vulgar, en una carcajada exagerada, a veces en un exabrupto, y misteriosamente sigue doliendo. Aprendimos algo cuya esencia no podemos olvidar. Como llamar ciencia a la Economía y ver a los ministros del ECOFIN alardeando como gallos soluciones de rigor impecable que, sin embargo, no llevan a ninguna parte. Hoy toda Europa está en recesión mientras Alemania esboza esa mueca de triunfo, esa expresión indiferente de granjera empecinada, tozuda y austera, que comienza a dirigir un corral que se asemeja al espacio de una película de terror para nosotros, con los rostros contraídos y una sed insostenible.

A Jesús y a Blanca los arrastró el tiempo, como a nosotros nos arrastrará el poder en los próximos años. Un poder sin rostro ni alma ni nombres, gestionado por un puñado de peleles que representan con su solemnidad ridícula una sinfonía del futuro tan negra que me asusta ver a mi hijo crecer.

A ellos, a Jesús y a Blanca, ya no los puedo ver salvo cuando releo los cuentos de Cortázar, llenos de anotaciones y la memoria de entonces. Y no puedo hacerlo demasiado tiempo porque me duele, porque ver esas pocas fotografías que guardo me destruye.

A estas alturas las razones de la supervivencia siguen siendo hermosas, se anteponen sin duda al declive general de cuanto veo, de cuanto oigo, a la tristeza de un país dividido, con un Juez probablemente condenado por razones judiciales, pero juzgado de ese modo por la apisonadora política de un partido y unos intereses que, estén o no estén gobernando, dominan el cotarro. Y tantos ciegos aplauden, y tantos voceros lanzan sus consignas. Ni siquiera fueron capaces de condenar una autarquía que nos maniató durante cuarenta años al atraso y al autismo, a la corrupción. La corrupción no llegó con la democracia, sino desde la historia de España, agudizada por décadas de dictadura construida a base de insectos parasitarios. La indignación da paso a un especie de construcción de un héroe que tal vez no merezca ese apelativo, pero la metáfora siempre fue poderosa, eso es algo que el poder nunca comprendió del todo a pesar de dominar durante siglos nuestros destinos. Cada retroceso en sus privilegios se dio por una metáfora creada a gritos para las masas, misteriosamente asimilada por todos. Sólo me falta confiar en las masas aunque sea tan difícil.

Hoy en día -tal vez nunca pero hoy menos-, las multitudes no se parecen en nada a aquel poeta kamikaze, huérfano de padre y madre, diez años mayor que yo, que desde los diecisiete años tuvo que mantenerse a flote y cuidar de una hermana pequeña. Uno se hace poeta por diferentes razones, incluso deja de serlo temporalmente, y vuelve a recuperar el brío por motivos inaccesibles. Esto se lo susurraría a varias sirenas que conocí. Un poeta viene y va, se deshace y se reconstruye, vomita y desaparece, se esconde y aparece cuando uno menos lo espera, a veces en la vida y otras en la prosa, en un informe médico o profesional, en un argumento legal, pero nunca se es poeta por voluntad propia, como mucho uno se esfuerza en ser corrector de poesía o afilador de poemas, nunca poeta, que se asemeja más aun estado de ánimo, a un spleen ante la existencia o a una iluminación pasajera, a una emoción hecha de palabras esenciales que acuden inesperadamente. Observando el panorama general a veces parece que ser poeta es una cuestión de vanidad, pero no debemos hacer caso al presente. Hay que dirigirse al futuro. Esos poetas oficiales se irán deshaciendo con los años, quedarán muy pocos, y si existe un futuro posible no está ni estará jamás en ellos.

Jesús fue poeta por necesidad que no es poco, o al menos es lo que solía decirme. Por la misma razón yo leí por necesidad, y escribo y escribiré porque el impulso de hacerlo siempre fue mayor que el de no hacerlo, incluso a pesar de la existencia presente o del desánimo que a menudo me envuelve. Tres meses sin estar aquí, en esta página que se llamó Los perros de la lluvia en honor a un tiempo exterminado. Tres meses en los que el tiempo ha ido transcurriendo y he pensando en escribir muchas cosas, y he escrito otras y me he ido de viaje y he sufrido y he amado de nuevo y mi hijo crece y el mundo se vuelve loco y a un señor que hizo lo que en cualquier país europeo se había hecho muchas décadas atrás, condenar una dictadura que no fue blanda, sino terrible y duró cuarenta años, o que se pasó de la raya investigando la red de corrupción más grande de la democracia española, impensable en Alemania, en Dinamarca o Suecia, tanto por el montante de dinero sisado y el número de personas implicadas -desgraciadamente muchos de ellos no serán ni siquiera juzgados- lo inhabilitan once años.

No tengo ninguna simpatía personal por el Sr. Garzón, pero su persecución política me aterra. Tal vez de su martirio nazca esa metáfora necesaria, esa es la esperanza frente a muchas cosas, incluida esa reforma laboral que nos hace retroceder muchas décadas, que nos sitúa en un estadio de media esclavitud teniendo en cuenta la situación real del mercado de trabajo español. No se prima la creación de empleo, sino la facilidad en el despido y la insistencia en el desequilibrio, y se argumenta que será útil para los reajustes empresariales (de nuevo un eufemismo que expresa la legalidad absoluta de la reducción de costes basados en el empleo, no en el incremento de productividad necesario que implica a todas las partes del proceso económico) y para evitar el absentismo laboral (para generar el miedo que nos acerque a la inclinación, a la mediocridad, al sí señor y a la delación del igual), que degrada el trabajo y lo convierte en una especie de mendicidad mal pagada y forzosa, y que contradice numerosos estudios económicos recientes sobre la rigidez del mercado laboral español, anunciándose a su vez con un impacto inmediato -hasta el 2013 los más optimistas- negativo. Pero dicen que es por los parados y por el futuro de este país.

Jesús nació para mí aquella tarde de primavera soleada en la que en una terraza comenzamos a hablar de literatura. Tras las dos horas de charla ininterrumpida me dijo que haberse encontrado por casualidad conmigo, leyendo tumbado en el césped de Blasco Ibañez un libro de Julio Cortázar, le había parecido una señal poderosa para anunciar algo. Creía en esas cosas, en esos misterios que la novela y el cuento siempre albergaron como si supieran de la vida más que nosotros mismos, eso que se olvida cuando nos parece que toda la realidad es única y la expresa el señor De Guindos o la señora Merkel.

Me cuentan que en una población griega un grupo de ciudadanos ha tomado un hospital y lo han declarado de su propiedad. Soy pesimista, pero hay gestos que incendian el optimismo enseguida, porque poseen esa fuerza que provocó que a mediados del siglo XIX los grupos políticos obreros comenzaran a reivindicar sus derechos y a exigir su entrada en los parlamentos. La lucha de todos esos hombres y mujeres durante décadas provocaron un hálito de dignidad en las masas europeas, en las condiciones de trabajo, en el destino de los pueblos, y junto con los terribles desastres de la primera y la segunda guerra mundial y el miedo patológico del poder occidental al comunismo soviético, se produjo en Europa la mayor concentración de integración y bienestar social habido y por haber en la historia de la humanidad. Europa brilló como lugar de los derechos humanos y la integración a pesar de los defectos que podamos encontrarle a cualquier régimen. Hoy me parecen logros soberanos, y esas batallas que nos concedieron a todos nosotros la posibilidad hasta ahora de construir vidas más o menos dignas es la respuesta de este presente al futuro, y nació de un puñado de metáforas sobre la justicia y la libertad.

Un grupo de jóvenes de mi ciudad -una ciudad somnolienta y banal en vista de lo que aquí ha sucedido y el resultado y las tibias reacciones civiles ante semejante expolio- se acercan a la calle Colón, símbolo de la opulencia comercial y burguesa de la ciudad, y se enfrentan a la brutal policía y a la delegada del gobierno enarbolando libros. Cuidado. Tenemos libros. Aún oigo las voces de todos esos que repiten lo que oyen, que todos son perroflautas y antisistema violentos. Que salen a la calle manipulados. Se sale a la calle porque nos da la gana, porque no protestamos ante la derechos que ganan unos libremente sino ante la reducción bestial de derechos de la ciudadanía, los trabajadores y todas las clases sociales que no pintamos nada en esta sociedad, la inmensa mayoría voten a quien voten. Por eso salimos. Por eso salen. Porque la apisonadora política no puede tener respuesta en el parlamento ante su mayoría. Porque por lo menos ante el deterioro y la injusticia podremos expresar el desacuerdo en la calle o donde nos apetezca. Cuidado. Tenemos libros. Es hermoso aunque puede que no trascienda. Poesía y literatura, como me dijo Jesús el día que me citó en su casa la tarde siguiente a nuestro primer encuentro para comenzar a escribir algo juntos, nada que ver con la forma de desprestigio que a veces se entrelaza por culpa de algunos y con razón a esas palabras. Sabía mucho de letras, y precisamente fue él, el poeta de mi generación, sobre todo cuando miro el sombrío panorama de vendedores de humo e imagen, de amiguetes cogidos de la mano odiando al otro, de abominables desiertos silenciosos, el deterioro general de la cultura y el espíritu, la suave cadencia de los días desaparecidos.

Cuanto más sabemos más terrible parece el mundo, tal vez por eso hay tantos optimistas natos. Me acuerdo de mucha gente, cada vez más, como si los fantasmas del tiempo empezaran a anunciar un declive. Entonces no comprendía del todo en qué consistía la consciente decadencia de Jesús, la pendiente afilada y destructiva que remitía a cada una de sus genialidades. Guardo poemas suyos, demasiado pocos, apenas una docena, tan extraordinarios desde hace años, que al releerlos me duele algo, pero son poemas que me obligó a destruir y a silenciar. No puede existir una poesía más que la del instante, la que provoca ese arrebato, ese vértigo, esa construcción del presente. Los poetas pueden llegar a creer que lo que construyen es sólido como las columnas de los templos, pero basta que una generación cambie de palabras para que esa realidad quede convertida en polvo inasible e incomprensible. Tal vez presto mucha más atención desde que conocí a Jesús a los poetas que buscan esa palabra primigenia y eterna que flota para siempre en el inconsciente colectivo, que aletea en cualquier identidad, comprensible a pesar de su extrema dificultad de ser fijada. Esa poesía que sólo leen unos pocos, los guardianes de una larga tradición; una tribu extraña, construida de viejos mitos que ya no importan y sin embargo son esenciales.

Jesús poseía ese aliento. Podía haber escrito como entonces otros exitosos autores de nuestra generación un aliento poético de sexo drogas y rock and roll, pero prefirió buscar otras palabras. Quedaron selladas pero de alguna forma las guardé. Como me sucede ahora, cuando no tengo nada que contar tan a menudo, cuando el silencio terrible se instala entre mí y la hoja en blanco, cuando creo que es mejor no hacerlo -preferiría no hacerlo-, no ponerme a teclear o a alzar el bolígrafo sobre la fina lámina de celulosa para construir las letras, y entonces pienso en él.

¿Cómo traicionarlo? No puedo.

Un día mi querido amigo y extraordinario poeta Antonio Tello me contestó a un correo desolador que le escribí que la obligación del escritor era ética -con toda la hermosa y libre ambigüedad de la palabra ética-, generar un universo verbal de ficción alimentado por un compromiso ético y estético sumido en una tradición de siglos y guiado por esos sentidos fundamentales que a lo largo de las décadas construyeron la historia de la literatura para ofrecer o revelar un conocimiento esencial de lo humano que ayudara al escritor y a los lectores a valorar la justicia y a aspirar a la libertad en el mundo. Lo demás es el espacio de la historia, y la historia, afirmó, es un campo yermo de cadáveres. De qué escribir en un mundo sordo, eso es lo que Jesús habría dicho esbozando una sonora carcajada. Escribir para uno, para ti, para cuarenta, pero escribir porque es necesario. Lo mismo hubiese dicho Bolaño, y seguramente Borges o esos desesperados de la escritura que para no morir siempre construyeron otra frase más.

De Blanca me enamoré perdidamente y su hermano no dijo nada. Fue un breve periodo de transición entre la antigua vida salvaje y el apacible descenso que sobrevino después. Aquella cantante, con un grupo de música formado exclusivamente por mujeres, harapienta y dolorida como un gato callejero, esbozaba lamentos profundos en las cavernas de lo oscuro. Tal vez fuera normal, su destino se truncó desde niña y eso deja un poso inevitable. Alguna vez, cuando nos despertábamos de buena mañana helados y veía mi casa agradable, austera pero agradable, me contaba que ella, desde los ocho o nueve años, jamás había vivido desayunos alegres o en armonía, que pese a los esfuerzos de su hermano por alcanzar la normalidad, por escapar de la pobreza y la miseria, el frío y la inseguridad habitaron en su corazón y en su paisaje. Pero no odiaba a nadie, eso esa cierto. Su rabia era interior, sin dirección. Luego descubrí que toda mi luz le cansaba, que extraer la alegría de mí, la fuerza de ese equilibrio que me propuse ofrecerle entre las brumas de mi propia reencarnación no era suficiente. Que vivir de ese modo le hubiese cansado. Alejado de los dos, toda mi furia adolescente, mis adicciones reiteradas, mi relación afilada con la muerte que me acompañó tanto tiempo, se fue disipando, mostrándose como exabruptos ruidosos sin contenido, retazos de aquel muchacho incapaz de aprehender de alguna forma consistente el mundo.

Porque acaso no se pueda elegir ni siquiera a través del mito. Porque para llegar a ese extremo en el que alguien se suicida, es necesario que las circunstancias aprieten hasta ese punto, porque vivir es un vacío y una plenitud, lo que sucede es que a algunos el vacío les llegó demasiado pronto, y el esplendor al que aspiraron siempre se convirtió tarde o temprano en un pasaje desolado a su alrededor ¿Que iba a hacer un chaval de apenas diecisiete años, que no terminó en un hospicio porque cumplió los dieciocho pocas semanas después de la muerte de sus padres y un viejo amigo de su madre le preparó un contrato de trabajo que justificara medios para poder cuidar de su hermana pequeña, en medio de un mundo descomunal, inmenso, ruidoso como el mar agitado, inasible como el cielo? Sobrevivir, y lo hizo durante treinta y tres años.

En mil novecientos noventa y tres, con viente años, yo canturreaba aquella mítica canción, Loser, de Beck, como si fuera el resumen de mi existencia.

I´m a loser baby, why don´t you kill me?

Ahora prefiero Gagnants perdants de Noir Desir. Puedo aceptar que no me llamen ganador, no ser más que un alma silenciosa que trata de defender su voz, pero jamás aceptaré que somos perdedores, que Jesús perdió. Hemos perdido, pero no somos perdedores.

Cada fornicio traidor de Amparo me había estremecido de arriba a abajo y la vida promiscua posterior, aquel exceso de vacío entre labios sin nombre y noches de absoluta inconsciencia de las que apenas nada recuerdo, me habían dejado en una encrucijada sin pasos que dar, sin caminos que recorrer. El día en que mi pintora cerró las puertas de nuestro infierno y yo quedé helado y destruido frente a una autovía ensordecedora me di cuenta a mis diecinueve años que el mundo ya no vendría hacía mi, que probablemente mi destino como estrella del pop o mi futuro literario nunca serían el soñado, que la existencia estaba delante de mí y que debía pelear con uñas y dientes por ella, acercarme a sus entrañas oscuras y sufrir los mordiscos de los lobos para avanzar unos pasos, que nada iba a ser como imaginé, que todo era un panorama yermo y construir algo sería una cuestión de apretar la mandíbula y subir las mangas de la camisa y tener paciencia. Hoy tendría que darle las gracias, de corazón. Su desamor trajo toda la insatisfacción que necesitaba para adentrarme en el mundo. Ella fue la metáfora de mi crecimiento posterior, de mis cartografías, aquello doloroso que me impulsó a la felicidad una y y otra vez a pesar de todo lo amargo que me sucedió, de todos los límites que crucé, de esas veces en las que me asomé al abismo y a la muerte, de lo que aprendí sobre el amor en esos años posteriores de asombrado desamor, de cómo ensamblé las escaleras, los pasadizos, los recovecos de mis refugios y las ventanas donde asomarme para respirar.

Escribimos Los arrancacorazones en apenas dos meses. La compañía de teatro que iba a interpretar la pieza nos aplaudió a rabiar cuando Jesús y yo ensayamos la primera representación. Yo no sabía nada de teatro, o mejor, ni siquiera sabía escribir, pero Jesús me hizo partícipe y a menudo protagonista.

Como Bergman unos años antes había explicado al anunciar su retirada del cine, Jesús sentía que a sus treinta años la estética moderna lo había convertido en alguien fuera de moda, en un eco de otra época y otro tiempo, y aseguraba necesitar mi contacto con el presente, aquella vida falsamente glamurosa que además terminaba de perder al separarme de mi pintora. Ella no fue la persona más importante de mi vida ni mucho menos, quedó muy por debajo de ese grupo de gente que amé y me amó. Pienso que fue incluso menos importante que Lena años atrás en su exhibicionismo discreto, en la sensualidad que a mis doce o trece años aprendió el sentido de la seducción corriendo detrás de ella y su tristeza, viéndola aparecer desnuda y fantasmal en las sombras de los pasillos de aquellos viejos caserones, anunciando el placer sin recibirlo ni darlo, o en todas las mujeres que he amado después, en esa dualidad del amor esbozado en Helene y en Sophie, pero Amparo tuvo ese don, ese mensaje demoledor: me reveló el fin del sueño, de una posibilidad. Su marcha fue como agujerear el globo hinchado de ilusiones del que colgaba y me elevaba unos metros por encima del suelo, esa fuerza interior que consideraba que creyendo y deseando uno edificaba el destino, que pisando fuerte con aquellas botas de piel de serpiente atadas a los tobillos como una segunda piel en invierno y verano podía dibujar esas huellas y ese recorrido que me llevara donde quería.

Amparo fue el final de la inocencia, y por eso me marcó tanto. Jesús llegó justo después, y fue la primera consciencia de la terrible experiencia de vivir, incrustada sin remedio en la maravillosa intensidad vital, emocional e intelectual de estar vivo.

Se puede pensar que suicidarse es una especie de renuncia. Que sólo se suicidan los desesperados, los locos o los enfermos. A veces es verdad, pero después de pasar algún tiempo al lado de mi viejo amigo tengo mis dudas. Cuando recibí tiempo más tarde la noticia de su suicidio, cuando ya hacía mucho que no lo veía, muchos meses después de que Blanca se fuera a Berlín en julio del año 94, después de que él decidiera trasladarse a Barcelona, pensé que había mucha gente viva que continuaba de pie por una renuncia. Hoy en día estoy más convencido de ello que nunca. La vida está sobrevalorada; es el signo de nuestro estúpido tiempo.

Ayer leí un fragmento de la carta que Stephan Sweizg dejó escrita antes de envenenarse con su mujer en Brasil en plena segunda guerra mundial y me di cuenta de hasta qué punto Jesús era consciente de lo que era la vida:

Prefiero, pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo trabajo cultural siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal. Su más preciada posesión en esta tierra”, argumenta antes de desear a todos sus amigos que “vivan para ver el amanecer tras esta larga noche”.

Conforme escribíamos Los arrancacorazones comprendí que estaba aprendiendo más en unos días de lo que había podido aprender en años. Sus lecturas fueron tan enriquecedoras que muchos de los autores que él fue descubriéndome son ahora lugares indiscutibles de mi biblioteca, y libros que de una y otra forma me cambiaron la vida, me ayudaron a seguir, a comprender, a continuar vivo y mantener la esperanza y las uñas afiladas. No sé cómo pudo leer tanto en tan poco tiempo. Tal vez en esas bibliotecas públicas que por inútiles y por falta de presupuesto cerrarán una tras otra a lo largo de los próximos años, en un proceso de ajuste que no afectara a lo superfluo y banal, a los que más poseen, sino al resto, a todo lo que es justo y esencial. Porque Jesús no tuvo dinero en toda su vida. Porque de Malcom Lowry o Joseph Conrad, o Stevenson o Melville, de Dostoievski o Tolstoi, de Margarite Duras, de Faulkner o Sábato, de Onetti, Proust o Virginia Woolfe, de Joyce, jamás hubo libros en su casa. Nunca poseyó más que un reducido puñado que ocupaba una estantería diminuta al lado de un sillón con los muelles rotos y el mullido medio deshecho, la mayor parte de esos libros regalados o robados, sin embargo, y pese a no tenerlos físicamente, fue una de las personas que mejor valoró esas novelas, las leyó como si devorara el tiempo, como si le hablarán directamente al alma de su propia vida y de lo que contemplaba, le sirvieron para vivir intensamente, para pensar en cómo vivía, le permitieron alcanzar ese estado de sabiduría increíble que le permitió escribir su poesía silenciosa y su filosofía de la extinción. Nunca lo menosprecié porque se matara. Las razones para vivir son la mismas que sirven para afrontar la muerte. Eso lo dijo Camus y, francamente, no hay demasiadas personas que tengan el coraje de guiarse de ese modo para vivir lo más posible o para suicidarse antes de tiempo cuando ya no podemos seguir defendiendo la dignidad y la libertad.

A Blanca también le gustaba leer, y mucho. No poseía ese brillo intelectual que asomaba en los ojos de su hermano cada vez que hablábamos de nuestras novelas preferidas, pero leía, de otro modo, como una especie de oración interior que escupía en cada uno de los conciertos de su grupo, en aquella época en la que gozó de cierta fama en el mundillo musical independiente.

Reconozco que verla esa primera vez subida a un escenario, esa noche en la que su hermano me invitó a uno de sus conciertos en un antro del antiguo barrio del Carmen, cerca de donde habíamos escrito y ensayado Los arrancacorazones, fue la razón más importante para sentirme atraído por ella. Fina, de huesos largos y delicados, piel muy blanca, pechos pequeños, casi masculinos, y una figura fibrosa y endurecida, alargada como un cristo. Me sentí pequeño ante su vida, falsamente autodestructivo ante su fuerza, burgués en el fondo a pesar de mi supuesta amoralidad, aficionado ante sus terribles abismos y adicciones, y débil ante la oscuridad majestuosa y bella que desprendía esa mujer. Desde el principio supe que yo no iba a ser el hombre de su vida, así que me tomé su ofrecimiento como un modo de recordar algo memorable, de adentrarme en una personalidad irrepetible. Ella no me necesitaba y yo me propuse no necesitar a nadie tiempo atrás, así que todo fue relativamente intenso, apasionado y fácil. Ella permitía esa distancia, la gozaba incluso, la marcaba con un ímpetu deslumbrante. Me enamoré de ella aún así. Me enamoré de un modo adulto por primera vez en mi existencia, de su particular forma de actuar que tanto nos fascinaba a mi y a Jesús, de su relativa fama en la ciudad, de su descaro y de como hacía el amor, como si fuera la última vez, como si todo cuanto besaran sus labios fuera a exterminarse al día siguiente; de su obscenidad sensual y sutil, de su negrura tierna, de sus juegos malabares frente al corazón y sus excesos.

La imaginé muchas veces subida en una cuerda floja, en un trapecio. Ser estable con su pasado no era cosa fácil, no debemos olvidarnos nunca de ello. La infancia decide casi siempre nuestro equilibrio futuro. Podemos aprender inglés o informática, hacernos economistas, ingenieros o abogados despiadados, pero nuestro equilibrio lo marcará la infancia. También nuestra felicidad y nuestras tristezas, nuestros abismos y nuestros destinos incluso a pesar de esos avatares destructivos y terribles que acontecen en toda vida. Es como si la niñez eligiera por nosotros al nacer.

Yo siempre vi en Blanca, a pesar de todo lo negro, una tremenda vitalidad, y lo mismo me sucedía ante las imponentes carcajadas de Jesús. Pero miré mal, o equivoqué la mirada. Lo importante es que alguien que se suicidó puede enseñarte muchas cosas que sirven para vivir, o darte una cartografía posible, unas señales en el mapa desconocido y enigmático que tenemos que desentrañar con nuestros pasos y decisiones. Tal vez Blanca tuviera un mal viaje y no quisiera morir, ya no lo sé. Había pasado casi un año y medio desde la última vez que la contemplé desnuda, más de un año desde esa tarde en Madrid en la que la vi con vida por última vez para despedirnos y me dijo que era un buen chico y un buen escritor, y que debía tener esperanza. Que las diosas de Blanca y su universo de brujas deslumbrantes y agoreros del tiempo perdido me dieran esperanza es algo que no he podido todavía olvidar. Así es la vida, como diría mi querida amiga Ana Luisa.

Cada vez que abro mi colección de cuentos completos de Julio Cortázar, esa edición de Alfaguara que me entregó mi padre primero, y después, cuando una desvergonzada amiga de mi viejo compadre Jacobo se la llevó para no devolvérmela, fue un celebrado regaló de Helene, tengo la sensación de abrir el cajón donde guardo nuestros experimentos literarios, la obra de teatro de Los arrancacorazones, esa carpeta donde todavía me quedan un puñado de poemas de Jesús que releo con los ojos cerrados. El tiempo todavía sigue doliendo en alguna parte de mi piel, es como si lo hubiese traicionado sobreviviendo, renunciando, recomponiendo mi rincón de laberintos y pasadizos, y anhelo la vejez para reconciliarme con todas las épocas extinguidas. Se acercan los cuarenta a pasos de gigante y tengo la hermosa sensación de que a pesar de todo aún me quedan algunas cosas por apurar. Cuando veo la triste imagen de los triunfadores ahora ya desvelados y ufanos, o la sonrisa satisfecha de ministros y consejeros y señores elegantes hablando de nuestro destino, cuando observó el deterioro de la cultura, cuando cae la noche y esa tristeza bordea los ojos de la gente que me cruzo por la calle y oigo el exabrupto y el grito, la desesperación, cuando leo que en Europa hay ciento trece millones de personas viviendo bajo el umbral de la pobreza, o que la Generalitat Valenciana no paga a las farmacias ni a los colegios ni a las guarderías mientras se descubre el agujero de Emarsa y Camps pasea su inocencia y sus trajes, cuando observo la mueca de hastío que esboza Sarkozy expresando la grandeur siendo tan sólo decadencia, cuando los periódicos asustan y los hombres claman sin vergüenza que son ellos los sabios, pienso que aún puedo reconstruir una o dos veces más mi vida, y si lo pienso para mi, soy capaz de traspasar esa esperanza a toda la gente que conozco y que merece la pena. Tengo la sensación de que la sabiduría ahora mismo está proyectada en el secreto y en el futuro, es silenciosa, tranquila, los lectores son porteros de edificio, empleados de medio pelo, putas de bar de carretera, que los escritores de verdad apenas susurran, que los hombres que cambiarán el mundo están inventando las nuevas metáforas del futuro, que mi pequeño Mateo alienta con su generación una esperanza de transformación, que Garzón será recordado como una especie de Dreyfus machacado por el conservadurismo español que nunca soportó perder el poder después de ejercerlo durante siglos, que esta crisis no es más que un invento y mi compadre Pierre seguirá vendiendo su frutas y verduras bio, y Mario actuará por fin en teatros de verdad y la literatura maravillosa volverá a servir a mucha gente en un futuro cercano, que la vida dará un vuelco o al menos alcanzará ese equilibrio que en algunos momentos de la historia nos ayudó a seguir.

Blanca se lanzó de un cuarto piso en uno de aquellos edificios ocupados del Berlín de la reunificación. Era como si decidiera morir en medio de la historia, o donde la historia celebraba la victoria de los ganadores. A veces la veo planeando como esta Europa perdida, agitando las nubes y tratando de proferir su largo réquiem. Tal vez lo hiciera intoxicada de todas esas drogas que los dos tragamos como caramelos para niños enfermos, los niños engañados que fuimos, ahora sin paraísos consistentes, aunque a ella se le cayera la infancia demasiado pronto y esos engaños fueron pasto de la miseria y la derrota, o tal vez llegó a pensar que ya nada valía la pena, que el recorrido había sido demasiado veloz e intenso, como un relámpago, y su hermano muerto ya no la protegería y la tierra que pisaba se derrumbaría tarde o temprano como caen los castillos de arena construidos por los hombres a la orilla de la playa cuando suben las mareas, y era mejor la dignidad del vuelo que el envejecimiento triste de la desesperanza y la derrota. No puedo saberlo, y durante algún tiempo aquello me atormentó. Pero tal vez, como si a veces los ángeles que nos protegen -rumor de tiempo, viejos trovadores, almas lúcidas encendidas de destellos, la inteligencia y la luz- extendiera sus alas de vez en cuando, llegados como un fragor inesperado, como un pliegue y una chispa, los escucho, los oigo. A Jesús diciendo que la batalla de la literatura era una contienda futura, que ya todo estaba casi perdido, que había que alimentar la hoguera, la llama, y a Blanca extendiendo sus brazos y decidiendo volar como Hrabal, como Walser envuelto en la nieve. Y en sus voces encuentro aquello que tengo que salvar, aquello que todavía me enciende y me obliga a respetar al prójimo, a odiar despiadadamente a los que convierten estos falsos paraísos en infiernos anunciados, a los que engañan a los inocente, a los que pisan a los otros para impulsarse más alto, a los esbirros que masacran la libertad y la dignidad.

Hemos perdido sin remedio por si alguien piensa lo contrario. El espectáculo ha terminado, no queda nada en los inicios del nuevo siglo que sea consistente, que nos una y, sin embargo, no somos perdedores, en cada uno de los abrazos que damos, bajo la piel y en el corazón, entre las brumas de los que construyeron para nosotros un rumor en la historia, una victoria del alma frente al mundo, en todas las canciones y los versos y las novelas hechas de furia y libertad, está el rumor de aquello que debe perdurar, el aliento enfurecido de los que nunca ganaron pero jamás fueron perdedores, como un aviso para navegantes, como un viento silencioso que se cuela entre los pliegues de la mentira y los naufragios, para que entre los restos que nunca recogerán los imbéciles y los esclavos quede esa materia prima de lo humano, aquello que nunca se doblega, el límite que hace ante la injusticia alzar la cabeza, ante la tiranía buscar otras palabras, frente a los límites hallar otro itinerario, ante el absurdo encontrar el sentido, frente al dolor y la mentira acariciar con los dedos erizados el amor y la verdad, aliviar el pesar de vivir.

Jesús siempre me habló de aquellos grupos de desheredados que huían de las hambrunas y las pestes en el medievo, que recorrían Europa con sus troupes de prestidigitadores, poetas, músicos, harapientos vagabundos del hambre y la picaresca. Él solía decir que de ellos nació el arte que le gustaba, que de ellos llegó esa extraña resistencia de los hombres ante los infortunios, la imaginación encendida de los derrotados frente a la derrota despiadada. Se nutría de esa esperanza, y una vez me confesó que tal vez el mundo se iba a poner mucho peor de lo que todos esperaban, y que si yo lo deseaba, lleno de confianza en mí, formaría conmigo una de esas pandillas de inventores de aire, de mercaderes de arena y limpiadores de nubes, de prestidigitadores del tiempo, que a mi lado él podía creer, reinventarse, empezar de nuevo. Ahora me toca a mí comenzar a reunir a todos esos perros de la lluvia que aullarán en las noches de invierno, se lo debo, a él y a mi hijo, al hombre futuro que se negará a ser carne de cañón, aderezo maltrecho en una escenario que no le pertenecerá, masa ruidosa sin alma ni voz, anónimo despojo del poder en su crecida intolerancia, en su dureza orgullosa, que no creerá a los amos ni respetará a los esclavos, aquel que entone las canciones que aliviaran la oscuridad futura, los que conviertan en polvo las indecencias de éste presente, los que alumbren alguna vez un mundo de luz y no estos templos de mercaderes.

Soplemos con fuerza a las brasas para que se mantengan.

Copyright Jimarino


Tres generaciones y una literatura-Mi hermano del alma

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A Daniel Ariño

Mi hermano siempre tuvo un gusto exquisito para la estética del arte. Como espectador adivina siempre esas películas perdurables que a veces se cruzan en nuestra retina para ofrecer esperanza en un lenguaje tan poderoso y maltratado. Como lector perezoso que es, selecciona con una intuición asombrosa lo que lee -ahora me pide todo McCarthy de repente, todas sus novelas resguardadas en mis abarrotadas estanterías de libros-, lo desmenuza, lo digiere y lo convierte en acervo eterno y recurrente, en conversación interesante sostenida de guiños y lucidez. En música no exagero si afirmo que es uno de los especialistas mas avezados y exactos de este país, que siempre me alimenta de sonidos novedosos, me ofrece la renovación de mi variada discoteca, me otorga el pulso de lo nuevo y bueno para no perder el tren del futuro.

Mi hermano del alma hizo esta fotografía hace apenas un mes, en la boda de mi hermana. Tal vez fuera la contrapartida de aquel cuento que escribí en 1998, premiado varias veces pero aún así secreto, incomprendido. El relato quedó titulado con aquel Mi hermano del alma que tanto me unió a él. Es un cuento sobre la tristeza.

Él llamó a esta foto Tres generaciones, porque fue su mirada a esos tres nudos vitales que entrelazan a esta antigua familia sin abolengo, pero de alguna forma llena de milagros, y también porque somos importantes para él: nuestro padre, su hermano mayor, y el pequeño Mateo, su encantador y hermoso sobrino, mi hijo.

La fotografía, sin saber la razón, se la envié al día siguiente de recibirla a mi amiga Diana de Concordia. Ella expresó con una precisión extraordinaria lo que le sugería la imagen. De alguna forma me dio claves que, con el peso sentimental de la misma, había obviado. Pienso que es una buena fotografía, y aunque esa sensación pueda deberse al componente afectivo que me ata a su significado, me quedo con la belleza de su mirada. La guardaré toda la vida. Nos retrató en un momento hermoso; un viernes por la mañana de asueto, con la fatiga de la semana en mi rostro, la tensión ante un futuro oscuro; la alegría del pequeño por tener a su papá y a su abuelo en un día inusitado, y por no ir a la guardería; el lógico entusiasmo de mi viejo por el matrimonio civil de mi hermana pequeña, que está en la foto sin que aparezca, contemplando ese instante.

Hace ahora catorce años escribí un texto sobre mi hermano que comenzaba así.

He perdido la sonrisa de aquel niño rechoncho que solía caminar pegado a mí esbozando una sonrisa bonachona, el mismo que alardeaba de ser el futbolista del barrio que más aguantaba el balón.

Mis recuerdos de infancia están en su rostro, en sus ojos, similares a los de entonces. Lo estaban hace catorce años y ahora. Es imposible no tener deseo de acariciar esas mejillas en el presente barbudas y fieras, y recordar la piel suave del niño, sus miedos, la expresión de temor inconsolable. Estaban a nuestro lado los viejos amigos, aquellos que nos acompañaban entonces. Los nombres bailan en su íntima expresión de melancolía. Los rateros nos robaban las canicas y él sentía pánico ante ellos, se refugiaba bajo los faldones de la abuela Carmen, como Oskar, el protagonistas de El tambor de hojalata, que solía esconderse tras las faldas largas de su abuela y descubría aquel particular olor turbador e inolvidable.

Sus miedos fueron siempre una especie de Bestia de la selva, por eso hemos hablado tantas veces de aquel relato de Henry James, uno de los mejores de la historia de la literatura junto al Bartleby de Melville.

No sé porque situé a mi hermano en la encrucijada de una despedida en aquel instante del cuento, cosas de la ficción literaria.

Estoy atado a él de por vida, y no sólo por esta fotografía que vuelve a renovar ese lazo en sus ojos. No se puede ser consciente y parte implicada, pero él lo consigue con la distancia de sus egoísmos y sus exabruptos autodestructivos. Ambos los fuimos, autodestructivos, pero llenos de amor. Autodestructivos como perros mojados huyendo de la vida o abrazándola sin protección.

No sé exactamente cual es la diferencia entre él y yo, aunque sí percibo la suya con respecto a la mayor parte de la gente que trato.

Es un milagro. Él es un milagro lleno de existencia palpitante. Le cuesta levantar su enorme corpachón en la penosa medida de los tiempos analfabetos, pero ahí sigue, aguardando que acuda para escucharle. Tal vez perdió algo de aquel brillo, pero eso nos sucede a todos. El caso es que escribí aquel cuento, pensé en su risa, pero retuve mucho más su tristeza crónica, estética. La tristeza no fue enfermedad, sino genio, aunque eso lo supiera después. Una tristeza desconsolada y enorme, como si en sus ojos se hubiese detenido la del mundo.

A veces se le toma por alguien ensimismado y ausente, pero en realidad lleva en sus entrañas la irracionalidad de cuanto sucede a su alrededor, los desmanes del hermano mayor, los temores de su pequeña Carmen; la historia de mi padre y los antepasados, que generación tras generación construyeron un intento de dignidad; las lágrimas de mi madre y su miedo al poder, a la dictadura asesina y despiadada que tanto apaleó a mi abuelo hasta su muerte -murió asustado y rabioso el 23 de febrero de 1981-. Esos ojos de mi madre están en él. Los ojos a los que aterroriza el discurso menguante, regresivo, del presente, esos señores que azotan los derechos de otros y gimen mirando al cielo divino, auspiciados por el dinero y las iglesias contemporáneas.

Todo eso estaba en él cuando escribí ese cuento, y él tiene ese gesto de rabia que le hace apretar la mandíbula cuando oye los lamentos.

En esa fotografía, mi padre, como dijo Diana, esta en el suelo, tiene los pies en el suelo. Esa es una constancia que siempre alivió mis vuelos, aunque hace años que soy yo quien sostiene tal vez los últimos aspavientos alados de mi viejo, quien recoge la herencia de aquella vieja lucha.

Cuando a los dieciocho años me enamoré de esa mujer más alta que yo e insistí en marcharme a Madrid para ser poeta, mi padre siguió con las plantas de los pies pegados a las baldosas. Luego recogió sin rencor ni ensañamiento mis pobres cenizas. Él está en ese lugar de la solidez, de las suelas de los zapatos desgarradas de tanto caminar, jamás separadas de la superficie de la tierra.

Recuerdo el relato que me hizo de la muerte de Juan el largo, y el cuento que escribí con todo ello, Los testigos, y comprendo porque está ahí. Sabe más de la injusticia que yo, que empiezo a percibirla de verdad ahora. Puede que yo tenga palabras más hermosas, pero él supo, a través de esa vivencia confesada una tarde fría de abril en la sierra, junto a la chimenea del salón, gracias al suicidio de Juan el largo y a las razones de aquella muerte acontecida en 1958 en las calles apacibles del pueblo donde nació, donde suelo ir en cuanto puedo aunque sean sólo unos días, por la propia historia de mi abuelo, su padre, que ejerció algún tiempo como Juez de paz allí, en qué consistía la ceguera, la crueldad y la sumisión de las masas frente al poder. Ese suicidio marcó su vida, hizo aparecer el miedo a lo que es más fuerte y terrible que nosotros, hacia aquello que puede no sólo aplastarnos o matarnos, sino destruir el alma, nuestro entusiasmo. Al fin y al cabo Juan no fue más que un suspiro de dignidad y libertad exterminado, un ejercicio de voluntad suicida encaminado a aliviar el sufrimiento, ese sufrimiento que termina con la resistencia del hombre por insoportable, obsceno y demoledor.

El pequeño Mateo, así lo vio mi hermano, se eleva unos metros, pero no pierde el contacto con la arena de esa playa, ni con la línea del mar, ni con el abuelo, tal vez porque sabe que mi gesto de preocupación, esa expresión desolada en una altura limitada e inútil, pero altura a pesar de todo, no lleva a nadie a ninguna parte. Es como si viera en Mateo una síntesis de siglos acumulados, una especie de lugar intermedio donde no vive ni el romanticismo desesperado ni la preocupación entristecida e inmóvil.

Hay días, al sentarme frente a él, en los que el aire se hace irrespirable. Todas las ventanas y puertas del apartamento están cerradas, como si la vivienda, amplia y agradable, imitara su estado de ánimo decaído o él pretendiera que así fuera; apenas entra luz por la rendijas de las persianas, que llenan de puntitos cuadrados el suelo, la mesa y nuestras caras, y el humo de los cigarrillos queda retenido en la habitación y el pasillo como una tercera presencia que uno termina por sentir encima hasta la asfixia.

Un día mi hermano desapareció. Lo hizo durante mucho tiempo. Se perdió en alguno de sus lugares idílicos, se escondió entre las nubes y sombras que habíamos construido juntos. Lo hizo porque el hermano mayor ya no podía ayudarle, embadurnado hasta las cejas por el mundo. Se fue porque el padre que pisa el suelo ya no lograba protegerlo. Porque el abuelo represaliado murió el día 23 de febrero del año 1981 y no llegó construir nada sólido para nosotros, porque Juan el largo se suicidó ante la intolerancia y el desprecio de un pueblo, porque este país no podrá cambiar jamás.

Cuando volvió a aparecer, en su rostro habían surgido las arrugas, los dientes amarilleaban en exceso por el tabaco, en sus ojos siempre había alegría entre las lágrimas.

Su regreso fue como aquella memoria del ángel que escribí en forma de verso, un arrebato místico, una especie de luz que nunca ha dejado de brillar. Desde sus ideas más solidas y extraordinarias, hasta sus planes más extravagantes -ese hacerse camionero en Noruega, sus discos de slam en español y francés jamás concluidos, los viajes a lugares exóticos que siempre planea y una y otra vez pospone, sus innumerables amores virtuales, un mundo de mujeres solas, incomprendidas, cansadas de hombres ruidosos según su teoría, sus salidas nocturnas incendiando la ciudad de fantasmas perdidos, sus improperios a la banalidad y el engaño-, eso que define todo lo que él es, conforma aquello a lo que un hombre debe agarrarse cuando cae. A veces al mirarlo contemplo esa esencia que siempre me protege cuando el vuelo se alza en exceso, cuando olvido que mi situación en esa fotografía, en esas nubes improbables mirando hacia otro lado, no es más que un deseo de salir corriendo, la inminente posibilidad de desplomarme. Él confía en Mateo, y lo hace en el eco de esa sabiduría de origen impreciso, que comprende que el lugar no está en el aire intoxicado donde yo me sumí media vida, pero tampoco en el paso firme de mi padre asustado por el tiempo terrible que le tocó vivir, por la desconfianza ante el futuro que nos sobreviene con sus nubarrones imprecisos.

Estamos hechos de la misma materia. Todos.

Celebraremos hoy, tal vez mañana, que Bodas en casa de Hrabal, por fin, se ha vuelto a reeditar, como llevamos años pidiendo los dos a voces. Así me lo han confirmado algunos de los maravillosos lectores de este blog, como si fuera un triunfo colectivo, ante esa novela que mi hermano adoró a los cuatro vientos, de la que tanto hemos hablado. Por fin Hrabal. Un pequeño triunfo. La fiesta con mi hermano será una de esas melancólicas reuniones de vicios y memoria que siempre nos acompañaron y nos acompañarán, entre la risa divina que formará siempre el reto que él ponga a los absurdos del mundo y los hombres, a la barbarie y a la miseria que nos quieran echar por encima de la cabeza, y lo hará abriendo sus ojos verdes, mirando los míos y diciendo basta.

La valentía de mi hermano reside en todo lo que ama y en lo que le sirve para sostenerse. Es la valentía que halló en la esencia de esa literatura que relee constantemente y a la que es capaz de llamar sin rubor literatura de la verdad. El se ríe con Faulkner y Joyce. Con lo que no entienden de Faulkner los analfabetos funcionales mi hermano suele rezar en silencio. Faulkner y Onetti, cuenta. Onetti y Cormac MacCarthy. Dostoiesvki y las brumas de Tolstoi. Proust y la llama de la Duras entre los dedos, y la ilusoria supervivencia de Malcom Lowry, a quien quisimos parecernos hace mucho en nuestras citas alcohólicas ahogadas de palabras.

Tal vez toda mi literatura se la deba a mi hermano.

A ese momento en que aquella monja inhumana del colegio religioso al que íbamos lo paseó clase por clase después de mearse, con apenas cinco años, por todos los pasillos, hasta llegar al aula de su hermano. Y yo vi ese dolor, esa humillación, esa bestialidad disfrazada de piedad, y lloré de rabia. Porque era un niño de ocho años y no supe qué hacer, pero reconocí el verdadero rostro de la crueldad, del horror, del miedo y la venganza en los ojos de esa mujer; la humillación de mi hermano por aquella hija de Dios, por aquel efluvio de bondad religiosa que desde entonces siempre fue la imagen injusta y miserable de la Iglesia oficial todopoderosa ante mí, siempre al lado del poder a lo largo de la historia de este país. Y yo entonces, que no supe reaccionar ni pude gritar, me oriné también, y las risas de mis compañeros no fueron más que el dolor del individuo ante los rebaños domesticados, pero fue un dolor lleno de rabia, lleno de odio hacia lo que representaba esa mujer, a su autoridad en ese lugar.

 Fotografía cortesía de Gabriel García

Mi viejo amigo Gabriel, ahora en Paris trabajando tras la crisis que diezmó sus posibilidades aquí, me dijo no hace mucho que los enfrentamientos vienen de lejos, de siglos atrás. Los reconoció Blanco White en el exilio. Goytisolo y Santos Juliá. Un encono que acude desde todos las pasajes de nuestra historia. Desde el franquismo que fue no sólo una dictadura sino una representación radical, no erradicada del todo, de la filosofía de una parte de España que nunca ha dejado de tener el poder ni de reivindicarlo como un derecho y no como una responsabilidad. De aquellos muertos que no han sido enterrados. De todo lo que jamás se ha cumplido ni cerrado en nuestro devenir. Él sabe mucho de esa cosas. Me hace pensar. Como Severine, que estudió nuestro triste destino como país durante siglos hasta sentir un escalofrío. Como esos franceses lúcidos que frecuento en mis viajes y que siempre se asombraron de lo que aquí sucede o sucedió, sea bueno o malo. Veo a Gabriel frente a sus libros, en esas conversaciones que tiene de noche, cuando la ciudad duerme y él se queda a solas en un país extranjero para ganarse la vida en vez de disfrutar de nosotros, de Valencia, de su amante, de su existencia perdida de momento, conversaciones con esos autores que lo miran de reojo y lo acompañan para decirle de donde viene y porqué está en ese agradable apartamento de Paris, tan lejos de su casa.

En esa fotografía se pierde mi mirada y no encuentra ninguna dirección sólida. La de mi pequeño es segura sobre la barra metálica. Mi padre nos vigila a ambos, aguardando sujetarnos con su vejez a cuestas, con sus piernas doloridas y sus ojos azules tan tristes. No hemos olvidado nada o eso espero. Los siglos de la familia flotan en ese cielo, en esas líneas rectas que conforman el cielo, el mar y la arena de la playa. Mateo tal vez busque un navegar más plácido que mis vuelos con caída. Estoy a punto de caerme ante tantos nombre muertos, tantas palabras sin sentido, tantas vidas desaparecidas entre mis dedos, tanta incertidumbre ante el futuro.

Una vez mi hermano nos salvo la vida. Hace muchos años de eso. Esa escena la escribí en Mi hermano de alma. Un momento clave en el que descubrí su enorme fortaleza, no sólo física, sino espiritual. Fue capaz de abandonar el papel del hermano pequeño agazapado en el camal del mayor y se transformó en una especie de ángel vengador, que con una fiereza desconocida, mítica y salvaje, nos salvó a todos, a mí y mis amigos, a esos inocentes que, al contrario que él, no comprendimos hasta que punto al mal hay que combatirlo porque existe. Lo hizo para luego deshacerse, languidecer, desplomarse como un pesado fardo en el suelo días después. Pero en su grandeza de aquella noche aciaga en la que nos defendió de la agresividad y lo imprevisto, encontré siempre una resistencia, una fuerza.

Sé que está, siempre está. En el mismo lugar, con la misma risa.

Se ríe de aquellos hombres que creen avanzar veloces por encima de todo, surcar triunfadores y ufanos el mundo. Lo hace de mí y mis pretensiones huidizas. De las conversaciones ridículas que atrapa al vuelo por doquier, en los cafés y en los bares nocturnos, en los mercados y en los centros comerciales, entre amas de casa insatisfechas y ejecutivos de medio pelo, en las cafeterías elegantes del centro de la ciudad donde se confabulan los grandes negocios o en los bares de barrio obrero, entre los inmigrantes o en las charlas de los paraninfos universitarios. Se ríe de él, de su gravedad y su debilidad, de sus exabruptos románticos, de sus dolorosas profundidades. Se ríe de los ministros y los dirigentes europeos expulsando como marionetas eufemismos que en verdad anuncian el fin de los estados de bienestar. De mis pesares anímicos y mis quebraderos de cabeza. Lo hace con un risa humana, serena, llena de amor. No concibe sino es riendo la ambición sin sentido ni la materia convertida en fin. No es la risa cruel de aquellos que celebran el deterioro y el exterminio, eso no lo puede permitir. Es un ángel humano, grueso y violento, que planea incesante en mi subconsciente para recordarme donde estuve, de dónde vengo, qué lugares fueron importantes, dónde está lo esencial. Es como cuando lee los cuentos completos de Virginia Woolf y es capaz de entresacar la modernidad de su técnica literaria, la profundidad de sus descripciones psicológicas, sus aciertos como narradora, y lo enfrenta sin titubeos, mediante la burla, ante cualquiera de esas malas novelas que todos conocemos. No hay manera de superarle en esa farsa, en ese juego en el que la risa asciende hasta el espíritu y lo llena de inteligencia. Se ríe entre las palabras de Ezra Pound de los libros de autoayuda, baratos prospectos de la banalidad contemporánea. En el gesto rabioso de esos perdedores que nunca lo fueron y a los que siempre defendió.

En una ocasión amamos a la misma mujer, hace mucho tiempo, y yo se la arrebaté por capricho. Durante años no tuvo rencor, pero me ha echado en cara ese gesto más de una vez. El frívolo ángel negro surcaba los mares de su éxito insignificante creyéndolo inmenso e inagotable, pobre iluso, engrandecido, gigante ante ese firmamento de estrellas que pensé duradero e interminable, quitándole el amor para disfrutar de mi ligereza inconsistente entonces. Su gravedad se encontró siempre con cierta tendencia mía a la profusión y a la levedad. Lo curioso es que a simple vista siempre pareció que yo vivía y él contemplaba. Pero no me odió. Ni siquiera en los peores momentos. Siguió amándome incluso cuando lo abandoné, cuando no fui consciente de su dolor.

Luego me callé. Desparecí. Al inicio -y él lo sabe- de toda su demolición humana, toda su grandeza destruida y posteriormente reconstruida a duras penas. Sabe que mi alma, como si fuéramos siameses, es la suya, y viceversa. Mi hijo es su hijo. Mi padre lo es de ambos. Los lugares que yo le relaté, los paraísos y los infiernos que pude contarle, son suyos, como le pertenece la memoria de todas esas mujeres amadas que construyeron mi alegría y que él sólo vio de lejos en su prolongada enfermedad de tristeza, hoy en día libre de nuevo de todas esas tormentas, recuperado y lúcido como un Cristo hablando de amor en los templos de los mercaderes.

Me río de las burlas que puedan hacerle los guerreros de la actividad. Él se ríe con la suavidad de la brisa del mar que acompaña a la fotografía. Sus ojos retratan la absurda comparsa de movimientos incesantes, de estupidez, entre las brumas de la confusión. Hace tiempo que espero algo heroico de él sin comprender que lo que debería hacer es reconocerlo en su grandeza quieta, en su inmóvil contemplación de la existencia.

Su mayor recompensa tal vez ha sido su victoria sobre mí, y no porque esa alegría acuda a través de mi derrota, sino como un premio al presagiar hace mucho la derrota de mi mundo a su pesar. Él tenía razón, incluso ante aquellos que se mofaron de su postración insostenible, de su inmenso corazón.

Un buen día aquella mujer a la que los dos amamos, pero que yo le arrebaté sin piedad, una mujer que yo perdí después, a la que siempre quise volver a ver para decirle cara a cara que lo sentía, que me conoció en una época insensata y que ella valía mucho más de lo que pensé, para decirle que entonces yo no era más que una veleta hinchada de vanidad y viento estéril, volvió a aparecer. No hace mucho de esto, tal vez unos meses antes de que la fotografía en la que fijó a esas tres generaciones que le importan surgiera de sus ojos. Ella le dijo que entonces, hace ya tantos años, se equivocó. No debió haberme elegido a mi sino a él. Tenía razón.

Enciende una lamparilla, con cuidado, como si el interruptor fuera tan delicado que pudiera romperse en caso de apretarlo con fuerza. Obstinado, insiste en esa parsimonia que denota torpeza; abre un cajón, se mueve lento, muy pesado, mientras voy despidiéndome de él, en silencio, contemplando sus gestos, sus movimientos, por última vez, o al menos así lo creo. No volveré, quiero decirle, pero las palabras no salen de mi boca, se ahogan en mi garganta y me limito a observarle con atención. Es como si intuyera que el viaje siguiente va a ser a ninguna parte y que él aceptará la soledad sin más explicaciones, porque en toda su enorme fragilidad existe una dureza rocosa, propia del enfermo mental, una voluntad de hierro que sólo concluirá con la desesperación, algo que ahora veo lejano y que, por el contrario, se me antoja un problema más mío, o de Miguel y Carmen, que suyo. Deja sobre la mesa un grueso álbum de fotografías.

-Ya lo he visto otras veces.- Le digo cortante. Pero él insiste: -Vamos tete, que he organizado las fotos de otra forma-.

Sé que ese es su último intento, y que debió hacer algo parecido con mi padre cuando le dijo que se marchaba. Imagino la escena; Miguel y él en la cocina, mientras oigo como me pide que acerque la silla para poder ver juntos las fotografías, cientos, casi miles, suyas, de toda la familia junta, de sus viejos amigos, en diferentes lugares y momentos de la vida.

-Fíjate en ésta, que cara tenías. Y aquí, mira, que pelos llevaba yo. Mira la mamá, qué guapa, qué joven ¿no crees?

-Muy guapa, Tangofino, muy guapa. Igual que tú.

No se puede tener todo, y yo tuve una familia que se me fue escapando como el agua que fluye por los ríos, resbalando entre los límites del cauce por una ley inexorable. Se le caen las lágrimas y me contagia ese estado de postración a pesar de la entereza con la que yo había planeado esta última visita. Algo me desgarra las entrañas; Miguelón tan joven, al lado de mi madre, que parece llenar de luz la foto y augura la tiniebla de su desaparición.

Toda la dureza de Tangofino va perdiendo fuerza en esa cocina que ilumina con suavidad una lámpara de bombilla blanca, y sólo queda un espeso silencio conforme pasa las páginas, páginas que ha dividido por capítulos y que encabeza con un titulo escrito con rotulador negro, acompañado de unas fechas.

                             LA FELICIDAD DE LAS MARIPOSAS (1984-1987).

-Buenos tiempos ¿Te acuerdas del viaje a la playa? ¿Del restaurante junto al mar donde comíamos sardinas fritas y habas con jamón? Mira Carmen, qué pequeñita, lo mayor que se ha hecho…

Hace mucho que no le oía decirme hermano de ese modo, con ese cariño, y mientras lo dice me pasa la mano por el hombro; no pronuncia esas palabras pero las oigo; no te vayas hermano, no te vayas, no me dejes tú también. Y entonces me señala un capítulo, me avisa antes de pasar la página.

-Ahora viene el mejor de todos, mira, mira como se llama…

                              MI HERMANO DEL ALMA

                                           (1986-1990)

                           * * * * * * * * * * * * * * *

Y sigue vivo. Sigue vivo para esperarme.

Dentro de unos días viajaré hasta donde está, allá perdido en sus lugares elevados y sus actos sociales, para filmar un cortometraje sobre él. Será Mi hermano de alma diez años después de escribir ese relato. Dijo que sí. Mi hermano insiste en que sí mientras sus fotografías siguen inundando de alegría el espacio de mi existencia. Mateo cuenta a todo el mundo que Tito, mi hermano del alma, es el más fuerte. Mi padre sigue buscándolo entre las sombras de su cuarto lleno de humo y música para hallar consuelo. Mamá mira de reojo todas las escenas que hemos vivido juntos y celebra su presencia.

La historia de una familia que le debo a los ojos de Diana y de mi hermano. Tres generaciones, una literatura y un hombre colgado del aire.

El ojo de mi hermano es lo que me retiene. Su voz es el eco de lo que no puede derrotarse.

Una vez me dijo que la escritura debía ser el lugar de la valentía, y él estuvo muchos años sin escribir. Ahora llena cuadernos de palabras sagradas y yo, tal vez, deje de hacerlo.

Cosas de los ángeles.

De los ángeles y de la literatura.



marcel schwob-Petronio/Lucrecio (Vidas imaginarias)

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               El Petronio de Marcel Schwob es sensual a pesar de su fealdad tuerta, críptico como un jeroglífico, sobrio a la vez. Nació en tiempos de faranduleros que vestían ropas verdes, tal vez en las largas migraciones del teatro del hambre, con los ojos enrojecidos de curiosidad, cargando la miseria y transformándola en luz extravagante, como si avecinara la edad media en esa época temprana del hombre, a punto de extinguirse por la corrupción y la inhumanidad aquel esplendor heredado de los griegos y extendido en Roma, un mundo muerto que no reviviría en las letras hasta el exilio de Dante siglos después, que no resurgiría finalmente hasta el Renacimiento, aunque la vida fuera siempre vida y nunca deje de serlo. Petronio vio con los ojos nublados de cansancio el eco de esos animales monstruosos, la voz engolada de los enanos, la suave cadencia de las bailarinas, el eco de los músicos que parecían recoger la luz, el fuego y el color de la existencia sin rumbo en la armonía hecha de diapasón, silencio y nota, hijos de los que nada pueden perder y anhelan alcanzarlo todo con el espíritu, aunque sea espíritu de supervivencia, de festiva iluminación.

         El mundo era el mismo de todas formas. La mirada de Petronio avanzando por la tierra era similar a los ojos de Marcel Schwob rasgando con la pluma el papel o la mía inquieta frente a la pantalla que parpadea. Mundo de sextercios o euros, de libertos o financieros. Fuera como fuese, la misma ambición y el mismo color sangriento, la expresión desolada en los ojos de los desheredados y arrastrados, de los cojitrancos, los vagabundos y los inflados vencedores, esos altos funcionarios de entonces que aspiraban al poder municipal, a la llamarada impetuosa y distante del éxito y la corrupción. Rapsodas y poetas entonaban sus lamentos en los ligeros vientres de las ciudades, vientres de arena húmeda, de oscuras conspiraciones y lúbricas expresiones de la fascinación. Imperio fálico aquel, dominado por la hombría y la violencia a pesar de todo, a pesar de los rapsodas y los titiriteros, y los pintores que ocupaban esos barrios que olían a mezcla de tierra y hierbas, a alcohol y linimento.

            Cuando leo cada frase del Petronio de Schwob intuyo la ciega fascinación de Borges, que siempre volvió a este relato y a todos los que Schwob dio existencia en Vidas Imaginarias, hasta pensar que Petronio no fue aquel procónsul, y más tarde ese ufano cónsul de Bitinia, sino ese observador fascinado por la agitación del mundo exterior que miró desde las oquedades de su palacio, envuelto en riquezas y placeres hasta quedar condenado a la vida elevada. Era el universo fascinante de una provincia enriquecida, donde toda la exuberancia de Roma pasaba con cuentagotas, despacio, para ser asimilada. Como no escribir después el Satyricon y recordarlo entre la niebla del exilio y la desgracia, hasta quedar exhausto en un suave despojarse. Pero Marcel, inventando, tal vez extasiado ante esa prosa coloquial, esa picaresca que luego Fellini convirtió en deslumbrante imaginación de la lascivia y la decadencia de esa civilización perdida, escribió otro destino, para Borges más verdadero, para mí a su vez también, como si su alma hubiese intervenido en ese milagro y quedara reflejado en su escritura para cobrar otra dimensión más veraz que la Historia.

           Gracias a este periodista francés descreído y brillante, poco antes de su amor desgraciado y su muerte temprana, atisbamos la infancia elegante de Petronio. Jamás dos veces la misma ropa en el fragor del año. La casa sumida en la limpieza absoluta, con el deambular de ramajes atados barriendo, y mujeres y hombres recogiendo restos. Era un lugar distante del mundo a pesar de sus ventanas, las mismas desde las que Petronio se parapetaba para ver pasar la fascinante farsa de la tierra. Roma era el centro del universo, y aunque él estuviera en provincias, aquel reguero residual guardaba ese caos, esa humanidad hacinada que iba y venía de las capitales del imperio hacia los lugares recónditos que las circundaban. Buena comida en la mesa, deliciosos manjares acumulados durante años por esclavos sollozantes y campesinos empobrecidos.

          En ese palacio que a veces he visto en sueños, esa estructura sólida de la antigua arquitectura romana, quizá algo tosca en comparación a otros ostentosos edificios del imperio, pero no exenta de belleza, de sencillez efectiva en las líneas rectas, de sensualidad en las circunferencias y los círculos y los bordes inesperados, se guardaban objetos de todos los consulados romanos, delicadas joyas asiáticas, figuras africanas de marfil o madera, emblemas de otros pueblos bárbaros, flotaban perfumes exóticos, brillaban con la luz del sol cristales embellecidos por la mano del hombre. Los viajes del padre cobraban forma en ese museo, en todo lo que se guarecía entre los muros de los jardines cercados de verjas: animales de todas partes, extraños ojos de reptil, monos y mamíferos pequeños, sonoros pájaros cantores. Era difícil la sorpresa ante ese pedazo de tierra recogido allí año tras año y trasladado a ese lugar, a no ser esa mirada exterior por la ventana que Petronio cumplió curioso a partir de cierto momento de su vida.

          Schwob lo vio vivir en esa molicie, en el entusiasmo menguante de tenerlo todo al alcance en ese rincón, envuelto en el fragor de los bosques cercanos, en el pachulí exótico, en el olor de las maderas al otro lado, en la brisa del mediterráneo a pocos kilómetros, en el eco de las telas sedosas y las obras de arte. Pero él buscaba en toda extensión plana de exuberancia algo distinto.

           No en vano se hizo amigo de aquel esclavo, eso lo cuenta Marcel, con cierto aire sensual. Amigo y compañero de juegos. Siro le enseñó cosas desconocidas siendo joven. Tal vez fuera un artista de los de ahora, mensajeros del hambre silenciosa, de gestos para jugar y modelar en el aire de los bosques, esas palabras sin ruido que nunca repercuten en nada. El caso es que Petronio quedó fascinado por sus manos embrutecidas de trabajo, por ese ingenio desmesurado que llevaba a Siro a atisbar la realidad de otro modo, y se la mostraba generoso, a él, al mismísimo Petronio intocable que vagaba sin entusiasmo entre su melancolía. Petronio comprendió que en Siro y en todo aquello que pudo mostrarle, se hallaba algo distinto a todo lo visto y leído, al tiempo de los antiguos y sus imaginaciones improbables. Pronto se dio cuenta de que sus enormes diferencias poseían una sed, y entonces surgió la poesía en medio de esa planicie deslumbrante que él no veía. Palabras entre sus dedos, que surgían ante cada una de las maravillas que Siro le ofreció.

        Marcel Schwob vio en Siro una especie de iluminación inconsciente. Y así fue como le regaló a Petronio aquellas vidas de gladiadores destruidos y rasgados de cicatrices, de perdedores impenitentes sin más luz que el subterráneo deseo, lugares oscuros de humeantes vapores, prostitutas con defectos físicos innombrables alcanzado el cénit en el entramado opaco de las ciudades secretas, soldados exiliados, viviendo la pobreza de los sextercios escasos, desvanecidos entre tanta taberna y tanto vino, y ese dolor del cuerpo tras todas esas penurias de las campañas militares contra los bárbaros, con esos golpes y heridas lejanas recibidas allí en las fronteras con Renania o en la Galia conquistada; videntes maquilladas con polvos y pinturas africanas, que ofrecían la providencia y el destino por monedas, mirando fijamente a los ojos; vagamundos -como escribió Schwob- que guardaban una historia entre los labios, y luego esa otra imagen que se entrelazaba sin remedio con todo lo oscuro y subyacente en el esplendor de las ciudades; los misteriosos niños adoptados que entraban y salían de casas de senadores, siempre jóvenes y frescos, eternamente; las mujeres hermosas que por las mañanas paseaban por los jardines y al llegar la noche eran despojadas de identidad en las tabernas y los baños públicos, en esa parte de la ciudad que el padre de Petronio jamás frecuentó. Aquel mundo imaginado, apenas atisbado entre las cortinas lujosas de las ventanas del palacio, existía, estaba lleno del eco del otro, de su decadencia abarrotada de grandes palabras, y él lo mantuvo en la retina, participó a veces, se sumió en esos baños y vapores junto a las esclavas, aprovechó la insaciable respetabilidad de esas mujeres con dos rostros, el día plácido y la noche de goce, en el latido de aquella pederastia aceptada por los tribunos y los ciudadanos ilustres, vio a las mujeres llorar de deseo y placer, a los hombre golpear, asestar puñaladas, envenenar, fornicar hasta la sangre y el abandono, así fue, con Siro de la mano, adentrándose en lo que ni siquiera ahora se ve pero existe; imagen del poder real, imagen oscurecida del verdadero anhelo de los poderosos, de su lascivia y su inmoralidad, imitado por ese río secreto de la masa, como una copia decadente sin glamour pero sin dejar de ser pretensión de copia.

           Tuvieron que llegar los treinta años y aceptar esa libertad plena, y luego recoger en los labios las palabras que transformaban toda esa realidad, tenerlas entre los dedos, degustarlas y pensar que valía la pena escribirlas. Las historias de buscavidas y libertinos coparon sus silencios, tenía la materia prima del mundo, el secreto de aquella interminable hilera de desheredados que habían sido destronados del imperio, arrastrados por sus extensiones interminables, sumidos en la luz y las sombras de otro reino secreto al que podía llegarse en cualquier momento.

               Las ideas le acudieron al reflejar lo que había visto de la mano de Siro. Tal vez el criado muriera o fue liberado después ante semejante concentración de sabiduría, porque desapareció algún tiempo. Guardaba la esencia de una vida real y desconocida que abrió la mente y el alma, los ojos de Petronio. El pueblo ignorado surgía ante su mirada y no se diferenciaba de las tribunas en las que él había hallado el poder desde la descendencia de su padre y su familia. La misma miseria, pero extendida entre miles y miles de seres humanos sin domicilio ni rostro. Observó de nuevo, desde la ventana, regresado de nuevo al Palacete tras años de ausencia, ese recorrido incesante de gentes, sumido en su arte muerto, desde las palabras de su padre que le sugirió que se desprendiera de todo lo humano para alcanzar su rango.

         ¿Cómo hacerlo si uno quiere vivir en las palabras, que las palabras reflejen un suspiro sostenible de la existencia, de lo humano? Bajo los cuadros exquisitos y esos bellos objetos que gozaba en silencio, miraba ahora la ventana y enseguida volvió a ver a los enanos y a los saltimbanquis, a esas mujeres sin destino mas hermosas, y luego escribía porque ahora conocía el misterio de muchos de esos itinerarios. Porque la vida estaba en todas partes. En ese palacete, desde luego, en los honores acumulados por su padre, en su triste historia de cónsul defenestrado por envidias y secretos en los que no participó por desgana, despojado del vicio de la mentira y de la ambición, pero también en esos rostros arrugados y envejecidos, en esas barbas canosas tan abundantes, en las cicatrices terribles de los cuerpos guerreros, en la deformidad que anhelaba el espectáculo cruel como sustento y el aplauso discreto como supervivencia. Sabía ya como como eran los mesones infectos cubiertos de chinches y cucarachas, escribió sobre las peleas nocturnas que llenaban de cadáveres las noches oscuras en las ciudades, de las muertes inesperadas, de la sangre y el deseo. El deseo. Y ahí, entonces, se sintió hermanado con otro hombre al que nunca conoció, un poeta que vivió el deseo, aunque Petronio sufriera mucho de desamor, aunque fuese ligeramente bizco, algo tuerto, pequeño y delicado como una mujer.

           Y entonces pensó en Lucrecio, poco antes de alejarse junto a Siro, Siro que había vuelto, que no murió, y que ante la condena a muerte que fijó Nerón para Petronio a causa de las mentiras intoxicadas y pérfidas de Tigelino, decidió acompañarle, ayudarle a sobrevivir en aquel mundo en el que antes anduvo sumido como mero espectador.

          Se fueron. Durmieron al aire libre, se entremezclaron con las catervas de artistas sin techo, comieron pan ázimo y aceitunas pasadas y blandas como bizcochos demasiado mojados, inventaron la magia ambulante, escucharon la historia de los viejos tercios militares en boca de soldados abandonados a su vejez impotente, alejados de todo, a punto de la pobreza pese a sus honores y sus muertos, y la sangre que salpicó sus ojos y sus músculos ahora reblandecidos y curtidos de grietas. Había escrito todos los libros de aquel Satyricon envenenado y en ese instante en que esa vida de paso se convirtió en su habitat presente, tal vez en su futuro, dejó de escribir.

          Quizá debió hacer al revés, porque Petronio vio, escribió y luego vivió. El propio Marcel Schwob hubiera dicho muchos siglos después que era mejor lo contrario, ver, vivir, y finalmente escribir.

          Empezar a vivir fue más fácil de lo que Petronio había pensado. Caminó por sendas empedradas y polvorientas durante meses, se ofreció en ciudades y pueblos, sobornó con lo que guardaba, junto a Siro fueron traicionados varias veces, pero no les importó demasiado. Petronio pensaba en Lucrecio constantemente, mientras bajaba día a día un peldaño más en esa sociedad que contempló desde las ventanas de su palacete perdido. Buscaba algo en ese poeta que había imaginado y al que nunca vio, y por primera vez en su vida se dio cuenta de que estaba siendo protagonista de sus pasos, y a la vez sintió que le faltaba un impulso fundamental: el deseo.

          Creyó que, a lo sumo, había llegado a atisbar simulacros de deseo en los brazos de Siro, en los lugares mórbidos y decadentes en los que se adormiló desnudo y se embadurnó de aceites perfumados. Le faltaba algo esencial por vivir. El ojo se le fue afeando, parecía cerrarse aún mas, y el sano perdió el brillo y ganó negrura.

             Desapareció un buen día, eso escribió Marcel Schwob, y Siro lo buscó, tal vez pensado que había encontrado algún rincón donde detenerse, y lo hizo durante varias noches, y luego creyó que se había ido en busca de aquel poeta del que tanto hablaba, con quien soñaba a menudo, pero no fue así. Sodomizado y ardiente cayó sobre las tumbas de un cementerio abandonado en las cercanías de la provincia, con una ancha hoja de acero clavada en el cuello, desangrado, con los brazos extendidos, como una crucifixión de cristo venidero, yaciente, con el ojo sin brillo, que atisbó el final con su descenso cromático, abierto, afirmando en su mirada aterrorizada que vio el mundo sin conocer finalmente a Lucrecio.

 

       Pero Petronio, y eso Marcel Schwob lo sabía, no pudo haber conocido jamás a Lucrecio, porque murió mucho antes, tal vez cien años, y de como supo de él no podemos llegar a explicarlo con lógica, y tampoco adivinar porque lo buscó.

         Tal vez fuera porque a aquel visionario de la decadencia absoluta le faltaba el brillo de la alta cultura asociada a esa gran familia que superó a la suya en honores y riquezas, porque Petronio no contempló como Lucrecio los pórticos engalanados y gigantescos de esa mansión junto a las montañas, y no conoció esa distancia hacia el mundo, o que en vez del universo lumpen de los desheredados y el vulgo que sobrevivía a duras penas, su espacio, la vida, fuera para Lucrecio durante algunos años la alta política o la veleidosa sofisticación de la Roma Imperial.

         El contacto de Lucrecio con la existencia fue distante, visionario y abstracto. Lo vio todo desde la elegancia y el recogimiento. Conoció a Memnio, eso cuenta Schwob. Lo conoció a pesar de adentrarse en otro de los lugares hermosos de la tierra, en el brillo de los bosques, de la naturaleza ajena a los hombres, creada durante siglos de crecimiento espontáneo y vital; esa luz, esas estrellas, la edad eterna de los arboles gigantescos, la suave luminosidad rasgada de las montañas solitarias donde el ser humano no había llegado. Cada día, el niño Lucrecio atisbaba las infinitas posibilidades de esa naturaleza esencial que contaba más siglos que el hombre. El hombre fue objeto de desprecio ante la sosegada independencia de la familia, y así lo vio: desprecia al hombre y a sus conquistas, sus cuitas y a sus conspiraciones y triquiñuelas. Tal vez por eso Petronio quiso conocerlo sin saber que había muerto tantos años atrás, porque había visto todo de la condición humana, mientras el otro atisbaba el brillo de lo eterno, la placidez, que fue a veces cruel, de la naturaleza y sus luces y sombras.

         Un día recorrieron tal extensión de bosque que llegaron a un círculo despejado en el que apareció un cielo como un pozo azul. Fue el calor después de kilómetros de hojas verdes y reflejos fugaces de un sol inexpugnable. Un círculo mágico que debió convocar con su esplendor inesperado la religión en él. La paz en su espíritu conmovido por la inmensidad de lo creado, su insignificancia ante ese claro, junto a los ojos extasiados de Memmio, tan absorto y fascinado como él. Después de contemplar esa belleza, Lucrecio comprendió que la totalidad percibida en la naturaleza había colmado sus anhelos. Tenía la religión, la moral y el eco de la vida en sus manos, y no sabía que hacer con todo ello. Entonces cogió a Memmio del brazo y le dijo que hablaran con su padre.

           Así fue como, poco después, todavía joven, marchó a Roma y decidió estudiar elocuencia.

           

         Nada dice Marcel del destino de Lucrecio en la capital. Sabemos de su larguísimo poema fragmentariamente, Sobre la naturaleza de las cosas. Nunca olvidó las palabras de aquel guardián adusto de la familia que, con los cabellos encanecidos y el rostro severo, le dijo que lo que debía aprender en verdad era a despreciar los hechos humanos. Tal vez por eso nada hizo cuando el viejo murió, ni tampoco cuando Memmio desapareció seducido por la gloria o quien sabe si por la muerte misma o quizá por el amor. Lucrecio regresó con ciertos honores desconocidos, volvió a ese mismo lugar en el que dejó a su familia, esta vez sólo, acompañado de una hilera larga de esclavos y sirvientes que recorrieron detrás de su carromato los senderos empedrados y serpenteantes que ascendían hasta el bosque. Parecía un comitiva fúnebre, silenciosa giraba y se retorcía a la altura de ladera, oscilaba en los gestos fatigados y sudorosos. Subida a un caballo, al final de la caravana, unos campesinos vieron a una hermosa africana envuelta en un vestido de paño de una pieza, de color blanco intenso. Barbara, bella como aquel claro iluminado que contempló su amigo en la juventud, y tal vez malvada.

           Ya había escrito Lucrecio que los hombres no debían temer a los Dioses ni a la muerte. Quizás había contemplado la fugacidad de la belleza en esa mañana soleada tras la caminata con Memmio, y tomado la decisión de irse para luego volver sin ataduras humanas, colmada la curiosidad, comprobadas las palabras de su padre. Y era ateo no por su escepticismo ante los dioses, sino tal vez por ese extraño secreto de la religión que siempre acompañó al hombre y del que se aprovecharon todas las iglesias y templos posteriores. Había aprendido mucho de los libros y también de la vida, aunque siempre como un espectador ajeno a todo ello. Vio las guerras salvajes, la sangre manando por las calles ensordecidas de odios, la corrupción de cualquier forma de poder y gobierno humana, y estaba perdidamente enamorado.

         Después de contemplar lo que él consideró la única imagen posible de Dios, de negar que todo lo demás pudiera acompañar a esa masa informe de seres humanos que había visto a lo largo y ancho de Roma y sus cercanías, se dio cuenta de que la vida estaba hecha de deseo, el mismo deseo que Petronio no se atrevió jamás a alcanzar a no ser quizá en esa muerte violenta. Lucrecio era poderoso, de complexión fuerte, seguramente capaz del ejercicio físico extremo y la posesión, o así lo veo a través de los ojos de Schwob. Era culto y silencioso, pero su cuerpo poseía el brillo de la musculatura henchida, la suavidad de la piel endurecida sin cortes ni excesos, sino más bien hecha de caminatas y de esfuerzo gozoso, constante y apacible. Y era feliz a su vuelta al palacio, porque algo había colmado toda su existencia.

               El deseo. Ser deseado y desear como acontecía en el lecho, en el dormitorio nocturno en el que la mujer africana se adentraba para el amor, como si el eco salvaje de todo lo natural quedase exprimido en aquella cópula incendiaria mirando a las estrella colarse por el ventanal. Ruidosa y ebria tras el vino, la mujer agitaba sus caderas y montaba la verga insuflada de sangre, y Lucrecio perfeccionaba aquella contención y esa explosión posterior postergada para el placer durante horas, y comprendió que aquella vulva enrojecida, que ese sexo por el cual se introducía noche tras noche, días tras día, era el origen de la vida y lo único humano que podía interesarle.

        Fueron los días de vino y rosas, en el esplendor de aquellos rituales físicos de la reproducción. Adentrarse, pegarse a esa piel para sentirse uno, anhelando en el fondo, de modo inconsciente, la imposible continuidad de lo humano en la inseminación abundante que surgía como el fruto salvaje de la naturaleza ¿Donde estaba la cultura cuando ella abría las piernas y él contemplaba aquella inmensidad desconocida donde nacía la existencia misma, y admiraba los pliegues sedosos, la suavidad, la humedad desbordante que luego apuraba con su sexo, con su lengua, con los ojos, hasta el sueño, hasta quedar exhaustos, ella con la cabellera desparramada de rizos negros sobre la almohada y él respirando entrecortadamente, el corazón latiendo aprisa, y entonces Lucrecio pensaba en la muerte sin miedo.

 

      Marcel Schwob tal vez no se atreviera a llenar de palabras ese vértigo. Porque era el mismo vértigo que a veces acontece en una existencia, el vértigo del amor y el deseo fundidos en el cuerpo. Lucrecio apretaba contra sí los senos endurecidos, brillantes como el metal, cubría su boca de otra oscura que sabía a frutas del bosque, a bayas y a hierbas, sabor similar a ese de antaño, cuando adquirió el hábito de ponerse entre los labios ramillas y hojas perfumadas al lado de Memmio mientras paseaban.

        Se amaron. Se amaron con esa verdad furiosa de la carne, en una comunión salvaje y al tiempo establecida por los siglos, llegada hasta nosotros, con la sensación de que sólo se puede amar una o dos veces así a lo largo de una vida. Eso pensaba él en esos frecuentes espasmos sobre la piel humedecida, en el fragor de los labios húmedos, en la ascensión y la caída de las erecciones y los gemidos, ante el éxtasis impenetrable de esa mujer que se agitaba entre sus brazos, que gritaba excesiva en el placer y arañaba y mordía sus hombros, arrancaba de él la inseminación desbordada. Y ella aprendió palabras de amor que no eran solo la entrega de la piel, la pericia de las piernas entreabiertas, la aspereza irresistible de su lengua sobre el glande y los testículos del amante. Lucrecio el poeta y la bella africana bajo la luna.

          Un día Lucrecio vio el cuerpo exhausto y desnudo de su amante, su piel oscura contrastando con la suavidad blanca de la sabana teñida de flujos, se sumió en ese olor del sexo detenido en silencio, contemplando esa sensualidad del deseo, y entonces pensó que nunca podría poseerla por completo. Siglos después de esa escena de inquietud al amanecer, Virginia Woolfe escribió El estanque para hablar de todo ello con su fabulosa intuición, y yo, casi cien años después de la muerte de la inglesa, compuse aquel cuento titulado La balsa, y tal vez ambos vimos mientras escribíamos a Lucrecio contemplando la desnudez de ese cuerpo inasible que había penetrado y besado durante toda la noche, esa herida misteriosa que había lamido y acariciado hasta sentir el sueño, cayendo como la oscuridad, sin avisar, inconsciente al final, incontenible después de un tiempo largo. Los lamentos del deseo se habían exacerbado quien sabe si impulsados por una caricia que anunciaba la decadencia, al agudizarse las fantasías y anhelar los sentidos otras mayores y más variadas. Era capaz de degustar el placer cada segundo, de cerrar los ojos y adentrarse en esas texturas y en ese perfume de la carne caliente entre los brazos, recordar cada beso, cada gesto y postura, pero no lograba alcanzar ese interior hasta su esencia anhelada.

          Lucrecio se perdió tal vez, y la Africana no se lo perdonó. La esclava poseía la sangre real de aquellos antiguos reinos sometidos por el poder de Roma, su orgullo incontenible, su dignidad arrebatada pero viva. El poeta con el que Petronio soñó se sintió tan poderoso que se rodeó de la humanidad en lugares oscuros y viciados durante algún tiempo. Lo vieron -como Petronio sería visto años más tarde- adentrarse en lumpanares con tres o cuatro mujeres al tiempo, y afilar su potencia y anhelar algo más, fuera con efebos rubicundos o con suaves adolescentes femeninas sin vello en el sexo, con mujeres ardientes de otros, con las que se encontraba en la discreción de mesones alejados de los centros urbanos, amantes experimentadas, refinadas en la infidelidad y el secreto de alcobas contratadas por horas, de secretos innombrables. Era un amante ávido y resistente, adorado por su sexo y sus silencios, por esa pasión con la que achispaba el ánimo de las mujeres y las hacía aullar de gozo. Y cuando regresaba de sus descensos a esos rincones que su viejo años atrás le pidió aprender a despreciar -alejarse y despreciar a los hombres y a los hechos humanos-, él se acercaba a la africana y pese a querer amarla ya no podía contener el semen. Era capaz de fornicar durante horas sin expulsar una gota de semilla pero ante ella, ante su desnudez magnífica y conocida, ante el amor, se derramaba sin llegar a penetrar su sexo como tiempo antes.

          La amante comenzó a esconderse, a agazaparse en las habitaciones y los cuartos solitarios de aquella casa de montaña muriendo despacio. Al tiempo se volvió altiva, recelosa, soberana, y se fue alejando de él , como si cada afrenta de Lucrecio fuera un motivo de retiro, una expresión de la extinción del amor sexual y sentimental que ambos se tuvieron. Ya no se tocaban en los largos pasillos de la mansión, jugaban al gato y el ratón con amargura, y las noches transcurrían en vela, con los ojos abiertos y la distancia sin deseo.

Pero él seguía deseándola, en cada uno de los escasos momentos en que lograba entreverla en la bañera, o cuando la desnudez de ébano surgía del agua enjabonada, o al acostarse, en el momento que ya el sueño inundaba el rostro de esa mujer y él contemplaba ese mismo cuerpo que había gozado durante años, y lloraba desconsolado, sobre todo en esa raras ocasiones en las que lograba aproximarse y ella lo rechazaba y escapaba a otro dormitorio o se escondía de su deseo guareciéndose en el inmenso jardín del palacio en plena noche. A veces, ella no podía escabullirse, y su insistencia la retenía frente a él. La africana surgía de entre las sombras y el duelo se producía. Lo que antes fue dulzura se transformaba en Lucrecio en una violencia que arrancaba las ropas y anhelaba apoderarse de esa desnudez, pero esa bestialidad quedaba rota en el momento en que se miraban a los ojos, y entonces él se derramaba otra vez a pesar del anhelo de abrir esa cadera que antes apretó contra sí extasiado. Entonces Lucrecio huía, huía avergonzado, humillado, y anhelaba encararse a la lasciva obscenidad de los hombres, y allí era poderoso, entre muslos desconocidos y sexos entreabiertos que poco o nada le importaban, fueran amantes ocasionales, prostitutas, lo que fuera, daba igual mientras se tratase de actos sin emoción, sin amor, y regresaba después saciado, colmado de desahogo para atisbar el deseo en la africana y nunca cumplirlo.

          Un día vio caer un rayo sobre una extensión lejana del bosque por la ventana y aquella visión terrible de la luz y la electricidad rasgando el cielo y quemando inexorable la frondosa vegetación, lo devolvió a la vieja biblioteca de su padre. Se adentró en las sombras de la fría sala, hojeó pergaminos y copias, y cuenta Marcel Schwob que releyó con sumo interés un libro de Epicuro. Eran las antiguas palabras del padre soñando otra vida ajena a los hombres, viviendo su encierro y su exilio de la humanidad con la poderosa maquinaria del dinero y la distancia. Entendió que la variedad del mundo era tan excesiva que resultaba inútil seguir manteniendo ideas sobre lo que no podía llenarse, lo que siempre sería refutable, enmascarado o superado, despreciado o simplemente ignorado.

          Se dio cuenta de que lo único verdadero que había vivido eran los momentos en los que pudo fundir sus átomos -descubierto ese concepto además por él- con la naturaleza de aquella loca contemplación junto a Memmio, o en todas esas imágenes del deseo que guardaba proyectadas hacia ella, junto a su amante africana, en ese instante en el que las lagrimas se precipitaron, como antes lloró toda la ausencia de su cuerpo contra el de ella, hasta fundirse ambos en un anhelo inolvidable, en un deseo de la media naranja de la que nos separan al nacer. Un reminiscencia tal vez del embarazo, o su propia mística de la pieza que falta, de la imagen robada, fruto de esa cercanía en la que el feto nace entre los fluidos cálidos de la madre, en el refugio del vientre, en esos pliegues, en esa piel entrelazada que al final se disemina y se escurre en la salida terrible y magnífica a través del útero, en el descenso hacia el exterior entre los labios carnosos y suaves de la vagina.

            ¿Por qué con ella esa diferencia? ¿Porqué con la africana el deseo que trascendía la mera cópula, los excesos de la sangre caliente y la química de los átomos? ¿Por qué era ella la elegida para ese esplendor que no había podido recuperar y que le hacía perder pie día tras día? Todos los movimientos del mundo expresaban sin remedio un caos, una hilera interminable de fuerzas, atracciones y repulsiones constituyendo no sólo la fisonomía particular de su cuerpo, su fortaleza o su inmenso deseo hacia ella, los rituales del acoplamiento, sino la historia, las guerras y conjuras, la sangre vertida de hombres por hombres debida a millones de causas a cual más inútil y enferma.

          Entonces pensó una vez más en Memmio, y se acordó otra vez de la plenitud que vivió con su amante africana, y ni corto ni perezoso cogió un bastón y el papiro de Epicuro, y creyó poder recorrer el mismo camino extenso hasta llegar a ese claro, y tal vez deseó echarse sobre la hierba como entonces y mirar el cielo, y luego leer y seguir contemplando ese pozo eterno de luz azul.

           Había llegado a la mitad del camino de la vida, como Scwhob cuando escribió sus vidas imaginarias, aunque luego murió pronto, sin avanzar más en ese proceso, como Dante expulsado de aquella ciudad poderosa, anhelando revivir a Beatriz, como todos eso hombres descubiertos en la nada de pensar que cada movimiento humano es un justificado error.

          Lucrecio miró cada piedra, cada rama de los árboles, cada tronco y hoja e insecto, se empapó de los colores durante horas, contempló conmovido los cambios en el cielo sin importarle la hora de regreso y las primeras luces apacibles del atardecer, y sintió las variaciones del sol y pronto la llegada de la noche, y comprendió que él y todo lo que conocía era pequeño e insignificante, y desaparecería sin remedio, y sin embargo los días serían por los siglos de los siglos iguales a ese cielo azul que apareció ante sus ojos en el claro, e iguales en esa noche estrellada y tibia que borraba los caminos y oscurecía el espacio circundante hasta dejarlo en la penumbra absoluta. Era un conjunto de átomos anhelando algo imposible, pero que continuaría eternamente sin él y sin ella, y entonces sintió de repente que, tal vez, lo único que no podía concebir era la muerte de su amante africana, la muerte de su deseo hacía ella, aquello que no soportaría sobrevivir, y lloró, como no lo había hecho nunca a no ser de niño, porque su padre no tuvo razón y había hechos humanos que permitían trascender algo de nosotros mismos. Haberla poseído, acariciar con sus dedos su entrega y su amor, tratar de hacerlo en su imposibilidad de entonces, era lo único brillante y continuo que guarecía en sus manos junto a la visión de ese claro, lo que aseguraba una inseminación futura, un esplendor, adentrarse de nuevo en el origen del mundo, y tenía que ser en su sexo, en el de esa africana a la que amaba, única y exclusivamente en el de ella, donde había ardido como un fuego fatuo, en el lugar en el que se había sumido, agitado en una imperiosa y frenética cópula que respondía y comprendía a todas a la vez por un sólo sentimiento incomprensible e incontrolable: el amor.


           Pudo afirmar con el rostro mojado mientras caminaba a tientas por los senderos oscurecidos, perdiéndose, guiándose por la estrella del norte con dificultad, que la muerte provocaba una tristeza injustificada por el cadáver, sin embargo, el muerto dejaba de sufrir, y era la vida la que recibía y guardaba hasta el fin del duelo el pesar, la ausencia, pero aún así no podía comprender su existencia sin ese deseo que lo ataba a ella, y que pensaba duradero incluso cuando su cuerpo ya no pudiera dedicarse al amor y la piel no fuera dura sino floja y arrugada, y pese a ello se sentía capaz de seguir deseando eso en ella. Alcanzaba a comprender la insignificancia, pero no podía aplicarla a la inmensidad de ese sentimiento que lo ataba a la africana. Pobre Lucrecio, que, sin embargo, sí conoció aquello que Petronio no pudo percibir más que por intuición, a ráfagas decadentes y sin demasiado valor. La carne y su amor desnudo, la trascendencia de la carne, su comunión con el pálpito de la naturaleza y con su propia extinción: la enormidad del amor.

           Y a pesar de su espléndida visión, al llegar ante el portalón enorme de madera y a esos arcos ennegrecidos por el tiempo, al contemplar la calma del paisaje y el bosque recorrido detrás suyo, a punto de hacerse de día, siguió temiendo a la muerte y la vida, por ella y por su amor.

           Quiso expresarle esa misma mañana recién nacida a su amante, que quemaba hierbas en un recipiente de barro en la cocina, que había comprendido algo fundamental y que, con paciencia, de nuevo, podrían recuperar ese esplendor. Volvería a desearla como la había deseado, y recuperaría la virilidad a su lado, la fuerza de acariciarla y besarla, de penetrar su vagina y adentrarse en ese ritual del acoplamiento, de la carne abierta, los sexos enardecidos, la felicidad de esas cópulas extasiadas de amor. Pero no lo hizo. Los ojos de ella, que también habían pensado el fin del esplendor, de otro modo, ante el dolor por la huida de Lucrecio, en el desamparo absoluto de sentirse desatendida, vacía, con el sexo infértil, sin ser llenado, con el semen desperdiciado entre las sábanas o en otras vaginas y anos desconocidos, odiaba, odiaba por primera vez en su vida, como si el amor inmenso que Lucrecio guardaba en sus manos fuera el objeto de su dolor y su sufrimiento más agudo, pero sonreía sin saber porqué.

          Sirvió el brebaje de hierbas en dos tazas y aguardó a que Lucrecio bebiera. Él debió pensar en ese momento en un Petronio futuro que iba a morir apaleado, con un filo de acero incrustado en el cuello, o tal vez en el esplendor fugaz de aquella Virginia Woolf que soñó en un estanque todas las muertes de los de antes, el amor a orillas del agua, la interminable sucesión de actos que conducían a ese momento de la escritura a lo largo de los siglos, frente al símbolo eterno de la naturaleza reflejado en esas aguas apacibles, o en aquel texto sobre el deseo que yo escribiría cientos de años después, en el que no supe como expresar que la grandeza de todo el deseo era su contacto con el amor. Y Lucrecio bebió, y al instante se le nubló la vista y olvidó todas las palabras griegas de Epicuro, y sintió un compulsivo deseo de embriagarse, de embriagarse hasta morir, y vio ese cuerpo querido delante suyo y le pido a la africana que se desnudara para él, y ella cumplió.

        Esa misma noche Lucrecio murió envenenado, porque había conocido la muerte, y la muerte, como la vida, estaba en aquel deseo que el brebaje hizo resistir en él hasta que todo se apagó.

Copyright Jimarino 


cinco itinerarios para una novela futura

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         El tiempo transcurre muy rápido, tanto que a veces uno no percibe la dimensión de los años, sus ecos impredecibles y esas reverberaciones inesperadas, la medida de las experiencias y vidas acumuladas en cada uno de esos períodos de trescientos sesenta y cinco días que cayeron uno tras otro, ahora tan fugaz y lejano su sentido, desde hace poco aún más, incansables despliegues de mariposa dejando una presencia insignificante, algo demasiado cotidiano y frágil, en ocasiones doloroso.

             Hace dos años, tal vez algo más de lo que pienso, de modo inconsciente, nacieron estos Cinco itinerarios para una novela futura. Primero con Bolaño, por supuesto, en un texto muy lejano en la memoria, lleno de aquel regreso a la literatura que desde 1995 había abandonado, cumpliendo a conciencia ese aire de Bartleby enfebrecido, hastiado y melancólico, tal vez perplejo ante la vida nueva. Quizás fuese Bolaño y aquel texto, Instrucciones para la literatura salvaje, lo que me concedió otro lugar, otro ánimo. Él y su poema sobre Perec a su vez. Yo había paseado como Roberto de la mano de esos niños de letras día tras día sin saber qué hacer, y entonces leí ese breve poema: Un paseo por la literatura, y me hizo escribir, de otra forma, alejarme de ciertas obsesiones que debían desaparecer, encontrar la senda que justificase la razón por la que seguía creyendo en el futuro de la novela y en la historia de la literatura. Esa breve introducción al mundo de Bolaño se hizo algo más amplia, y aún así, me parece el texto más cercano y sencillo, más que el resto, aunque sea el último paso del itinerario, tal vez el más difícil de comprender y expresar.

         Gracias a Bolaño descubrí Shangrila, esa revista maravillosa que desde hacía varios años mantenía un proyecto cultural sólido y atractivo  en torno al cine y la literatura. Colaborar con ellos, o mejor, que me invitaran a hacerlo, supuso recuperar la antigua pasión de ser editado que entre 1989 y 1995 se convirtió en una parte de mi vida fundamental, y que luego quedó sorda, inútil, convertida en un prolongado silencio consciente y voluntario, casi empecinado, que sólo determinadas circunstancias, a partir del año 2006, dejaron exhausto y sin sentido para recuperar alguna luz posible.

      Cinco itinerarios para una novela futura sólo podía editarse con ellos, en Shangrila ediciones, por muchas razones. Tal vez porque aquel texto de Bolaño terminó en las páginas literarias de su revista, porque de repente me sentí en una casa, en un hogar del que voluntariamente me había despedido tantos años atrás, sometido a una presión vital y a un exceso que necesitaba de otro aliento. Eso fue, o al menos es lo que creo. Instrucciones para la literatura salvaje fue el comienzo.

         De forma desperdigada, una o dos veces al año, los textos sobre novelistas y poetas contemporáneos fueron provocando esa extraña pulsión narradora, construyendo en silencio ese libro que guardo todavía con algunos capítulos por concluir, Vidas de papel, esbozando los cuatro itinerarios restantes entre toda esa maraña de lecturas y vivencias acumuladas. Cada autor un periodo de mi existencia; primero la lejana juventud a estas alturas, la magia de aquellos mitos iluminadores que flotaban en el recuerdo; después las relecturas que desde el 2008 acumulaban fantasmas y nuevas visiones como si esta edad que llega, los cuarenta airosos, y este rostro que sobrevive y esta voz que no termina nunca de apagarse, tratara de recuperar lo esencial, reuniera fuerzas para expresar esa energía, esa queja, rastreara interminable entre la vieja memoria y las antiguas literaturas engullidas.

        Cuando en el transcurso de las navidades del año 2010 y los inicios del 2011 Los milagros de Dostoievski puso a prueba mis nervios, no sólo por la lectura febril de Fiodor, sino por la dificultad de afrontar con dignidad a un autor de semejante envergadura, por ese acompañamiento tolstiano que me vi obligado a cumplir para hallar un espejo donde comparar su valor o sus ideas con garantías, esa especie de supervisión desde la literatura del otro, comprendí que esos cinco itinerarios escritos; Instrucciones para la literatura salvaje, Roberto Bolaño; Richard Ford y la literatura norteamericana, de la mano de Richard Ford; La montaña mágica: una novela de Europa, con Thomas Mann y El Tiempo literario y la memoria, a través de En busca del tiempo perdido de Proust, no habían sido otra cosa que un ejercicio de lectura convertido en escritura destinado a buscar lineas de fuga hacia el presente, un intento de actualizar aquello que me fue tan útil en las primeras décadas de mi vida, un ajuste de cuentas con un tiempo y una existencia que se me antojaba perdida, naufragada en un mar agitado de voracidad y confusión. En definitiva, se trató de rastrear un horizonte de la literatura futura desde el pasado, buscar los elementos que debía guardar en su seno la novela para seguir ofreciendo esa verdad deliciosa y placentera, de una belleza estética deslumbrante, ese lugar de sabiduría que durante siglos había acompañado a la humanidad como un acto de inteligencia y civilización.

      Todas mis premisas para cada uno de los itinerarios que se separaron del resto de Vidas de papel, un libro tal vez más literario y menos ensayístico, aunque todo lo que escribo termine por convertirse irremediablemente en literatura, no expresaban más que un agudo temor ante la extinción, el esfuerzo de un lector lleno de fe como yo por hallar lo perdurable de la novela, aquello que mantiene su vigencia a pesar del mundo en el que vivimos, eso que hace de cada libro un acto nuevo y al tiempo lleno de tradición, una profundidad humana y espiritual fabulosa por encima de otros ocios inocuos y otras artes; eso que me sigue sirviendo, a lo que me costaría demasiado renunciar.

        Podrá reprocharse a Cinco itinerarios para una novela futura -y eso es algo que asumí desde el primer momento en que escribí en marzo del 2011 el prólogo, al comprender la unidad del recorrido- cierta subjetividad, o una insistencia en el gusto, pero al afirmar el motivo del libro en esa breve introducción, la que inicia la obra, creí ser capaz de sostener con argumentos, con cierta lógica, la pasión con la que había leído y releído las novelas de cada uno de esos cinco autores que conforman el texto, y sobre todo sus ramificaciones constantes e inevitables hacia mi presente y el futuro de la literatura y el mundo. Había hallado la cartografía en la que se sostenía todo ese periodo, parte de mi juventud, hasta esa temida madurez que, al final, no era para tanto. Y en esos itinerarios se hallaba además toda la esperanza y la fe en la supervivencia de la novela, en todo aquello que seguimos considerando ineludible y delicioso de este arte antiguo.

           Para el lector habitual de Los perros de la lluvia, la orientación de los cinco textos que conforman el libro será familiar. Notas y líneas narrativas, autobiografía, ficción y obsesiones a veces, de esa literatura que sigue iluminando pasajes de lo humano, rescatando esas hojas muertas que caen de los árboles en los bosques de libros, palpitando de vida y palabras, que construyen la convivencia y la resistencia de los hombres ante la historia, con sus silencios y sus ecos: eso buscaba, eso quise hallar en cada uno de esos nombres y lugares de la historia de las letras donde creo que vale la pena detenerse para coger impulso.

        Cinco escritores y sus reflejos literarios, más de cien autores mencionados en las páginas del libro; un homenaje a Tolstoi y al siglo XIX literario en Los milagros de Dostoiesvki, también a Balzac, Stendhal, Dickens, Henry James, Herman Melville y Gustave Flaubert; un recorrido por la memoria literaria a través de En busca del tiempo perdido de Proust, con Joyce y Kafka de fondo y Vargas Llosa y Onetti como maestros de ceremonia en El tiempo literario y la memoria; una historia de la decadencia de la cultura europea, con Thomas Mann rodeado de los espectros de Jorge Luis Borges, William Faulkner y Samuel Beckett, en Una novela de Europa; una historia necesaria de la literatura norteamericana en el siglo XX contada de la mano de Richard Ford y su trilogía de Frank Bascome en Richard Ford y la literatura norteamericana; y una cartografía de futuro construida con los huesos literarios de nuestro querido Roberto Bolaño en Instrucciones para la literatura salvaje.

       Espero que les guste. Este país tiene ese hálito de las viejas venganzas impregnado en su sangre, y la cultura, por razones enconadas y áridas, se desangra en un sordo y prolongado suicidio provocado. Comprar el libro supone no sólo leer esos cinco itinerarios que rastrean el futuro de la novela y sus posibilidades todavía a mi juicio abiertas y vigentes, sino colaborar con una editorial independiente, valiente y llena de un profundo amor por la cultura literaria y cinematográfica.

     Tanto en los distintos links disponibles en esta pagina, como directamente en la web de la editorial                  http://shangrilaediciones.com/pages/bakery/swann-libros-1-66.php pueden adquirir el libro. Los puntos de venta físicos en los que se puede encontrar Cinco itinerarios para una novela futura se detallan en la página web de la editorial                                http://shangrilaediciones.com/pages/puntos-de-venta.php

                  Mientras tanto seguiremos por aquí, últimamente he brindado en abundancia con Marguerite Duras. Pronto dejaré sus sombras de letras en esta desvalida cartografía: me he enamorado de ella.


Marguerite Duras- Ecrire (escribir)

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                 El pasado mes de agosto, mi suegra, como saben conocida escritora francesa, y yo, iniciamos a las nueve y media de la mañana un largo peregrinaje alcohólico y literario hasta Hyéres, hermosa ciudad de la Côte D´Azur, a apenas cuarenta kilómetros de Saint Trôpez y Port Grimaud. Nos aguardaba allí a las once un viejo amigo de Chantal, Monsieur Frédéric Chellin, también escritor y director de la prestigiosa y elitista revista de Aix-en-Provence Litteratures.

      Entre las diez menos cuarto y las diez y treinta y cuatro, en un agradable café con vistas a la bahía, bebimos tres Campari con hielo, dos Ricard bien fríos escarchados de cubitos y una copa deliciosa de rosé de la región. Cuando me dispuse a subir al coche mi somnolencia y el sopor etílico eran tan notorios que estuvimos a punto de cancelar la excursión. La promesa de un baño marino sumidos en ese aire cálido atraía como si las sirenas silbasen desde el pliegue final de las olas. Aún así nos atrevimos finalmente a viajar, tal vez porque esa era la última oportunidad del verano para encontrarse con Fredéric.

       Tardé una barbaridad de tiempo en recorrer los doce kilómetros desde Le Mourillon hasta Hyéres, concentrado en no salirme de la vía y atento a los colores y la luz del mediterráneo que pugnaban por despistarme. Todo mi espacio visual se llenó de nubes cristalinas que flotaban ingrávidas frente a mis pupilas dilatadas. Llegamos tarde y medio borrachos, como era de esperar. Chantal me dijo que, por un instante, había pensado en aquel viaje que casi un siglo antes celebraron Fitzgerald y Hemingway. Insultamos con vulgaridad ebria al machote de Ernest y volvimos a brindar para pasmo de Fréderic con un Campari nada más sentarnos en una terraza de la plaza principal de la ciudad tras los saludos de rigor. Los dos empeñados en ser Fitzgerald escribiendo ante el asombro de Monsieur Chellin, pero con aquella vieja resistencia a la bebida del otro, así que los papeles no estuvieron claros en ningún momento y propiciaron una absurda discusión ventilada con otra ronda más.

       Semejante ebriedad a las once y media de la la mañana tenía un motivo, no se crean que somos alcohólicos sin más. No en vano, mi suegra es una atractiva señora de sesenta y cinco años, con pasiones deportivas en cuanto tiene la ocasión, autora apreciada por la crítica, con ocho libros publicados, muy bien conservada para su edad hasta el punto de que muchos, al mirarla de espaldas, la toman por una treintañera de buen ver, y que, además, escribe como los ángeles. Denota respetabilidad por doquier, ese ha sido parte de su destino, ese aire suficiente y burgués. Yo tengo peor diagnóstico, pero guardo con bastante elegancia las apariencias a poco que me esfuerce. Quiero decir, en resumidas cuentas, que teníamos una buena razón para semejante exceso mañanero.

         Le dijimos a Fredéric que por el camino interminable en coche -una temeridad que no acabó con nuestros huesos en una comisaría de la police français por mi matrícula española- habíamos hablado largo y tendido del panorama literario mundial y nuestras últimas lecturas, aunque a veces el discurso fuese un balbuceo y un pesado regusto a alcoholes de graduación respetable. Sobre todo, y a partir de cierto momento, de Franzen y su Libertad, que nos había fascinado, aunque la escritura de Jose Dónoso (yo El lugar sin límites, y ella, casi en éxtasis, El obsceno pájaro de la noche) situaban a la literatura norteamericana en esos lugares privilegiados de la narrativa pura, y al chileno en ese lugar sagrado de los artistas de las letras, punto de partida que nos permitió divagar un buen rato. Fredéric se limitó al poco a soltar con su sobriedad habitual una sonora carcajada.

         -Dos gallos incendiados -afirmó-, cacarean en este corral-.

        Se calló de inmediato ante el desdén que mostramos sin tapujos mi suegra y yo. Al fin y al cabo Fredéric bebía zumo de frutas del bosque natural, sin azúcar ni conservantes, y siempre fue un tipo bastante soso.

      -¿Porqué esa distancia?.- Se repetía Chantal por lo bajo.- Entre Michon y Phillipe Roth, entre Juan José Saer y Paul Auster? ¿Y porque a pesar de todo nos gustaba tanto Libertad de Franzen? ¿y tanto El lugar sin límites o El obsceno pájaro de la noche?

      Vargas Llosa nos había decepcionado a ambos con El sueño del Celta; escrita con una torpeza inusual en un autor de su rango. Chantal se había cansado de mi querido Vila-Matas sin saber exactamente la razón. Tras aquel flechazo de un par de años atrás que la llevo a enamorarse de Don Enrique el sentimiento se había convertido en una ligera decepción. Habló de Sebald y de Quignard, que mantenían el tipo. Yo le dije que me había fascinado la escritura de Elifried Jelinek, pero no su insoportable mala ostia.

         -Premios Nobel, premios Nobel.- Murmuró Fredéric sin añadir nada más.

        El sol era bochornoso a medio día. Se intensificaba el calor con el alcohol que habíamos tragado. Mi suegra pidió de buenas a primeras un Sauterne mientras esbozaba una teoría sobre las técnicas literarias utilizada por Döblin en Berlin Alexanderplatz. Aseguró que era impecable la escritura, pero el libro le había resultado frío y desagradable, muy lejos del Ulysses de Joyce a pesar de la insistente comparación de la crítica literaria alemana.

       -Suis d´accord ma belle mere… esa Alemania que tanto nos irrita, que tanto ha perjudicado a éste continente…

       Luego acudió a mi mente la fascinante lectura de Gracq y la fijación por varios pasaje de su novela Los ojos del bosque. Me fascinaba la historia del teniente francés. Su soledad humana, los paseos por ese bosque húmedo y extenso, aguardando la guerra. Ese hombre que visitaba a la hermosa y desinhibida joven que habitaba la casa del pueblo. Les confesé que había tenido exuberantes sueños eróticos leyendo la novela, e incluso recordado pasajes sensuales de mi vida enterrados gracias a la magia de esa escritura, a ese sutil recorrido del lenguaje por las fibras y resortes de la memoria y sus ecos agazapados, adentrándome en esos bosques frondosos que fijaban la frontera, en la hermosa historia imposible entre un oficial del ejercito y una hermosa lugareña en un village evacuado. Había leído en éxtasis esa prosa clásica, hipnótica, precisa y al tiempo poética, que se encaramaba a mis ojos y me cegaba con su ritmo y su belleza. Otra prosa excelente para la salud. Los paseos del oficial hasta el secreto cálido de ese caserón. La hoguera encendida, el olor del café y el té, del pan. El cuerpo desnudo de la jovencita que contrastaba con la rudeza alcohólica de los soldados hacinados en el búnker, aguardando una cercana batalla que nunca llegaba. La sensualidad de esa soledad de la espera en el refugio, su decadencia de óxido y humedad, ese ambiente masculino, obsceno, que enseguida quedaba exhausto, anegado ante los despertares sensuales del teniente y la muchacha en el dormitorio, contraste sublime. Tuve la sensación de enamorarme de ella, de gozar de sus pechos y sus caderas, de esos actos de amor gozosos, de esa extraña libertad en medio de una guerra, de la desnudez y la alegría sexual y vital de la chica. Fueron gozosos momentos de lectura.

      Chantal me guiñó un ojo. De alguna forma la vida nos ha construido a través de la literatura con semejanzas que combaten la diferencia generacional y cultural: ella francesa, sumida media vida en el mundo editorial y elegante de la Francia literaria, y yo un español hijo de la democracia, en un país embrutecido y teniendo que lidiar diariamente con el sector más antropológicamente salvaje y obsceno de los existentes en el mundo contemporáneo a pesar de su aparente sofisticación. Nos unía, pensé de repente, Proust y Virginia Woolfe. También Marcel Schwob e Italo Calvino. Cesare Pavese y Onetti. Baudelaire tan a menudo, tan afín a nuestra negrura disimulada, y Apollinaire y Camus, y Bolaño. Últimamente. Bolaño. Donoso ocupaba muchos de nuestros recientes pensamientos.

     -El lugar sin límites-. Repetí de repente, que me remitía a una novela corta magistral de Onetti. No llegué a pronunciar el título cuando Chantal gritó: Los adioses.

      Pero sobre todo nos une ese viaje de la mano de Fredéric. Hyres, los lugares en los que a finales de los años setenta Marguerite Duras paseó su diminuto cuerpo y su cara abarrotada de hermosas arrugas.

      Marguerite, Marguerite. Pasión desde diciembre del pasado año para mí. En tres meses leí y releí toda la literatura que guardaba en mi biblioteca de la Duras, compré las obras que me faltaban traducidas al español, y me empeñé en leer en francés L´amour y La Douleur. Esa misma Duras que a mis diecisiete años consideré falta de interés, prosa demasiado femenina según mi notas -imbécil que fui-, la que amaba mi querida hermana o Helene, aquella de la que dije que escribía novelas demasiados breves para mis gustos monumentales de entonces, en un estilo demasiado minimalista, casi ausente; la misma a la que menosprecié por los títulos de sus obras.

    Dios, la adolescencia, a estas alturas, casi me parece una enfermedad a superar, aunque tal vez será por está madurez que se avecina intolerable y terrible. Ya no lo sé. Pero allí estábamos, con Fredéric, en Hyéres, bebiendo como cosacos y a punto de la santa ebriedad despreocupada y expansiva, por ella, por Marguerite. A pesar de las burlas inocentes de Vila-Matas, que años después de mis exabruptos contra ella me harían concebirla como una abuelita entrañable, inocente y famosa. Ella, que ahora sé que fue la gran dama de las letras francesas con permiso de Simone de Beauvoir, Nathalie Sarraute o aquel fenómeno moderno y fugaz que fue Françoise Sagan; mi Marguerite, a mis ojos de letras por encima de la académica Marguerite Yourcenar.

       Fredéric se reía, él, el mayor especialista que conozco de la vida y milagros de la Duras, capaz de cumplir desde la terraza donde seguíamos Chantal y yo liquidando alcoholes como si estuvieran de rebajas el recorrido diario de aquella pequeña fuerza de la naturaleza en aquellos lejanos días de 1979, en Hyéres. Se reía porque mi suegra quiso conocerla durante treinta años sin suerte. La siguió como si Marguerite fuera un gurú ofreciendo el paraíso, lo hizo desde sus artículos de prensa, sus películas, sus guiones memorables, sus obras de teatro o todas esas novelas que nos regaló. No se perdió nada de ella, e incluso en el año 1994, cuando comenzó a publicar regularmente sus propios libros, estuvo a punto de aceptar el encargo de escribir su biografía, que una conocida editorial parisina planeaba por entonces, proyecto que llevo a cabo cuatro años más tarde Laura Adler. Mi suegra hubiera escrito una biografía a mi juicio mucho más literaria y vibrante; el libro de Adler siempre me pareció frío, lleno de datos sin alma para un corazón como el de la Duras.

     Cuando pudo conocerla, ese día en que la cercanía llegó a ser un roce vanidoso y posible, en la entrega de un conocido premio literario en Lyon, Marguerite se murió. Yo sólo era esa mañana en Hyéres un advenedizo que regresaba al redil. Aquel antiguo diletante, cargado de furia, que hizo pasar a la gran escritora europea de las letras contemporáneas por sus ojos enrojecidos de jovencito díscolo como un pluma fugaz sin atender a esa voz en verdad, a esa extraordinaria y sublime voz. Porque si estábamos borrachos era por ella, siguiendo aquellos rituales que tanto le costó abandonar a pesar de la vejez y la enfermedad. Campari en los tiempos de Los caballitos de tarquinia, con esa maravillosa novela sobre el amor en el sopor del verano italiano. Vino siempre. Porque aquel dolor de la anciana Marguerite aferrada a la botella siempre fue nuestro dolor sin saber exactamente la razón; el miedo a esa vida despiadada y terrible, la necesidad de traspasar con la santa ebriedad las barreras del miedo y el silencio. Siempre igual, ebriedad, dijo Chantal, tan sobria en ese instante de desnuda borrachera, y Fredéric contó como la vio entonces, como la sintió en esos lejanos días de 1979.

        Y entonces, cuando Frederic comenzó a hablar, y se interrumpía de vez en cuando para mirarnos con cierto desprecio, comprendí que tenía miedo, miedo a que no pudiéramos seguir el relato más importante de su vida. Los ojos de Chantal se cruzaron con los míos, y entonces me di cuenta en ese instante de que habíamos atravesado esa barrera imperceptibe que nos situaba en un lugar de letras alcoholizadas, entre esos nombres pronunciados hasta la saciedad con la solemnidad y el respeto de lo que se admira con las entrañas; ya éramos uno a partir de ese momento, no como la antigua camaradería que nos suele acompañar en nuestros desmanes lectores, sino junto a Marguerite en esos mediodías ebrios con las gafas de sol puestas y los vasos recogiendo los rayos de sol. Fue un gesto cómplice y al tiempo individual. Una especie de salto a otra dimensión, a otro tiempo. Todos los libros de Marguerite estaban ya en nosotros como recién leídos. Yo con la premura del lector tardío, casi posterior, con el filtro de las tradiciones, casi siempre insuficientes para una prosa como la suya: mi suegra extasiada de aquella persecución que la hizo leer a la Duras de la A a la Z desde los años sesenta, leerla en los libros y en las revistas, en la prensa, escucharla en la radio, ver sus películas, tratar de conocerla, vivir como si lo hiciera por ella. Cada cual con esas palabras, con el efecto de sus novelas y sus imágenes, de sus ensayos y sus artículos de actualidad, seducidos por ella, la gran alcohólica, la gran escritora, la lolita sensual que devino mujer de apasionado deseo, de muchos amantes y decenas de cópulas desesperadas, la gran mujer que supo envejecer a pesar de la tercera persona vanidosa y extraña y del éxito final, aquella explosión de los años ochenta que El amante provocó convirtiéndola en una celebridad mundial mas allá de las fronteras de Francia, calificativos que sabíamos sin mediar palabras que Fredéric rechazaría, ese Fredéric y su amable sobriedad, su cultura suave como los colores de los jardines con palmeras que bordean la carretera de Hyéres, con esa cordialidad constante y esa bondad reconocida tal vez en todas partes, por nosotros desde luego allí, en ese cruce del tiempo en la Côte d´Azur, en esa terraza iluminada por el sol. Fredéric era prácticamente abstemio, y eso era una diferencia de consideración.

       Supongo que Chantal tuvo que decirlo en ese momento degustando a la Duras.

    -Te faltó el abismo querido Fredéric, siempre lo mismo-. Eso pronunció mi suegra, a punto de la carcajada.-El abismo para entender por completo a Marguerite-.

       Nuestro rezo fue literario, sin excesos ni parafernalia a pesar del alcohol. Prosiguió mi suegra excitada como un devoto ante sus iconos.

        -En un jardín no se está sólo. Pero en una casa, se está tan sólo que a veces se está perdido. Ahora sé que he estado diez años en la casa. Sola. Y por escribir libros que me han permitido saber, a mí, y a los demás, que era la escritora que soy. ¿Cómo ocurrió? Y, ¿cómo explicarlo?. Sólo puedo decir que esa especie de soledad de Neuphle la hice yo, fue hecha por mi. Para mí. Y que sólo estoy sola en esa casa para escribir. Para escribir libros que yo aún desconocía y que nadie había planeado nunca.

        Chantal chascó la lengua, brillante y feliz. El párrafo entero es de la Duras, memorizado, como todo ese libro, Ecrire, reconstruido en su prodigiosa memoria, lleno de resortes que producen su salida exacta, sus palabras extraídas como rollos de papel ante el tirón del lenguaje, de una sola palabra a veces. En ocasiones pienso que vio en ella algo más que su extraordinaria literatura.

      La luz caía sobre la mesa. Me veía reflejado en sus gafas de sol mientras Chantal alzaba la cabeza y afirmaba que un escritor siempre necesita un lugar, aunque se trate de un viajero inconsolable o de un alma sin raíces, siempre necesita el espacio de la escritura si es escritor. Cuatro paredes, una puerta tal vez, que en ocasiones es el cielo, el mar, el desierto, puertas naturales en el fondo, una ventana por la que mirarse a sí mismo, con persianas que propicien el encierro necesario cuando se convocan las palabras de la literatura.

     Es ahí donde ella encuentra esa soledad de la escritura, también la de la vida, igual de inexorable y terrible pese a la compañía de los afectos, del amor y la amistad, tan llena de la misma luz. Sus ojos húmedos me fascinaron de repente, tal vez vi su rostro de joven entre la vejez controlada de ahora, ante el deterioro irremisible de la piel y la carne que he visto avanzar despacio con los años en ella.

   Pronunció todas esas palabras con una solemnidad que celebró el jolgorio alcohólico que nos embriagaba sin alardes. Esta sagrada borrachera de Duras y alta graduación.

    Ahora estaba sola, mi suegra, sin Fredéric y sin mí, tal vez con la Duras en esa casa de Neuphle a la que me llevó una vez, hace unos años, en una de mis frecuentes visitas a Paris: primero la Rue San Benoit y más tarde el peregrinaje hasta Neuphle.

    El hecho de la escritura es una pregunta solitaria a uno mismo, sin importar la repercusión. Es hallar nuestro libro desconocido, el poema del que nada sabemos y que debe brotar porque está ahí, agazapado en algún lugar de nosotros. Entre cuatro paredes, siempre, ventanas cerradas o medio cerradas, una puerta que franquea la salida al exterior cuando todo es demasiado insoportable, cuando necesitamos el alimento de afuera, tal vez las voces de los niños, las risas de los amigos, el beso delicado u obsceno de los amantes.

    -Hay hombres y mujeres de un sólo libro, o de una sola idea, pero eso no es importante, lo importante -añadió, provocando un cierto pasmo en el bonachón de Fredéric-, es que la soledad de la escritura esté siempre ahí, que la necesitamos siempre, aunque no escribamos.

     -Rulfo.-Dije de repente.

     -Rulfo.-Asintió Chantal.

 

           El sol cubría Hyéres. La luz del mediterráneo rompió esa soledad que se instalaba en el rostro de mi suegra, su sonrisa todavía aguantó la alegría en el movimiento de los labios y el gesto del cuerpo removiéndose en su silla. De repente se estremeció sobre su asiento. Las palabras hacía tiempo que se habían arremolinado en torno a un vocabulario esencial, porque llegar a la esencia de una palabra es un esfuerzo sobrehumano, y se llega a pocas lo largo de toda una vida intentándolo, a unas cuantas que terminamos por dominar después de años acercándonos a ellas. Estaba buscando en ella misma a Marguerite, aquello que la unió a su imagen y a sus libros, a su mundo de ficción. Buscó la soledad que acompañó siempre a la Duras de las primeras novelas. Sin esa soledad no se escribe, incluso en la desapacible sensación de no hacerlo se encuentra la pulsión inconexa o fragmentada de la soledad: a veces fructifica en el papel y la tinta, otras difumina la intención de hacerlo aunque persiste esa escritura, su objeto al menos.

         -Es una separación de los demás, nada aristócrata aunque pueda parecerlo superficialmente, absolutamente ausente la mistificación o el exceso, en su justa medida, sino una separación que también es propia, en la que la experiencia cede, la compañía se disipa, y entonces se anhela esa soledad de la escritura, aunque sea mentalmente. Me pasa en un museo, en mis clases, en cenas con amigos, en los viajes con Michel o Milena. Es un instante inevitable, imprevisible, en el que la soledad me sobreviene; es el lugar de la literatura que llevo dentro, también del diálogo con el tiempo, con los otros escritores.

         Apuré la tercera copa de rosado provenzal y y me acudió un deseo imperioso de insultar a Fredéric, a su tibieza vital, sin saber porqué, pese a ser alguien tan bueno y cercano, que siempre estuvo allí, desde que colaboré en su revista dos años atrás, en todos mis viajes a La Var que cumplo irremisiblemente cada verano y guardo una cita para él, para recibir su hospitalidad y hablar de libros. Es un extraño sentimiento de encono, a pesar de que es un lector fabuloso que me ha descubierto numerosos autores franceses, canadienses y belgas, ecos de esa lengua maravillosa que toda mi vida he adorado. Este es un lugar terrible en verdad, egoísta sin pretenderlo, de alguna forma cruel. Si se quiere escribir de verdad, ese aislamiento puede llegar a convertirse en rencor. Muchas veces, en períodos insostenibles, escribir es lo único que ha llenado mi vida, escribir y el amor, como si ambas pulsiones tuvieran una dinámica similar siendo tan distintas, y han sido las únicas que jamás me han abandonado. Escribir es más una forma de deseo que una forma de amor, y en eso estaría de acuerdo conmigo nuestra querida madame Duras.

        Marguerite dijo que la escritura nunca la abandonó. El amor si, aunque sustituyera un amante por otro, decenas de veces, el amor sí. Sin poder explicarlo ni afrontarlo, el amor se le fue, volvió, de otra manera, pero una parte de aquel antiguo enamoramiento se evaporó para no volver.

 

         A pesar de todo Frederic no cesaba de darnos detalles, anécdotas, hechos, ajeno a la ligera antipatía que me sobrevenía. Quizá sabe más de aquello externo que rodeó a Marguerite a lo largo de su vida que nosotros. Puede admirar a la Duras e incluso a Chantal, -a mi apenas me ha ha leído, solo ese puñado de colaboraciones en su revista en el 2010 y el 2011-, pero aseguró que esa extraña mística que mi suegra y yo ensalzamos sin darnos cuenta nunca le pareció convincente, que siempre le resulto lo más flojo y accesorio de la Duras.

     Esa fue su venganza, su demostración de que su agudeza nos adivinaba. Chantal le respondió que desde que el hombre tuvo la facultad del lenguaje, siempre quiso contar, y que la lengua escrita además, siempre fue no sólo un modo de contar sino un lugar en el que expresar algo más íntimo, algo más esencial.

      -La excusa es contar. Contar es el medio en que hacemos inteligible aquello que nos parece innombrable e inexplicable. Contando llegamos a algo, es una iluminación de nosotros mismos que adquiere, en función del talento y la habilidad, una esencia universal, que se asemeja a los fuegos de artificio. Siempre estamos a punto y nunca llegamos, pero hemos visto esa luz de repente, sobre todo leyendo, y a veces escribiendo.

     Marguerite en mis labios, como una degustación sonora del misterio, de repente. En su soledad necesitaba escribir. La oí decirlo a mi lado: un fantasma me susurraba a la oreja esas palabras. Puedo decir lo que quiera, pero nunca descubriré, aunque viva mil años, porqué se escribe ni cómo se escribe.

 

     De la terraza bañados por el sol, Fredéric nos lleva a rastras, ruidosos, tambaleantes, hasta un bodega del centro de la ciudad que Marguerite, en su breve estancia en Hyéres, solía frecuentar. Nos dice que el local ha cambiado mucho. Pasamos al tinto Côte Provence entre las sombras húmedas de la madera que cubre los muros y la ligera humedad que nos recibe.

        A menudo mi suegra me sorprende. Tanta contención que lleva un tiempo aflorando en forma de exceso, a su edad. La veo un día de repente dar un portazo a su vida burguesa y tranquila, a sus bienes acumulados, a su marido, perdiendo el norte en la maraña de carreteras comarcales de la hermosa Europa, buscando huellas de un continente que desaparece, o al menos su esencia, su historia. Su pesimismo es una forma de rebeldía que a cierta edad cobra una forma más lúcida y al tiempo más virulenta.

      -La soledad siempre tuvo un significado claro para ella: o la muerte o el libro. Tal vez también el whisky, eso significaba…

     Su lengua se soltó entre las sombras que nos envolvían. Fredéric quizá se sintió alguna vez así. De repente tuve la sensación de que la escritura fue para ella el lugar de la pasión. De la pasión fugaz e intensa de la vida, de su efímero fulgor, de lo que nos sostiene. Que sucede lo mismo en el amor apasionado; la obscenidad del éxtasis cobra a veces una trascendencia muy superior de lo que creemos, y esa obscenidad es a la vez la desnudez de la literatura, su falta de pudor, aunque una cosa se haga con palabras y alma, y corazón y razón, y la otra se construya con la piel, la lengua, la hermandad, la saliva, los flujos, los humores del cuerpo.

    Marguerite, eso pensó mi suegra alzando la mirada, escribía por deseo, no por amor. Una razón de ser, oímos en sus labios húmedos. Lo que te obliga a apretar un cuerpo desnudo contra ti, a sentir el sexo pleno, saciado, la saliva, el sudor, a morder, siempre fue una razón de ser que había que concluir, como un libro. Tan insatisfactorio al terminar, tan necesario como un libro. La Duras aseguraba que nunca había hecho un libro que no fuera ya un razón de ser mientras se escribía, y eso sucedía, fuese el libro que fuera.

      Creyó que escribía pero nunca pudo acercarse a ello desde un punto de vista intelectual -era demasiado poderosa e inasible la idea-, aunque participara tan a menudo de la vida política y cultura de su tiempo. Tuvo una fugaz iluminación cuando Lacan escribió un artículo al leer El arrebato de Lol V. Stein. No debe saber lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe. Para ella, esa frase se convirtió en una especie de identidad esencial, en un derecho a decir absolutamente ignorado por las mujeres…

    -Lacan.- Dije mojándome los labios con el vino tinto. -Ahora, eso esencial, mi querida suegra, me parece algo también ignorado por los hombres, qué curioso…

       Tengo la sensación de que Chantal siempre me ha ocultado a mí y a su hija, a su marido, a muchos de los que la han conocido, a sus lectores más fanáticos, el contenido de su esencia; esa misma que a Marguerite le pareció descubrir en las palabras de Lacan, en aquella larga entrevista memorable de dos horas que la Duras y el psicoanalista más famoso de su tiempo celebraron en un café de París, simplemente porque él había quedo absolutamente conmovido y seducido por El arrebato de Lol V. Stein.

      Fredéric intentaba seguirme a duras penas cuando dije en mi francés de andar por casa, ebrio e inconexo por el alcohol ingerido y los efectos del cambio de temperatura entre el sol abrasador de la terraza y la oscuridad de la bodega, que Marguerite casaba mal con los tiempos que vivimos. Que en España tan sólo se leía una parte reducida de su obra; El amante, El amante de la China del norte, algunos textos secundarios, que muchos de sus libros estaban descatalogados. Que me parecía demasiado grande para que toda su escritura no estuviese editada en bolsillo, intolerable que no se estudiase más, que no se hablara de ella demasiado; un derroche que sus películas no se encuentren por ninguna parte. Tenía la sensación de que los tiempo estúpidos y analfabetos la borraban.

      De nuevo hablé de las traducciones: muy difícil traducir sus silencios, sus desmanes con la sintaxis, sus palabras fundamentales que tal vez no encuentran correspondencia en otros idiomas. En Francia se celebraban aniversarios de su obra. Le Monde editó un especial hace un par de meses. Se anunciaba una nueva biografía, se reeditan textos sobre ella. También textos escritos por ella.

 

         La Marguerite que se casó con Robert Antelme es muy distinta a la viejecita encabronada que disfrutaba las mieles del triunfo y el dinero tras la publicación en el año 84 de El amante, a esa mujer endiosada, tal vez hasta demasiado pagada de sí misma que hablaba de ella en tercera persona. De esa Marguerite antigua que vio como su marido regresaba destrozado de los campos de concentración alemanes medio muerto, con el cuerpo y el alma destrozados, y odió, y expresó ese odio una y otra vez con la misma precisión y talento con el que narró el amor o el deseo.

         El deseo. Esa historia sexual y salvaje de “L ´Homme assis dans le couloir” era igual que su odio ante lo que un país, una nacionalidad, una raza como ellos decían, había destruido en Europa, lo exterminado en una comunidad humana religiosa como la judía. No podía perdonar, de la misma forma que no podía evitar sentir fascinación por la violencia del falo, por la explosión virulenta de la eyaculación, por las luces del deseo entre los brazos de una carne y un sexo húmedo. Esa violencia era la suya, aunque vivieran muchos años y se olvidara aquella pasión por otras.

        -El deseo se mantuvo siempre en su escritura.

       Y mi suegra sonrió, porque tal vez también estuvo alguna vez de ese modo entre sus manos. Por un instante la veo desnuda por el bosque, años atrás, con un hombre, otro hombre distinto a su marido y a todo lo que conozco, un hombre salvaje, con el sexo henchido, persiguiendo la eternidad de esa cópula, de ese ritual sagrado hasta que le falta el aire, para luego alcanzar la soledad de la escritura, para escribir, para vivir tal vez.

      -Hallar en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi todo, y descubrir que solo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea del libro es encontrarse, volver a encontrarse, delante de un libro. Un inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada. Delante de algo así como una escritura viva y desnuda, como terrible de superar. Creo que la persona que escribe no tiene ni idea respecto al libro, que tiene las manos vacías, la cabeza vacía, y que, de esa aventura del libro, es cómo nace la escritura seca y desnuda, sin futuro, sin eco, lejana, con sus reglas de oro, elementales, la ortografía, el sentido.

 

         A veces pienso que todo lo llevo al territorio de mis pasiones, pero en verdad con Marguerite es casi inevitable, lo mismo que le sucede a mi suegra. Los años de exceso, la sensación de libertad acumulada para alcanzar una soledad posible, debieron ser comunes, salvo la distancia generacional de cada época, con los abismos de la Duras y posteriormente, unas décadas después, con los de mi suegra. El espacio de lo oscuro. Esa negrura que siempre necesitamos para alcanzar una luz. Luz que ella expresó. La Duras, que quedó respirando en ese limbo, como ausente, como si toda su obra no fuese otra cosa que un profundo psicoanálisis de sí misma destinado a ofrecer una solución de alegría y paz a los demás.

       ¿Por qué sus infiernos me apaciguaron tanto al releerlos hace unos meses, alejado ya hace mucho de mis lugares siniestros, de mis adicciones y mis tristezas?

      Ella dijo una vez que en la vida llega un momento, y creo que es fatal, al que no se puede escapar, en que todo se pone en duda: el matrimonio, los amigos, sobre todo los amigos de la pareja, los otros también. Lo único que no ponía en duda era la maternidad, la paternidad. El hijo. Los hijos.

     -El hijo no se pone en duda. Y esa duda de todo lo demás crece alrededor de uno. Esa duda está sola, es la de la soledad. Ha nacido de ella, de la soledad. Ya podemos nombrar la palabra. Creo que mucha gente no podría soportarlo, que digo, huirían. De ahí quizá que no todo hombre sea un escritor. Si. Eso es, esa es la diferencia. Esa es la verdad. No hay otra. La duda, la duda es escribir. Por tanto, es el escritor, también. Y con el escritor todo el mudo escribe. Siempre se ha sabido.

     Todo el mundo que la lee. Y esa soledad es la potencia del deseo. Fredéric me miró cuando dije esto. La soledad como potencial deseo, el lugar en el que se entremezcla ese deseo necesario para la escritura. La duda también. Porque la duda es poner todo en jaque, revolverlo todo, hasta lo cómodo o confortable. Pienso en ese día triste en el que los lectores no escriban con Marguerite, no se adentren en esa soledad -en ese deseo y esa duda-. Frederic me acusó de pesimista pero yo le pedí que mirase a su alrededor.

 

         El bodeguero sirvió otra ronda de vinos. Fredéric aceptó al primer alcohol de la mañana, adujo que ya era hora de violar sus preceptos, de trasgredir ese fascinante autocontrol. Ese orden en sus quehaceres trastoca su admiración por la Duras, precisamente una mujer muy ordenada, obsesionada con que la cama estuviese hecha o las cosas de la cocina cada una en su sitio. Sé que Chantal pensó: ¿como es posible que se adentre en Moderato Cantabile, en Ecrire, en Ojos azules caballos negros, en Los caballitos de Tarquinia o en El dolor, y sea tan sumamente metódico, tan timorato hacia lo que es incontrolable, tan ajeno a esa oscuridad necesaria para su luz?

      Hemos hablado tantas veces de esa oscuridad cada vez que las novelas que leíamos eran capaces de despertar esa fascinación terrible, desmesurada. Porque en el fondo, o al menos es lo que pienso, comprendíamos como Marguerite que llevar a cabo un libro es un acto difícil, tanto como la vida cotidiana. La dificultad de una novela exige de una especie de fe, a no ser que uno sea un inconsciente o un ignorante. Cualquier atisbo de creación conlleva un esfuerzo. La escritura tiene además componentes muy estrictos: la soledad que tanto llenaba los labios gruesos de la Duras, pero también el dominio de la sintaxis, el encuentro con el modo de contar, el contacto real de esa escritura con la emoción y la idea, la extraña inconsciencia con la que se celebran los puntos de vista de la narración hasta conformar algo sólido. Un camino tortuoso y difícil, hasta el punto de que Marguerite solía decir con una leve amargura en el rostro que si no hubiese escrito se habría convertido en una incurable del alcohol.

      Bebía mucho, eso es cierto, tal vez porque no se puede escribir siempre, porque el estado de ansiedad que genera la escritura requiere de pausas, de silencios, otras veces de vida necesaria alrededor. Ella decía que temía ese estado práctico: estar perdido sin poder escribir más. Era ahí donde aseguraba que se bebía de verdad. Como uno está perdido y ya no tiene nada que escribir, que perder, uno escribe. Mientras el libro está ahí y grita que exige ser terminado, uno escribe. Está obligado a mantener el tipo.

       Marguerite no podía soltar un libro siempre antes de que estuviese completamente escrito, o eso decía; sólo y libre de ti, que lo has escrito. Le resultaba tan insoportable como un crimen. Cualquier humor al respecto me resulta cínico. Chantal diría que no hay muchos escritores así, que abarquen esa especie de mística del escritor con tal sinceridad, naturalidad, coherencia y calma. ¿De donde viene la obsesión de los textos?.

      Por eso tal vez Lacan quiso conocer a la mujer que había compuesto El arrebato de Lol V. Stein, porque su extrañeza y su curiosidad fueron monumentales: sintió que todo lo allí escrito llegaba de un lugar profundo, un abismo arrebatador y verdadero, con una escritura que parecía una especie de lámina sutil capaz de adentrarse con su silencio hasta rozar muy de cerca la totalidad de un sentido, de una locura. Marguerite no creía posible que un escritor de verdad pudiera quemar su manuscrito. O bien lo que estaba escrito no existía para los demás -no tenía esa necesaria pretensión de alcanzar el sentido que pudiera ser comprendido por los otros- o no era un libro.

      Uno siempre sabe lo que no es un libro: el mundo está lleno de novelas que cubren estanterías de librerías y no son libros.

        -¿Cómo te defiendes tú del miedo, hijo?.-Dijo de repente Chantal.

      Su sinceridad alcohólica me suele provocar pasmos. Retrocedí al instante ante esa pregunta; tenía la frase de Marguerite acerca del miedo, también el eco de Lowry o los cuentos de Pavese en la cabeza. Pero me vino de Marguerite, tal vez porque ahora el Campari volvía a brotar de la mesa para pavor de Fredéric.

       Fredéric convierte el miedo del escritor en una organización ficticia, en una voluntad conmovedora. Yo no sé lo que hago para convertir ese vértigo, que se parece a todos lo miedos humanos, pero que encima posee un doble peso. Miedo al papel en blanco, a no ser, no llegar a escribir lo que deseo, lo que necesito, lo que me devora por dentro y tiene que salir.

     Al no contestar, mi suegra prosiguió afirmando que tal vez se defendió del miedo con una respetabilidad distinta a la de Fredéric, pero no por ello menos ficticia. Las cosas nos defienden relativamente de ese miedo, pero no bastan. Los objetos, las casas, lo tangible. Los hijos, aunque provocan otros miedos. La nada.

      -La Duras solía contar que cuando se acostaba se tapaba la cara. Tenía miedo de sí misma. No sabía cómo ni porqué. Y por eso bebía alcohol antes de dormir. Para olvidarse, a sí misma. Enseguida el alcohol, escribía, me pasa a la sangre y luego uno duerme. La soledad alcohólica es angustiosa. El corazón se nota, si. De repente late muy deprisa sino llega el sueño.

      Fredéric, al que había animado el vaso de tinto, sacó de su pequeño bolso Ecrire. Entonces leyó en voz alta, quizá para acallarnos, cansado de esa complicidad que lo dejaba fuera frente a su excursión, sugerida por él, tras los pasos de Marguerite en esta bella ciudad de Hyéres, en la Côte D´Azur, a orillas de la Provenza.

 

      Cuando yo escribía en la casa todo escribía. La escritura estaba en todas partes. Y cuando veía a los amigos, a veces no acertaba a reconocerlos. Hubo varios años así, difíciles, para mí, si, diez años quizá, quizá duró diez años. Y cuando amigos incluso muy queridos acudían a visitarme, también era terrible. Los amigos nada sabían de mí; me apreciaban y acudían por gentileza creyendo que hacían bien. Y lo más extraño era que no me importaba. Eso hace salvaje a la escritura. Se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma. Uno se encarniza. No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que lo que se escribe. Es algo curioso, sí. No es sólo la escritura, lo escrito, también los gritos de las bestias de la noche, los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros. Es la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad. El dolor; también es Cristo y Moises y los faraones y todos los judíos, y todos los niños judíos, y también lo más violento de la felicidad. Siempre. Eso creo.

 

 

      Nos quedamos sobrios, apagados. El jolgorio dio paso a una suave caída. Cuando Fredéric propuso ascender hasta la parte alta de Hyéres, por los barrios que se adhieren a la montaña y ascienden hacia el castillo, salimos disparados. Necesitábamos el aire, el extraño rumor del aire cálido, del sol, para recuperar cierta entereza. La ebriedad era intensa y confortable, una suave ceguera que erizaba la sensibilidad, me cegó los ojos. Casi me tambaleaba entre los escalones de piedra que cubrían algunos pasajes. Me sorprendió la resistencia de mi suegra, que se cogía al brazo de Fredéric para sostenerse, pero en el rostro no se le notaba nada, al contrario; su disimulo era conmovedor. Me puse a su altura al imaginar a la Duras con medio litro de Campari en la sangre subiendo la cuesta. Igual o peor que yo tal vez.

     -La escritura tiene ese reverso. Su luz siempre nos hace ir muy lejos, a veces la oscuridad. Hasta que uno la remata. Otra vez Marguerite en la luz. De repente todo cobra un sentido relacionado con la escritura, es para enloquecer. Dejamos de conocer a la gente que conocemos y creemos haber esperado a quienes no conocemos. Sin duda se trataba simplemente de que ya estaba cansada de vivir, un poco más cansada que los demás. Era un estado de dolor sin sufrimiento. A veces es estremecedor leerla, hijo. No sé si tú podrías llegar a entenderla Fredéric, con tu optimismo eterno. Ella decía que no intentaba protegerse de los demás, en especial de quienes la conocían. No era algo triste. Era desesperación, la que he sentido tantas veces en mi vida. Eso lo escribió Marguerite cuando estaba embarcada en el trabajo más difícil de su vida: el amante de Lahore, escribir su vida. Mientras escribía El vicecónsul.

    -Se pasó tres años para terminar el libro.- Contó de repente Fredéric, sin hacer caso al comentario de Chantal sobre su actitud vital. Marguerite no podía hablar de él porque la menor intrusión en el libro, la menor opinión objetiva, habría borrado todo su sentido. Otra escritura, corregida, habría destruido la escritura del libro y mi propio conocimiento del libro; dijo. Esa ilusión que tenemos -y que se ajusta- de ser la única persona que ha escrito lo que hemos escrito, sea nulo o maravilloso.

     Le pregunté a Fréderic, que parecía conocerlo todo sobre la biografía de Marguerite Duras, porqué ella mintió sobre la veracidad de lo sucedido en El amante, porque lo hizo, sabiendo además que una historia mucho más cercana a la verdad, salvo que el personaje del amante era europeo y no un chino, ya se hallaba en Un dique contra el pacífico. Fredéric se encogió de hombros.

      -No lo sé… vanidad, tal vez un juego, una venganza inconsciente. La Duras estuvo diez años casi olvidada por la crítica. Sus escarceos con el cine la habían apartado de establishment literario. Se dio cuenta pronto de que sus nuevos lectores leían El amante como si fuera un texto biográfico, escandaloso, sensual. La película que se hizo después ofrecía una imagen de un chino hermoso como un Dios. La verdad había perdido sordidez, ya no era una especie de prostitución ideada por la madre y el hermano mayor para conseguir el dinero del amante millonario, sino una sensual y espléndida exhibición del deseo femenino, del amor físico entre un hombre y una mujer…

      Cuando vi esa famosa entrevista con Pivot, quise entender la burla de Marguerite, sólo cuando el público la aclamaba comprando masivamente su libro, tomando El amante como una vivencia real de la autora, vio la posibilidad de ajustar cuentas con su larga existencia como escritora. Eso lo pensé en la ebriedad fatigosa de nuestro paseo, cogidos ahora Chantal y yo del brazo de Fredéric. Una especie de revancha. Una solicitud de engaño, de distancia y de burla, tal vez harta de demasiadas cosas. La Marguerite que vendió millones de copias de esa novela, exploraba la mentira de los tiempos, tal vez por primera vez en su vida. No sé si de modo consciente, pero lo cierto es que entrevió ese lugar de falsedad en el que participó, y que nada tenía que ver con la verdad de la ficción. Era una escritora de ficción, y por tanto escribía novelas, sin embargo aceptó el reto de mantener una verdad imperfecta de su biografía -deliciosa de su extraordinaria literatura- adornada, dulcificada, inclinada hacia una de sus pasiones, el deseo, la sensualidad, hasta convertir una historia miserable en una especie de reivindicación del amor carnal. Podía ser lícito; los escritores son despreciados, o empezaban a serlo por entonces: inventores de mentiras, de ficciones, en un universo de realidad inamovible. Palabras libres, insignificantes, en medio de la dictadura del lenguaje de masas, mediático, manipulador y obsceno. Demasiado poco un escritor. La palabra realidad había cobrado una forma terrible, tiránica y preeminente, como sucede hasta ahora. La búsqueda de la realidad objetiva es una especie de lucha perdida de antemano como sabe la historia de la literatura, que, sin embargo, alcanza con una mediocridad insostenible una preeminencia desesperante en nuestros días.

    Chantal añadió algo. Palabras de la Duras otra vez, mientras sudábamos en la ascensión, nos deteníamos ante un hermoso mirador y veíamos como la ciudad de Hyéres descendía extensa hasta el límite de mar.

        -Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sin sentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y de otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. Un libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación , la separación del libro soñado, como el último hijo, siempre el más amado…

      Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué.

    -Eso es lo que escribió Marguerite después de ese párrafo. Su consejo me fascina por su ambigüedad y al tiempo por su exactitud: escribir a pesar de todo, pese a la desesperación. No; con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo; estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro.

     Mi suegra se detuvo y miró el horizonte. Estábamos a pocos metros de una casa en la que Fredéric nos aseguró que Marguerite Duras pasó varias horas aquel año que estuvo en Hyéres. Su sonrisa era enigmática, como si ocultara una parte del relato a propósito. Es su pequeña venganza, aunque no nos interesase saber qué hizo allí la Duras. Chantal se tambaleaba, la ebriedad era de alguna forma ya incontrolable.

A veces pienso que guarda en ella toda la contención de una vida, agazapada, sólo aireada en su enrevesada ficción, en sus mundos literarios, tan alejados a menudo de su propia realidad que describe en una especie de enigma que a menudo me cuesta desentrañar. El rastro está ahí, tal vez en esa borrachera mañanera, en ese físico fibroso y ágil a pesar de la edad que le antecede, que podría fatigarla sin excusa, en las sombras de sus ojos cuando alza la vista y trata de esbozar una sonrisa alegre entre la respiración entrecortada.

      Aún recuerdo sus palabras una noche fría de Noviembre, en su balcón de Paris, los dos arrebujados bajo una manta, de madrugada. Atacados de insomnio. Ninguno podía explicar porqué a las tres de la mañana, a cinco grados bajo cero, estábamos allí, encendiendo un pitillo tras otro. Fue ella quien trajo el vino, la manta y una par de cojines, y entre aquella humareda que se entremezclaba con la niebla sobre la ciudad congelada, me contó palabras que luego leí en Marguerite, y que me permitieron de alguna manera comprenderla, quizá incluso comprender una parte de mí llena de desasosiego. Me dijo, como si fuera la Duras quien le susurraba al oído, que se está solo frente a una novela que va a comenzar, que ese instante en el que empieza a crecer en uno mismo es similar al primer sueño de la humanidad. Nunca pudo encontrar algo similar a esa sensación, a excepción de la emoción de la maternidad y esa ilusión parecida proyectada en el futuro de ese feto que llevó en su vientre, o en el deseo, en la sensualidad de un amante deseado con toda el alma, alargado ese anhelo largo tiempo hasta ser degustado finalmente.

        Es estar sola en la escritura aún yerma. Escribió Marguerite Duras.

     Cuando me preguntan porque atisbo esa diferencia tan enorme entre lo que creo entender por literatura y esas novelitas cualquiera que se leen incesantemente sin saber el motivo, remaches de muy poca calidad que mal imitan la tradición narrativa del siglo XIX sin su pausa ni su profundidad ni su precisión, y lo hacen tal vez con la necesidad de zaherir a esa extraña consciencia de pertenecer a una tradición de siglos, de agujerear la escasa confianza en el futuro o en las posibilidades de una escritura de esa índole, fuerzas que a menudo me vencen hacia el desánimo, me someten aunque no viva de esto ni lo haya hecho nunca más allá de un puñado de euros, algún premio, y de colaboraciones esporádicas que alientan la ilusión de seguir, pienso en Marguerite. Podría burlarme como otros ilustres lo hicieron de su ensimismamiento, de su extraño ritmo, de esa sintaxis imposible, rota, a veces tan ambigua que exige tomar partido, de su solemnidad excesiva tal vez. Pero no lo hago, como no lo hice esa noche con mi suegra, en esa pose de ambos tan mitificada e incluso estereotipada, dos humanos congelados en un balcón de Paris en plena tempestad de invierno, insomnes, trascendentes hasta el patetismo. Pienso en esas palabras que todavía me acuden, incluso en sueños alguna vez, frente a la insistencia de las masas por borrar la magia.

 

         La escritura ha existido siempre sin referencia alguna o bien es… Sigue siendo como el primer día. Salvaje. Diferente. Salvo la gente, las personas que circulan por el libro, nunca las olvida uno en el trabajo y el autor nunca las echa de menos. No, estoy segura, no, la escritura de un libro, el escribir. Pues es siempre la puerta abierta hacia el abandono. El suicidio está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Si. Un precio que hay que pagar por haber osado salir y gritar.

 

       En pleno inicio del siglo XXI, este oficio, este sacerdocio, parece extraño, ajeno al devenir del mundo. Exige una pausa consciente, casi necesaria, un sentido del tiempo espaciado, ruidoso y al tiempo sordo, inocente. Requiere lectores atentos que ahora no tienen tiempo. Soledad, que a pesar de que no se ha ido ni se irá nunca, o de que incluso es más incierta y desolada que nunca, parece sin embargo hecha de ruido incesante, de excesiva compañía. Todo parece comunicado pero cuesta mucho encontrar esa comunicación profunda de la que hablaba Duras. Por qué seguir, dijo mi suegra, llena de furia. Por qué seguir a estas alturas, ella sobre todo, por edad, por tener todas las necesidades cubiertas, por tener tiempo disponible, por qué seguir con ello.

       El universo de lectores futuros parece una barco improbable al que nos aferramos como lo haría la Duras si tuviera que empezar a escribir ahora, como susurra Michon, como lo piensan muchos otros. Dónde reside la necesidad de esta trascendencia salvaje que vive constantemente en las obras maestras de Cormac McCarthy o Coeezte.

      Marguerite escribía todas las mañanas. Sin horario alguno. Nunca. Puro arrebato. Puro deseo apresurado, aunque luego sus correcciones fueran interminables, constantes. Toda su vida fue así, a excepción de lo referido a la cocina, en la cocina siempre supo cuando había que ir para que tal cosa hirviera o tal otra no se quemara. En los libros, más tarde, también lo sabia. Podía jurarlo: nunca mintió en un libro, eso dijo. Ni tampoco en su vida. Excepto a los hombres ¿Cómo les mintió a los hombres? ¿En qué?

      Quedó la carcajada de Chantal en el aire. ¿De qué modo lo hacía? Y ella volvió reír, como si supiera en verdad que clase de mentiras cumplió con ellos en medio de su deseo, de sus arrebatos amorosos. No me lo confesó ni a mí ni a Fredéric, porque sería rebelar tal vez algo insoportable.

        Entonces, si no hay respuesta, necesito cambiar de tercio. Sé que a la Duras también le mintieron esos amantes y amores acumulados; Mascolo, sobre todo Gerard Jarlot, todo ellos escritores inferiores a ella, mucho mejor Antelme, que siempre fue modelo de hombre de una pieza, de una ética irreprochable, como Camus. Y entonces les cuento que cuando voy a una librería pienso siempre en unas palabras que ella escribió. Esas en las que les reprochaba a los libros, en general, es eso: que no son libres. Que se ve a través de la escritura que están fabricados, están organizados, reglamentados, diríase que conformes. Una función de revisión que el escritor desempeña con frecuencia consigo mismo. El escritor, entonces, se convierte en su propio policía. Entiendo, por tal, la búsqueda de la forma concreta, es decir, de la forma más habitual, la más clara y la más inofensiva. Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros pudibundos. Eso me gustaba cuando ella lo escribía. Libros pudibundos. Incluso jóvenes. Libros encantadores, sin poso alguno, sin noche.

      Chantal miró de reojo a Fredéric y a sus novelas impecables, tan asépticas. Dicho de otro modo, escribió la Duras: libros sin auténtico autor. Libros de un día, de entretenimiento, de viaje. Pero no libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento. Y cuando Marguerite se refería al dolor profundo de toda la vida no era para referirse a libros dramáticos, desoladores, sino porque es común ese duelo, incluso hasta para los más inconscientes e ignorantes. Se refería a esa verdad irrefutable que, además, es origen del pensamiento, aquello que debemos pensar para llenar eso, la profunda tristeza que simplemente por su finitud y sus interminables despedidas conlleva vivir. Ese dolor.

 

       No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía.

 

       Me fascinó esa escritura de Ecrire, ese hermoso testamento de frases precisas, de palabras necesarias, cumbre de su lenguaje, decía la Duras, espacios donde todo se eleva para hablar lo más rápido y preciso posible de todo lo que puede hablarse con las palabras de la literatura. Ni siquiera en sus sombras, en sus ocultamientos o amabilidades hacia sí misma encuentro algo en verdad reprochable.

 

        Cada libro, cada escritor, tiene un pasaje difícil, insoslayable. Y debe optar por dejar este error en el libro para que siga siendo un verdadero libro, no una falsedad. La soledad no sé en qué se convierte luego. Aún no puedo decirlo. Creo que esa soledad se torna trivial, a la larga se convierte en algo vulgar, y que es un gran acierto. …algunos escritores están asustados. Tienen miedo de escribir. Lo que ha ocurrido en mi caso, quizás haya sido que nunca he tenido miedo de ese miedo. He hecho libros incomprensibles y han sido leídos.

 

 

        Fredéric habló de las razones por las que Marguerite necesitó a partir de cierto momento el cine, más allá del interés que mantuvo por ese lenguaje artístico a lo largo de toda su vida. Hiroshima mon amour entre los dientes, todas esas palabras esparcidas en esa cama de hotel, entre la desnudez de los amantes. El cine era una proyección de las obsesiones de la escritura que compartía con un grupo. En el fondo la soledad de la literatura, ese proceso de ahondamiento de sí misma que la llevaba a adentrarse en cada una de sus novelas y sus obras, quedaba ligeramente aliviado al compartir con los actores, con las personas con las que habitualmente filmaba, sus obsesiones.

      Chantal asintió, reconocía esa superioridad de la biografía que Fredéric, con tan sólo un vaso de vino tinto y toda una vida dedicada a los milagros de la Duras, expresaba. Tanto mi suegra como yo nos acercamos a la esencia de sus libros de ficción o sus obras de teatro. Entrevemos al autor en cada uno de los pliegues de las hojas rellenadas por la tinta, en la endiablada sintaxis, en los diálogos y gestos descritos para cada uno de sus memorables personajes. Pero él conoce esa exactitud, la buscó, rastreó por los fondos de su legado, vio una a una todas las películas, habló con quienes la conocieron, hasta dejar en el aire esa vida que nunca se atreve a afrontar, y de la que guarda cientos de libros y documentos en un enorme estante de su biblioteca. Siempre nos dice que no se atreve, tal vez como me ha sucedido a mí a lo largo de los meses en los que le he dado vueltas a la posibilidad de afrontar un texto sobre ella. No saber quién era en verdad, si fue el amor o el deseo lo que la empujó a mantenerse en pie, si la escritura tuvo esa pureza cristalina, si su existencia no fue otra cosa que un prolongado engaño, o una especie de sinfonía desafinada que sólo las notas de palabras en cada una de las partituras que fueron sus libros expresaran en realidad su esencia. Cómo hacerlo en medio de toda esa complejidad, en sus ambigüedades y secretos, conocer una vida tan larga, tan rica, tan variada, y más tarde tan falsificada por su literatura sin desearlo, por aquel coqueteo impensable que a partir del año 84 la convirtió en una celebridad no sólo en Francia, donde ya gozaba de prestigio y reconocimiento, sino en todo el mundo, fingiendo que aquella novela, El amante, era un hecho acontecido, tal vez porque el público lector se lo pidió una y otra vez hasta que decidió burlarse, aprovechar esa ingenuidad molesta e insistente, a menudo tan ignorante.

        Si hizo cine fue para intentar escapar de esa soledad. Porque ella sabía que la soledad siempre está acompañada de cerca por la locura. La locura no se ve, o al menos no siempre se ve. La Duras escribió que cuando se extrae todo de uno mismo, todo un libro, forzosamente se está en un particular estado de cierta soledad que no se puede compartir con nadie. No se puede hacer compartir nada.

        -Uno debería leer sólo el libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro.- Continua Chantal

      Hay algo en ella de Dostoiesvki, aunque su estilo, su modo de componer, sea tan diferente.

         -¿Por qué de Dostoiesvki?.- preguntó de repente Fredéric.

       -Para la Duras -respondió mi suegra- el enclaustramiento en el libro posee una aspecto profundamente religioso. Ella nunca pronunció palabras como las de Fiodor por la sencilla razón de que escribió en la segunda mitad del siglo XX y no en el XIX. Dios estaba ya desaparecido del mapa; el maná era la tecnología, la ciencia, el progreso material y científico. Y sin embargo, los hombres seguían haciendo lo mismo, tratando de escribir, tratando de contar, tratando de ahondar en sí mismos. La escritura es una fe en el fondo, sino carece de sentido. Por eso me gustan los escritores como Duras, los que sin boatos ni alardes, sin excesos, plantean el hecho literario como una trascendencia interior.

    -Lee Ecrire, Fréderic, lee esas páginas..-Animé en esa última ascensión. El libro manoseado, subrayado hasta la saciedad, lleno de pliegues en las puntas, de anotaciones a bolígrafo.

      -Uno debe leer sólo el libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro. Esa frase tiene un aspecto religioso pero no lo experimenté en el acto, pude pensarlo después (como lo pienso en este momento) con motivo de algo que podría ser la vida, por ejemplo, o la solución a la vida del libro, de la palabra, de gritos de aullidos sordos, silenciosamente terribles de todos los pueblos del mundo…

          … todo escribe a nuestro alrededor eso es lo que hay que llegar a percibir…

        -En pocas palabras, hay que creer en la trascendencia del alma, en la posibilidad de que perdure; esa era la idea terrible de Dostoievski, la que se le planteaba frente a los movimientos utópicos que tenían como fin los condicionantes materiales de la vida sin prestar atención a la inmortalidad del alma. Y eso es una forma de locura, porque siempre será un misterio humano. ¿Qué es los que queda de los muertos? (Y no hablo de su presencia física, eso desaparece, el cuerpo se convierte en huesos que se transforman a su vez en polvo, el olor muere, el rastro se evapora), pero ¿qué queda de eso muerto que es intangible? ¿De qué esta hecho el recuerdo? ¿A dónde van las palabras y los gestos trascendentes?

 

      La ebriedad remitió conforme Fredéric nos hizo regresar a buen paso hacia el centro de la ciudad y paseábamos despreocupados por las calles de Hyéres. Una hora después de la última copa ingerida, el sopor era evidente. Fredéric anunció una comida en uno de los restaurantes en los que comió Marguerite treinta años atrás, que ahora, nos confirma, por supuesto tiene otro nombre, otro dueño, otros camareros.

 

        Aquel año lejano de 1979, Marguerite se dedicó de lleno al cine. Tal vez necesitó salir de sí misma, encontrarse con la complicidad constante de la gente del cine. Faltaban pocos años para que El amante, escrito en tres meses según sus palabras, viera la luz y su existencia sufriera una nueva modificación brutal, un cambio que borraría las huellas de la antigua Marguerite o las amplificaría hasta la deformación, que la convertiría en una mujer famosa, teatral y provocadora, y a veces en alguien insoportable.

      Fredéric se reía mientras nos servían los primeros platos en el restaurante. Por un momento se le ocurrió imaginar que pensó ese Gerard Depardieu salvaje y sensual, tan jovencito, frente a la tremenda y ácida energía de la Duras, los dos subidos en ese camión para filmar una historia hermosa y entrañable. Una Duras que no aceptó que la maquillasen, que salió en la pantalla con sus arrugas y sus excesos de alcohol cubriéndole los ojos. Qué exposición de esa lúcida vejez que, aunque no lo fuera, siempre nos pareció prematura al tener en el imaginario sus fotografías antiguas, su belleza imprecisa. Imaginé que, ambos buenos bebedores, tragaron alcoholes de alta graduación juntos, incluso que ella coqueteó por gusto con ese joven por entonces fuerte y atlético, ruidoso y obsceno, que mostraba su cuerpo desnudo en cualquier película en la que le pagasen, pero esa sensación, de alguna forma, nos pertenecía más a Chantal y a mí. Las brumas en la mirada de mi suegra reflejaban ese sufrimiento de años que siempre he percibido en su rostro. Aspira al punto de liberación que tal vez se persiga a lo largo de toda una existencia, una salida honrosa a sus pulsiones, a su ímpetu vital, pero cuando cree hallar el lugar de fuga, se contiene, respira profundamente y se detiene.

         Marguerite insistía en que la liberación se producía siempre cuando la noche iniciaba su dominio. Cuando todo quedaba quieto afuera, el trabajo, el eterno movimiento de la vida. Entonces gestaba ese lujo nuestro, de los escritores, ese instante de calma que nos pertenece, similar a mis madrugadas eternas, a esas cinco de la mañana en las que salto de la cama y la ciudad duerme y no se oye nada y todo el aire tiene esa pureza de lo novedoso, de lo vacío que hay que rellenar, milagro de la escritura en la sombra, tan a menudo la noche todavía viva, clareando tan despacio.

       La Duras escribía de noche, porque tal vez sus borracheras monumentales no le permitían madrugar. Era la afilada vida de oscuridad y misterio lo que la seducía para el acto de la escritura. Aunque decía con cierta ironía que un escritor podía escribir a cualquier hora.

       -No sufre sanciones de reglas, horarios, jefes, armas, multas, insultos, policías, jefes y más jefes.

           -… ni las gallinas cluecas de fascismos futuros.

           Fascinante definición de los esbirros.

 

 

 

          El día acabó al atardecer. La luz declinaba en la costa dejando un rastro rojizo en el horizonte. El interior del coche se fue oscureciendo y el alcohol se evaporó hacia un prolongado silencio. Una ruta más de Marguerite cumplida, como aquel trayecto inolvidable con Chantal hasta la casa de Nuephale, en aquella ocasión con una ebriedad aún más intensa y cierta luz en los ojos. Buscábamos su rastro. Mi suegra logró trasmitirme en esa insistencia en el itinerario la necesidad de acercarme a los lugares -tan importantes- de la Duras, tal y como ella buscó a esa mujer fascinante a lo largo de tantas décadas sin saber por qué, ella, tan poco mitómana más allá de su amor por la literatura y ciertas obras. El silencio acompañaba la noche hasta que le pregunté porqué fue Hiroshima Mon amour, y un poco antes Moderato Cantabile el punto de inflexión que la convirtió en la gran dama de las letras francesas. Es verdad que antes surgió Un dique contra el pacífico, y Los caballitos de Tarquinía, pero Hiroshima mon amour fue diferente. Alain Resnais filmó sus palabras y la experiencia se sostiene si uno se siente cómplice de ese lenguaje, de ese ritmo particular, las frases cortas como aleteos de olas a la orilla del mar, el adjetivo doble, reiterativo, exacto.

         -¿Por qué a partir de Hiroshisma?

         -Porque supo lo que era follar.

     La respuesta de Chantal flotó en el aire, se esparció como un remolino de duda que asomaba en el cielo, a orillas de la luna llena que surgía entre las montañas del interior. Esta Provenza de noche posee la misma fascinación. Los ojos azules caballos negros. Mi suegra repiqueteó en la guantera, se sacó un cigarrillo Vogue del bolso y fumó. Dejó de fumar hace treinta años pero su nueva revolución tiene aires de revival, de excesos, de reto a la contención de su existencia, a esa familia que la adoptó tras el matrimonio, burguesa, elegante y distante como los búhos

       -Cuando una mujer hace el amor como Marguerite gozó con Gerard Jarlot, como él la amó a ella, es posible cualquier cosa.

        Tuve ganas de reír escandalosamente. La señora bien conservada de 65 años miraba el horizonte y comenzó su risa. No le pregunté, lleno de pudor, por que tal vez a ella le pasó lo mismo. Alguien le ofreció ese deseo tan intenso que recordarlo duele, tan imperioso para ella que tuvo el don de extraer la voz, las palabras, la autoestima, el eco, aunque significara en algún momento la derrota o el dolor más absoluto. Pero ese conocimiento era suyo, y tal vez Jarlot, ese hombre seductor y mujeriego, de una sola novela a la que ella dio su toque y su ayuda para ser editada, escritor mediano de prensa y demasiado atraído por el erotismo como para establecer alguna literatura perdurable, despertara a esa bestia, a esa inmensa mujer que escribió Ecrire.

        Siempre vuelvo a Ecrire, en ese periodo en el que ya Marguerite parecía tan a menudo una caricatura de sí misma tal vez, una especie de icono televisivo y periodístico, una imagen detenida, un personaje de ficción, de su propia ficción. Ecrire es la síntesis de todo ese camino, escrito dos años antes de su muerte. Tal vez ese hombre que tanto daño le hizo alentó esa fuerza, ese aliento entrecortado que nos susurra; La Douleur, El amante, El arrebato de Lol V. Stein, Moderato Cantabile, El Vicecónsul, El amante de la china del norte, Indian Song. Ese hombre que la penetró, la poseyó, la arrebató quizá como a uno de sus personajes para hacer de ese deseo algo trascendente, ese aliento, para amplificar aquel antiguo y eterno deseo de escribir, siempre escribir.

       Estoy seguro de que Chantal se regocija en alguno de esos actos imposibles de su vida que, a pesar de todo, la trajeron aquí, puede que más muerta que viva a veces, otras expectante ante la palabra justa, esa que la hace una escritora conocida aunque siempre oculte su nombre.

 

       Nadie puede

 

       Hay que decirlo: no se puede.

 

      Y se escribe

 

      Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada.

 

      Se puede hablar de un mal de escribir.

 

    No es sencillo lo que intento decir, pero creo que es algo en lo que podemos coincidir, camaradas de todo el mundo.

 

    Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario.

 

     La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Y con total lucidez.

 

    Es lo desconocido de sí, de su cabeza, de su cuerpo. Escribir no es ni siquiera una reflexión, es una especie de facultad que se posee junto a su persona, paralelamente a ella, de otra persona que aparece y avanza, dotada de pensamiento, de cólera, y que a veces, por propio quehacer, está en peligro de perder la vida.

 

    Si se supiera algo de lo que se va a escribir antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría a pena.

 

    Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos -sólo lo sabemos después. Antes, es la cuestión más peligrosa que podemos plantearnos. Pero también la más habitual.

 

    La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, excepto eso, la vida.

 

 

    Mi suegra apagó el cigarrillo antes de entrar en el parking. Nos esperaba lo familiar en esa hermosa casa con vistas a la bahía de Toulon. Aquello que encierra y acoge a un tiempo. Ese lugar en el que se nos reconoce y sin embargo estamos solos. Me miró de repente antes de apagar el motor y salir del coche.

    -Tal vez ese último párrafo sea lo que diferencia a los grandes escritores del resto, pero no hay que reflexionar, lo sabes.

     -Sonreí y asentí con la cabeza. Tenía ganas de darle las gracias a Jarlot y de paso beberme otra copa más, aunque no resultase decoroso, en compañía de esta escritora a la que le brillan los ojos con las palabras y el alcohol. Como a Marguerite, como a mí, en ese instante en que uno comprende que esta locura de escribir no tendrá fin hasta la muerte, aunque no se escriba físicamente, no se manche de tinta la hoja. Que esa soledad hay que celebrarla. Y no es mística. Es la evidencia de que las palabras esenciales siempre esconden un secreto inaccesible, pero siempre buscado, siempre anhelado.

     -¿Otra copa?

     Marguerite dirá que sí.

 

 Copyright Jimarino

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Eclipses (Una novela del deseo)- Proust-Kenzaburo Oé

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Extracto de la novela Eclipses, que ya navega sola, que ya es desde octubre un soplo, un deseo…  Gracias a la inestimable ayuda de Carmen Ariño y a la reencarnación de la abuela Carmen, ambas ávidas lectoras de éste imposible… también a Diana, por su sinceridad cercana… a Daniel Ariño, por esas cosas que sólo puede decir él. 

  

           Cuando leyó Una cuestión personal de Kenzaburo Oé, tras revisar un texto del amante acerca de la novela futura, tuvo una aguda sensación de simpatía y cercanía por ese personaje literario que miraba los mapas de África y soñaba con emprender un largo viaje que lo alejara de su vida cotidiana. Oé logró entresacar toda la fascinación por la huida que se percibe vulgarmente como un gesto de irresponsabilidad, pero que tal vez esconda en su complejidad una especie de deseo ancestral de ser nómada, de extender las posibilidades de la existencia ilimitadamente, de tratar el camino como una aventura y no como un guión prefijado. Huir no siempre es escapar, aunque a veces lo pueda ser. La responsabilidad final de ese personaje en la novela le ayudó sin lugar a dudas a afrontar el verdadero recorrido que debía cumplir. Ante el hijo monstruoso, incluso antes, frente a ese parto violento, sin amor, dolorido por la insatisfacción y la monotonía de lo cotidiano, por la angustia de envejecer y aceptar lo que contiene en su eco sordo una existencia prevista de antemano, se hallaba sin duda una respuesta coherente a la derrota de todos. Era ese momento de la existencia en que comprendemos que no podemos cambiarlo todo. Es una idea terrible que depende del grado de madurez y de sensibilidad de cada cual para expresarla. Los posibles caminos se limitan por una mezcla de experiencias y decepciones acumuladas. Conocemos nuestros gustos en mayor o menor medida, en función de lo que hayamos profundizado en nosotros mismos. Lo esencial ha quedado retratado a poco que prestemos atención a lo que sucede o ha sucedido a nuestro alrededor. Todo se construye demasiado difícil y, fruto de esa conciencia, atisbamos la marea sin aire, la vela que no se hincha, el avance lentísimo y anodino, la dificultad de hallar otra corriente vital que nos empuje hacia otra parte. Percibimos los trayectos como algo ya pisado bien por nosotros o por los demás. No vemos nuevos itinerarios sino líneas en mapas demasiado rayados y dirigidos. Los actos, las cosas, las emociones, ya no nos son nuevas. Entregaríamos algo de nosotros mismos porque una parte de lo que tratamos de acometer tuviera un sabor nuevo, pero hay demasiada memoria, demasiado acumulado detrás como para vivir esa ilusión. Hemos perdido el ojo crítico, el ojo despierto que atisba la sutiles variaciones y sólo entrevemos un paisaje tras otro que nos recuerda a lo ya visto aunque sea en lugares que nunca visitamos. Es un sabor similar en el cuerpo amado, desnudo entre nuestros brazos, fruto de los cientos de espejos acumulados que contemplamos durante años. Lo mismo sucede con el sabor, la memoria lo disgrega, busca orígenes, comparaciones. Y el olor, exactamente igual. El tacto se ha endurecido y aquella antigua percepción de texturas de la infancia ya no nos sorprende.

         Pero los procesos son aún más complejos y menos evidentes, no poseen la rapidez de un párrafo, siquiera la sinuosidad veloz de una intuición.

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         Todo fue lento, fue dejando una extraña huella en su recuerdo, huella antigua de todo lo existido, hasta que el silencio fue aliviando el dolor como un zumbido inevitable y constante al que los seres humanos se van acostumbrando. Lo extraordinario de los afectos es que de igual manera que exageran el lugar donde crecen, a la persona que convoca esos sentimientos, desarrollan su dependencia y su existencia en torno a nuestra propia identidad, como si el amor no fuera una cuestión de química tan solo, sino de poesía, de metáfora y exageración, hasta construir y convertir lo que tenemos delante de la mirada en un paraíso personal. Semejante intensidad, remite, diluye sus efectos y se transforma, dejando un rastro distinto, una especie de melancólica renuncia que permite aceptar el adiós, la despedida, que supera el duelo y permite continuar.

        El amante recomendaba para entender el amor la historia de la literatura. Una lectura extensa en el tiempo, recurrente, amplia a lo largo de los años. El narrador apuntó mucho de esos autores mencionados por el otro para saber. Escribió sus nombres, buscó sus libros, comprendió de qué estaba hecha la magia de la literatura. Había que adentrarse en En busca del tiempo perdido al menos una vez cada década, a ser posible más veces, para seguir enriqueciendo su enorme sabiduría con la experiencia del tiempo. Esa obra era el latido del tiempo. No había pedantería en su consejo. Más bien parecía un eco impreciso de todo lo que era necesario comprender tras experimentar un vacío semejante.

         Después de su desaparición el narrador ha tratado de seguir sus consejos con provecho.

        En busca del tiempo perdido es uno de esos libros de literatura que el narrador ha leído poseído por la fiebre, por el entusiasmo y el placer, y no tardó demasiado en comprender la magnitud de su valor. De repente le sobrevino un profundo pesimismo respecto a lo que había sido su actividad principal durante toda la vida. Ese libro tuvo un efecto desmitificador sobre cualquier planteamiento científico. El reflejo de la exactitud, de la medición, la hipótesis y la prueba, no dejaba de ser una referencia sesgada aunque cumpliera parámetros universales. Proust era tan poderoso como los grandes científicos del siglo XX que admiraba, y había llegado muchos años antes. Ese siglo había destruido la preeminencia de los mitos como forma de sabiduría por una nueva superstición numérica. La ciencia ocupaba el lugar de los mitos y reducía el espacio de la literatura. Los teoremas sustituían a los cuentos. La medición a la palabra. La hipótesis a la invención. No sabía si en verdad la literatura había alcanzado un límite o por el contrario había sido victima de esa nueva superstición. El mundo adquirió esa pátina racional y positivista que lo iba a llevar a dos guerras mundiales, al desarrollo tecnológico más espectacular de la historia de la humanidad, a las catástrofes de todo un siglo terrible, y a uno nuevo que comenzaba con el corazón latiendo despacio, el aliento entrecortado y el futuro oscurecido.

        Igual que sucediera con los ilustrados en el siglo XVIII, el sueño de la razón científica iba a generar monstruos incluso más terroríficos que los sueños de la razón ilustrados. Voltaire era un optimista luminoso mientras que Kafka, dos siglos después, se adentraba en las tinieblas, en el espacio de la pesadilla y la locura. El humanismo tenía bastantes siglos de ventaja respecto a la ciencia y tal vez entendió de antemano que aquel camino tampoco iba a llevarnos a ninguna parte, y que cualquier desarrollo científico toparía eternamente con el misterio de la vida, con la idea de Dios, irresolube a pesar de los esfuerzos, y seguramente con la mala utilización que el hombre siempre hizo de aquello que le otorgaba poder fuese la invención que fuera. La constancia fue para el narrador una especie de intuición fugaz. Sus contemporáneos sabían más que Proust, pero la sabiduría, sin saber exactamente porqué, estaba en las páginas de su obra, en ese libro, y eso es lo que comprendió y le hubiese gustado decirle a él. Darle las gracias por ello. La esencia de lo humano guardaba en su seno todo su desarrollo, y era posible que los complejos universos del lenguaje humano, no sólo el lenguaje verbal sino todos, el matemático incluso, estuvieran guarecidos ya en nuestra propia genética, que adentrándonos en el origen tal vez lográsemos desentrañar la expansión, y no al contrario, como suelen hacer los científicos, examinar la expansión para acercarse al origen, a la explicación, a la teoría.

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      Aceptar el proceso por el cual vamos perdiendo aquello que insufló vida a la existencia es un aprendizaje doloroso; un proceso hacia dentro, jamás hacia fuera. Creemos que es el exterior el que nos permite esa especie de felicidad intensa e irreal, y al final todo, absolutamente todo, esas emociones que transforman el eco de lo que hacemos en una especie de latido constante y una esencia que palpita en nosotros es interior. En ocasiones hasta siente que cada paso del presente está prefijado por un mapa y unos códigos inasibles inscritos en sus entrañas. Nada ocurre alejado de nuestra mente y nuestra alma, aunque el narrador no puede afirmar con pleno convencimiento que existe eso que llamamos espíritu, o el alma, o el arrebato doloroso o entusiasta que nos obliga a actuar, a agitarnos, a perder el norte y abrazar el sur.

      Los procesos por los cuales se construye toda esa materia tal vez sean tan sólo impulsos de energía, chispazos de química cerebral traicionera.

        Le hubiera gustado decirle a ese hombre que seguramente todo existió en su cabeza, sobre todo teniendo en cuenta lo que sabe de ella a esas alturas.

 

       Esta historia, sus constantes, sus lugares y ambientes, sus actos de amor, su sexualidad incendiada y el dolor que provocó en ambos, al fin y al cabo, piensa que fue elaborada por la mente de él, por el rostro que él quiso erigir en torno a una pasión.

 

        Albertine fue una de las grandes creaciones imaginarias de Proust, y alcanzó ese punto de fuga tan intenso y verdadero de las obras de arte, una especie de reflejo universal que logra dibujar en el eco de las palabras la línea en la que se entrecruzan la verdad y la imaginación literaria. Hasta sentir la pérdida que supuso dejar de verla, dejar de saber de su existencia y su camino, y entonces leer La fugitiva con manos temblorosas, no comprendió en que consistía exactamente la literatura.

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      La banalización del mundo no afecta a esas grandes expresiones del espíritu mientras haya al menos una persona que las reviva, que las recree en su imaginación, en su pensamiento, y aunque uno no pueda jamás cumplir ese proceso de la ciencia, de hipótesis, prueba y conclusión, la exactitud con la que algunos escritores fueron capaces de crear un espejo de la existencia comenzó a producirle un silencioso respeto. Como algo inevitable, a veces incluso en apariencia prescrito, no cree que pueda cambiar su modo de mirar y, sin embargo, sí que se siente capaz de llegar a construir una especie de solemne reconocimiento al arte elevado y sincero. De la misma forma, de la admiración y los celos que tuvo hacia ese hombre, fue aprendiendo a saber quién era, a otorgarle una dimensión distinta a su figura y al efecto que tuvo en la vida de ella.

       Todo descubrimiento esencial es en realidad azaroso, hecho de oportunidad y atención desde luego, pero guiado finalmente por la casualidad.

       Deja escrito en esas páginas del cuaderno que van llegando a su fin. Siente la conclusión de un largo proceso de vaciado y conocimiento, algo que sólo puede expresar por escrito, que tal vez sea imposible de comunicar a las personas más cercanas. Pero sabe que a pesar de la breve satisfacción, lo alcanzado es incompleto, imperfecto, inasible en su totalidad. A lo sumo le permite acercarse a los procesos por insistencia hasta que logran revelar algo, tan poco, tan escaso en medio de las emociones y sentimientos que constantemente nos explican y nos afectan. Ahora sabe que no fue sólo una historia sexual, que fue mucho más, tal vez porque él, sobre todo él, el amante, o tal vez él solamente, quiso construir una metáfora del amor más intensa para ella, para todo lo que compartían.

        Aquel poema que escribió concluía con un verso que el narrador no ha logrado olvidar, que a veces le reconforta, le hace borrar de un plumazo el rastro de su cobardía y su imposibilidad:

 

                                   …no pudimos vivir de deseo

Copyright Jimarino

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CARMEN RAMÍREZ (1953-2013)

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          La muerte no se entiende, a lo sumo se soporta, se afronta, o se pacta con ella, como en aquella extraordinaria película de Bergman. No entiendo esta muerte, pero sí su vida. Supongo que los años dan forma a un afecto, que llegamos a establecerlo de modo intuitivo, sin pensar en ello. A nuestra Carmen la he pensado y la he sentido mucho en estos dos días transcurridos desde su desaparición. En realidad, sin que me diera cuenta, ha estado estos últimos años siempre por aquí, entrando y saliendo, dejando sus maravillosas pinturas, su arte irrepetible. Mi casa tiene muchas cosas de ella, cuadros, muñecas, estuches, objetos de arte que han ido llegando sin que me diese cuenta. No era amiga de excesivas confidencias, tal vez por la edad que me separa de ella, o porque mi relación siempre fue más fluida con su hermana Ana Luisa. Carmen parecía no estar a veces, pero me doy cuenta de que me ha dejado huella, mucho más de lo que pensaba, que la voy a echar de menos, que su muerte no la entiendo ni la entenderé nunca, que de alguna forma, guardo algo de ella que no podré arrancarme así como así, incluso en esa suave distancia de una amistad ligera pero no por ello menor.

     Así es la vida es un libro maravilloso escrito por Ana Luisa Ramírez e ilustrado por Carmen. Cada cierto tiempo me acuesto con mi pequeño Mateo y antes de que se duerma lo leemos. Cuando era niño los dibujos de Carmen le fascinaban. Hemos recorrido cada uno de los cuadros que poseo de ella maravillados, hemos mirado cada página de este libro, que ahora se me antoja ya fundamental sino lo fue siempre, cientos de veces, y nunca dejamos de descubrir un detalle más. Supongo que por eso ofrecer este pequeño homenaje que tal vez debí haber cumplido antes, pero los seres humanos somos así, nos damos cuenta de las cosas esenciales demasiado tarde.

     El viernes, en Viena, se fue alguien a quien yo amaba. Y soy muy malo para estas cosas, para cabronas necrológicas y despedidas miserables e inesperadas.

     Que seas muy feliz en tu cielo de arte, objetos, colores y niños. Sé que se te concederá en esa sombra de la muerte toda la luz de la vida. Quiero creerlo. Que mucha gente te quiso y mucha gente te recuerda y seguirá haciéndolo. Dejo esta pequeña isla en el tiempo de la red, con tu nombre y algunos dibujos.

       La muerte no se entiende. Ahora mismo ni la soporto.

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Afrodita-Atenea-Elisabeth Costello (Coeetze)- De nuevo, el amor (Doris Lessing)

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Uno imagina ese surgir inesperado. Debe ser mirando la playa vacía al atardecer. La luz declina en una suave cadencia. Esas mismas playas medio desiertas en las que vi pasar las horas contemplando un cuerpo femenino, bronceado de horas y ocio, de amor y aprendizaje. De esos instantes adivino la imagen.

Hay un ligero viento y las olas se arremolinan en la orilla, ascienden un metro, a veces dos, y lanzan su dentellada espumosa contra la arena. Sentado sobre la toalla, a solas, espero, así quiero verlo. Cierro los ojos e imagino ese mundo de caos y desorden, oscuro, habitado por materia inerte y vida lenta.

La Diosa del deseo tiene que brotar desnuda de la espuma burbujeante del mar. Me cuesta vislumbrar esa concha en la que debe ir montada, pero no su cuerpo, los pechos henchidos, luminosos, los pezones ligeramente violetas, anchos sobre la cima, el vello oscuro, enmarañado, los muslos blanquísimos, la linea de los hombros huesudos sosteniendo frágiles el peso de la suavidad materna. No veo la concha marina, es imposible, y sí sus pies. Tampoco esas representaciones pictóricas del mundo posterior, timoratas, ligeramente aniñadas, sino una figura mucho más sensual, segura de sí misma, de cabellos oscuros y frondosos deslizándose hasta el final de la espalda, los gestos nada recatados, obviando esa ridícula visión estática, púdica y mística.

Ella, que nace del mar, es sensual, sexual, carnal como la espuma que le acaricia repentinamente los pies cuando pisa la arena.

No abro los ojos todavía, porque sé que ella quiere para vivir una isla grande y hermosa, no la pequeña Citera. Su nacimiento es un delirio, una danza ambiciosa y física, un juego de deseo, de afilado deseo que expresa en cada uno de sus movimientos. Busca el origen de algo, como su antecesora, Eurínome. Cada vez que pisa, esa sensualidad construye, por lo menos en los momentos de su génesis. Surgen la hierba y las flores conforme avanza desnuda hacia el interior de la duna. Entonces abro los ojos y ya no está. Ha desaparecido. El día se difumina y la luna vigila el destino de las cosechas y la oscuridad.

Cuando camino hacia la pequeña casa de madera, a apenas treinta metros de la orilla, los pies me pesan. Esta soledad pesa incesante aunque sea elegida o así lo crea en el espejismo de voluntad de haber escogido este reducto, esta espera. El rumor del mar se ha ensordecido. Se aguarda la magia, pero es difícil que acuda a esta playa, y sin embargo es un lugar ideal para ello. Espero a esa mujer. Después de tantos meses de hacerlo, sin moverme, quieto, escribiendo sobre ello, tratando de erradicar lo otro, todo lo demás. Esperarla porque ese es el destino que deseo.


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Pienso en Afrodita de nuevo. En lo que no sé, ese periodo entre su salida del mar desnuda, inocente todavía, hermosa y llena de esa sensualidad espontánea, ajena a su poder, y la otra, la que en el Olimpo de los Dioses, entre las diosas más sensuales y hermosas, posee el ceñidor mágico que complementa su belleza.

¿Que es un ceñidor? ¿Cómo complementar la belleza para hacerla aún más irresistible?

Es una Diosa todavía joven pero ya no posee la inocencia. No la tiene en ese lugar de intrigas y deseos exacerbados. Sabe lo que es el placer y los espasmos de la creación: de esa violencia nace la vida. Los dioses enarbolan caprichosos sus falos y violan. El matriarcado cedió. Ella es la protegida del Dios terrible. Su poder da miedo hasta al propio Zeus, su padre. Porque aunque yo la vi salir del mar, los dioses masculinos se disputaban su parentesco tal vez para asirla y protegerla, para hacerla suya o simplemente disponer de su belleza; estos dioses sin alma, acostumbrados al incesto. Otros dijeron que nació de un sexo seccionado en plena eyaculación, del semen de Urano.

Una fascinación engendró a esa belleza. Cronos lanzó el sexo de su revuelta al mar. En esa espuma que acarició los pies de Afrodita. Pero también se habla de su padre, Zeus, o él quiere que sea así, no va a aceptar que el origen del mundo sea femenino, que Eurínome, que la propia Afrodita, surja del mar sin su mediación todopoderosa, que luego sea inseminada por un baile, por un baile y una serpiente ansiosa de poseer. Así que habló de Dione, hija de Oceáno y de Tetis, hermosa ninfa marina. También pude ver esa avaricia masculina.

Uno imagina a Zeus cuarentón, fornido y ancho de espaldas, nervudo, de piernas musculadas y vello pálido, abriendo esos muslos, adhiriéndose a esa humedad del sexo, expulsando a gritos su placer para engendrar a esa Diosa. Los hombres prefirieron esa imagen. Otro sometimiento más, aunque hermoso.

 En enero hace frío aquí. El mar está agitado y su rumor es inalcanzable, casi vuelve loco, como el del viento. Esta soledad es propicia para los mitos. Porque yo espero a esa diosa que tiene otro nombre. Y como la otra, es de carne y hueso, de piel y músculos. Pero tengo que pensar en otra cosa, en esta escritura lenta que me aproxima al fin de año, al invierno, a los nuevos 365 días que llegan. Tengo que esperar a que esa torre en la que vive se desmorone. Que el suelo ceda bajo sus pies, que el deseo rompa los cerrojos y la haga volar hasta aquí, o salir del mar de repente.

Ella no es como Afrodita pero posee el mismo poder inconscientemente. Pienso en su cuerpo, en su placer, en su belleza. En sus ojos y sus labios. Esta Afrodita mantiene todavía algo de inocencia. Me siento como un fauno atisbando la orilla a la espera de las ninfas. Tal vez por eso, porque Zeus hizo lo que hizo; entregar a Afrodita, su presunta hija, a Hefesto, un dios herrero y cojo. Un Dios mediocre pero laborioso. Silencioso y obstinado, concentrado en su nada cotidiana. Esos son buenos esbirros, jamas creadores de nada que agite o inquiete. Por eso él para la deliciosa Afrodita, pensó Zeus, para contener el poder de ese ceñidor mágico indescriptible, para someter esa furia salvaje, ese recuerdo de aquel día en que yo la vi surgir del mar en un remolino poderoso y posar los pies sobre la arena húmeda y traer la vida.

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Pienso en la propia espera. Anochece y desde la ventana se atisba la negrura inquietante del mar, el tenue brillo lunar en la superficie metálica, la soledad azulada de este paisaje. Pienso en Hefesto cuidando de los tres hijos de Afrodita. Ese hombre apagado, sin brío, sumido en el hollín de la herrería, impregnado del sabor a óxido y ceniza de las virutas y las chispas, el cuerpo fornido ennegrecido de fuego, frío en su sueño y en su despertar. ¿Cómo iba a soportar Afrodita a un hombre así?

Zeus y Hefesto se equivocaron. Aplastar la rebeldía no era más que una forma de despertarla, sobre todo para una diosa como ella. Esconder la sensualidad de ese cuerpo lo puso de realce, la hizo abrazar el viento, alcanzar el oleaje de nuevo, anhelar aquella antigua posesión. Esos hijos, dicen, son de Ares, un Dios impetuoso, borracho y pendenciero, dios de la guerra, de cuerpo ancho y musculado, saturado de heridas. Veo al mismísimo Zeus reflejado en ese cuerpo de hombre, y a ella, Afrodita, deseándolo incansable en la tardes aburridas de lluvia.

¿Cuánto duró? ¿Cuánto tiempo transcurrió así ella, gozando cuando Hefesto se ausentaba, atravesando el bosque y llegando hasta la orilla del mar para revivir su propio nacimiento entre sus brazos?

Esa fascinación. Ella lo dijo: un hombre, un hombre que sabe como estrechar mi cuerpo, como estremecerlo, que penetra en mí y me recuerda al soplo que me engendró, con el que luego engendré al mundo, que riega de semilla todo lo que soy, que se deja engullir por mi sexo y recibe toda esa humedad en éxtasis, que adrede extiendo sobre su piel, abierta de piernas acaricio todo su cuerpo con mi vagina, impregno su vientre, su torso, sus nalgas, su espalda, su pelo y su cara…

A estas horas de la noche el silencio me devora. ¿Por qué buscar esta soledad en esta playa invernal para que transcurra el fin de año? Aún no lo sé, aunque en el fondo sé que la espero, la espero a ella, pero no sé como va a encontrarme si no dije a nadie a dónde iba, sino sabe en qué consiste todo este viaje. Pienso en el peligro, en dar ese paso por el cual nos adentramos en otra existencia e irremediablemente pasamos a formar parte de ella. Como fue entre Afrodita y Ares.

Una noche, la diosa y el dios de la guerra yacieron durante dos horas, quedaron desnudos y fatigados, entrelazados, y les sorprendió la oscuridad durmiendo. Fue en el palacio de Ares en Tracia. Era hermosa aquella desenfrenada cópula y sus plácidos repliegues hasta la ternura del sueño, la espalda de ella contra el cuerpo cálido de él, la respiración entrecortada y el olor del sexo impregnando el dormitorio.

Alguien los espió, porque su límite siempre fue el día. Como una maldición, Zeus les dejó gozar del secreto y la oscuridad para que se amaran, cuando comprendió que contener la furia de Afrodita era una locura, y lo hizo para que las apariencias dotaran a ese matrimonio con Hefesto de cierta dignidad. Al fin y al cabo era su hija.

Estos dioses masculinos siempre velando por la moralidad femenina, incumpliéndola sin embargo cuando se trata de ellos, de sus posesiones y deseos. Esa moralidad del miedo, esa necesidad de saciar y al tiempo constreñir el poder de la mujer. Hefesto nunca supo nada hasta ese momento. Afrodita cumplió el mandamiento sin titubeos. Las noches, a menudo, eran de Ares, y antes de que surgiera en el cielo la primera claridad, regresaba a su lecho y dormía junto al herrero. Así durante mucho tiempo ¿Por qué romper aquella norma, por qué hacerlo? Tal vez porque el deseo es inasible, incontenible en ciertos estadios, jamás sometido, sólo apaleado, ensordecido, retenido en los cobardes o en los voluntariosos.

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Escribo sobre el deseo, en esa trilogía en la que llevo enfrascado desde comienzos del 2011. Terminé Eclipses en octubre de este año. Empecé otra novela una semana después, de título provisional, Lo extraño, aunque finalmente se llamará La luz. Espero a través de esa novela otras respuestas, el regreso de algo. Vine aquí para obtener esa soledad necesaria para construir ese delirio del amor sensual, esa esperanza en la trascendencia de los actos humanos. La espero a ella, en la soledad de esta fría casa de madera que las estufas de aceite no logran nunca calentar en condiciones, agazapado entre una chaqueta de lana gruesa, con los dedos congelados, la mesa de despacho revuelta, llena de libros, la luz tenue, la soledad afilada, capaz de punzar la imaginación. Esos libros que me son ahora necesarios para escribir sobre el deseo: los cuentos de Pavese, El amante y El arrebato de Lol V. Stein de la Duras, De nuevo, el amor, de Doris Lessing, Elisabeth Costello de Coeetze, El artista del mundo flotante de Ishiguro, Las solidaridades misteriosas de Pascal Quignard, Madame Bovary de Flaubert, El origen del mundo de Pierre Michon, Antigua Luz de John Banville, la hermosa y profunda poesía de Antonio Tello.

Afrodita se durmió, sí, y Ares no despertó tampoco. Helios se levantó y vio que ella había roto su promesa a Zeus de regresar antes de que el día llegara. No hizo falta pedirle permiso a Zeus para contarle a Hefesto el adulterio desconocido de su mujer, la visión de esos dos cuerpos desnudos y hermosos sobre el lecho, la belleza de ese acoplamiento intuido, esos pechos y caderas y muslos entrelazados, los dos amantes reposando.

Tengo en la cabeza a ese marido que la retendrá para que no venga. Será como Hefesto tal vez, incapaz del cambio hasta sentir la inminente pérdida. Eso será. Aunque más sutil. Yo no soy Ares, sino otro hombre. El marido no es Hefesto, pero no puedo evitar ensombrecer su imagen. Es el rencor que me produce la torre de cristal construida para ella, que en apariencia ofrece la luminosidad de la libertad al dejar pasar las distintas luces del cielo, porque permite ver el vuelo de los pájaros, la caída de la lluvia o el esplendor de la primavera. Son los hombres tibios los que me enervan, es mi propia tibieza ocasional lo que me subleva. También es esa carne viva que extrae todo lo feliz que puedo tener y que ahora ha desaparecido. ¿Cómo es posible que la piel tenga esa ramificaciones, que extienda su beatitud avariciosa hacia todo? Los labios húmedos, el temblor de las mejillas, el instante del roce.

Ese Hefesto contemporáneo no puede tejer una red a golpe de martillo. No es un Dios ni es fuerte, aunque tejerá otra red sino la tiene ya tejida. Yo espero, tal vez pensando que ella no vendrá, atrapada en ese bronce fino, como un hilo de araña, irrompible, echándole las culpas, tal vez sin razón, a él.

El Hefesto antiguo tejió aquella red y la ató secretamente a los postes y los laterales de su lecho. Fingió, cuando Afrodita regresó por fin aquella mañana feliz del sueño entre los brazos de Ares, arguyendo que había arreglado unos asuntos en Corintia, que necesitaba marcharse unos días a Lemnos, su isla favorita, que estaba cansado de tanto trabajo. Ella lo imaginó inocente y risueño en una taberna cualquiera junto al mar, con esos amigos desconocidos. Su sonrisa reveló todo lo que eso suponía. No le acompañaría dijo, y él, Hefesto, lo sabía.

Al día siguiente el herrero salió de esa casa, y ella hizo llamar inmediatamente a Ares, que no tardó mucho tiempo en entrar en ese dormitorio. Ares, tan infiel y salvaje, pero enamorado de ese cuerpo sublime, de esa diosa que se agitaba sobre su falo y sus caderas, con la que copulaba como sólo pueden hacerlo los Dioses, en un frenético deambular por la pérdida y el desahogo. Afrodita se despojó de su túnica, ofreció su desnudez a esa luna y a esa noche hecha para ellos, pensando que la restricción diurna de Zeus se había acabado después de ser violada, que era un tabú que desobedecía por primera vez, y una vez hecho, nada podría trascender, nada estaría prohibido para gozar de ese amor. Ares comprendió lo ilimitado de ese cuerpo. Ilimitado deseo en esas caderas, en cada una de las partes de la piel. Ella le enseñó cómo hacer el amor a una mujer, cómo gozar hasta la extenuación. Al echarse en la cama hambrientos, jadeantes, no pasó nada extraño. El deseo cobró su ritmo, la dureza y la calma quedaron atrapados en ese amasijo gozoso carne. Duró la noche de nuevo hasta el alba. Duró en medio de sueños y cálidos abrazos, una y otra vez la posesión extendiendo esa trascendencia del amor físico, ese bienestar de la exhibición amorosa apurada, de la palpitación satisfecha del deseo. No se dieron cuenta de buena mañana como la red los envolvió sin rozarlos siquiera, los atrapó desnudos sin posibilidad de escapar. Hefesto regresó a tiempo de sorprenderlos, avergonzados de su desnudez, asustados, pudorosos tal vez de sus sexos saciados, de sus músculos entumecidos y doloridos por el esfuerzo desmedido de la noche y el amor. Y luego Hefesto llamó a todos los dioses para que los vieran allí echados, para que atisbaran la clase de mujer con la que se había casado, y llegó a reprocharle a Zeus tanta humillación.

Pensaré en la vergüenza misteriosa del deseo cuando es expuesto. En el origen de que algo así pueda incluso producir ese pudor, esa culpa hasta en una diosa. Lo haré recordando la obscenidad del sexo. A ella desvestida, agitada como una hiena, a mí mismo roto, lamiendo, horadando en la dicha de ese interior sangrante, delicado como el terciopelo. Trataré de saber porqué las diosas no quisieron contemplar la vergüenza de Afrodita, al hermoso Ares y a la bella diosa envueltos y desnudos, atrapados en el dormitorio de Hefesto. O porqué los dioses, sin embargo, algunos, quisieron ser Ares y tener en su lecho a una mujer como Afrodita, y en silencio la desearon, la contemplaron arrebatados, ufanos y risueños, dispuestos a ser los próximos sin importarles las consecuencias. Los celos de Poseidon ante la constancia de que Ares había tenido entre sus brazos ese cuerpo y había poseído esas caderas e inseminado esa vagina, lo hicieron simpatizar con Hefesto, humillado por Zeus.

Así fue, Zeus iracundo grito a Hefesto, le reprochó haber llegado a ese punto de patética indignidad al airear la infidelidad de su esposa. No deseaba ver a su presunta hija en esa lid y se desatendió del asunto. Condenó a Ares a devolver a Hefesto por su adulterio toda la dote que el herrero dio a Zeus al aceptar el matrimonio con Afrodita. Poseidon se ofreció a hacerlo en caso de que el veleidoso Ares se olvidara de su compromiso. Hefesto no quería el amor ni el deseo de Afrodita, sino que estuviese allí, quieta, encerrada, y ante la imposibilidad de cercenar su pasión, su ímpetu de vida, quiso a cambio una compensación material, sólo pensaba en aquello que podía servirle para su trabajo y su bienestar. Sin dignidad, se lamentaba de su miseria a fin de ser resarcido, utilizaba la vergüenza para trasladar esa culpa a Afrodita. Para retenerla. Entonces comprendí que Hefesto podía ser mezquino y cobarde, que incluso en toda su avaricia, era capaz de renunciar a Afrodita por dinero, pero que al tiempo la amaba, la amaba con la clara confusión de saberse incapaz de retenerla.

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Ella, la que espero, la que no llega en esta noche oscura, ese deseo que es el de todas las mujeres que he conocido, que acude en esta larga vigilia que me hará cruzar al año 2013, no hubiera elegido jamás a un amante como Ares. De eso estoy seguro. Ese Ares que no pagó su deuda con Hefesto, que abandonó a su suerte a Afrodita.

Ella limpió su virginidad en el mar, en la Isla de Palos. Su virginidad tal vez fuera algo similar a la inocencia que atisbo en esa otra Afrodita que he visto surgir del mar. Una vez abiertas las apetencias del cuerpo, la inocencia es una cuestión del amor o de la voluntad.

¿Qué hizo Afrodita una vez renovada su virginidad? ¿Cómo afrontar de nuevo el destino en esa casa, en la herrería de Hefesto? Eso me atormenta, aunque sepa que ella no es una diosa, ni tampoco posee esa crueldad, esa falta de escrúpulos. Los actos planeados y no realizados, este silencio que va alcanzando la madrugada hacia un nuevo año, esa extraña cadencia de las olas nocturnas que bañan la orilla y dejan su rastro de terrible naturaleza en el ambiente, me conducen a Hermes. He escrito una novela para eso, como una confesión del Dios. La literatura tuvo su origen en las metáforas de los dioses, y su esplendor en su transformación en religión, en religión de usos y rituales, de costumbres, tabúes y sacrificios. La literatura fue también la declaración de amor de Hermes. Es esa novela que vive en mi: La luz.

Hefesto nunca fue capaz de saciar a Afrodita. Saciar en el sentido más amplio de la palabra. La quiso tener, pero no supo como hacerla feliz. Veo a Poseidon como un Dios débil y celoso. Pero ella le agradeció que pagase a Hefesto la dote que el herrero antes entregó a Zeus, y fue así como le dejo que la gozase, con frialdad, sin la pasión de Ares, y tuvo con él dos hijos. El amor entre Poseidon y Afrodita es un amor desprovisto de la posesión. Sólo fue el sueño cumplido y estático de un hombre-dios.

A Hermes sí le dio una noche entera. Era la concesión al poeta, la declaración de las palabras, la construcción de un sueño verbal capaz de obtener a cambio la entrega completa de Afrodita. Pero las palabras no son suficientes, se acercan, acarician el sentido, pero lo que buscan es la vida, la anhelan, la quieren cumplir, tal vez por eso aquel exceso, Afrodita deslumbrante extrayendo la furia de Hermes, para concebir más tarde a Hermafrodita, un Dios con dos sexos. El deseo unificaba en un sólo ser su poderosa magia, las palabras podían ser las mismas.

Pero Afrodita fue, como todos los mitos griegos, un compendio de mitos antiguos, prehelénicos, de rituales y herencia con las que se fue conformando la sociedad de aquel tiempo. Su presencia, su historia, fue inventada por hombres, hombres asustados y temerosos de ese poder femenino, de su belleza. Tal vez la Diosa no fue tan ligera como se nos ha presentado, sino que buscó entre las distintas edades del hombre a uno que fuera capaz de llenar todo su origen. Por eso Dionisio y el hijo que tuvieron, Príapo. Pero Dionisio era inconstante y veleidoso, risueño y divertido, jamás alguien de fiar. La confesión de Hermes no pudo durar demasiado tiempo: una noche, no fue ese Dios capaz de embriagarla más días. Tampoco lo fue Ares, que al final no hizo nada más allá de otorgarle la violencia y el placer del cuerpo, para traicionarla después, para ofrecerle más tarde su insaciable virilidad sin contenido ¿A quién buscaba Afrodita en ese proceso? Hefesto no era suficiente tampoco. Ella necesitaba ser adorada primero, pero no una adoración vanidosa pienso ahora, sino una adoración entregada a ella, a su poder de creación, a su llegada a este mundo, y que esa adoración tuviera el deseo y el ímpetu de saciar su vacío y su deseo a un tiempo, su capacidad creadora incesante y maravillosa.

El propio Zeus, feroz y turbado, no podía soportar las tentaciones de Afrodita, su insoportable hermosura, tampoco resistirse a los encantos de ese ceñidor mágico que misteriosamente volvía locos a los hombres y a los dioses. Cómo conseguir esa humillación de la que Hefesto no pudo sacar partido por su mezquino comportamiento.

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Este año no hay uvas ni compañía. Sólo este latido interminable de las palabras que fluyen, que surgen, que acuden frente a la negrura del mar a pocos metros ¿Qué hombre podría cautivar a esa mujer hasta hacerle respirar su aire, hasta conseguir que permanezca a su lado, que se quede, y que lo haga convencida? Ahora estoy seguro de que Afrodita también amó la belleza. Que la torpe telaraña de Hefesto y la interminable historia de su lascivia no fueron más que trampas de lo masculino. Esa mujer aguardaba más de la existencia. Y no hay que olvidar que antes fue una diosa iniciática, antes del reino de los hombres, en otras culturas, antes del patriarcado intolerable, de la dominación de siglos. Por eso la espero. Porque aunque estuviese en esa decadencia que llegará de la vejez y el silencio, necesitaría esa figura surgida del mar. Esa sensualidad inconsciente, hermosa, palpitante de vida incontenible.

Elisabeth Costello acude en mi ayuda en estas sombras. La deseo, o tal vez anhele el deseo que me produce pensar en ella. Porque creo que lo entiende así, en esa disertación que la escritora imaginaria de Coeezte regala a su hermana religiosa. Porque ella es así, incluso Afrodita tal vez lo sea:

Nada nos obliga a hacerlo, ni a mí ni a María (la madre de Cristo). Pero lo hacemos igualmente movidas por el desbordamiento, la efusión de nuestras humanidades: dejamos caer la ropa, nos descubrimos, descubrimos la vida y la belleza con las que estamos bendecidas.

La belleza. Seguramente en Zululandia, donde tienes tanta abundancia de cuerpos desnudos que mirar, debes admitir, Blanche, que no hay nada más humanamente hermoso que los pechos de una mujer. Nada más humanamente hermoso, más humanamente misterioso, que la razón por la cual los hombres quieren acariciar sin cesar, con pinceles, cinceles o manos, estas bolsas de grasa extrañamente curvadas y nada más humanamente atractivo que nuestra complicidad (me refiero a la complicidad de las mujeres) con su obsesión.

Las humanidades nos enseñan humanidad. Tras la noche secular del cristianismo, las humanidades nos devolvieron nuestra belleza, nuestra belleza humana. Eso es lo que nos enseñan los griegos, Blanche, los griegos correctos. Piensa en ello.

Tu hermana.

56

Porque no sabemos. Porque las tinieblas son esa extraña y terrible distancia entre lo interno y lo externo. Porque tal vez esa diosa tenía en sus manos el origen y esa constancia quedó grabada en nosotros de modo inconsciente para fijar su preeminencia. El castigo de Zeus fue de nuevo una lección para nosotros. Ese Dios-hombre quería divertirse, burlarse, y pensó que la mejor manera era hacer que Afrodita se enamorase de una belleza masculina mortal, de Anquises. Podía ser cierto para Afrodita que amar no fuera sólo una trascendencia entre dioses, sino también un gozo seductor y lleno de belleza que celebraban los mortales. Zeus volvió a menospreciarla ignorante. La belleza no sólo era una cualidad asociada intrínsecamente a lo femenino, sino que ella podía ademas apreciarla en los hombres. El deseo quizá tuviera mayor intensidad en aquellos que envejecían y desaparecían.

Ella entró en el palacio del rey Anquises y se hizo pasar por una princesa frigia, llevaba una túnica roja y admiró la hermosura de ese hombre mortal, joven, que no era un dios. Lo hizo desde la carne. Acarició todo su cuerpo, quedó fascinada de su torso, de sus duras curvas, de su vientre endurecido, de su falo enhiesto que supo saciar hasta dejarlo exhausto. Anquises amaba a las mujeres, así que esa noche la amó con todo lo que era. Yacieron en un lecho de pieles de oso y de león, en esa suavidad de la naturaleza domada. Así domaron su deseo, hasta que con las primeras luces del alba, al confesarle Afrodita que ella era una Diosa, Anquises se estremeció y le pidió que le perdonara la vida. Ella se sentía tan agradecida que lo calmó asegurando que no tenía nada que temer. La había hecho feliz. Tan sólo debía guardar el secreto, sólo eso. El secreto de la diosa, de su cuerpo, de su amor.

El año nuevo ha nacido igual de triste y nublado que el anterior, la misma falacia repetida, el sonsonete de la decadencia ofrecido como una pronta recuperación. Tal vez no quiera volver al mundo, sino quedarme aquí, aunque no sé cómo hacerlo, cómo guardar esta casa, esta escritura, esta soledad que espera. Hay demasiadas cosas de allá afuera que ya no puedo soportar. De todas formas no creo que Afrodita fuera tan mezquina, tan celosa, tan cruel. Ella no lo es. No atisbo maldad alguna, sólo el peso de su historia, de su herencia, el miedo a quedar flotando sin rumbo en el aire, un temible pavor a la soledad. No sé qué puedo ofrecerle en este duermevela constante, en este insomnio, con los ojos enrojecidos. Me recuerda a muchos finales de año vividos, a aquel vértigo deslumbrante del deseo y la ebriedad, a aquella esperanza de construir otra existencia tan distinta a la que llevo. Ya no me pregunto por el lugar en el que se esconden los sueños.

¿Qué detalle se me escapa de ella para no retenerla? No la siento capaz de hacer lo que Afrodita le hizo a Esmirna, la hija del rey Thías de Asiria, después de que su padre se jactara de que Esmirna era la mujer más hermosa de la tierra, más bella incluso que ella. La diosa hizo que la hija se enamora de su padre, y que se metiera en su cama una noche en la que su aya le había emborrachado y no se daba cuenta de lo que hacía. Afrodita los castigó con el incesto y esa carnalidad lasciva y perversa de la avaricia sexual, con un incesto que alumbraría a un hijo, y el rey enfurecido la expulsó del palacio y del reino, la quiso matar. Fue Afrodita, por esa extraña solidaridad que tarde o temprano aparece, quien arrepentida de su venganza infantil le salvó la vida transformándola en un árbol de mirra que la espada de su propio padre partió en dos mitades. De ese árbol surgió Adonis, el niño del que Perséfone se enamoró, por el cual litigó frente a Zeus contra Afrodita, que reclamaba tenerlo a su vez. Fue Calíope, la musa, la que decidió que Adonis dividiera el año en tres partes, dos dedicadas cada una de las diosas, y una tercera, destinada a reponerse de la insaciable avidez sexual de sus madres y amantes.

Los dioses son vengativos, crueles, complejos y caprichosos como los hombres. Cuando Anquises cometió la indiscreción de confesar que había copulado con una diosa, Zeus quiso vengarse y le lanzó un rayo mortal. ¿Por qué Afrodita evitó que muriera, amortiguó el efecto de aquella terrible ira? ¿Qué había en Anquises para conmoverla, aunque después de aquello el mortal ya no pudo apenas mantenerse en pie ni por supuesto amar a las mujeres como las había amado antes, y ella terminó por olvidarse de él?

Guardo la esperanza de que el rayo de Zeus no condene mi destino. Que eso que Anquises consiguió de la diosa sea lo que yo consiga de ella.

¿Y por qué Afrodita lo abandonó para siempre cuando él ya no pudo colmar su deseo, entregarle el suyo?

El destino, tal vez otro soplo de dioses con un nombre concreto, decidió que a Afrodita se le asignara un único deber divino: hacer el amor.

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Escribe Coeetze en Elisabeth Costello que el problema del hombre es creer que puede llegar a ser divino cuando en realidad apenas llega a experimentar un simulacro de divinidad posible dos o tres veces en toda una vida, y eso con suerte, y además está condenado a extinguirse, a morir, a desaparecer, a notar la vejez y la podredumbre del cuerpo. Es mortal, condición fundamental que nos diferencia de los dioses. Y sin embargo podemos imaginarlos, eso es, e incluso inventarlos. De hecho estamos convencidos de que a veces nos envidian.

Trato de pensar en esos raros instantes de divinidad. Surge luminosa la paternidad, el crecimiento de algo propio que anhela el mundo, lo investiga, lo cuestiona. Ese desarrollo de una parte de uno mismo que nos reconoce, pero no somos nosotros tampoco. Revivo la sensación que provoca una melodía, un párrafo que sabemos insuperable. Un puñado de palabras que han rescatado un soplo de vida de forma inesperada y perfecta, nos hemos acercado a ello, aunque sea tan sólo por un instante, un hecho incomprensible. Algo del misterio ha sido revelado al leer o al escribir pero no sabemos exactamente qué. Esa es una sensación de divinidad extraña, fugaz. Veo el cuerpo de ella desnuda, estremecido de deseo, el momento preciso en el que los espasmos anticipan ese placer retenido, esa muerte súbita entrelazado a otra carne, ese intento desesperado de ahondar en otro, de alcanzar su esencia aunque sea en la brevedad imposible de ese tiempo dedicado al éxtasis. Hace mucho que ella es ese anhelo de divinidad, como supongo que lo fue Afrodita para Anquises. Es la burla de los dioses. Somos demasiado poco.

Cuando amanezca es posible que haya vivido un nuevo eclipse. No sé cuantos aguantará el corazón, tampoco estas palabras que compulsivamente se acumulan y deben ser escritas. No hay más sentido en todo ello, hacerlo, avanzar en ese recorrido para el cual nací, sin que importe el resultado, el objeto, la repercusión. Siempre esas palabras que tratan de articular aquello que debo rescatar. No tiene sentido la vida de otra manera, al menos para mí. No lograría rescatar el nacimiento de Afrodita si no tuviera la necesidad de escribirlo, y al tiempo, sino hubiese experimentado el esplendor de contemplarla salir del mar, envuelta en el oleaje de la olas, dar un salto hasta la orilla, observarla avanzar en el atardecer rojizo.

Porque ella tal vez no quiso seguir haciendo el amor eternamente como le insistieron las Parcas. Cuando se puso a tejer un telar y Atenea la sorprendió hilando y cosiendo, se enfureció de tal modo que la amenazó con despojarla de su poder, de la influencia de las Parcas. Ella obedeció y no realizó jamás ningún trabajo manual.

¿A qué se debió el enfado de Atenea? Hefesto hubiera preferido a esa hilandera silenciosa que apaciguaba su ansia envuelta en fina lana. La Atenea virgen, generosa, ocupada en la música, en los objetos de alfarería, el arado y el rastrillo. La yunta de los bueyes, la silla de montar, el carro y el barco. Esa Atenea sólo preocupada por la vida práctica, en hacer de la existencia algo mejor, más cómodo, sin deseo. La que enseñaba las artes femeninas y los números. Esa Atenea que produjo la civilización en cierto modo, de espaldas a la sensual Afrodita, llena de misericordia y orden.

Cuando pienso en ella también veo a Atenea, y esa es la diferencia después de tantos años aguardando algo que rompiera la monotonía de la vida. Hefesto se enamoró perdidamente de ella. No era tan inocente como creíamos. Casado con Afrodita quiso alcanzar a la otra diosa porque no temía ni su poder ni a su sensualidad siempre secreta. La Atenea bondadosa era la imagen de la madre todopoderosa, de aquel matriarcado antiguo sumido en el orden femenino. En cierto modo, pienso, Atenea es esa Afrodita saciada que anhela la intimidad del calor, del hogar, la que facilita el trabajo y construye, aunque esa castidad tan empecinada no pueda ser ni natural ni transparente.

A estas alturas de la vida ya no tengo miedo a las construcciones del amor, sólo siento a veces su imposibilidad. El paso de Afrodita a Atenea es un camino largo y tortuoso, que no debería solaparse, ser una sustitución de una por la otra. Las mujeres como Atenea, en verdad, siempre anhelan a esos hombres libres, despreocupados, que abrazan la existencia como un soplo, sin dejar su rastro. En realidad su seducción es la sublimación de su sexualidad expresada en un sueño de redención, de doma. Atenea tuvo que sentir algo cuando Hefesto le hizo un juego de armas exclusivo para ella. Por primera vez, el dios-herrero aceptó como pago el amor. No la temía Hefesto, como ese marido no teme a ella. Los siglos acompañan esa imagen, porque es la que yo retengo de ese hombre que impide que ella venga hasta esta playa.

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Hefesto pide un amor sin sensualidad, para el que cree estar preparado, un amor de orden y contención. No es bueno, los dioses nos lo han dicho. No puede retener a Afrodita y el rencor crece en él, y entonces sabe que Atenea está en la sala contigua a donde él fragua el acero y el hierro, e intenta ser esos otros dioses en su repentina valentía: Ares, Zeus… Lo intenta, y la llama, y cuando ella entra intenta violarla. El trayecto de ese arrebato de violencia va desde la imaginación de los antiguos griegos hasta ese marido que anhela la masturbación y el sosiego en vez de la tormenta del deseo. Se ha borrado esa posibilidad de alcanzarla a ella de otra forma. La eyaculación de Hefesto, infértil, inútil e impotente, se derrama sobre el muslo de la diosa. Atenea desprecia el deseo, también la maternidad por tanto, aunque luego se erigiera diosa de la maternidad. A Atenea le da asco el semen de Hefesto sobre su muslo, coge un trozo de lana y se limpia, lanza el hilo al suelo y la madre tierra fertilizará a Erictonio. Ni siquiera en su feminidad maternal puede haber deseo o placer.

Ha sido con De nuevo, el amor, de Doris Lessing, cuando me doy cuenta de nuevo de esa oportunidad de los libros, de la literatura, de ofrecer su experiencia, su consuelo, su belleza, cuando más lo necesitamos. En un momento de esa hermosa novela, Sarah, la protagonista, se pregunta por la condición de Afrodita y la de Atenea. El viaje del libro es llenar esa especie de punto muerto que separa definitivamente la sensualidad y su relación con la vida, respecto a la vejez y la muerte posterior, intervalo nebuloso en el que se aplaca la sed hasta ese periodo final que es el sueño plácido de Atenea. Aún vivo en el deseo como para acercarme a esa Diosa que, en palabras de Doris Lessing, afirma esa renuncia a la angustia del amor, a la inquietud perpetua del deseo y sus consecuencias.

Interesante imaginar a Afrodita y Atenea discutiendo la pequeña historia de Julie…

…No obstante, si Julie no era una “mujer del amor”, entonces ¿qué era? Había personificado la cualidad, reconocible para cualquier mujer a primera vista, e inmediatamente sentidas por los hombres, de la seductora y descarada feminidad que inmediatamente convierte en irrelevante cualquier argumento basado en la moralidad… Ese sería probablemente el argumento de Afrodita. Pero la mujer que había escrito los diarios (Julie), ¿de cual de las dos era hija?

“De verdad, Julie…”

“…si te permites amar a este hombre, será peor para ti de lo que fue con Paul. Puesto que este no es el guapo muchacho que sólo podía verse a sí mismo cuando se reflejaba en tus ojos. Rémy es un hombre, aunque sea más joven que yo. Con él saldrán a la superficie todas mis posibilidades como mujer, para una vida de mujer”. ¿Y luego, Julie? Un corazón roto es una cosa, y ya has pasado por ello. Pero una vida rota es otra y puedes decir que no. No dijo que no. Y quién era, qué Julie era la que le dijo a la otra: Bien querida, no te imagines que si te decides por el amor no vas a pagar por ello. Puesto que no era la hija de Atenea la que decía: “Compón tu música. Pinta tus cuadros. Pero si es esto lo que eliges, no vivirás como vive una mujer. No puedo soportar esta no vida, no puedo soportar este desierto.

En la novela de Doris Lessing, Julie, esa mezcla de Atenea y Afrodita, se suicida. Su muerte ofrece un espejo a la propia vida de Sarah, aunque sea por oposición. A sus sesenta y algunos años, de la protagonista surge la pregunta acerca de la construcción de lo femenino, también la relación del enamoramiento con la felicidad o la infelicidad, pero no me convence. Me sabe a poco eso que llamamos enamoramiento, una fase estúpida del amor, nebulosa, mitificadora, y la novela, de alguna forma, oscila más alrededor de ese sentimiento que de la palabra amor o deseo. Eso pienso ahora. Y tal vez no me convence porque soy un hombre, mortal, cuya decadencia sobrevendrá despacio en los próximos años, pero el gozoso aleteo, el latido poderoso de aquellos dioses que acuden para burlarse de lo que muere en nosotros, sigue vivo, buscamos esa dominación del cuerpo femenino amado sin darnos cuenta de que nuestra ceguera no deja ver la verdad: nunca será nuestra por completo Afrodita, se nos escapa su complejidad, y nos aferramos a Atenea, tan calma y fiel, tan aburrida en el fondo. Seremos Anquises asustados ante la diosa, seremos ese mortal afortunado que fue castigado por revelar el secreto, o Hefesto tratando de retener lo inasible del deseo.

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¿Y qué sucedería si Afrodita se liberase de todos esos dioses, si se marchara de la casa del dios-herrero, si decidiera liberarse de las ataduras de la herencia e incluso de la imposición de Atenea y de las Parcas que le prohibieron tejer, dedicarse a otra cosa que no fuera el amor?

Siempre atisbo en ella ese punto de rebeldía. Esa especie de aliento que impulsa a Afrodita hacia la felicidad. ¿Que dios se va a atrever a irrumpir en su existencia y situarse a su lado en un equilibrio posible? ¿cómo olvidará su propio pasado, las cadenas del Olimpo, las cuitas y las conspiraciones de los dioses, como superará el dolor, la mezquindad, la dureza del reino divino masculino para ofrecer finalmente una posible alianza, sin perder por ello la pasión, la identidad, sin perecer de ausencia y de nostalgia? ¿o tal vez será un mortal quien ofrezca la sinceridad de su finitud?

Recojo las maletas, los libros, los papeles. El día es avanzado y el sol ilumina la orilla del mar. Vine aquí hace muchos años para descubrir que la sensualidad estaba en este aire y no podía alcanzarla. He buscado cada vez llegar a ese deseo que se me ha escapado hasta comprender algo de Afrodita. La decisión es mía ahora que sé que la torre de marfil se ha derrumbado. Mi pasado pesa. La construcción de toda una vida es una losa que posee fogonazos de felicidad esporádica, muy rara, aquello que resiste el envite del tiempo y dibuja la posibilidad de perdurar. Se puede adorar a Afrodita y a Atenea, ellas son esa fuerza de lo femenino que funda y crea. He encontrado en esa mujer que espero, que ahora me espera, la solidez de ese viaje que puede ser el último.

¿Quién seré yo? ¿Hermes y su verborrea? ¿Poseidon y su vanidad temerosa? ¿Hefesto y su mezquindad hecha de frustración e inmovilidad? ¿Zeus iracundo y fálico? ¿Ares el guerrero salvaje y sensual? ¿o tal vez un mortal como Anquises, que comprende que la única trascendencia es el deseo, y ese deseo está en ella, y de ella nacerá la nueva vida, la sensualidad gozosa de un camino difícil pero lleno de esa antigua alegría?

Ella lo tiene todo. Es esa mujer libre que surgió del mar. Es la diosa del amor que habita en ella, pero también la diosa de la paz que ilumina el día, que bendice la calma. Es el deseo irreprimible de la posesión, pero a su vez la protección de nuestra finitud de hombres. Es Atenea cuando sonríe y Afrodita cuando se despoja de la ropa y extiende los brazos hacia mí.

Debería escribirle.

Sólo si soy capaz de afrontar el destino a tu lado borrando huellas, marcas, trazos y trayectos, expresando el suspiro de sinceridad que todo lo envuelve, abrazando tu sensualidad y tu calor, la fuerza de esa expresión, compartiendo eso que los dioses nos legaron, aquello que era divertido y trascendente, levantando los tejados que nos cubran de la intemperie, cambiando lo cuadros antiguos por nuevos, los pasos ya dados por otros, dejando salir eso que llevo dentro tantos años y que grita por escapar, mereceré tu presente.

Afrodita puede ser ese otro Homero que cientos de años después vague por las tabernas de las islas griegas contando su historia, la historia del amor. Atenea, tal vez, sea capaz un día de dar rienda suelta al instinto sexual que durante siglos cercenó para conceder la paz: una paz frustrante al final, carne de psicoanálisis.

En ti puede darse ese deseo que concede la maternidad y la trascendencia. Eso lo sé. Ten fe. Un día lo sabremos. Si soy capaz de romper el tejido de Hefesto, el castigo de Zeus, la cínica actitud de Poseidon, la palabrería de Hermes, la violencia sexual de Ares.

Tener fe. Como siempre, sólo soy un hombre lleno de cadenas que ha llegado a comprenderlas. Pero he visto a Afrodita naciendo del mar, y es el origen, es el tuyo, es esa extraña felicidad que me inunda cada vez que recuerdo ese momento, es la valentía que intenta construir de las cenizas del tiempo. Atenea nunca será una diosa del amor aunque llegue a escribir sobre ello. Mi castigo, tal vez sea no el rayo de Zeus, sino la infelicidad de cualquier decisión, sea cual sea, aunque toda mi felicidad esté en ella. En esa mujer que no llegó esta noche. En esa mujer que ya destruyó el tiempo heredado para encontrar otro, otra vida que le pertenezca.

Arranco el coche y la casa queda atrás. Es mi destino.

Los dioses tiran los dados.

Copyright Jimarino

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Una historia de la literatura (ensayo sobre la creación literaria)-de James Joyce a Saul Bellow

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(Quiero agradecer a Antoine Ferdinand la posibilidad de haber promovido un texto como éste y pretender su edición teniendo en cuenta su extensión y su complejidad. Especialmente a Sevérine Lavigne por la fatigosa traducción al francés y por sus valiosas apreciaciones que dieron un giro al ensayo y cierta amenidad necesaria. A Daniel Ariño por esas conversaciones nocturnas en la sierra de Gúdar que fueron tan importantes para confrontar la solidez de algunas apreciaciones osadas. Pido disculpas a los posible lectores por la extensión del texto, pero adentrarse en una teoría de la creación literaria con cierto rigor me exigió aunar disciplinas y saberes ajenos a la literatura y entrelazarlos con el espíritu de esta tradición milenaria. Aprovecho para colgar el texto en PDF a fin de que pueda ser leído en otros formatos más cómodos que la pantalla de un ordenador -de momento sólo habrá en breve edición francesa en papel-, tal vez convencido de la necesidad de ofrecer una lectura que permita a cualquier lector adentrarse en un universo fascinante que si bien la literatura siempre reveló, es ahora a través de la ciencia que cobra una relevancia demostrativa e incluso irrenunciable. Tengo la sensación de que el equilibro debería inclinarse a nuestro favor a poco que se instaure la superstición de la medición científica en todos esos saberes de la literatura que los escritores intuyeron desde hace siglos, convencidos de su poder mágico y su aliento espiritual incuestionable. La hegemonía científica debe servirnos por fin para algo. Por último darle las gracias a Antonio Tello por su inconsciente inspiración, por ese aliento que nunca sabré agradecerle. Y por supuesto a Isabel Vila, que junto a Jorge Volpi y su libro El cerebro y el arte de la ficción, despertaron hace algún tiempo este renovado interés por la neurolingüística y su inevitable relación con la historia de la literatura. Y más que a nadie, gracias a Mateo… porque él fue la motivación principal de éste intento de sostener un mundo en el que sigan existiendo las palabras libres de la literatura.)    
   

Convegno-aprile-2011Demasiado tiempo lejos de estas páginas, hasta que la vida y la literatura ofrecen extrañas lecciones y uno necesita contarlas.

Porque éste texto iba a tratar sobre la escritura, también sobre la pasión por la lectura, cuando empezó a fraguarse allá por el mes de mayo. Terminaba de pasar un extraordinario fin de semana con Antonio Tello en Sitges y a la vez iniciaba el aliento de una nueva vida sin darme cuenta, justo ese sábado y ese domingo. Los misterios de la poesía, diría Don Antonio, con esa sonrisa irresistible y esa inteligencia viva reflejada en sus ojos. Metáforas del fin y del comienzo, de la extinción y el nacimiento. Conforme me adentraba en ese proceso recurrí a varios libros que pensé reflejaban con mayor precisión lo que deseaba contar. Libros a los que siempre vuelvo. Los procesos de fragua para la vida o la literatura son lentos, pero llegados a un punto surgen de forma abrupta, necesitan ser expulsados, desarrollarse, expresar su intensidad y su sentido. Pero me faltaba algo más, quizá la constancia de un conflicto, y a poder ser un conflicto vital.

Esta es una historia de escribir y leer. Pienso en el sutil latido de este arte. También en la pátina sombría de ciertos efectos acumulados, sus capas superpuestas y sus quejidos existenciales, los que he ido sufriendo a lo largo de todos estos años de lector empedernido, como si en todo lector consciente pudiera revivirse la historia de la literatura. El despertar lento y paulatino cuando sobrevienen las primeras luces del día y el mundo se abre a través de las palabras, y ese particular afán de pronunciar alguna vez que no se es nada más que esa esencia, el latido que construye la frase, el límpio ritmo de la sangre que fluye entre las palabras y las une. Eso era lo que anhelaba.

Que la vida fuera el empeño del verbo por crear la carne de la ficción.

Fue por estas fechas. Julio sofocante y húmedo en Valencia, de una sensualidad excesiva; las gotas de sudor por el cuello y el pecho, el cansino paso del tiempo y la falta de hambre que endurece la piel en apenas semanas. Verano de hace tantos años que me cuesta precisar la fecha: tal vez el año 96 o el 97, cuando la vida era todavía una promesa. Será el 96, por algunas pistas que acuden. Estaba a punto de orientar sin consciencia este mapa a medio recorrido, de darle ese giro irreversible que impide a la vida cambiar radicalmente, que sólo acepte a partir de ese momento pequeños sobresaltos o tibias grandezas, y siempre ese temor al pensar que en vez de ese diminuto progreso llegue el dolor, el auténtico e insoportable dolor.

Un mes después de terminar ese primer esbozo de ensayo, me fui encontrado una y otra vez con referencias que deseaba introducir, hasta que las primeras veinte páginas fueron engordando y construyendo un texto amorfo, demasiado pleno y amplio, a la vez impreciso, excesivo. La historia que quería contar había derivado en tres o cuatro que se entrelazaban. En vez de una argumentación sobre la creación literaria, había iniciado casi una novela cuyos caminos alargaban sus efectos incesantes hasta dejarme una aguda sensación de descontrol y exceso.

Así que comencé a pensar que me había equivocado, y que faltaban algunos elementos que dotaran de cohesión a todo lo que deseaba contar.

Primero afirmé sin pudor que había tenido suerte. También que, de alguna forma, cuando menos importancia pública tiene tal vez, había comprendido algunas esencias de la literatura y unas cuantas, muy pocas, de la vida. O al menos de mi vida, que al fin y al cabo es mi única responsabilidad absoluta.

El transito de Antonio Tello, su poesía, su excepcional ejemplo vital y humano, habían despertado caminos inesperados, largos trayectos que estaban en mí mucho antes, pero que tal vez no se revelaron tan nítidos hasta ese momento. Pensé en los miedos y pánicos inconcebibles que había sufrido, también en esas valentías inesperadas, bellas hazañas cumplidas, en la esperanza que mantenía en vilo mis cuitas e ilusiones. Porque era eso: la ilusión. Esa luz que nos habita, que nos permite aprender, creer y expandirnos, sentir, avanzar conscientes. Lo que también contiene a la sombra oriental, a su elogio de la penumbra rasgada de luz, haces iluminadores de frescura y aire limpio. Mi querido Tanizaki.

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Porque esa luz no es la luz cegadora y extensa, la luz en esa condición del brillo y el color, sino la luz secreta e invisible que habita en todo ser humano, tan a menudo hecha de sombras como de intensa y deslumbrante claridad. Escribí convencido que la existencia había sido soportable, a menudo hermosa, por algo que a veces me aterra: nunca he sentido ese dolor desgarrador que anega toda vida posible.

Tal vez, entre los pliegues de ciertos párrafos del Ulyses de Joyce, una oración en latín se apoderó de mí hace tantos años. La endiablada agitación verbal de Joyce, esa prosa que, al igual que dijera de Dante Umberto Eco, de su Divina Comedia, precedió a la red, la sinuosa reverberación de un objeto que cae al agua y extiende esa onda, ese ligero expandirse circular en la superficie. Joyce provoca esa reverberación con una amplitud enorme, y eso que el tiempo es ya lejano: aquella Irlanda de principios del XX. Esa última gran oración laica, la última fe totalizadora de la literatura para adquirir su decadencia paulatina, el reconocimiento posterior de sus límites y sus siguientes escondites y sombras.

Omphalos de letras en estos templos ruinosos que todavía sostienen el tiempo. Buscaba también eso entonces, que la reverberación de algún texto manuscrito pertrechado en los años anteriores lograra esa extensión que Joyce alcanzó en su arte literario; ese modo de revelar en cada párrafo una onda de significados y referencias capaces de construir un mundo autónomo, real a la vez, rituales de fe verbal que retaran al tiempo lineal. Pero en aquel verano lejano no estaba preparado para ello, tal vez ese fue el error, aunque fuera consciente de lo que deseaba.

Escribiendo este texto, con el que pretendía regresar al blog después de los meses dedicados a corregir y terminar Eclipses y La luz, pensé que el anhelo de aquel estío del año 96 y el que me empujaba a componer estas palabras era el mismo. Adentrarme en esa totalidad mágica, tan dificil de explicar al profano, al que no cree en el espíritu. Ese espíritu que entreví también como una herencia milagrosa, de siglos a nuestra espalda y antepasados punzantes llenos de osadías y culpas. A su vez de intenciones inconscientes que nos hacen ser lo que somos o lo que anhelamos ser. Entonces y ahora, tenía la intuición de que la literatura era el código capaz de descifrar la totalidad del secreto o al menos acercarse a él. Que, en efecto, había otros modos de hacerlo, pero quizá no con esa capacidad globalizadora, completa, extensa y fabulosa, hecha de la materia prima del pensamiento: la palabra. Cada palabra clave, cada aliento hecho de palabras, cada idea que quiere ser expresada. Tal vez quería regresar al lugar en el que los médicos chinos en épocas milenarias antiguas recetaban la música de los versos como remedio curativo y terapia. Eso que supo Marcel Proust de su padre, médico y divulgador de hábitos saludables. No sólo historias o imaginación, sino ese ritmo sanador de la prosa o la poesía elevada que nadie logra explicar con suficiente precisión.

Entonces, en una cena veraniega hace apenas un mes, un viejo amigo lúcido, a veces excesivo, que no lee literatura, me miró a los ojos y me dijo que para comprender la vida había que vivirla.

Uno guarda en su interior muchas cosas, las utiliza cuando puede, esgrime sus espadas y sus afectos, tratando de componer con la historia vivida algo coherente. Cualquiera que escriba siendo consciente del significado de ese acto aunque sea tan sólo por intuición, ese punto sin retorno en el que el ser humano se ve abocado a cumplirlo pase lo que pase o tenga la repercusión que tenga, sabe que lo que alimenta cualquier intento literario es la vida. Lo que enseña a escribir, me refiero a la utilización de un lenguaje preciso o correcto, el aprendizaje de las estructuras y estilos literarios, eso que permite contar de otra manera o de mejor manera, alcanzar la posiblidad de componer un texto digno o una idea acertada o hermosa, es la literatura, pero el verdadero aliento de cualquier escritura es la vida.

Medio ebrio por una botella de Calvados apurada hasta la parte de los ángeles, las palabras de mi amigo provocaron un breve conflicto, siendo sin embargo una perogrullada de haber sido pronunciadas ante alguien como Joyce o Dostoiesvki.

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Tal vez como lector, además del placer estético desmesurado que a partir de cierto momento obtuve de la literatura cuando aprendí a leer, me topé de bruces con la constancia de que una vida es limitada por más que la ampliemos por encima de nuestras posibilidades o nos adentremos en ella a conciencia, aprovechando cada segundo y cada instante, cada oportunidad y cada camino que surge, algo improbable incluso para el más valiente, decidido y hábil de los humanos que pudiéramos imaginar, lo que me empujó a buscar el testimonio de otras experiencias, reflejos sinceros de esas vivencias, variadas y profundas, que me permitieran ser más consciente de mi propia existencia y la del mundo que me rodeaba. La literatura conseguía un diálogo profundo con seres humanos alejados en el tiempo y el espacio, también con contemporáneos, conversaciones humanas dificilmente alcanzables en la vida real, donde apenas profundizamos vagamente en nosotros mismos y desde luego demasiado poco en los demás. Utilizaba a su vez la materia prima de nuestro pensamiento: la palabra. Y poseía la estructura más corriente que tiene a su alcance el ser y los pueblos para expresar su propia esencia: las historias, los ejemplos, las anécdotas, las parábolas, el relato más o menos simbólico de los hechos.

La novela hizo posible que comprendiera aquellos mecanismo emocionales o humanos que no me pertenecen, ponerme en la piel de un hombre poderoso o sentir la miseria de un ser deshecho, marginal y roto en pedazos, sin necesidad de vivir esas vidas, sin posibilidad de hacerlo por factores humanos, suertes o herencias de mis antepasados; entender los condicionantes sociales y biográficos de cualquier hombre, adentrarme en lugares y rincones de la tierra, incluso en épocas muy lejanas, en civilizaciones desconocidas, sentir la pasión desmesurada y el dolor insoportable que todo lo anega, abrumarme con el miedo, asimilar el heroísmo extraño que a veces ocurre, solicitar un grito moral en medio de siglos de historia toda ella condenando a los hombres que la vivieron a la muerte. Era la palabra literaria aquella que esbozaba con su brillo particular, tan raro, tan sólo pleno en algunos autores capaces de construir con las frases un ritmo y una cadencia extraordinarias, de hacer que de la ficción surgiera la turgencia de la carne, la exhuberancia de lo sensible.

Ya sabía entonces de la dificultad de alcanzar esa majestuosidad en la escritura, común tan sólo a ciertos clásicos, esa mezcla inconsciente entre las palabras elegidas, el punto de vista escogido y la profundidad del significado incluso cuando se describe la más anodina de las acciones humanas. Eso que se nota al leer y comparar entre una obra maestra y un texto tan sólo correcto, mutilado de esa magia, de ese latido tan a menudo inexplicable. Leer unas páginas de Saul Bellow frente a cualquier párrafo de Michel Crichton o de Jorge Bucay: esa diferencia. Una inmersión en la señora Dalloway mientras se lanza una mirada escéptica hacia cualquier texto de Lucía Etxebarria o al Diario de Bridget Jones.

Ulyses de nuevo.

Ahí estaba. Cómo un hombre afeitándose en lo alto de una torre -una especie de faro- podía revelar rituales centenarios de la Iglesia católica que dirigieron el mundo durante siglos, acercarse a los griegos con una sola mirada al mar, entrar de lleno en el significado de la muerte, pero no sólo en el significado general de esa extinción, sino su efecto en la identidad y su relación con la aparición edípica para ser y devenir, y encima provocar la sonrisa, la jocosa sensualidad de la luz frente a las olas, el arrebato existencial de unos personajes de ficción construyendo un mundo deslumbrante y vital.

Esa belleza inexplicable que uno llega a sentir ante el latido del lenguaje literario.

A eso me refiero: dos personajes iniciales en el Ulyses, uno que se afeita y otro que mira esa rutinaria actividad, terminan por establecer un eco universal, aunque sea incomprensible para quien no tiene la intención ni la curiosidad de adentrarse en el poder esencial de la literatura. Curiosidad e intención de adentrarse en uno mismo tal vez. Ese miedo a mirarnos en el espejo, como la incomodidad de Dedalus ante el cristal partido que refleja su rostro. Esa es la diferencia entre la historia de la literatura y la infantil narración simple de los hechos. Eso que se ve tan poco, que resulta tan complejo de explicar con estos lenguajes envilecidos, acortados, sesgados, manipulados y balbuceantes.

Siempre entreví en esa literatura perdurable un hálito de libertad.

Eso quise decirle a mi amigo, al que siempre he querido y respetado. Contarle que hay hombres más inclinados que otros a la acción, es verdad, o que tal vez todos somos un compendio necesario de los extremos que a veces desconocemos o que incluso detestamos. Que su afirmación era cierta porque yo mismo, hace mucho, pensé que para escribir era necesario no sólo leer sino vivir. Pero que la amplitud o el complemento que podía suponer la lectura de la gran literatura para un ser humano fuera cual fuese su condición, temperamento, inteligencia o circunstancias, era inmenso. Incluso me hubiera gustado decirle que el placer que los dos sentíamos ante la complejidad de un vino tino como los que terminábamos de degustar, era similar al deleite estético que a partir de cierto momento lector uno experimenta con la literatura.

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Poco más de siete años antes, en el año 89, como si el ciclo tuviera que alcanzar un cifra impar, alguien dijo de esta prosa entonces balbuceante que lucía pizpireta y sonora, y de aquellos versos entreguardados, con olor a pan viejo y a mantequilla caducada, que valían la pena. Fue una editorial hoy ya desaparecida, evaporada como tantas cosas de la vida, la que alumbró con papel reciclado y tosca portada mi primer libro editado: El espejo salvaje o las formas de no volarte la cabeza.

Hoy en día me arrepiento de aquello sin flagelarme, me refiero a que reniego tozudo de esa edición, tal vez por vanidad o por exigencia quizás, y sólo la constancia de su insignificancia, de su escasa repercusión, me alivian las rojeces en las mejillas en cuanto mis ojos reconocen esos versos. Era un poemario tan malo como otros muchos que se publicaban entonces y se publican ahora, pero para mí era el cúlmen de un proceso vital azaroso y vívido que concluía un periodo y provocaba el aleteo de una mariposa desatando maremotos en los mares del sur, el fragor descarnado de una tempestad y la música ruidosa de un desvirgamiento lozano y prepotente, más tarde tímido y avergonzado. Demasiada vanidad creo, y poco contenido, y eso lo supe ya en esos años más tarde, en el transcurso de ese verano que inicia este relato, cuando me empeñé en convertirme en la letanía sólida del discurso literario, en su balanceo sagrado, en la espesa lateralidad de una música secreta e inaccesible, apenas rozada de uvas a peras con un esfuerzo desmesurado.

Intentar eso era una especie de quimera terrible que sólo podía traerme cierta deformidad, cuando en ese año 96 me dispuse a repasar el fruto de mis antiguas exposiciones editadas en la decada anterior. En esos años había aprendido ya que la literatura era otra cosa que la retahíla intermitente y banal de ciertos regocijos de la autobiografia, que el yo-yo vacilante no daba para más y que El espejo salvaje o las formas de no volarte la cabeza tenía un vuelo demasiado corto para semejante titulo.

¿Y qué elegí?

Porque en la elección está la cuestión esencial, una elección que depende de los años que uno arrastra juntando palabras, pero también en parte de una inexplicable inspiración, o algo que viene de la madurez, o de la interpretación de esa voz interior que todos llevamos dentro y que desea expresarse de la mejor manera posible: entonces aún aguardaba ese imposible destino, llegar a entresacar ese aliento particular que dotaba a las palabras de una música perdurable.

Convencido, en ese día o dos en los que fui preparándome para el encierro, me di cuenta que el poemario de 1989 era mediocre, sin embargo, tal vez recosido y reajustado por el tiempo y el oficio que creía tener en esa época, podría ofrecer el espejo de un tiempo, el lugar de donde venía esa imagen del único poema que salvé con los años y que me acompañó durante décadas: Los perros de la lluvia.

Un puente de piedra ligeramente abombado y de color gris blancuzco, escoltado sino recuerdo mal por cuatro estatuas y al menos cuatro salientes para tomar asiento; los muchachos al amanecer renaciendo; la larga noche en vela, esa niebla de excesos y testosterona alterada, ese gris graduado de variedad cromática pero siempre gris, y esa comparsa adicta cruzando el puente; y yo detrás, fijo en ese deambular incomprensible por un instante, entre las risas, las canciones y los rituales familiares; el amor deslizándose entre mis dedos, la soledad absoluta de ese instante acompañado en que lejos de ser protagonista, era el testigo que a pocos metros miraba y escribía sin tener lápiz ni una hoja en blanco.

Uno escribe siempre si nace con esta maldición.

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Sentí la desilusión de leer esos poemas antes de comenzar su resurrección y encontrar que les faltaba esa sangre, ese ritmo, ese río o esa corriente latiendo. Tratándose de literatura quedaban pocas opciones, como le sucede a la vida tarde o temprano, como si lo predeterminado nos delimitara hasta dejar apenas oportunidades: se escribe para alcanzar la belleza o expresar de forma precisa y profunda la metáfora de una idea, de un sentimiento, de una obsesión. También para superarla.

¿Qué me obsesionaba entonces, en el 89, y después en el 96, y ahora, dicecisete años después?

Ahora creo saberlo, y tengo la sensación de haberlo sabido siempre. Esa frase que, al igual que una formula matemática compleja y exacta, pretende llegar a englobar en su enunciado el orden del mundo. Dan ganas de reír, pero así era. Ese deseo de comprender el orden inalcazable que rige el universo y que nos contiene, que a la vez forma parte con sus designios prefijados de nuestra propia identidad y que es común a cualquier vida incluso a la más osada y estúpida existencia hecha de la ignorancia o de la voluntad.

Así sea. Como ese Mulligan afirmaba en la torre joyceana.

Admiro a quienes desde la ciencia siguen buscando ese orden y se inclinan por el cerebro, por ese misterioso lugar químico en el que aletean todas las ideas y emociones humanas, sus sueños y pesadillas, su imaginación y sus proyecciones, la memoria de la humanidad heredada generación tras generación, paso a paso, biografía a biografía. Esa ciencia adquiere rigor por su inmensa curiosidad intelectual. Me despeja del escepticismo lógico ante la medición, cuyos excesos resuenan tan sombríos en el mundo contemporáneo después de un siglo largo de predominio de la tecnología y la ciencia frente a cualquier otra forma de sabiduría humanas. Y no somos más felices, a lo sumo ligeramente distintos. Tampoco somos mejores, sólo eso, algo diferentes.

El viejo escritor que aparece en Eclipses durante algunas páginas, justo tras su muerte a la orilla de un camino embarrado, fue mi modesto homenaje a una persona que conocí hace mucho. Hay tres cosas de él que no he podido olvidar. La cantidad de cigarrillos que podía fumarse en una hora, también todos y cada uno de los poetas que amaba, cuyos libros fundamentales me fue regalando en el transcurso de los tres años que lo frecuenté, y sobre todo lo que me dijo una vez paseando a la orilla de la playa, un atardecer oscuro de otoño.

-No creo en casi nada, Jimarino, por no decir descaradamente que en nada, pero la verdad es esa. Cualquier parafernalia simplona de usos y rituales para alcanzar la felicidad o los objetivos de la vida agreden mi capacidad intelectual, no sé si me explico bien. No quiero decir por supuesto que yo sea feliz o que me sienta capaz de ofrecer nada de mi existencia que pueda servir a otros. No, nada de eso. Sólo que la vida es lo que es, y no existe ningún manual de uso ni ninguna religión ni doctrina o teoría que me convezca de lo contrario. Eso sí, y te puedo asegurar que le he dado muchas vueltas a ese asunto. Cuando una persona llega a percibir que la literatura recorre a lo largo del tiempo la historia del hombre y contiene su interminable discurso humano, sus anhelos e invenciones, la imaginación y los dolores insoportables esparcidos a lo largo de siglos y siglos de miserias y humanidad hacinada, descubre que tal vez no existe un arte igual, que cualquier forma literaria escrita anhela expresar el modo en que los hombres pensaron y sintieron para diseñar espejos del mundo y del espíritu, y en eso sí creo. No me venden otra cosa que el placer de la lectura y de la comprensión. El manual no existe, pero si el interminable río de vidas y experiencias que nos preceden, a nuestro alcance…

El diálogo lo adapto, ocurrió hace mucho, pero la idea central fue esa: el viejo escritor y amigo que moriría pocos meses después, un hombre íntegro, divertido, ligeramente amargado por el amor y la humanidad, que llevaba más de diez años pretendiendo ocultarse para mirar mejor, habló de todo eso. Luego insistió en que, no en vano, la religión no fue otra cosa que una especie de aplicación práctica de la literatura, cuando la historia de la literatura todavía era un camino corto, comprensible y recién nacido. El relato imaginativo de lo humano, el susurro del hombre frente a los movimientos descomunales de la historia hecho uso. Un anhelo de escritores en el fondo. Que la obra literaria alcanzase en un proceso imparable de repetición y oración, templo de la incertidumbre convertida en carne, en grado de ritual, y que se extendiese entre cientos y cientos de miles de seres humanos. Eso fue la religión, una metafora convertida en templo, en construcción, en norma, rezo y costumbre.

Tiempos oscuros como los nuestros generan eso, mala literatura pretendiendo al fin y al cabo lo mismo, con la inevitable distorsión de la existencia. A veces ni siquiera mala literatura, sino tristes simulacros de sabiduría demasiado corta y con escaso vuelo. Hemos perdido, y los síntomas son claros, lo que no quiere decir que bajemos los brazos.

Mi respuesta ante esa afirmación que el amigo pronunció al fin y al cabo para defenderse de mi excesivo apasionamiento por la literatura debió haber sido otra distinta, parecida a la que trato de argumentar ahora. Frente a las simplonas metáforas anhelando explicar el mundo mediante gestos y actos, la respuesta tenía que ser clara y positiva. Su propio descreímiento era una frase literaria demasiado manida, una sentenecia de usos adheridos a su identidad desde siglos y generaciones.

Eso ya estaba en la literatura expresado, desde hace tiempo, pero no lo miramos, o no queremos hacerlo. Se busca el alivio de una vez y a un grupo de gente cumpliendo el mismo quehacer. Eso tranquiliza. Cualquiera hombre avispado y convencido puede ser un gurú, y los libros de Dostoiesvki o La Divina Comedia de Dante, o ese Ulyses que dia a día me fascina más, huelen a polvo viejo, a estante desvencijado, a olvidada hilera de libros en papel y cartón sustituida por un futuro de flamantes kindle o E-book electrónicos, por una luminosa tablet en la que situamos todo al mismo nivel: el triste solitario de windows y La metamorfosis de Kafka, a punto de la yema erizada, envueltos en una creencia, que casi es superstición, de que allí está todo.

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Pero volviendo al asunto del que no debería desviarme tanto al abrir estos caminos, como si deslizara ventanas informáticas y ecos de google, lo cierto es que decidí justo lo contrario a lo que los pragmáticos postulados del pensamiento limpio, de la programación neurolingüistica, aconsejarían. En vez de programar racionalmente, quise ampliar los espacios mentales, tratar de alcanzar esa parte atávica, secreta, misteriosa, que siempre será la horma de zapato de lo científico por más que expurgue, delimite y diseccione el cerebro o cualquier órgano o expresión de lo humano. No deseaba reunir fuerzas cognitivas para empujar aquellos malos poemas antiguos y convertirlos en algo mejor, siempre controlado por el consciente, sino romper las barreras que separan el pensamiento racional de la expresión onírica, indirecta y determinante al tiempo de cualquier ser. Deseaba despojarme de la razón para alcanzar ese ritmo que había percibido en los grandes maestros de la prosa y la poesía, esa diferencia entre un libro cualquiera y un libro que sirviera para descubrir un hecho esencial del hombre a través de una metáfora hermosa -que no complaciente-, de su latido vivo, de esa sangre hiperbólica y lingüística.

Estaba convencido de que, despojándome de las barreras racionales que ataban el destino del ser humano a su cerebro utilitario, podría encontrar en verdad una voz similar a la de esos escritores que admiraba. Creía empecinado que la inteligencia práctica, la paulatina especialización y la reducción constante de las aptitudes intelectuales humanas hacia tareas o ámbitos concretos, especializados, era contraproducente sino se acompañaba de un movimiento contrario, de una necesidad de comprender y percibir el mundo en su globalidad, unido a su vez a ese intento afanoso de la literatura por ahondar en el secreto de lo humano. Al fin y al cabo, de esa mezcla está compuesta nuestro cerebro. Que el origen de esa grandeza y esa sabiduría, era un misterioso lugar de nuestra identidad que ellos, los grandes escritores, lograban entresacar de modo natural, al violar las ataduras del yo consciente y dejarse llevar por el fragor determinante del inconsciente.

Me fijo mucho en los niños, en el proceso por el cual atrapan el mundo y construyen su identidad. En ellos, la línea entre su esencia interior, la magia humana y el aprendizaje racional de la realidad, está difuminada, se confunde, o mejor, es permeable; lo fantastico y lo imaginario tienen la misma intensidad que los hechos reales o los actos automáticos o aprehendidos maquinalmente de sus mayores, y, sin embargo, distinguen la realidad de la ficción. Además, el niño aprende más de los gestos inconscientes que ve o intuye en los adultos que le rodean que realmente del discurso consciente con el que tratamos de hacer que se defiendan de la vida o esquiven el peligro. Mucho más de lo que escondemos que de esas ideas sobre el mundo que expresamos y nos parecen sólidas a fin de adherirlos a nuestras causas. Lo inconsciente es lo que marca su actitud la mayor parte del tiempo incluso cuando fijan la atención en actividades prácticas o se concentran en habilidades manuales. Miran más allá de la explicación directa o la argumentación racional en la que nos empeñamos los adultos, astiban la emocionalidad, el tono, la importancia inconsciente de nuestros consejos expresada en lo que no es verbal únicamente.

Siempre he creído que para avanzar en la neurolingüística era necesario conocer la historia de la literatura, porque en sus palabras están parte de las claves del proceso. Lo mismo que le sucedió al psicoanálisis hace ahora más de cien años. Al fin y al cabo, cada libro perteneció a un contexto lingüístico, ideológico y social, a una manipulación del lenguaje concreto en todas las épocas en las que la obra literaria pretendió siempre resistir, a un código de palabras clave propias de cada tiempo, siempre como una resistencia del individuo y del lenguaje libre, hecho de tradición y también de presente, contra lo estipulado, insincero o artificial, contra lo dominante o lo impuesto por la fuerza. Y a su vez, cada uno de esos autores sobresalientes quiso trasmitir aquello que creyó común a todos los hombres y en todos los tiempos de la humanidad, para que ahora, tantos siglos después, los griegos se nos aparezcan todavía cercanos, reconocibles e incluso contemporáneos. Las palabras de los griegos; Psique, Ego. Es muy complicado pretender fijar una letanía verbal positiva sin haber atrapado y degustado las grandes palabras de la mayor creación linguística e intelectual inventada por el hombre, representada por un puñado de obras maestras que recorren la vida en la tierra desde hace siglos.

Era inocente todavía, lo reconozco. El largo camino no había hecho más que empezar, y de alguna forma, la fortuna, como sucede hasta hoy, nunca me fue adversa del todo, sí a veces esquiva o cuesta arriba, o empecinada en no dejarse ver, pero nunca adversa por completo, hasta que cruzo los dedos en éste cálido amanecer de agosto, mientras escribo.

Hay que agradecer a lo divino, al orden secreto, semejante concesión, y yo decidí buscar ese agradecimento en mí mismo. El viejo poemario ajado, con olor a naftalina, a mis ojos nublados de entonces. ¿Cómo traspasar esa barrera de la consciencia que el recién llegado mundo adulto convertía en un límite rígido e infranqueable?

Ahora entiendo mejor porqué intenté romper esa artificialidad de ese modo.

¿De dónde viene esa consistencia de la palabra en ciertos textos literarios, la exactitud en la escena o el punto de vista elegidos, su endiablado ritmo que dibuja una realidad que roza lo exacto y lo bello sin saber porqué, sin que las palabras sean necesariamente bellas, sino insertadas en el conjunto de esa forma de sabiduría?

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Sabía, sin pensarlo en profundidad, sin razonarlo, que la literatura llegaba de un lugar secreto y oscuro, cuya fijación quedaba marcada por un factor fundamental, un oculto misterio, un aliento heredado, una facilidad desconocida instalada en el cerebro de todos los genios que hacían del inconsciente una herramienta, y del lugar de la escritura una especie de límite oscilante entre la consciencia y el punto del inconsciente en el que se desarrolla la relación entre lo imaginario, lo atávico y lo onírico, y su contacto inevitable con lo tangible.

Ese punto era la clave de la literatura y de la mayor parte de las cosas extraordinarias del hombre, también el lugar de reposo y escondite de sus monstruos y sus pesadillas más insostenibles. El momento en que la mente consciente se adecua al silbido interior y la prosa cobra vida, tan raro a veces el instante, tan dificil de convocar, tan inexplicable.

¿Por qué ese mismo cerebro es capaz en ocasiones de anhelar esa transcendencia de la escritura que avanza y otras apenas puede esbozar la corrección linguistica o sintáctica para adentrarse en la expresión verbal de algo con levedad?

Era la lectura sí, y también la pericia en la escritura después de horas y horas cumpliendo con los rituales de la palabra, pero era algo más, ese punto de convulsa inspiracion verbal que permite desenrrollar el ovillo, que asocia palabras, imágenes, ideas y objetos, hechos, historias, como si en el cerebro cupiera toda esa infomación atemporal y la trajera a un instante presente que permite el desarrollo de la escritura.

Eso buscaba; hallar esos resquicios, llegar a comprender algo de ese proceso.

Había dos momentos preferidos para la escritura. El amanecer, esa luz pálida que desbroza el día, que despeja de brumas el paisaje e ilumina paulatinamente los objetos, las salas, las habitaciones, las calles, los bosques y las playas. El momento del nacimiento, de la luz que baña el mundo. Ese instante en el que nace el día y todo es posible. El momento en el que se inicia la creación.

Frente al amanecer siempre la creación. Porque en 1996 ya tenía cierta consciencia del hecho de escribir, principalmente por las abundantes lecturas acumuladas en esos años, y aunque sentía el desarrollo de la escritura todavía como un proceso abrupto, verborréico e imperfecto, mucho más que ahora, comprendía la magnitud de ese amanecer que se asemejaba sin remedio al efecto de los signos y las grafias que empiezan a llenar la hoja en blanco. La escritura también en el momento en que el amor y el deseo nacen, también cuando quedan saciados. La punzada de sensualidad retenida que inicia la chispa de esa atracción, y posteriormente el aleteo de lo físico, el ejercicio que endurece y el placer que se derrama. Esa fuerza de la sensualidad inconsciente, de la incendiada respuesta de los músculos y los sexos, e incluso después, cuando he deseado morir sobre el sudor de un cuerpo desnudo, de una musculatura agitada y satisfecha de placer hasta provocar el destello de celebración y alegría que el cerebro necesita para afrontar cualquier creación con optimismo y confianza.

Nacimiento y deseo. Y siempre la literatura en ese intervalo, aunque entonces no pudiera explicarlo.

Era una celebración, una fiesta de los sentidos y la inteligencia, un espejo luminoso en el que lo oscuro queda aclarado, a veces sin poder ser argumentado, simplemente surgido de esa intuición de haber asimilado algo necesario. Lo mismo que la escritura. Como una placentera eyaculación y el abundante retozo amoroso, la dicha de ese placer, y entonces esa pausa extraña en la que la cabeza detiene toda su violencia presente y obliga a saltar de la cama y acercarnos al ordenador y teclear hasta que las palabras expulsadas colmen esa excitación vital.

Algunos párrafos de otros tenían la sinuosa sensualidad de un seno o una cadera de mujer. Siempre sentí que la lectura/escritura eran las expresiones finales de procesos cuyo desarrollo se asemejaba a las fases y aprendizajes de la sensualidad, del erotismo, o que afectaban o movilizaban partes similares del cerebro, algo que seguramente alcanzará a saber el hombre tarde o temprano a través de la neurología. Leer con esa atención, tan similar a acariciar con los dedos los objetos, adivinar las texturas, aproximarse al olfato de las plantas y las flores, sentir la temperatura en la piel, el brillo y la penumbra del mundo visible acariciado por la luz particular de cada momento del día. El mismo impulso sensual de acariciar y ser acariciado y la lectura de ciertos párrafos memorables de la literatura universal. Proust, Tolstoi, Flaubert…

El acto de la escritura y la lectura como un acto sensual, capaz de excitar al cerebro hasta su invisible eyaculación de dichosas neuronas atrapando el universo.

Y qué mejor forma de hacerlo que aferrándose a este espíritu que mi generación apuró no sé si como forma de rebeldía o como única aportación posible al mundo. Era como si intuyeramos desde muy jóvenes que no pintaríamos absolutamente nada, que la teoría/presagio de Ortega y Gasset sobre las generaciones, la referida a que cada quince años aproximadamente una generación tomaba el relevo de la otra, y comenzaba una dura pugna y un conflicto que determinaba la derrota de lo anciano frente a lo nuevo, a veces mediante ruptura, otras por medio de acuerdos, se iba a truncar definitivamente. Tal vez por eso la ebriedad, el santo exceso de Blake que desembocó en los mitos del sexo drogas y rock and roll que tantos cadáveres insatisfechos dejó a su paso. Por que esa era la cuestión, sin valorar la parte de culpa que nos corresponde, sin examinar en profundidad porqué varias generaciones dejaron de tener acceso al poder, siquiera pudieron modificarlo un ápice, convirtiendo la madurez en un extraño camino de insatisfacción perpetua, de aleteos de Peter Pan mundanos y melancólicos, con calvicie y patetismo crónico, y el sueño de aquella gloria en un cementerio de hombres e ilusiones.

Newton

Yo estaba sólo en esa casa y necesitaba hallar todo lo que tenía dentro guardado de las experiencias de esos años, un sentido posible de la existencia que rescatar de las catacumbas del abismo, de las adicciones y los cantos de sirena. Sentía orgullo de estar vivo, tal vez el único orgullo que con discreción podía defender una vez disipada la tormenta y calmado en apariencia el mar tras el naufrágio.

Tenía un poemario imperfecto y rígido cuyas ideas resumían en verdad una época salvaje a punto de desaparecer, pero su escritura era balbuceante, torpe, llena de mitos banales, de referencias erróneas y escasa enjundia literaria e intelectual. Entonces me dije que debíamos creer al viejo Blake de nuevo, dando otra vuelta de tuerca. Era como si necesitara recuperar el viejo espíritu, no traicionar, aunque fuera por última vez, al mundo que dejaba, pero con otra intención y otra profundidad.

Intuía que tal vez buceando en el exceso podría alcanzar la llave que comunicaba el lenguaje racional, controlado y anodino de diario, con el lenguaje secreto que tal vez yo guardaba en mi interior, mi voz, mi ritmo, mi propia expresión vital. Y no era vanidad, puedo asegurarlo. No quería lectores que se asomaran a mis abismos ni a mis paraísos para aplaudirlos, deseaba más bien poder encontrar en cada una de las frases que escribiera mi propio espíritu y su reflejo del mundo, hacia el mundo, que la frase escrita en verdad expresara algo profundamente mío capaz de alcanzar lo común a todos los hombres. Eso estaba dentro, muy adentro de mí, en lo más profundo.

Me sentía como el minero que desciende a las galerias para seguir cavando y cavando en esa roca oscura, incomprensible e inaccesible desde la superficie, justo lo que el mundo había decidido no hacer. Esta tierra y los hombres que la conforman renunciaron hace mucho a ese afán. No quería los signos externos o superficiales, sino el acervo común y la herencia de siglos, las voces que se acumulaban en mí, las palabras que surgieran de lo más esencial, aunque contase la ficción más alejada a mi realidad, pero que tuviera ese eco de la identidad irrenunciable, eso que me pertenecía y era posible ser expresado y comprendido por otros.

Hice un esquema esa primera tarde de soledad, con el día alargado en el mes de julio y el sudor cayendo a goterones por el torso y la espalda. Sentado en el despacho, frente al ventanal que daba al claustrofóbico patio de luces, oyendo la tos del viejo vecino de arriba, que pese al asma y a los problemas respiratorios violaba la prohibición de fumar fijada por los médicos y su mujer, solicitándome con un susurro hasta la amistad un pitillo salvador que era la muerte, un último placer de la adicción aspirando una calada de nicotina y alquitrán. Oí su tos y entonces escribi bajo ese influjo, a punto de llamarme si me oía, este esbozo que encontré hace apenas dos semanas, buscando entre los más de cincuenta cuadernos de escritura comenzados en el año 1990 y alargados hasta hoy mismo.

No he cambiado mucho, sólo soy mas viejo, mas consciente, más cobarde, menos inocente.

-47 poemas y 126 páginas: El espejo salvaje o las forma de no volarte la cabeza

-32 días previstos

-500 pesetas de marihuana

-botella diaria de vino. Total 32 botellas. 3-4 de reserva.

-botella de ginebra: 1 cada tres días

-tónica, 2 botes al día

-1 gramo de polvo cuando el cansancio requiera de un despejarse, de cierto nerviosismo.

-Algún alucinógeno posible una vez por semana

-una tableta de anfetaminas para las noches que puedan alargarse (tal vez 8-10 pastillas a lo sumo)

-Música preparada para sonar durante horas entre los muros del apartamento, musica lisérgica a poder ser y mucha música clásica.

-Algun opiaceo (rastraer los camellos habituales). Nada de agujas, eso es demasiado marginal y estúpido…

Durante esos días, el teléfono quedó sordo, ni una sola respuesta a nadie, quieto en ese encierro de horas, ebrio, sollozante a menudo, mojado por el húmedo verano, altanero frente a los poemas. Cuarenta y siete poemas antiguos de otro tiempo, que no me gustaban, sumido en la irrealidad de intentar inventar un destino nuevo para ellos. Es verdad que cada latido de lo que había escrito respondía a un impulso que fue real y que, en muchos casos, se mantenía en el tiempo. No era nostalgia -no la uso en exceso-, sino más bien recreación de lo vivido con palabras que fueran capaces de recuperar la vibración y el sentid0 y traer esa época de mi existencia al presente.

Para empezar leía el poema. Si me encontraba demasiado sumido en la realidad, intoxicado de ruido presente, de esa niebla con la que caminamos a veces sonámbulos para poder soportar la existencia, empezaba con el vino blanco frío, tal vez con la marihuana si la noche era avanzada y requería de ese estado de concentración particular. La concentración de la sensibilidad que permite la hierba, el éxtasis de los sentidos, cuando las hojas verdes quemándose nos recuerdan que tenemos un cuerpo y unos sentidos extraordinarios para atrapar la riqueza de cuanto nos rodea, para intensificar lo que sentimos. La concentración de la marihuana es sensual, sensorial, y al fin y al cabo, incluso para los positivistas o aquellos que ritualizan el pensamiento, toda idea proviene de una experiencia sensible, incluso las más técnica o científica, de una intuición que llega, de un contraste entre las emociones y las fabulosas conexiones del cerebro humano.

Ha pasado el tiempo y creo que el mundo es un poco peor que entonces, aunque la verdad, suelo dudar a menudo de mis impresiones. Tal vez sea yo el que lo mira de peor forma, no lo sé.

En ese verano creí ser capaz de adivinar otra posibilidad que sólo era personal, seguramente intransferible y dificil de explicar a los otros, sin más pretensión que alcanzar ese ritmo secreto, propio, original, que debía surgir de la inconsciencia para alcanzar otro orden, otro discurso, un latido mejor construido de palabras más duraderas y esenciales.

En esa niebla irreal que viví esos días, creí ser consciente del lugar del que procedía la literatura. Lo percibí de sopetón, como una revelación que quedó entre la lengua y el paladar, que no pude explicar y quedó guardada en mí sin palabras, más bien como una aceptación silenciosa, intuitiva. Porque la renovada música de las frases surgía de un rincón de mi cerebro que oscilaba entre lo consciente y lo inconsciente, conectaba la memoria y el tiempo, la experiencia acumulada y el mundo onírico y simbólico que me habitaba.

A veces, menos de lo que desearía, escribiendo entro en una especie de trance en el que todo mi ser se concentra sin perturbacciones de ninguna índole en un escritura que surge a borbotones incontrolable para quedar fijada en un instante de lucidez y de expectación para mí sublime, aunque los resultados más tarde nunca sean similares al placer y la satisfacción del momento. Y además, todo ese entramado de relaciones, después de los años lectores acumulados, posee una forma novelesca, narrativa o poética, hecha de lenguaje interiorizado. Es en verdad una especie de hipnosis parcial y autoinducida. Cierto que la corrección es siempre racional, necesita de una distancia y de un juicio crítico que relacione lo escrito en esa insconsciencia parcial con todo lo que uno ha digerido y experimentado con la literatura y la vida, afina las imprecisiones de ese lenguaje desde la sintáxis y la consciencia, pero no lo es el impulso que aletea entre mis dedos y me hace apretar las letras del teclado anhelando un relato.

Lo que las teclas marcan en la pantalla blanca son palabras surgidas de un misterioso rincón de nuestra mente, tal vez un nudo de ramificaciones neuronales en el cual todo lo vivido se entremezcla; elementos biográficos, identitarios e inconscientes, herencias impredecibles y proyecciones adquiridas, escenas tan nitidas y a veces inconscientes de todo lo transcurrido; un punto del lenguaje, pero del lenguaje construido con afán esencial y metafórico, incluso onírico, capaz de la ficción, incluso de la falsificación de la memoria a fin de construir una identidad consistente o satisfactoria, sea de la índole que sea, literatura tal vez, pero también eso: el lugar donde construimos la propia ficción que trata de explicar quiénes somos. Tiene algo de divino o de mágico. Un lugar donde se centrifuga y se mezcla la experiencia humana, agrupándose en un mismo orden, en igualdad de condiciones, simplemente juntando variadas piezas de la percepción, con sus elementos tan dispares, para elaborar una historia propia o todas esas que algunos pretendemos contar. Un recorrido que funciona como un hilo enrollado del que se estira y así se desmadeja el ovillo, surgiendo la asociación.

Teniendo en cuenta que todos lo seres humanos sin excepción, manejan, aunque sea a nivel elemental, el don de contar historias o anécdotas, quizás en ese nudo cerebral esté ya la literatura desde el nacimiento. Los niños las cuentan en cuanto se sienten capaces de manejar el lenguaje oral, su sentido, y en función de su desarrollo ejercen su capacidad de generar espejos de la realidad.

Y en ese instante lo supe. Comprobé que la sinuosa perfección verbal de Proust construía su hálito incansable desde el mismo lugar en el que yo podía imaginar la tersura de unos pechos ladeados en un cuerpo suave de mujer o vislumbrar la luz milagrosa y reconfortante que producen los relatos. La sinuosa perfección de un adjetivo, la reminiscencia exacta de la palabra anhelando su sígnificado, la punzante idea capaz de desbrozar las malas hierbas de la conciencia para dar un salto hacia un diálogo más despierto, más sabio; la emoción de deleitarme con esas escenas que Joyce o Tolstoi escribieron, la presunta facilidad de un párrafo de Chejov diseñando en unas cuantas líneas de papel la mayor complejidad del mundo hasta acercarnos a su idea. El cosquilleo de esa constancia, repentino, seductor, que hace esbozar la sonrisa, llegaba de allí, de ese sitio, en cada cual respondiendo a la medida de su talento, de sus posiblidades. Del lugar en el que lo sensual modela el cerebro. Lo sensual referido a los sentidos y a ese punto tangente con la idea o el pensamiento.

Pensamos desde las emociones, incluso en la razón aparentemente más firme y con visos de voluntad férrea que creemos tener, ésta acude desde las emociones experimentadas sobre todo en la infancia. Para algunos, ese proceso comienza desde el vientre materno. Sentimos primero para luego pensar. El placer sobre todo. También el dolor, como concepto opuesto al placer o a la falta del mismo. Toda esa sensualidad de sentir que obra su climax en el tacto, la vista, el oido, el olfato y el gusto hasta ortorgarnos en un complejo proceso la idea del mundo que sostendremos. Comer con los sentidos y leer. Oler el luminoso paisaje de una primavera en la montaña, en la provenza francesa con su perfume de lavanda y mar, o sea el sobrio horizonte erosionado y verde de la sierra de Gúdar, del Teruel ancestral, envuelto en la cálida satisfacción de que todo nace, crece y muere, y leer. El tacto de la gata bien alimentada, cuyo pelo construye en invierno la seda calida de contacto irrepetible y sedoso, y leer. El gusto y el olor y el tacto y el sonido del cuerpo al que uno cubre de rituales sagrados para la ascensión al placer supremo de la sensualidad; olor entre los muslos, en los pechos y en el vientre, y el tacto suave de la nalga, suavidad de mujer, suavidad rocosa de hombre, y de rostro, y los labios y la lengua, y el sabor de esa hendidura sonrosada de humedad donde lamer o de esa hinchazón caliente y tersa que arrebata el hueco carnoso que es llenado, saciado, ese otorgar el placer de excavar suavemente entre los pliegues, de horadar con la extensa y sanguínea corola de hipersensibles ramificaciones neuronales; y leer. Y escribir como un acto de potencia, jamás constante, imposible, pero en ese ruedo, acto de potencia sensual, en el que surge la tentación masculina de la procreación y la luz en medio de la oscuridad estéril de un mundo agotado, y leer.

Y escribir.

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Todas esas cosas quise descubrir en esos treinta y dos días de encierro que comenzaban. No deseaba mirar atrás con la emoción superficial, sino adentrarme en el entramado de ese mundo, en el efecto que había depositado en mí la existencia y sus interminables relaciones, en las asociaciones que conformaban mi identidad, asociaciones complejas, vibrantes, vivas y simbólicas.

Confiaba en las teorías que creía sostener con solemnidad, seguro, no sólo las que comprendí entonces, sino intuyendo las que llegarían después, con los años, con la victoria del silencio y la modulación del carácter orgulloso e inconformista hasta convertir esos arrebatos antiguos, ese sublime incendio de la insanidad y lo oscuro, en una especie de canto silencioso que anhela rincones profundos. Reinventar esos poemas de un tiempo que creí glorioso y que veía reflejado, aunque mal, en esos versos de finales de los ochenta. Cada trago y cada gradación del alcohol quemado, y cada humareda y cada inspiración y expiración húmeda en esa soledad encerrada y bochornosa. Tenía la confianza indirecta de creer que estaba alcanzando esa cima anhelada durante muchos años, sin importarme ni la repercusión ni el final, sólo intentando apurar esa especie de grito que me empujaba a considerar ese acto como algo irrenunciable.

Me daba cuenta de que cada poema no sólo venía del lejano tiempo en el que fue compuesto, de aquella letra fijada y esa emoción antigua, sino que lograba materializarse fragmentariamente en el presente variando su significado, en esa ceremonia incendiaria y delirante de la santa ebriedad y sus oraciones laicas, y su origen resultaba indescifrable y unido a la totalidad del tiempo, un tiempo que se dilataba y se confundía, se entrelazaba al presente, e incluso se contraía en ocasiones, y entonces comprendí que tal vez yo fuera también la eterna insatisfacción de mi padre o las juerguistas pendencias del abuelo correteando por los caminos polvorientos de la sierra en pos de un baile, de mujeres y de esos atardeceres y noches vividos; o tal vez tuviera dentro al otro abuelo represaliado y dolorido, a ese poeta silencioso y grave por obligación que dibujaba puentes, o que incluso la superioridad física del bisabuelo fuera mía, quién sabe -yo ese próspero leñador que tuvo la mala fortuna de caerse de un árbol con apenas cuarenta años-, o la llama jamás saciada de aquella tatarabuela vuida que quiso amar y no pudo, hasta expresar en mí ese deseo sin cortapisas, liberado, capaz de la trascendencia y la levedad a la vez.

Hasta hoy no he perdido ese efecto imposible. El olor del mar que se asemeja al origen de la concha marina fragante y capaz de esconder las olas en su oreja de viento. De proteger el origen del mundo. Los siglos en los que los hombres contemplaron extasiados de dónde venía la vida en ese deleite del sexo femenino.

Nunca olvidaré esos días de verano pretendiendo la absurda anulación de la razón, exagerando las poses y los excesos de la adolescencia y la juventud hasta el ridículo, afilando los dientes en el dolor y la humedad, hasta que la respiración llegaba a entrecortarse y la visión se nublaba, sumido en esos poemas, en esa especie de salto al otro lado morrisoniano. Las puertas de la percepción. Y no crean que me tomaba en serio por completo, no vaya a ser que los graciosos y los cínicos se burlen y con razón. Ninguna pose asegura la escritura, ningún artificio, ningun disfraz. Eso son máscaras para los bailes de carnaval, nada más, aunque el mundo contemporáneo prefiera y consuma lo externo con mayor profusión que lo profundo.

Las palabras provienen de un escondido rincón del hombre que no se puede desentrañar ni con los mitos ni con el empecinamiento moderno acerca de la superioridad de la imagen. Esa escritura no tiene que ver ni con el éxito ni con la admiración de los otros, tampoco con el fracaso o el silencio. Surge en todos los seres humanos que puedan imaginar, hasta en la mirada fiera y avariciosa de un banquero que en medio de su arrebato pecuniario esboza un gesto de poesía, una palabra auténtica que se le escapa sin darse cuenta. Esa liberación del yo y de la voluntad que se retrata en un sentir a veces áspero, lleno de la condolencia y la celebración del universo. Nada que ver con los roles sociales y sus marcados espejos de exclusión.

Eso sucedió, aunque como era de esperar por lo dicho, el resultado de aquellos días lejanos no fuese el esperado.

Porque no bastaba para alcanzar esa literatura anhelada comprender la relación entre la vida y la literatura que entonces quedó fijada y nítida en mi memoria, en mi existencia, entre mis obsesiones. El origen estaba allí, lo que hace de ciertos párrafos un gesto no sólo de la inteligencia o del placer completo, sino actos de salud. La salud del cerebro que avispea en esa seda lingüistica: el verbo que se hace carne -eso era-, verbo vibrante que construye en la mente aquello que debe ser el placer y el reto de la inteligencia, la razón y la emoción confabulándose en ese describir el mundo, en esa profundidad de la visión que los maestros nos dejaron, como el cimbreante y sensual movimiento de dos cuerpos entrelazados por el baile de la cadera y el erótico acomodo de la humedad y la piel en un verano bochornoso como aquel.

Es evidente que no pude aguantar ese régimen 32 días. Mi duende se fatiga en exceso, vaguea, hace su aparición cuando le sale de las narices, se esconde una temporada, resurge ante una emoción inesperada que lo empuja a exigir la escritura, incluso aunque la convoque a menudo sin suerte todos los días del mundo, de buena mañana.

Pero no aguantar fue lo mejor que me pudo pasar. De haber cumplido ese itinerario suicida, mi vida hubiese sido otra cosa, porque aquel fue el final de los excesos, no por completo, pero sí con la medición del sentido común. Una madurez que tuvo su reflejo en el resultado, o que comenzó en ese punto y final. El exceso no podía ser un fin en sí mismo, sólo una limpieza de esa claridad que tanto perjudica a los escritores, que los convierte en castradores, en caricaturas de sí mismos alejadas de lo oscuro. Eso sí: la felicidad -como la desesperación-, nunca fueron buenos críticos literarios. Era imposible pretender alcanzar lo que buscaba en ese estado, el río claro y transparente, ese ritmo de las corrientes subterráneas que debían construir la literatura. Los nervios afilados por la ebriedad y el calor, los dolores musculares que todas las mañanas punzaba mi carne, los calambres intensos que me empujaban a saltar de la cama y pisar el suelo aullando de dolor, me conducían al cansancio perpetuo y a la confusión. Las horas encerrado que fueron modificando mi lenguaje, sin nada que pudiera corregirlo. La falta de sueño perpetuo que las drogas nerviosas provocaban hasta hacer de los días un veloz duermevela continuo, demasiado oscuro, inaccesible y, en cierto modo, tenebroso. Beber y beber en ese zambullirme en las palabras y aguardar el sentido escondido.

Lowry

No podría expresar el valor de esto a nadie que fuese un lector superficial o que no leyera o no escribiera, o que estuviese poco familiarizado con la historia de este arte, de este oficio misterioso que irremediablemente asociaba entonces semejante anhelo con la marginación. La literatura requiere de cierta moda perdida, de algo que la convierta en tema de conversación cotidiano, de una importancia en una sociedad cargada de carísimos y variados ocios que le roban terreno, cuerpo, que le exigen transformaciones, sufrimientos, silencios prolongados, no de excesos incomprensibles para la gente normal si es que hay alguien normal, o mejor para la gente con menos capacidad para comprender las abruptas tempestades de lo humano, esa tendencia a salirnos del tiesto, a retar las normas y vivir de otro modo, que suelen producir juicios solemnes, prejuicios argumentados, miedos inconfesables

¿A quien podía yo entonces contar sinceramente que pensaba pasarme 32 días escribiendo y alcanzando la completa sensualidad de la ebriedad y la soledad, para que esa escritura torpe de años atrás alcanzara el latido interior libre de lo racional y los prejucios, y lograr así una presunta grandeza similar a la de los escritores que adoraba?

Parte de este arte es incomprensible, bastaría corroborarlo con echar un vistazo a muchas de esas vidas que conforman con su mitología la liturgia de los escritores. ¿Por qué ese afán tan lleno de abismos, qué sentido cultivar un arte cuya repercusión, y más ahora, es tan pequeña otorgando tanto de uno mismo a cambio? ¿A qué se deben las horas, los esfuerzos y el empeño por algo tan pequeño en el fondo, tan desmitificado? ¿No resulta grotesco?

Y sin embargo, para mí, entonces, no lo era.

Ni siquiera los sobrios editores, o esos escritores instalados por entonces en el establismenth oficial, que solían dirigir las corrientes en este país en función de sus parcelas de poder, sus adscripciones políticas y sus insostenible entregas con la cabeza gacha, con sus ventas importantes en esa época, con sus apariciones televisivas y su aprovechamiento de los medios, escritores profesionales que en las fotografías parecían expresar ideas fundamentales y acertadas sobre el mundo y sus congéneres, eran una referencia para ese intento, para que aquel hombre a punto de romper con su juventud pretendiera hallar la esencia de este arte en el exceso, a solas, sin importarle nada, o tan sólo ese intento de alcanzar el ritmo, la exactitud, la profundidad. Era tan pretencioso que deseaba diálogar con el pasado. Pretencioso e inocente. Lleno de mitos.

Bien podía ser eso: mitos de la cultura acumulada, por esos autores fetiches de juventud, los que recuperaron la voraz pasión de la niñez por leer aunque luego quedaran demasiado lejos de los que adoro de verdad: Bukoswki, Jack Kerouack, Henry Miller, Anaïs Nïn, William Burroughs, Allen Ginsberg, Poe, Baudelaire y Verlaine, Rimbaud, Blake, Malcom Lowry… escritores destruidos por una intención estética, destrozados muchos de ellos, o viviendo la mitificación del éxito como una constancia de su acierto sin darme cuenta de lo circunstancial de todo. Escritores arrebatados como yo en esos días -y ahora, aunque con mayor mesura y algo de sentido del humor que tanto protege- por la literatura y el dolor, todavía lejos de ese temible dolor que puede enterrarnos en vida, saliendo del huevo para encontrarme con el mundo a través de las palabras libres y despojadas de miedo, y descubrir algo que muy pocos podían llegar a asimilar. Esa era la ambición.crack

El experimento fue un fracaso, pero indirectamente aprendí que ningún arte valía una vida. Que la sensualidad de la literatura tal vez tuviera más que ver con la vitalidad luminosa de una mañana soleada en el monte, a solas bajo un poderoso cielo azul, o con la salud del cuerpo y la chispa vital de una lectura atenta con la cabeza despejada, que con aquellos abismos mitificados y adorados hasta el fanatismo.

Los cadáveres nunca escribieron.

Aquellos días fueron mi línea de la sombra, el cruce inevitable entre los viejos tiempos y los nuevos a través de un poemario que reescribía y que trataba de hallar la esencia de esa época llena de naufragios y despedidas.

Sostenía esa imagen de los muchachos correteando por el puente, profiriendo gritos, rodeados por esas piedras milenarias y esas estatuas que a duras penas habían resistido el paso de los siglos, la ligera inclinación en la acera de granito, una leve ascensión que abombaba el firme a mitad del puente, la luz del día surgiendo para dejar sin sentido a esa vieja comparsa de noctámbulos sin rumbo, a Los Perros de la lluvia que aullarían para siempre en esa visión eterna que convertí en palabras, hasta hacer de esos versos los únicos perdurables del libro, el único poema que no me avergüenza incluso hoy, que se sostiene en esas palabras que valoro precisamente por comparación y por entereza.

LOS PERROS DE LA LLUVIA
(Valencia, 1989)

Ebrios,
cogidos de los hombros.
Sombras.
Una rueda de vértigo e inconsciencia,
un compás alterado.

Por el puente de los perros de la lluvia
la absurda comparsa se desgañita
al antojo de los signos.
¿Qué señales aguardan?

Ahora lo sé.
En el puente de los perros de la lluvia
llueve cuando sale el sol
o al revés.

Copyright Jimarino1989

Pero lo cierto es que comprendí muchas cosas de aquel fiasco, que lejos de durar treinta y dos días, apenas aguantó quince a duras penas, hasta que ese mediodía, al despertar de una siesta mortecina y sudorosa a eso de las cuatro de la tarde e intentar posar un pie en el suelo, noté un agudo dolor en la pierna izquierda -un dolor que todavía me acompaña de vez en cuando para recordarme los caminos que no debo escoger-, e inmediatamente una punzada inesperada en el estómago, un pinchazo virulento, y enseguida comencé a vomitar todo lo que había tragado durante dos semanas y un día, toda esa literatura mediocre que quise transformar en ese latido breve y conciso de la poesía, esa que sé a estas alturas que jamás encontraré en los versos, y que sólo acariciaré a veces en alguna prosa, en algún párrafo iluminado.

Vomité pastillas, humo, alcoholes de distintas gradaciones, comida basura, sudor tragado, desobediencia, memoria, bilis, impotencia, mitos, dolor, hambre y amor, mucho deseo mal dirigido, todo eso. De golpe de una sola vez. Pálido como un muerto, tembloroso y débil, avancé hasta la ducha sin mirar atrás, a punto de caerme varias veces en los dos o tres metros del trayecto. Tenía en los labios eso que ahora sé. Pero entonces, lo que me provocó esa reacción, esa constancia, fue un agudo malestar sin explicación, una sensación irremediable de pérdida de tiempo. No iba a ser capaz de renunciar a la vida por la literatura, sobre todo cuando el resultado podía ser tan pobre como el que obtuve en esos días, y entonces no sabía ni por asomo la bendición que supuso semejante fracaso para mi existencia.

Vivir, por Dios. Vivir por encima de todo. Leer como una forma de vida y escribir lo que se pudiera, cuando me apeteciera o el impulso fuese intenso, cuando me dejaran.

Bajo la ducha empecé a recordar que de 47 poemas había reescrito treinta y cinco, y me dije que los nuevos eran tan malos como los primeros que edité en aquella editorial hoy enterrada y desaparecida. Que mi nombre seguría siendo el mismo, aquel Jimarino que adquirí en los tiempos de ese Madrid de principios de los noventa, cuando Fruta Fresca, cuando El canto de la tripulación y Heterogénea en Valencia o Cavidades en Barcelona. Cuando el chico popular llevaba del brazo a la mujer más hermosa y pensaba que la tierra cobraría forma para adaptarse a mis sueños más luminosos y felices.

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Un personaje de Cormac McCarthy aseguraba en la novela Ciudades de la llanura, que la gente más miserable que había conocido era aquella a la que todo le había salido bien en la vida. Dudo que a alguien le salga todo bien en esta existencia cuyas energías, sin remedio, juegan a un equilibrio entre las partes, pero entendí lo que quiso decir ese personaje de McCarthy. A los triunfadores frecuentes, como a los eternos perdedores, siempre les falta algo. Al fin y al cabo no somos más que un compendio de equilibrios universales como los que sostienen el mundo. A veces nos sobra de una cosa porque seguro nos falta de otra, y así eternamente, como sucede en la tierra, que sigue sobreviviendo a pesar de la maldad, como si la bondad pusiera siempre límites poderosos aunque nunca gane del todo, y no dejara que el horror fuese constante y eterno hasta hacernos sucumbir a todos. En la miseria siempre hay alguien que sonríe, lo mismo que en la exhuberancia y en el placer, en el poder y en la alegria, alguien, siempre, siempre, llora.

En este camino que concluye, me encuentro con Saul Bellow, escritor norteamericano y Premio Nobel de literatura. Con Bellow me ha sucedido como con las señales del misticismo o las supersticiones de la casualidad: siempre aparece cuando más lo necesito. La primera vez que leí Herzog comprendí que la literatura era algo más que aquel exceso aventurero que mi imaginación construyó en la niñez, otro momento clave en el que apareció con su chistera mágica. Algo similar aconteció cuando hace apenas siete años leí Las aventuras de Auggie March, Ravelstein o El diciembre del decano.

Elaborar una teoría de la creación literaria es una tarea árdua para un texto de estas dimensiones. Los avances científicos, la neurolingüistica, los estudios semiológicos o la lingüistica tradicional, excenden mis capacidades, pero actuar como un novelista tiene sus ventajas. La metáfora, o tal vez mejor, la inteligencia asociativa que sostiene la literatura, que surge en el desarrollo de la narrativa, supone un campo amplio si tenemos cierto rigor y sabemos enriquecerla con otras disciplinas de la ciencia o el saber humano. Supongo que por eso releer los cuentos de Bellow, adentrarme en su literatura para continuar este texto.

El prólogo de Janis Bellow sobre su marido, que encabeza la selección de sus relatos en la edición española de bolsillo, alcanzó a revelarme aquellos detalles inesperados que uno halla de bruces en este misterioso arte cuando más los necesita.

Bellow es norteamericano y judío. En apariencia, hasta que no leí Una historia de amor y oscuridad, extraordinario libro de de Amos Oz, no entendí con suficiente profundidad lo que suponía cargar a las espaldas con una herencia tan onerosa, antigua y compleja como la judía. Amos Oz se acercaba al suicidio de su madre rastreando a través de una amplia biografía de su familia expresada mediante la literatura, reconstruyendo una herencia, un presente, y el efecto posterior de semejante acto en él mismo. Es posible que sea uno de esos libros que expresan sin darnos cuenta todo el poder sanador, empático e iluminador de la literatura, sin necesidad de filtros o demasiada argumentación teórica, y al tiempo se insertan con un lenguaje propio y una solidez duradera en el devenir de una tradición que no sólo es literaria sino en este caso participa del desenlace de un pueblo entero.

Si en aquel verano lejano comencé a ser consciente del profundo lugar del cerebro en el que la literatura extrae su sentido, su contenido, tan a menudo su razón de ser, todavía no podía expresar algo coherente al respecto.

Porque Bellow se sentía norteamericano, y sin embargo había nacido envuelto por una vieja cultura europea incrustada en su herencia judía. Su respuesta al pesar de una comunidad religiosa como la judía es distinta al lógico tremendismo europeo tras todas esas persecuciones y horrores que llegaban de una historia terrible y desgraciada. En su caso, se acercó a todo ello con una fina ironía intelectual y humana, unos elementos de lucidez y entusiasmo que poblaban su literatura y eran muy propios de la joven cultura americana, hasta conseguir que en Bellow el drama se conviertiera en una sonrisa que trató de sostener a toda costa en medio del avance vertiginoso y alocado que convirtió a su país en la primera potencia mundial.

Su mujer afirmaba que, mientras escribía, pasara lo que pasase, siempre sostenía un cielo azul luminoso, y en aquel proceso en el que se sumía poseído, fueran cuales fuesen sus circunstancias, parecía manejar bolas luminosas como un prestidigitador que asociaba en sus juegos malabares hechos, historias, leyendas, noticias, la vida propia, hasta conseguir que, elementos y luces dispares, brillos y sombras inesperadas, distintos colores, tonalidades e intensidad, conformaran la gota esencial de sus escritos, como si el escritor fuese un alquimista de lo acumulado en el cerebro, no sólo en la experiencia vital directa, sino en una serie incesante de relaciones mentales, a menudo físicas en ese proceso de composición, espirituales, capaces de generar personajes, acciones y espejos del mundo. Su metafórica descripción no lo parece en su breve introducción.

Eso es lo fascinante, que Janis describiera ese proceso con palabras narrativas, que en realidad lo que nos cuenta sucedía, lo mismo que cuando revela que en la época en que su marido escribía uno de sus relatos más conocidos, un maltrecho Bellow a causa de una caída, un golpe, y ciertos problemas de salud, se quedaba detenido frente a la máquina de escribir durante horas, incluso con la nariz sangrando, la camisa manchada, despojándose paulatinamente de ropa ante la energía que surgía incesante. Era como si fuera capaz de sentir el desplegar constante de la luz alrededor de Saul, que en verdad ella era capaz de observar todo eso a su alrededor, o incluso de examinar los cambios de temperatura, las punzadas neuronales que acompañaban a Bellow en su teclear frenético frente a la máquina de escribir.

Esa introducción entroncaba directamente, de un modo muy sencillo, con los mecanismo de la creación literaria, con la forma en que un escritor extraordinario como Saúl Bellow se adentra en la escritura de ficción, y los resortes que se ponen en marcha en cuanto el folio en blanco comienza a ser rellenado de las palabras que conforman las historias. Janis Bellow indagó en ello con inocencia pero a su vez con exactitud. Ese Bellow alto y flaco, con la nariz sangrante, cubría las hojas de papel con palabras inconscientes, en momentos de absoluta concentración, casi una especie de éxtasis, que le provocaba reacciones físicas -los calores que le acudían y le obligaban a quitarse prendas-, e iba más allá de las meras impresiones superficiales, de los gestos que ella atisbaba en él mientras escribía. Además, al adentrarse en las referencias reales que construyeron la estructura narrativa, los personajes y los hechos de ese famoso relato, podía hallar historias vividas de primera mano por ella y Saúl, junto con noticias de prensa, leyendas familiares y ecos de la genealogía, relatos de otros, de amigos, o de conocidos, referencias librescas, elementos históricos, conversaciones en apariencia anodinas con personas no muy próximas que surgían como nubes en el cielo, que se entremezclaban para construir un mundo imaginario sólido y coherente.

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La colonización cultural americana es inmensa, constante, absolutamente desmedida, pero los ojos literarios de Bellow miran de otro modo: es una norteamerica más erudita, más profunda y sabia. Sus cuentos recogen el eco del ascenso y sus particularidades aventureras. El vertiginoso recorrido de un país grandilocuente, poderoso y joven. De alguna forma su literatura se opuso a la idiosincrasia esencial de la literatura norteamericana por esa extraña herencia que lo habitaba, la que a veces él mismo negaba con su propia nacionalidad reinvicada a pesar de su sentido crítico. Sin embargo, las historias de Bellow llegaban de una larga tradición, no sólo derivada de su adscripción a la historia de la literatura, sino incluso sobrevenida de su pertenencia al pueblo judio, de sus referencias familiares, de los relatos acumulados en su memoria, o el cúmulo de acontecimientos vividos a lo largo de su extensa vida.

Los héroes de Bellow son distintos, jocosos, rídículos a veces, llenos de dignidad otras, a menudo confusos personajes, nada que ver con los valientes adalides de la conquista y la liturgia incesante del individuo sobreponiéndose al destino tan propia de la literatura de los USA. Es además uno de esos autores que sólo hablan a través de su literatura. En su aparente normalidad plena de hechos extraordinarios se erige el sentido. Su mundo de ficción esta compuesto de variadas asociaciones temporales y humanas.

Su inteligencia le permitió escapar casi siempre a esa exageración tan propia de los americanos. Su mirada es judía, irónica, pero jamás cínica. Es aguda, plagada de sutilezas y llena de humanidad. La sonrisa que provocan sus textos es similar a la que Bellow ofrece en sus fotos, alto y elegante, espigado como un junco, esa suave sonrisa afable que sabe pero no quiere que se note. Es una sonrisa amable. No es una literatura de ruido, sino de pausa y silencio. A veces recargada sin embargo, llena de detalles psicólogicos y evoluciones espirituales que no debemos pasar por alto, porque en ocasiones parece que en sus novelas no pasa nada -sus cuentos son más dinámicos, con más acción sin saber el motivo de esa diferencia-.

Sin miedo a equivocarme, Bellow es uno de los grandes escritores del siglo XX norteamericano, con permiso de Fitzgerald, Capote o McCarthy, tal vez por eso que yo buscaba durante aquel verano de exceso programado, por algo inconsciente que conforma en su mente un universo amplio, rico, dotado de capacidades de relación extraordinarias, por hechos inconscientes que acompañan su pasión por contar, por supuesto también derivado de su voluntad de hacerlo, de su sabiduría de historias, por ser judio en parte a su vez y escribir desde una historia y una tradicción, por ser norteamericano y mirar con ojos agudos el presente y lo que acontecía en su existencia, por acumular toda ese bagaje que en él conforma una varita mágica capaz de iluminar la existencia. Nada programado sin duda, a excepción de su curiosidad intelectual y humana, y su evidente voluntad de utilizar la novela y el relato para tratar de acercarse y explicar lo que supo de la vida.

De alguna forma el joven que quiso encerrarse más de un mes en una urna de cristal etílico y alucinógeno, a punto de atravesar la dura traza entre la perpetua adolescencia tan común en nuestra época y en mi generación, y la nueva madurez despiadada que acudía, había comprendido que el lugar de la literatura era de una brevedad dolorosa, un orden de la consciencia detenido para siempre en el sinuoso despertar de un párrafo, y que además debía ganarse al lector, de una u otra manera una tarea titánica, tremenda -cómo hacerlo-, ajena por supuesto al hecho ensimismado del arte, sino más bien unida al brote perpetuo de esa capacidad humana que hace surgir ideas, belleza y emoción.

Bellow escribió un breve epílogo para la primera edición de sus cuentos reunidos, esa maravillosa colección de relatos que recorrían Estados Unidos desde los años treinta hasta el principio de los ochenta, como si a partir de esas fecha, con la vejez instalada, el mundo que le había sobrevenido ya no le interesara. Eso pasa a veces, y estoy seguro de que él hubiera reconocido que a partir de cierto momento todo se le hizo ya dificilmente comprensible.

Esos cuentos, mejor novelas breves, concisas, extraordinarias, tenían como colofón un corto ensayo sobre la brevedad y la precisión del lenguaje. Bellow afirmaba que el escritor se enfrenta a un ruido ensordecedor, a cientos de ocios alternativos, llenos de luces atractivas y deslumbrantes, a la prensa escrita que hoy va perdiendo peso pero entonces había logrado ese lugar de poder necesario, a la publicidad, al mundo de la imagen, televisores y pantallas gigantescas, al cine. Ahora sería a los ordenadores y el sinfín de aparatos tecnológicos que nos subyugan en un costante deambular de la vista, la atención y los dedos. Un mundo abocado a la ceguera por exceso e incontenencia decía él, que hace inevitable una selección, una pausa, un orden capaz de detener esa voragine, sobre todo porque las masas deciden dejarse llevar por ese fragor incansable y determinan el destino con su consumo y sus preferencias, como si nada sólido pudiese quedar atado a la tierra mucho tiempo, y todo quedara al mismo nivel, ese de usar y tirar, y volver a comprar para expulsar, en esa pretendida modernidad de la renovación perpetua, de la juventud resistiendo, una ilusión enfermiza e instisfactoria a todas luces, y regresar una y otra vez a la vida nueva hasta la muerte. Los aparatos que fueron vanguardia tecnológica quedan obsoletos a los pocos años, a veces apenas unos meses después de proclamar su imperiosa necesidad. Lo mismo que los músicos de moda, o los pintores, o las películas más taquilleras que se van transmutando en otras igual de extrañas y malas en cada una de las carteleras de los cines, pero su ruido es constante, ensordece sin criterio, sólo por apabullamiento. Siempre un intento de hacer perdurar la misma infancia adormecida y simplona, que no es infancia de esencias o de cartografías sólidas, bien asentadas, sino simulacros de vida superficial, poco probable.

El sutil argumento de Bellow en ese breve texto era susurrar que la literatura podía englobar en función de la inteligencia y la capidad del escritor todo ese caos, su explicación o al menos un intento de clarificarlo, de graduarlo. Incluso resguardaba en su seno las absurdas teorías que ensayan ahora sus consignas de la felicidad y el comportamiento positivo como si descubrieran un hecho esencial jamás pensado o argumentado a fin de alcanzar la posiblidad de fijar la orientación de la vida, de convertirla en un manual que ofende por su escasa enjundia intelectual y su limitada profundidad vital. Es poco probable que alguna de esa doctrinas en apariencia innovadoras, mezclas chirriantes de ingredientes religiosos, positivismo sin muchas luces y el más básico sentido común, logren aliviar de un plumazo con sus renovadas simplezas el triste lamento del hombre contemporaneo, que parece un lobo atrapado, cuyos gemidos son similares al aullido del lobo arrinconado, anhelando un tiempo en que el espíritu, o la vida profunda, no fue el deshecho mundano que convertimos ahora en carne de psiquiatrico, de forzada espiritualidad o en latido de autoayuda y de gurús sinvergüenzas o inocentes como conejos en el bosque.

Saul Bellow pregonaba la brevedad por una simple razón de supervivencia. Ellos, los norteamericanos, siempre piensa en cómo sobrevivir. Eso sí: sabía que hay gentes más capaces que otras de desbrozar la maraña y hallar un sentido a la pulsión del mundo. Ese deseo era su escritura. Eso que provoca que el lector asegure que leer al escritor valdrá la pena. Ese instante en que un novelista o un narrador fija la existencia a través de las palabras y conmueve e ilumina a un tiempo, sin saber cómo, sin ostentaciones ni intervenciones innecesarias, porque al fin y al cabo, lo que hace es eso, sólo eso: escribir. Escribir con rigor. Nada más y nada menos.

Bellow sabía perfectamente que detrás de este oficio había una magia; se puede observar en sus historias, en sus personajes. También un destino, mezcla de humildad por ser tan poco en una tradición de siglos, y de ligera vanidad o confianza en uno mismo para poder seguir alimentando el espejo y la historia con minúsculas del mundo. Pero el destino debía ser longevo y la escritura concisa. Era consciente de que las personas menos educadas se saturan con enorme facilidad con las nubes de gas tóxico de la opinión, la creencia o la mentira. Se trataba de mantener y sostener el orden interno en una escritura que no tuviese vanidad -o que no se note- ni ecos de manipulación, ni titubeos innecesarios, ni afirmaciones redundantes o de corto recorrido.

Bellow-Williams

Después de esa ducha volví al dormitorio. Ese dolor del exceso es productivo si se sabe reposar, si se logra detener a tiempo las veleidades adictas del cuerpo. Me eché sobre la cama con temblores y fiebres. No llamé a nadie, ni siquiera a mi hermano o a mi madre. En esa época confiaba en mi salud, en la regeneración de las células, en la reacción del cuerpo ante el avance tóxico. A nadie.

Dormí durante dos días seguidos, con algún intervalo breve de insomnio extasiado. Pesadillas, calenturas hasta la aparición de pupas en los labios. A veces me despertaba entre las brumas de aquel calor gaseoso e infernal que me hacía sudar y toser, que dificultaba la respiración y me estremecía de frío sin embargo, cuando aquella humedad se enfriaba y se apoderaba de la piel. Abría un ojo unos segundos, silbaba, pronunciaba mi nombre para saber que estaba vivo, y volvía a dormirme. En los sueños se entremezclaron los mitos de la literatura más arraigados en mí, sus argumentos y símbolos, con el paisaje onírico entrescado de mi propia existencia. Asi ha sido desde hace mucho, hasta el punto de que, años después, en una mudanza, mientras prepaba las casi veinte cajas de libros que tuve que trasladar, fui capaz de asociar la mayor parte de las novelas que depositaba despacio en los embalajes con periodos concretos de mi existencia, con amigos de cada época, con amores y lugares geográficos en los que viví, e incluso con estados anímicos muy marcados. La vida y la literatura se unieron en algún momento de mi devenir y quedaron igualadas en un largo diálogo consciente y a un tiempo inconsciente.

Al tercer día desperté. Un creador escuálido que no llegó al séptimo, que esbozó una mueca de fatiga y decidió regresar al mundo y abandonar la absurda idea de reconstruir el pasado mediante el lenguaje.

Cuando una semana después de aquel sueño reparador me decidí, recuperado físicamente y lleno de temor, a leer lo que había escrito, me di cuenta de que el poemario no sólo no era mejor que el original editado, sino que probablemente podía considerarse peor. La soledad y la ebriedad habían generado un híbrido monstruoso en el que casi ningún verso podía sostenerse ante la verdadera luz del día.

La búsqueda de mi voz, a pesar de los mitos y la juventud contenida en aquella nube gaseosa que surgió de la nada para deshacerse en un simulacro a todas luces infructuoso, debía cambiar de orientación. No puse en duda que mi verdadera vocación, ese sentido que siempre aletea en todos nosotros y que trata de apoderarse de todas las demás prioridades de la existencia, sean ilusiones interiores o actos externos que prolongan nuestra presencia, era la escritura. La esencia de cualquier cosa que veía y vivía, que oía o veía con mis propios ojos, no era otra que acumular el acervo de experiencia suficiente para conquistar esos símbolos que, tal vez de origen, quizá en en ese proceso de la infancia en el que la personalidad queda delimitada, me pertenecían, y era posible que pudieran ser expresados e incluso transcritos tarde o temprano para alcanzar algún rango de universalidad capaz de provocar que alguien tuviese interés en leerme.

Todo escritor termina por regresar a su infancia tarde o temprano, ese único momento del hombre en el que la literatura, el relato, la historia, el cuento, se entrelazan en igualdad con la experiencia. Pero entonces apenas había empezado a leerme con atención. Al final, tal vez leerse a sí mismo sea lo único importante de este oficio; encontrar el mundo ficticio propio capaz de establecer un diálogo con nuestra esencia, hallar ese espíritu que es capaz de trasmutarse en historia, de revelar sus interioriedades más abruptas o su biografía secreta incluso en la ficción más ajena a la realidad de su autor que puedan imaginar. Un acto de autismo que a partir de cierto aprendizaje logra ser inteligible para los demás, a poco que muestren interés por leernos.

La literatura permite ese entrar y salir del inconsciente en la racionalidad del lenguaje, y a su vez rastrear en esos espejos complejos que las palabras ofrecen para la comprensión profunda de la realidad. Tal vez entendí ese proceso entre lo consciente y lo onírico en el hecho de escribir, no sólo como lector en las aventuras literarias de otros sino en la recurrente emoción que acontecía al poco tiempo de componer un cuento o un poema o una narración larga, o incluso alguno de estos ensayos híbridos que tantas alegrías me han dado y con los que tanto disfruto: estos revelaban en sus profundidades una verdad que estaba ya en mí o que era importante para mí, pero que no había podido ser desvelada de otro modo consciente ni quedar desentrañada por completo con la pálida razón.

Siempre recordaré la frase de Goya: los sueños de la razón producen monstruos.

No se trataba de posibilitar la pulverización de los limites racionales para llegar a los símbolos, sino un proceso que exigía precisamente de ambas expresiones de la personalidad, por tanto necesaria la lucidez y la consciencia tanto como los símbolos, la herencia o la capacidad metafórica que alberga la experiencia.

Leer literatura es en el fondo extraer las metáforas simbólicas, poéticas y esenciales, que cualquier acto humano, hecho real o gesto entrevisto, cualquier idea argumentada, anécdota o vivencia, conllevan en su interior, al ser una respuesta humana, y al estar el hombre conformado por territorios oscuros que pueblan hasta la mayor de sus claridades, ocultos entre las emociones y por supuesto en el lenguaje. En el fondo anhelaba comprender el orden del mundo, esa era la cuestión, escribir y leer para acercarnos a ese orden que tal vez es matemático, pero que sólo podía revelarse a mis ojos a través de esas piezas delicadas entresacadas de la vida con las que los escritores juegan para saber, para entender, para acercase al sentido. Tenía claro que la delicada estructura que conforma la identidad humana, es la misma que la que define al mundo.

Había comprendido que la búsqueda de mi voz no estaba en ese aleteo oscuro por los delirios del abuso y el exceso, aunque estuviese hecho también de todo ello. Pero era algo más. Que tal vez en la luz dispar de la mañana en la que el viejo ávido de cigarrillos que vivía arriba, aun amenazado por la muerte, solicitaba un pitillo más como si llamara al barquero que nos conduce por el último lago, fuera en el fondo el recodo en el que debía estar el escritor para alcanzar alguna de esas palabras concisas de Bellow capaces de ordenar por un instante el caos y la confusión. También que lo esencial de cualquier literatura respondía en el fondo a una madurez no sólo estilística o sintáctica, sino humana. Las buenas novelas, los mejores cuentos, la literatura más perdurable que parece siempre seguir hablándonos, es aquella escrita desde la madurez, lo que no quiere decir desde la vejez. Esa madurez puede ser espontánea, innata, indescifrable. Siempre hubo jóvenes, no muchos es verdad, que desde la inconsciencia o la intuición, por un talento inexplicable, lograban ese efecto, desenterraban las corrientes de la vida antes, y eran capaces a su vez de comunicar esos hallazagos con palabras.

Este héroe sollozante de entonces, alcohólico y volcánico, que había despreciado de un plumazo la madurez por considerarla una renuncia, entendió que esa palabra significaba algo distinto a lo que dictaba a gritos la sociedad, eso que parecía un simulacro de vida insulsa como tantos de los que contemplaba a diario.

Mi hermano, con esa vida tan particular y al tiempo intensa, suele burlarse en las reuniones de sus viejos amigos de los consejos que le dan. Treintañeros a punto de inclinarse hacia la cuarentena que esbozan sus torpes balbuceos sobre la existencia, le dan consejos, le piden una claudicación y la toman por madurez, y a él no le hace falta. Mira esas vidas extenuadas, machacadas, fatigadas, y se ríe. Él no soporta esas fatigas, soporta otras mucho más onerosas, pero esas que piden que acepte no.

La madurez no tiene que ver con la seriedad, ni siquiera con tomarse a sí mismo en serio, o alardear de las responsabilidades o considerar cualquier acto que se haga con la vanidad imbécil de la importancia. La madurez que despreciaba tenía mucho de esa seriedad empecinada de ciertos niños, con sus pedantes intentos de copiar las expresiones de los adultos sin comprenderlas. La madurez que había descubierto, sin embargo, se hallaba en todas las obras maestras de la literatura que admiraba.

Fue en ese instante cuando decidí vivir de nuevo para poder escribir. Vivir de verdad. Nada que fuera un ideario concreto, o un itinerario marcado a fuego, sin resquicios, que diseñara el camino. No era eso. Se trataba a mi juicio de mantener los sentidos despiertos, impregnarse de las cosas hermosas de la vida, también comprender emocionalmente los abismos y el dolor, sin recrearse en ellos. Vivir es estar despierto, sentir que todo puede ser susceptible de enseñar algo, que cualquier persona guarda en su seno metáforas capaces de hacer la existencia más plena. Vivir así para seguir descubriendo. Al fin y al cabo, escribir no era más que licuar con palabras y simbolos el líquido escaso, transparente y límpido, que se extrae gota a gota de la existencia. Ese goteo intermitente y esporádico, tan irregular a veces o tan constante otras, que mana del hecho de existir.

Intentar aprender.

Tuve la sensación de que tal vez no importa darle a la teclas cada vez que alguna emoción desmedida o una idea intensa y veraz surge, que todo tiene un poso y el peso de esas vivencia es ordenado desde el interior, de modo inconsciente. La literatura, esa destilación de la gota a través del lenguaje y los códigos de la ficción, respondía a un proceso imprevisible y fascinante, a una elección constante de las emociones y los actos.

Tras esa debilidad de varios días, cuando decidí de verdad despertarme, pegarme una ducha que me quitara el sudor impregnado en el cuerpo, vestirme y salir a la calle al encuentro de la luz del sol, comprendí que áun debía aprender muchas cosas.

Aún veo la sonrisa irónica de Bellow, burlándose de su heredero, incluso de sus pedantes hijos literarios, bajo esa ducha que no me despertó todavía, pero que al menos me reveló que estaba muy lejos de la frase viva y límpida de esa literatura que deseaba alcanzar, del ritmo sanguíneo de esa prosa curativa que deseaba obtener. Llegar a conseguir que mi literatura pudiera sanar, algo que sólo se consigue con salud de espíritu, con esa entereza en la mirada y esa comprensión delicada de la vida. Me faltaba un largo camino y supe que no era un camino sólo literario, o sobrevenido por arte infuso desde el genio. Pero tampoco se trataba de la ebriedad o el exceso en sí mismo, ni siquiera del sexo o la voluntad sin más, sino que estaba muy adentro, mucho, y obtener esa posibilidad requería pasos concisos, pequeños retos de envergadura asumible, una lectura más atenta, una nueva visión, alejada de todo lo que no fuese mi percepción, sin nada que ver con lo exótico o los mitos oscuros, ajeno a la nada ruidosa del mundo luminoso o de la soledad monacal de los últimos monjes de clausura silenciados.

La cartografía de un mundo tenía que empezar, y ya no sería desde la vida de otros, sino desde la propia. La vida que se alimenta de la realidad y la experiencia en la misma medida que de la ilusión, la imaginación y el sueño. La vida que fue siempre la misma aunque a menudo no lo creamos o pensemos que somos los primeros en alcanzar algo, los ilusos descubridores de una nueva realidad. La vida que tuvo en el silencio y el grito la misma extensión devoradora que ahora, esa que a lo largo de los siglos, en un relato discontinuo y disperso a veces, en ocasiones voces perdidas en medio de gigantescos desiertos de espacio y tiempo, solitarias plegarias sin atender, fue contada por los escritores. Ese testimonio, esa impresión verbal que conformó la idea del tiempo transcurrido, la aspereza y el gozo, y cuando los titanes aplastaron a los hombres ese respiro, esa sensualidad de las palabras que esbozan la existencia, hasta rescatar esa dicha de vivir y hallar la suave cadencia de un sentido, de un motivo. Porque a veces, existieron hombres que no pudieron elegir. Tal vez por eso leer, porque tarde o temprano algo similar sucede en cada vida. Por eso la lectura como un alivio y una luz. La escritura como un acto de resistencia que a pesar de su invisibilidad tan a menudo hiriente, siempre nos recordará que somos hombres, hombres con voz, con vida dentro de nosotros -quizá con toda la vida de la humanidad dentro-, capaces de negar la negrura y construir la esperanza.

A veces es necesario la vida para aprehenderla. Pero vivir sin más, a menudo ciega. Y la literatura, tarde o temprano, cuando alcanza ese aliento revelador, siempre, siempre, transforma algo.

Fue entonces cuando le dije a mi buen amigo que se parecía cada vez más a Hemingway, y que al final todo era una cuestión de literatura.

Copyright Jimarino

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James Joyce-Marilyn Monroe

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Las cosas hermosas terminan por atraerse. El gusto de la belleza es exigente y esquivo, en nada se parece a lo uniforme, a lo establecido al por mayor. Anhela sus rincones de digresión, sus espacios de dignidad propios. La masa no consume belleza sino repetición, es la eterna maldición de las marcas de la moda o de los artistas consagrados a la publicidad, las radio formulas o a la industria de cualquier índole. A veces, algo popular desborda por completo su ámbito y adquiere esa extraña hermosura que lo sitúa en el espacio de lo eterno por razones misteriosa. Marilyn Monroe fue un imagen popular, en efecto, pero dotada de los matices necesarios, de una individualidad compleja y una rebeldía poco común. Trágica muerte para alguien tan evocador y frágil, tan auténtico y original a pesar de todo.

Hay en esta fotografía algo que me hace pensar sin remedio en Arthur Miller, es como si algo de él estuviera allí, componiendo el plano, habitando los lugares obviados por la imagen. Aunque Marilyn, eternamente, será un icono mucho más complejo que su mera reproducción superficial, esta fotografía nos la devuelve a un lugar diferente, el que ahora sabemos oscuro y profundo, amargo a menudo, terrible y trágico en la impresión de su belleza.

Cuando vi recientemente las imágenes en las que fumaba marihuana con un grupo de amigas supe por qué estuvo casada con Arthur Miller,  no por el hecho en sí de fumar hierba, sino por algo en su rostro que mas allá de su irresistible belleza,apuntaba a la presencia de la inteligencia y la sensibilidad. No siempre mata la inteligencia, tampoco la sensibilidad. Pero en su caso tal vez sí. La muñeca divina que paseaba su encantadora sonrisa por el mundo tal vez no pudo soportar ser una marioneta en manos del poder de Hollywood, una figura de cera que productores, estudios, revistas, todo el poder fáctico del universo del espectáculo, utilizaban a su antojo. Es posible que esa soledad sea incomprensible para mi o para la mayoría de nosotros. Seguro que encontraremos algunos que aplaudan mi ocurrencia con un tono irónico. Millones de dólares cobrados y uno está triste. Curiosas paradojas, convertirse en lo que se desea para ser infeliz. Quizá buscaba, anhelaba desesperadamente, la inteligencia de un hombre como Miller o como Kennedy, rastreaba una respuesta que en su ruidoso y pequeño mundo real en el fondo nunca pudo resolver. Comprendí que su eterna sonrisa, esa melena rubia tan clara y luminosa, esos labios gruesos, carnosos, dibujados con una perfección geométrica, o ese cuerpo rotundo que desbordaba la pantalla a cada paso, con cada centímetro de piel que mostraba al público, en cada curva, escondían mucho más de lo que los sueños cinematográficos quisieron ofrecer de ella. Tal vez hubiera sido más feliz en una granja del medio oeste, criando niños y malvas, haciendo el amor los sábados por la noche con su marido, leyendo el Riddest Digger, vistiéndose de gala para ir al baile en una sala de fiestas ajada que olía a boñiga de vaca y a heno podrido. El magnífico dramaturgo primero, después el flamante presidente de los Estados Unidos de América, debieron quedar fascinados por su belleza, pero también por algo más que la diferenciaba de la Mansfield, tan exuberante y estúpida. Puede que fuera esa sensualidad aniñada y desvalida, pero seguramente a su vez por ese lado inquietante, por esos ojos intensos que guardaban un abismo, un volcán, la pasión de una vida convertida en un escaparate que protegía la verdad de su alma, el camino improbable de una solución posible.

Tengo la sensación, y ahora más, conforme más cosas sabemos de ella, que esos deslices, esa fragilidad extraña, su aguda sensibilidad, la elevaron por encima de su mito pop, y ser conscientes de ello nos diferencia de sus seguidores mitómanos, de los coleccionistas de reproducciones, exagerados adalides de aquello que menos nos importa. La hemos visto desnuda junto a una piscina, envuelta en telas sedosas, también llorando o cantando el Happy Birthay Mister President. Pero aquí descubro que, aunque puedo coleccionar tazas con la reprografía pastosa del farsante de Warhol, ella alcanza un grado de atractivo que supera cualquier expectativa que barajase antes, que para colmo no  logro reprimir, surgido en la placidez de un atardecer; sus pies desnudos, el bañador a rayas de colores, su gesto concentrado, intensa la mano sobre su piel, los brazos bronceados por la exposición del día al sol, y ese silencio  a su alrededor, esa comunicación profunda y secreta que nace entre el libro y el lector, entre las páginas que pasa y sus ojos, en el hecho ensimismado de la atenta lectura.

Si alguna vez quise desearla, besar sus labios y estrechar su espléndida figura, o simplemente contemplar su irremediable erotismo,  anhelar lo tangible de su belleza, ahora, en ese instante en el que Eve Arnold captó el atardecer sobre un columpio, en un jardín, en su mano el Ulyses de Joyce, el rostro ensimismado, la mirada fija en las hojas, podría llegar a amarla, besar su alma.

No hay pose en su postura ni en el rostro. Todo cuanto sucede en ese instante parece natural, una prolongación del día bajo el sol, de los baños de la mañana, del paseo al mediodía, de la llegada inminente del anochecer. Es como si la fotografía hubiera logrado otorgarnos una intimidad por encima de cualquier artificio o imagen manida de Marilyn Monroe.

Lee el Ulyses de Joyce y me parece más bella que nunca, lo mejor es que además lo está acabando, está cercano el momento de concluir la mejor novela en inglés del siglo XX, la ha recorrido de arriba abajo, ha estado junto a Bloom y Molly, ha paseado por ese Dublin inolvidable, ha gozado con los alardes técnicos de la novela, con la utilización de elementos populares para construir un artefacto literario elevado, que pretende una comparación discreta, quizá lejana, con las aventuras extraordinarias de la Odisea, aunque éstas sean odiseas cotidianas, sin héroes ni heroísmo, o con un heroísmo discreto. Cuando examino la foto creo que Marilyn ha seguido con una atención pasmosa el capítulo de la llegada del carruaje real, el inmenso dominio literario que le permite contar la escena desde varios puntos del recorrido en el que se contempla el paso de los caballos, o quizá ese monólogo vibrante, erótico y deslenguado de Molly, o esa primera escena grandiosa en la torre, con un solemne Dedalus burlándose del gordo Mulligan  a punto de rasurarse la barba. Cuando vuelva a releer el Ulyses sabré que Marilyn leyó lo mismo que yo. Ella, mi admirada Monroe, la mujer de Arthur Miller y la amante de Kennedy. Lleva en los ojos Muerte de un viajante y Las Brujas de Salem, también la disposición de las habitaciones y los recovecos de la Casa blanca, el mundo del cine a su pies, la belleza en cada centímetro de su rostro. Los ojos, sin embargo, pertenecen en ese instante de la imagen a la lectura, a la literatura, el Ulyses de Joyce a punto de finalizar, casi terminado en una tarde apacible de final del verano, quizá últimos de septiembre, tan hermosa como ella o el libro que lee. La imagen la eterniza. Podría hacer más por la literatura que el propio Miller. Las mujeres hermosas lo son más cuando se impregnan de otras cosas bellas, cuando interiorizan otra hermosura posible a su alcance.  Ella lo ha hecho para siempre, lleva en su corazón una de las literaturas más extraordinarias del siglo XX y eso la embellece.

Joyce estaría orgulloso. El espigado irlandés frunciría el ceño tal vez, allá en su pobreza italiana, en sus años franceses, en su prolongado exilio anhelando la novela absoluta que proyectó. Si hubiera imaginado quién era Marilyn Monroe, si hubiera podido decirse así mismo que un día una bellísima mujer rubia leería su obra al calor de un atardecer veraniego, en un lugar tardío y solitario de los Estados Unidos, una mujer más famosa y popular que el más conocido de todos los escritores que él frecuentaba.

Me quedo con esta bonita historia de amor fugaz: Joyce y Marilyn fueron amantes, no hubo sexo, sólo el flechazo de una intimidad inolvidable, el sueño sensual de un Joyce que seguramente mientras escribía el Ulyses tuvo la intuición extraña e incomprensible de que una mujer inteligente y hermosa como una diosa un día suspiraría por él, incluso a pesar del parche en el ojo o el rictus severo con el que miró con desconfianza y asco las poses de Proust en un hotel de Paris. Finnegan´s Wake,  Retrato del artista adolescente, Dublineses, y todo por ella sin saberlo. Por los siglos de los siglos, amen l´amour. Ahora nos pertenecen.

Feliz Navidad a todos los que pasan por aquí


Publicado encine, fotografía, literatura

pierre michon-mitologías de invierno

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Hace cuatro años ahora, como un mapa de lecturas y memoria, cambiantes las circunstancias y los proyectos que tenía entonces, mi suegra, al anochecer después de la ebriedad del vino, me habló, en el cálido oscurecer de la primavera al raso en la terraza de mi casa, a la espera de la iluminación nocturna, de un escritor francés como ella, francesa y escritora, que al parecer se había apoderado de su alma despacio, como un ritual en el que la literatura alcanzaba un horizonte mágico, recuperaba su antigua función de conjuro, de convocación, y enamorada, quizá también festejando nuestra alegría sanguínea, me dijo que Pierre Michon era el escritor más extraordinario que poblaba la tierra.

Suelo hacer caso a los mayores, sobre todo si responden al gusto de mi querida Chantal, capaz de perder dos días de sueño por una lectura ganada al tiempo, con un gusto sin prejuicios, ecléctico y brillante. Nos hemos aceptado libros sin cesar, aunque reconozca abiertamente, más que nada ante ella con reverencia incluida, su superioridad.

Fuera como fuese, el caso es que, renacidos de dignidad y fantasmas después de la uva fermentada y el comer frugal, charlamos de ciertas debilidades. A pesar de su avanzada edad, que le ha descubierto algunas libertades agazapadas durante años, resistía sin aspavientos el envite de la noche,  y tras dos caladas de tetrahidrocannabinol siguió mentando a Pierre Michon, al que ella conocía de dos o tres encuentros en el Colége de France y de alguna librería visitada por causalidad al mismo tiempo que el autor de Cuerpos del rey, esas casualidades esquivas y asombrosas (uno gira el cuello, alza la cabeza  y tropieza con Michon; eso fue lo que le pasó), y su retahíla de halagos y virtudes despertaron una curiosidad aguda, un ardor guerrero similar al que me enajena cuando algún autor solemne y hermoso se ciñe a mi cánon para amenazarlo con su ascenso.

Su palabra siempre fue motivo de aprendizaje. Acepté el reto entre risas sonoras; las suyas tan graves y las mías tan escandalosas. Seguramente algún vecino con el ceño arrugado pensaría en dos depravados y lascivos veraneantes que en un francés exquisito, el de mi suegra, y chapucero, de acento horripilante, el mío, parecían caer abonados a un inminente amor sensual y a la ebriedad de la intemperie, sin entender que Chantal me descubría una nueva religión, otra de esas hogueras que anunció Cormac MCarthy, que hizo arder Bolaño en los desiertos de Sonora, y que Pierre Michón, como un triángulo sagrado, representaba en las cercanías de nuestra ajada Europa.

Un francés, como sesenta años atrás Camus y Bataille, cuarenta más o menos Perec, como cien años atrás Rimbaud y enseguida Proust, y un poco más remoto Flaubert, volvía a hacerme recuperar la creencia en el rezo de la palabra, en su componente mágico y hierático, en una religión hecha de manchas, blanco y negro, papel en blanco a llenar por la extensión de la frase, por el ritual de la sintaxis y el sentido. Literatura de piedra, inagotable, representativa del acto humano, de lo imperecedero de ciertas construcciones.

Tras aquel éxtasis, concluido de madrugada, mareado, con la cabeza perdida de lugares hermosos y palabras deliciosas, llegaron poco después las Vidas minúsculas, y algo más tarde Cuerpos del Rey, Rimbaud el hijo, Señores y Sirvientes, hasta hoy, que Alfabia nos ofrece a un precio quizá excesivo, única pega,  Mitologías de Invierno y El emperador de Occidente.

Pasados estos pocos años, derrotando las preeminencias antiguas, borrado el paraíso de mis rutas, la esperanza de otra cosa que no concluyó, tengo que darle la razón con creces a mi suegra, fanáticos ya ambos de Michon, y siento la tentación, con total seguridad al afirmarlo, de hallarme ante un evento rico en potestades, ante una literatura que nace de lo imposible, de la fuerza única de la palabra, del esplendor de una cultura a su alrededor en decadencia, cuyos lugares de referencia quedan envenenados o desaparecidos del mapa por la fugacidad de lo efímero triunfante, y que Michon, como muy pocos, mantiene y detenta por encima del declive, envolviéndome con un deslumbramiento y una atracción primigenia que me recordó a las primeras lecturas fascinadas de cuando niño.

Todo consiste, como él mismo escribió en un texto, como Chantal parafraseó en aquella deliciosa noche ebria, en rescatar la mitología del tiempo, sea la historia antigua, el origen del cristianismo, la herencia de la poesía o el esplendor de la pintura, o tal vez el pasado reciente, quizá lo que debe resistir o lo que consideramos necesario que resista, convertir la grandeza, el suceso real, en una bella metáfora; mitología invernal en los símbolos michonianos, en un libro, paradigma de lo calmo entre el caos, de lo profundo, lo escrito para aguantar el paso del tiempo, para dejar rastros perdurables, al menos mientras sea inteligible la narración, mientras haya seres humanos que aviven esa llama, mientras el lector busque una misa laica y no un pasatiempo, una sabiduría de lo metafórico y no un río vacío de enunciación aunque sea erudita o correcta: que no sea estéril el cultivo de los siglos.

A Michon, sin tener nada que ver en el fondo, al menos en lo que se refiere al estilo o a las premisas y vituallas literarias, ni siquiera en sus temas u olfatos propios del oficio, lo sitúo junto a otros dos escritores vivos como lugar irrenunciable de paso a estas alturas. El cielo invernal no merma mi entusiasmo, y aunque uno de esos tres vivos se nos haya muerto -a Bolaño le pudo el hígado, pero sigo pensando en él como un vivo al ser tan reciente su adiós y tan cercano su don-, encuentro a Michon al lado  de Villa-Matas, otro personaje de la cuerda floja, del límite violado por la conjura, otro convocador de magias,  y a pesar de reconocer la superioridad sintáctica de Michon respecto a sus compinches, lo que lo hace a la vez más inaccesible que los otros dos al público neófito –tal vez una apuesta consciente de sus afines para atraer más lectores, para acceder a otras tribunas menos exigentes y elitistas-,  me siento unido  a esta trinidad contemporánea por sus vestidos comunes, por su deseo de llevar más lejos la larga tradición milenaria de la literatura: los celebro juntos, sumidos en ese ectoplasma del arrebato verbal, en ese lugar en el que sufren los analfabetos funcionales, en el que los lectores de raza aspiran al don de lo duradero, leen un efluvio del misterio, una obertura de piezas memorables, un refugio seguro que une el milagro de la página escrita, la belleza de  la narración y el eco incesante los años malgastados escribiendo y leyendo.

Michon nació en La Creuse, en Cards, en esa Francia deprimida y desconocida, moribunda, que como nuestras sierras turolenses o sorianas vivió el exilio, la emigración incesante, el vacío paulatino y la dolorosa extinción.  De ese lugar, como un protagonista inmóvil, terrible y cruel padre vigilante que envuelve a los personajes trazados por el autor, nació Vidas minúsculas. Un viaje alucinante hacia el origen, también una razón de la propia escritura, con varias lecturas acumuladas, ensamblada la herencia familiar como un artefacto semipoético que no decae, con una narración de espasmos e iluminaciones que no redunda a pesar de la tentación de la capacidad, nunca exhibicionista ni barroca, sólo natural como el soplo de sus pulmones, con la que Michon, cuarenta años después de venir al mundo, se descubría ante su lengua, ante el francés, y encontraba la senda de su destino hasta hoy en día. Escritor tardío, quizá por mitos y exagerados ademanes propios de la admiración, por ese encuentro entre el autor samurái y el abismo de la prosa revivida, había dejado pasar el tiempo anterior buscando hallar en una larga oración que no le pertenecía un salmo posible que dejarnos.

En su incesante rastreo, similar a una odisea planteada desde el negro, llegó el alcoholismo reconocido, la dependencia de tranquilizantes, de las anfetaminas, la soledad absoluta de los campos sumidos en el  invierno, la depresión prolongada, de regocijarse en la derrota y en la miseria olvidada e insignificante de sus antepasados, en la sordidez de los amores sin brillo, de la sexualidad descarnada como último refugio de lo sagrado a su alcance, como rincón de la impotencia; gozar y poseer para alcanzar alguna forma de trascendencia, una continuidad a lo Bataille.

El camino de Michon fue tan duro como el reflejo patético del narrador de  esas Vidas minúsculas. Siempre se consideró un archivero más que un inventor, eso demuestra lo cerca que estuvo en verdad del personaje, aunque no sea importante para la obra, tal vez sí para entender su origen. Estaba ya en el gozo de una literatura hecha de sangre, de bilis y humores, de vísceras y soledad apabullante. El viaje no puede decepcionar a los más exigentes, es un delicioso recorrido por la derrota convertida en mito a través de la palabras. Cada frase una novela en sí misma, de ahí quizá la brevedad de cuanto ha escrito Michon, como si hubiera deseado condensar al máximo, medir con exactitud cuanto nombraba.

Mientras me adentraba en semejante libro, sin escuchar por ninguna parte mención alguna a su grandeza, aunque en Francia hacía ya cierto tiempo que se le consideraba el maestro reconocido y discreto, sin algarabías ni fama notoria, el solitario adalid  de la crítica seria, candidato en el próximo combate de la alta literatura contra las miserias de lo masivo, púgil de los académicos, de los escritores con olfato que lo habían adoptado, me di cuenta que Vidas minúsculas no contaba solamente la historia decrépita y sombría de un puñado de campesinos alcohólicos, primitivos y decadentes, tampoco el abandono miserable y forzoso de una tierra, ni siquiera la aventura de una familia a lo largo de cuarenta o cincuenta años, sino el proceso por el cual, iluminado por una varita mágica, un escritor recorría sus infiernos desde la voz anhelada y nunca hallada, hasta el entusiasmo frenético, orgiástico, de hallar las palabras de la literatura propias, una corriente freática que le otorgaba el poder de convocar, de alimentar el futuro, de construir desde dentro y expresar, con una sinceridad apabullante, el sentido de su existencia.

Me acordé de los escritores samurais de Bolaño, de la secta de las máquinas solteras de Villa-Matas, de la fête final de Proust en El tiempo recobrado. Mientras por aquí triunfaban ya los pastelitos franceses de digestión fácil, como las ensaladas de los centros comerciales, sin aceite de oliva ni vinagre, sin cebolla ni ajo para evitar que repita, pasatiempos que vendían miles de libros y nos dejaban una desoladora sensación de que la literatura francesa no servía para nada, Michon descerrajaba de un plumazo la atonía general, y superaba con creces intentos de otras literaturas cuya solemnidad y valor me parecía nimio, a pesar del cacareo, en comparación a su espléndida revolución.

La pregunta de Michon siempre fue la misma. ¿Por qué escribimos? ¿Qué razón nos impulsa a desear llenar la hoja en blanco con la ficción de la literatura, con la síntaxis y el ritmo de la prosa? ¿Qué nos empuja a batallar con la palabra y su sentido, a ahondar en nosotros para hallar el eco de un sentimiento convertido en verbo, en enunciación, en pregunta?

El elefante blanco de Michon, como el de Faulkner u Onetti, es sinceramente a mi juicio el único sendero posible de la literatura en nuestro mundo, aunque suponga la extinción de la misma, el silencio eterno de todos, que se conviertan en Bartlebys convencidos aferrados al preferiría no hacerlo.  Michon ya sabía en 1984, cuando escribió sus Vidas minúsculas, que la batalla estaba perdida, pero lo sabía con la nobleza de esos pocos aristócratas que intuyeron un buen día la llegada de la Revolución francesa y la guillotina. Michon decidió apostar por la mitología invernal a la que pertenecía, esa soledad del macizo, de su región despoblada, por la permanencia, aunque fuera improbable o minúscula, de una literatura resistente, que al ser releída no pudiera ser arrastrada por el lenguaje periodístico, por la corrección de los tiempos, por la vanidad del mundo extasiado por sus más simples y anodinos puntos de fuga. Delleuze o Foucault no sabrían situar a  Michon y a sus fanáticos lectores en algunos de sus brillantes esquemas. Producto de la tradición cultural burguesa,  heredero de la novela, Michon hace años que alcanzó otro lugar, distinto, inclasificable, de una rara erudición, de una sabiduría extraña, tan antigua como novedosa, con más valor si cabe teniendo en cuenta que el producto cultural no deja de ser desde hace varias décadas una imitación continua, una repetición constante de lo mismo, un reduccionismo incesante.

El pasado mes de noviembre en Paris, Michon, ganador del premio de la Academia francesa con su libro Les Onze en el 2009,  presentaba su obra. Observarle desde la platea de público abundante, disimulado entre sus feligreses, fue una experiencia mítica, y ya estoy algo mayor para santificar y mitificar. Lo fue por sus años, por su dignidad tímida, por ese físico rotundo y terrible, por esa voz carrasposa, ronca como un trueno, que se esforzaba en hacernos inteligible a los asistentes sus místicas y extinciones. Quizá entonamos ya algún canto de extinción sin darnos cuenta. Impresionante para mí el encuentro, como uno de esos vientos extraños con los que él compara el hecho de escribir; un viento entre la hojarasca, apenas un puñado de tierra removido que misteriosamente alberga una ligera ráfaga de lo humano.

Michon está junto al octagenario Henry Bauchau y su excelente Edipo sur la route o el Niño Azul en un lugar privilegiado y distante de la francophonie, y seguramente, en cuanto vuelva a ver a mi suegra, a esa cuentista maravillosa creadora de memorables nouevelles sutiles como una brisa de verano, me descubra algún otro compinche.

Oír la voz de Michon fue hacer tangible de alguna forma las proyecciones de un lector entregado a su obra.

A punto de leer Mitologías de Invierno, eché el otro día una ojeada al espléndido prólogo de Ricardo Menéndez Salmón, escritor que si sigue sus gustos literarios debo leer inmediatamente, después de adentrarme en los últimos rituales michonianos traducidos al español. Descubrir que entre los fanáticos los hay bastante más agudos, más finos y precisos que yo, y con ventaja, me llena de beatitud. Lo bueno es que coincidí con él en tratar al viejo Michon no como un escritor normal y moliente,  sino como una especie de sacerdote de la literatura, un místico del lenguaje, un torrente de palabras desnudas, liberadas de cualquier manipulación o uso fraudulento, hechas de carne y espíritu, de una música personal e irrepetible, destinada a contarnos las grandezas de un mundo en extinción que pretende ser salvado por la convocatoria de la narración.

Al ver a Michon, comprendí que su carne y hueso era tan etérea como su literatura, que no me hallaba ante un personaje o un muerto ilustre, sino frente a una encarnación de la grandeur que podía tocar, observar, oír. Aunque parecía tranquilo con su discurso, elocuente y divertido, me atormentaba esa imagen antigua que me había hecho de él, su bebida suelta, su decadencia anímica. Me pareció que en lo apacible de su exposición iba de un momento a otro a desempolvar su espada, a alzarla por encima de su cabeza y a posarla en el suelo sobre la afilada punta, decidido a practicar un rezo extravagante para iniciar la batalla. Me acordé entonces de su biografía esbozada parcialmente en sus libros, deformada tal vez,  de sus dependencias alucinógenas, de su alcoholismo evidente. Lo vi en esos ojos rodeados de arrugas, en su brillante testa rasurada, en su delgadez en apariencia frágil que amenazaba una fortaleza terrible, una dureza rocosa como aquellas lápidas memorables que nos dejó escritas en Vidas minúsculas, como esa Creuse insostenible, virulenta e inasible, de la Francia profunda. Lo mejor es que Michon está vivo, me dije, que aún le quedan un puñado de libros que dejarnos, que resistió a su propio malditismo y celebró la existencia cogido de la mano con Verdier, ese fantástico editor recientemente fallecido. Deberíamos adoptar a Michon: tuve esa sensación en el cuerpo, como si su viejo editor, del que mi suegra hablaba maravillas, al que consideraba uno de los últimos románticos de la literatura, capaz de rastrear por tierra y mar el arte verdadero, o al menos intentarlo, lo hubiese dejado huérfano.

Sólo espero que la creciente leyenda que surge a su alrededor lo salve de la tentación de marcharse. El diario Elpaís nombró este año por fin entre los mejores libros de ficción una obra de Michon: Mitologías de Invierno/El emperador de occidente. Compararlo con el ganador del pasado ejercicio a juicio de los críticos me produce rubor, deja al inglés a la altura del betún, sobrevalorado y desenmascarada esa obra mediocre, aclamada quizá a causa del furor preponderante de lo sajón en la cultura. Michon me reconcilia con la literatura gala, y además por la puerta grande. Hogueras más hogueras que nos alumbren cuando la oscuridad sea descomunal.

Mi pequeño grano de arena es este prólogo de un relato largo que escribí a mi regreso de Paris en noviembre. Extiendo el rumor verdadero de un autor inmenso capaz de reinventar la lengua y sus mitos, sean históricos o fantasmagóricas representaciones literarias y humanas. Da la sensación cuando es leído de ser duro y rocoso como una piedra, hecho para perdurar en su exactitud. Sólo con Cuerpos del rey fascinaría a cualquier lector situado en el mapa adecuado de la historia de las letras. Sólo con Vidas minúsculas podría derrotar el escepticismo, recordar el sentido de desvelamiento e iluminación que siempre albergó en su seno esta vieja y anegada tradición artística. Sus campos son claros, sus afirmaciones giran en torno a lo fundamental; la tradición cultural que nos alberga, la poesía como elemento del lenguaje capaz de renombrar las cosas desde su origen, la novela como artefacto poderoso de enunciación -nombrar y a su vez reinventar-, la pintura y la música como artes de la esencia, del color, el trazo, la figura, el silencio y la emoción. Es como si no pudiera escribir de otra cosa que no fuera la esencia de su propia identidad y su lengua, identidad y lengua que abarcan los siglos y los hombres que lo preceden, la metáfora de la Historia y sus leyendas, la enfermedad de la literatura que posee y alimenta el diálogo de los tiempos, su propia vida hecha de ancestros anónimos rescatados por el intento de la escritura, el lamento de esta Europa  cultural venida del Imperio Romano y el cristianismo que llega exhausta hasta nuestro siglo, la rara expresión de lo humano retenido como una voluta de humo en un vaso, única posibilidad de aferrar por un instante fragmentos de todas esas vidas perdidas.

Cuando todo se acabe beberemos un borgoña, pinot noir espeso para el alma, o un sauternes afrutado y dulzón; celebraremos a su lado uno de esos destinos inesperados e inexplicables que nos hacen seguir leyendo, a veces seguir escribiendo. Michon mira desde las alturas.

Escribió como introducción a Mitologías de Invierno el párrafo que transcribo. Les prometo que no es un prólogo ni una presentación solemne. Toda su literatura parece marcada a fuego de igual forma. Son palabras en una tabla de mármol, inscripciones en un muro milenario.

Poco importa que Gévaudan e Irlanda sean los escenarios donde se representan estos dramas breves. Lo que importa es que con el mundo se hagan países y lenguas; con el caos, sentido; con las praderas, campos de batalla; con nuestros actos, leyendas y esa forma sofisticada de leyenda que es la historia; con los nombres comunes, nombre propio. Que las cosas del verano, el amor, la fe y el ardor se hielen para terminar en el invierno impecable de los libros. Y que sin embargo en este hielo un poco de vida permanezca congelada, fresca, garante de nuestra existencia y nuestra libertad. Ese poco de verdad mortal que arde en el corazón frío del escrito, la belleza parca del uno y el esplendor impasible del otro, esto es lo que me esforcé por decir aquí.

 

Pierre Michon.Mitologías de Invierno. De la traducción Nicolas Valencia, Ediciones Alfabia.

Copyright Jimarino

Pierre Michon nacio en Card, La Creuse, en marzo de 1945. Sigue vivo. Llegado tarde a la literatura, después de un renacimiento sonoro, Vidas minúsculas es su primera novela. Recientemente ha editado Les Onze, todavía inédito en español, libro con el que ha sido premiado con el prestigioso premio de la academia francesa en el 2009.

Obras de Pierre Michon

  • Vies minuscules, Gallimard (1984); Folio (1996).

  • Vie de Joseph Roulin, Verdier (1988).

  • L’empereur d’Occident, Fata Morgana (1989) con grabados de Pierre Alechinsky. Verdier Poche (2007) sin ilustraciones.

  • Maîtres et serviteurs, Verdier (1990).

  • Rimbaud le fils, Gallimard (1991).

  • La Grande Beune, Verdier (1996).

  • Le roi du bois, Verdier (1996).

  • Mythologies d’hiver, Verdier (1997).

  • Trois auteurs, Verdier (1997).

  • Abbés, Verdier (2002).

  • Corps du roi, Verdier (2002), premio Décembre.

  • Le roi vient quand il veut. Propos sur la littérature, Albin Michel (2007), grueso libro de 30 entrevistas revisadas por el autor.

  • Les onze, Verdier, 2009.

Traducciones al español

  • Rimbaud el hijo, traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama (2001).

  • Vidas minúsculas, traducción de Flora Botton-Burlá, Anagrama (2002).

  • Señores y sirvientes, traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama (2004).

  • Cuerpos del rey, traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama (2006).

  • Tres autores (publicado junto con Cuerpos del rey), traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama (2006).

  • Mitologías de invierno. El emperador de Occidente, traducción de Nicolás Valencia, Alfabia (2009).


Publicado enliteratura

fin de año

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Irvin Penn

FIN DE AÑO


Fin de año una vez más;

sonarán las campanadas de risa amarga,

el desterrado tiempo que celebra su adiós fingido, la uva en docenas

iluminada por el esplendor de las horas ganadas

a la oscuridad, anhelos de un mañana mejor o la posibilidad

adivinada entre el fragor del quizás y la esperanza,

tanta alegría efímera…

…y es posible  que entre el júbilo y el humeante barrunto

se atisben unos ojos familiares,

fugaz lámina en el cielo oscurecido,

una voz que acaricia la memoria y eriza

el vello del olvido…

…también la mirada de esos hombres cayendo

como mantos de celo sobre tu recuerdo,

sus sueños perdidos en la ebriedad de este trópico helado;

tú disfrazada y torpe, hermosa de signos fríos,

traje negro, quien sabe si desnuda la espalda

o rotunda la figura enlazada de tela; te veo

bajo esas providencias, acaso en la ebriedad de los timbales

y las danzas, en la risa que se deshace ante mis ojos;

y acude el champán entre las burbujas del duelo,

tu vida quieta, impávida en este dos mil diez de niebla.

———————————————————————–

Estarás espléndida en ese desfile, figura de ébano,

suave desdén por lo ya poseído,

diosa libre, extraña en un paisaje de cadenas fosforescentes,

y te mirarán, seguro que te observarán en el despliegue

de venus, en el paso acalorado

por la bruma y el consuelo,

en la suave cadencia del amanecer soñado.

Anhelarán tu libertad extrema, tu espejo idealizado en la noche

más larga del año.


Quizás te hayan amado frente al fulgor de una chimenea, a pausas,

invierno en esos lugares que no me pertenecen,

donde existe el invierno, no como en estas tierras

de luz cálida donde sopla apenas el aire tibio;

una brisa extraña, cadencia de espejos y reflejos azulados,

de música en sordina hecha para tu estrella.

———————————————————————-

Te habrán amado y duele.

.

Saberte amada en ese instante me duele

quizá más que tu olvido.

Tu felicidad me reconforta en los finales,

provoca que la vida sea justa;

pero ese amor, ese amor cadencioso,

obsceno y secreto,

ese amor al que te arrogas sublime en nocheviejas de nieve,

ese hibernar fugazmente en tu lecho entibiado

por un cuerpo que no fui yo, que no seré yo,

eso duele:


por la tangencia sagrada,

por la imposible consciencia de la ubicuidad,

no poder ser y estar en todos tus tiempos

mientras se transforma incendiada el alma,

a la vez, o en tres lugares como una trinidad bíblica…

…no aspirar a ese efluvio de tu cuerpo ebrio y desnudo,

a esa perfección de tus caderas dispuestas al goce,

a la rara altivez de tu placer inasible.

————————————————————————

Esta noche echaré de menos tu sombra,

cuando a solas sobrevuele

el aire o azote la invisible presencia de todas estas ausencias.

.

Aunque nunca vivimos nocheviejas

como las que imaginamos.

.

Nada de eso fue.

.

Sucedió a lo sumo un gesto, un espejismo,

un pequeño y alado sueño esparcido

en nuestras eternas tardes de primavera antiguas.

Nunca estuve, nunca estaré…

… me duele que te entreguen el amor con velas derramadas,

con el hielo tintineando y la alegría de la voracidad

encendiendo las luces del deseo,

me duele como el mundo desbocado que yerra o como

el trote incontrolable de esos caballos

atormentados huyendo por las laderas de fuego;

como el humo que aspiran los pájaros que ya no vuelan…

.

Duele porque yo no puedo hacerlo.

.

Pena que te deseen, que te devoren los faunos velludos

en la soledad de los hoteles alumbrados de guirnaldas,

que digan te quiero toda una vida  y luego te posean en el silencio del éxtasis

sin mas recompensa que el ligero goce, que la caricia

de una brisa enfurecida soplando unas velas rotas:

amaneceres que ya nunca serán míos y jamás comprenderé.

—————————————————————————-

Fin de año, una vez más,

y habrás paseado por tu propia historia en los cálidos

atardeceres de verano, en los arrebatos de cielo y Circe,

y ese esplendor de lo fugaz y lo eterno conviniendo,

la memoria de piedra grabada en la hoguera de la noche,

seguro el alcohol bendito entre tus dedos, la risa

y un beso de agua en tus ojos como un presagio,

ebria de lisonjas y ávidas caricias.

.

O quizá ese hombre que te ama te cogió de la mano,

tan tierno, tan verdadero, y lo celebro en su ternura:

pero no al otro, al que posee tu desnudez y el delirio,

el que sólo será la bestia que engulla,

el que aproveche la sensualidad que gocé mil veces

y el fragor de aquellas nubes que nos elevaban

entre el sudor y la saliva, evaporación térmica

en su ciclo nebuloso, atmósfera henchida de lluvia,

tierno diluvio del placer alcanzado

en la menstruación de las alucinaciones húmedas

y la eyaculación de las sinfonías interpretadas

con la ferocidad del deseo.

—————————————————————

Lo único que sé, es que pensarás en mi aunque ya no me ames.

.

Así será.

.

Que para ser la estrella que refulge cuando el deseo

te acoja, cuando te derrames como una ninfa

anhelando su pliegue, cuando no tengas nombre

ni palabras, o seas ese gruñido que recogí

tantas veces en madrugadas de insomnio,

tendrás la imagen del amor y la piel,

la electricidad de tu risa entre las sombras

sobre mi risa que besa tu corazón de espinas,

tu rosa perdida entre los estruendos

de la carne sangrante que corté con los dientes,

que nos dejamos olvidada como esteras en el pasillo,

como hojas rotas en un jardín de otoño sin brío

que cesó su cultivo al llegar el alba helada.

.

Pensarás en mí si te aman de ese modo.

.

Si te aman sin respiración, con el ladrido enfurecido,

si alguien pretende alcanzar tu interior

con la llama dispuesta para besar tu rabia.

Así será esta noche si te aman con la determinación de lo que concluye

a pesar de nacer de la chispa de la creación,

lienzo blanco, hoja vacía en el silencio,

la sensación de que nada seguirá mañana

y será eterno en la aspereza diaria.

————————————————————–

Así nos amamos: jamás un fin de año.

.

Pero quizá sabíamos eso para amarnos para siempre,

todos los fin de año en que nos amen hasta el alba,

cenicientas sin zapato arrastradas por la luz,

perros encendidos bajo la tormenta, protegidos

por el calor del cuerpo y el relato de la Odisea,

mojados como labios jamás besados que anhelan la fugacidad

de ser adorados sin razón; sagrados, sagrados ecos,

ciego te contemplo ahora…

———————————————————–

Que no te amen como el cielo derrumbándose,

como la arena huyendo de los dedos o las mareas

alcanzando la retirada,

en la aurora de las veredas ardientes del hechizo,

que no sea en aquel vaivén nocturno y secreto,

en nuestra fatiga y el insomnio de tantas madrugadas entumecidas,

ni en ese delirio perturbado de sentidos.

.

Que no sean como nosotros, que no te alcancen como esos rayos

desprendidos del firmamento, caídos de tiempo y tristeza,

que no sean imposibles quimeras, huellas,

huella de fin de año entre las sombras,

huella de ti rodeada de todas las despedidas,

del anhelo indecente de no haber sido a tu lado otra cosa

posible que deseo, deseo, traza del cuerpo en la sábana,

transpiración esparcida de dicha en la penumbra de los crepúsculos

que nos sirvieron de guarida herida, para no decir

a gritos que nunca tendremos un mañana….

————————————————————-


Copyright Jimarino

Publicado enfotografía, literatura, los poemas de los perros de la lluvia

richard ford-la literatura norteamericana

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         Por razones de derechos de autor y de edición, Richard Ford y la literatura norteamericana sólo estará disponible en el libro Cinco itinerarios para una novela futura.

          En los enlaces abiertos en Los perros de la lluvia o haciendo clik sobre la fotografía superior se puede adquirir el texto incluido en el libro, directamente en la página web de Shangrila Ediciones.

          Debo dar las gracias los miles de lectores que han pasado por aquí y leído este ensayo, a los que además comentaron sus impresiones y a quienes amablemente me enlazaron para su difusión.

         Si les gustó Richard Ford y la literatura americana, les emplazo a comprar el libro. El cuarto itinerario de un mapa escrito para encontrar las claves de una posible novela futura y perdurable.


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Bohumil Hrabal-Bodas en casa

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Sé que fue un libro de Bohumil Hrabal, pasada la ráfaga marginal de los bukowski, Burroughs y compañía. Lo sé porque recuerdo las tapas del libro, duras, y la portada luminosa, colorida; una casa, una hermosa casa rodeada de jardines y vegetación, ligeramente sobria, como las de cualquier país del Este comunista, ese espacio de la República Checa, que siempre fue país burgués y elegante, que siempre guardó la esencia de lo europeo a pesar de Stalin y el imperio de la URSS. Fuera como fuese ese libro estuvo en mis manos un tiempo; duró poco, una lectura, cierto repaso indolente, nocturno, y una admiración secreta, incondicional y jocosa.

Un obrero siderúrgico que escribía como los ángeles y hablaba de Kant, de Nietzsche y Schoppenhauer a solas, para luego adentrarse en las tabernas nocturnas y celebrar la vida con esos otros obreros mugrientos y fatigados, llenos de tierra y óxido, de desilusión bañada en alcohol que en otras vidas fueron asesores, contables, profesores de universidad, artistas, y ahora embrutecían sus manos y cantaban a la existencia envueltos en el humo enmohecido del  acero bruñido, en la quemazón incesante de las hogueras y las calderas. Sé que fue entonces cuando la alegría se hizo nítida. No puedo explicar por qué, o quizá sí, pero el libro anda difuso en algún lugar de mi memoria. Bodas en casa era el título, ni siquiera recuerdo la editorial. El libro llegó de la mano de mi hermano. Un amigo suyo guardaba como un tesoro aquella edición. Nos encontramos en un concierto de madrugada. Vestía extraño el muchacho. Las guitarras atronaron durante aquella hora y media y al salir de la sala el amigo de mi hermano sacó la novela. La guardaba en un bolso de tela marrón, lleno de chapas con anagramas de bandas garajeras desconocidas para mí. Insistía solemne, casi orgulloso y feliz, convencido en verdad, que la música popular no venía de los Beatles sino de los grupos del underground norteamericano. Recitaba en voz alta una lista terrible que nunca más volví a oír salvo en las páginas de esa revista tan particular que fue Ruta 66, y varios años después. Mi oídos estaban disponibles para otras sonoridades, pero debo reconocer cierta enjundia en los razonamientos del chico. En cierta medida anticipó en su discurso, antes de que yo fuera consciente, la supremacía de las masas consumidoras sobre el valor cultural o artístico de las distintas artes. Decía seguro de sí mismo, algo que probablemente ya sabía mucha gente por aquel entonces, y que yo obviaba con encono quizá por la necesidad de ser crédulo e inocente, que el concepto popular rompería su antiguo significado y se convertiría irremediablemente en una dictadura capaz de borrar la historia o manipularla a su antojo.

-Estamos entrando definitivamente, sino hemos entrado ya hace veinte o treinta años, en la supremacía del gusto superficial, profano y veleidoso de las masas. Ninguna expresión artística podrá alcanzar un lugar de supervivencia más allá de la aceptación popular por más que se esfuerce la crítica o la historia de la distintas artes, y esa aceptación popular es cada días más mediocre, más manipulable, más engreída e insulsa.

El libro que sostuvo un rato entre sus manos parecía una prolongación de su discurso por el modo en que se agitaba al ritmo de sus brazos. Gesticulaba y la timidez le enrojecía las mejillas, aunque no titubeó ni una sola vez. Cuando se lo dio a mi hermano Daniel,le pidió que se lo devolviera al terminarlo, que era uno de sus tesoros más queridos, y me recomendó a su vez que lo leyera. Por entonces yo escribía textos adolescentes en Fruta Fresca, en Cavidades y en Pescara Blues. No puedo precisar el año exacto, quizá 1993 o 1994, pero sí el comienzo de un tiempo difícil. Primero fue mi hermano quien devoró de principio a fin Bodas en casa de Bohumil Hrabal. Después fui yo, en el viejo apartamento de la calle Albocácer, entre el humeante salón lleno de objetos y mi diminuto despacho con ventanal a un patio interior triste y mohoso, donde había una ventana en el piso superior en la que se asomaba un anciano grueso y somnoliento que me pedía cigarrillos de vez en cuando a causa de la prohibición del médico –y su mujer especialmente-.

Era tan distinta esa literatura, tan llena de vida y talento, y a la vez me remitía la fuentes de la contracultura que yo admiraba y anhelaba con encono por entonces, incluso años después de que se disiparan los sueños de rock ´n roll o la vaga comprensión de una vida juvenil alargada para siempre. Bodas en casa fue una de las fascinaciones literarias más intensas de las que me acuerdo. Veo a Daniel hablando de la diferencia de Bohumil Hrabal sobre el resto. Aún no habíamos leído a Gao Xigan ni El archipiélago Gulag de Solzhenitsyn. Sabíamos de la particularidades del comunismo checo a través de la Insoportable levedad del ser y La broma de Milan Kundera, pero no éramos conscientes, o al menos no con la terrible sensación de horror, del significado profundo de la palabra estalinismo o revolución cultural, del terror indescriptible que debieron sufrir millones de personas ante el peso desolador y descomunal del Estado que se descargaba virulento sobre el individuo, sobre la libertad de los hombres, tan terrible como los excesos del nazismo o la violencia del fascismo. Ahora, a estas alturas, comprendo porque Bohumil tenía esa extraña amargura, o mejor, porque sus personajes necesitaban beber y beber para soportar la vida. Es curioso el sentido del humor checo, su tendencia a contar las cosas en literatura de otro modo sin que dejen de ser terribles. La primavera de Praga en el 68 terminó con numerosos sueños de juventud de una buena parte de los habitantes del país. Pero les dejó ese curioso escepticismo, ese modo particular de mirar que Bohumil Hrabal entonaba con una naturalidad pasmosa.

Recuerdo al protagonista de Bodas en casa, siento no poder transcribir el nombre porque no he vuelto a tener la novela en mis manos –hoy está desgraciadamente descatalogada-, el amor que profesaba a su mujer, su vida miserable como obrero y su risa de impotencia ante el silencio. No sé cómo pudo hacerlo, como aguantó tantos años mi querido viejo. No le dieron el premio Nobel, aunque tengo entendido que fue postulado una vez después de la caída del muro. No era demasiado intelectual en su narrativa, quizá fuera ese su pecado. No podría definir con exactitud en qué consistía esa magnífica literatura; quizá estaba llena de alegría y sobre todo de esperanza. Bajo el peso de los racionamientos y las limitaciones desoladoras, no sólo materiales sino humanas, del comunismo, en medio de una cultura hecha irremediablemente de contradicciones -no en vano la antigua Checoslovaquia unida y su capital, Praga, fueron a principios de siglo símbolo del progreso burgués, de la alta cultura europea, inmersa en una sociedad que iba a perecer agitada definitivamente por las consecuencias de la segunda guerra mundial y el imperio de las utopías totalitarias, e igualaba en rango a ciudades tan míticas como la Viena del Imperio Austro-Húngaro, e incluso superaba en esa época en esplendor y brillo a la propia Paris o al sombrío Londres- Hrabal brillaba como un brote espontáneo de júbilo y vitalidad.

Bohumil, hijo de la tradición europea, no podía renunciar a su proverbial optimismo natural por décadas de comunismo gris. Eso no era humano, y él lo era.

El amigo de mi hermano se perdió como muchos otros. Sé que ocultó su pista alguna madrugada insomne y ebria, y dejamos de asistir a conciertos de rock oscuro para adentrarnos en el power pop o el indipop, o como demonios se llamaran esas nuevas corrientes, más luminosas y sensuales. El libro se lo devolvimos, desde luego, pero aún recuerdo las largas charlas con mi hermano comentando el efecto de aquella lectura maravillosa.  Hablamos de varias cosas entonces:

-Bohumil Hrabal era alcohólico, sin poses ni exageraciones, un alcohólico que justificaba el alcohol simplemente porque era el único modo a su alcance –junto a la literatura- para soportar la vida gris que no podía cambiar bajo el peso de un régimen que exterminaba la individualidad y el gozo de la libertad. Nada nuevo, lo vemos a diario, de una forma más disimulada y en apariencia humana en nuestros mundos democráticos, con respiros de fin de semana y una supuesta libertad de acción porque compramos moda norteamericana o francesa, ridículas corbatas o libros subversivos, entramos libremente en internet o podemos insultar al presidente de gobierno de turno.

-Hrabal repudiaba por igual a los estalinistas que a los nazis; cualquier totalitarismo que pudiera limitar la libertad del hombre lo llevaba compulsivamente  a beber hasta el olvido y a escribir, aunque de sus labios sólo salían hermosas carcajadas de luz. Nos dejó la sensación de que la literatura era un arma valiente de libertad.

-Nuestro querido checo tenía una coraza de esperanza y optimismo que a pesar de las amarguras y la tristeza surgía indemne del paisaje desolador para celebrar la vida. Lo mugriento era el entorno. La luz y la belleza, sin embargo, se hallaban en todas partes.

-Al contrario que nuestro ídolo juvenil de la época, tan repetitivo como limitado, Mister Charles Bukowski, a Hrabal le importaban un comino las putas y el lado oscuro y salvaje de la vida, los estereotipos marginales y el sexo descarnado, más  bien se pirraba por el amor, el amor a su mujer, y por la sensualidad sutil de las féminas centroeuropeas, sus mejillas y brazos sonrosados, esos cabellos rubios que le recordaban a la juventud perdida no con nostalgia sino con la festividad de lo vivido  y apurado, de lo jamás arrastrado ni siquiera por el peso de la Historia. El paso del tiempo molía el cuerpo, pero alimentaba el alma de una dicha inamovible que irradiaban sus personajes y sus relatos. Quizá hubiera sido capaz de brindar en el infierno.

-Las máscaras de la sociedad comunista, el ocultamiento y el exterminio de profesiones y saberes en pos de la falsa revolución proletaria, permitió que Bohumil llenara sus magníficos textos de personajes que siempre escondían a otros; borrachos ilustres capaces de enumerar teoremas matemáticos de primer orden, asesores fiscales que ejercían de barrenderos o peones agrícolas, filósofos que conducían autobuses, escritores como él que trabajaban en fábricas de escombros y se llenaba de polvo y orines mientras construían en secreto la literatura checa. El mundo capitalista permite una libertad aparente que sólo el dinero y la popularidad compran. Para la mayoría de los habitantes del occidente rico, el fingimiento es practica común sin embargo. No ejercemos de lo que somos, somos lo que podemos y transfiguramos nuestra imagen para ser aceptados o para sobrevivir. En eso, el mundo de Hrabal es reconocible y cercano. Mi hermano decía que en Bohumil había descubierto que tras los rostros derrotados que veía a veces en los bares del barrio podía hallarse, tal vez, un destello de la verdadera vida, y que, por el contrario, era posible que los triunfadores del siglo no fueran más que farsantes sin identidad ni alma. Al menos era un consuelo, susurraba.

-Recuerdo el amor eterno y puro que profesaba a su mujer, personaje memorable de cuya descripción física no me queda nada, pero si de su paciencia, de su entrega a ese narrador derrotado a los puntos mas sin concesiones al K.O.

-El señor Hrabal, siempre deslumbrante y ávido de saber, nos demostró que para escribir no estaba mal conocer la historia de la literatura, y que el testimonio vital no era más que una excusa para el verdadero arte, aun cuando las condiciones de vida fueran tan insoportables que lo único cierto parecía ser el sufrimiento y la impotencia ahogados en vodka y cerveza.

-Ni una sólo página escrita por su manos tuvo un ápice de odio. Francamente, algo increíble para quienes vivieron el siglo XX

Quizá pudo ser aquella hermosa lista de fascinaciones que nos tuvo entretenidos algún tiempo. Daniel inventó aquella frase de la negrura, y a Bohumil como antídoto para su enfermiza y estética tristeza. Debo reconocer que a veces me sirvió; cosas de mi lúcido hermano y del checo. Alguien que tuvo que esconderse de esa manera tanto tiempo merecería sin duda alguna atención por la exhuberancia de su talento: eso hubiera dicho yo sobre Bohumil a un no iniciado en su secta.

Esta noche de cena inminente, de camaradería sincera, antes de beber unas copas y tratar de soportar la existencia diaria que vendrá mañana, pienso en Hrabal. Busco sus libros en la enorme estantería de mi casa y encuentro La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo, también Anuncio una casa en la que ya no quiero vivir, esos cuentos tan extraños y kafkianos que anticipaban su futura oscuridad de alguna forma; ojeo por un instante Una soledad tan ruidosa, también Trenes rigurosamente vigilados y recuerdo la extraordinaria película de Jirí Menzel realizada en los años sesenta que tengo grabada en DVD, aunque en versión original, en checo, sin subtítulos –no se puede tener todo-. Sigo mirando y no encuentro Bodas en casa. Nadie se atrevió posteriormente a editarla, o eso creía, porque mi hermana me aseguró hace poco que Destino  publicó de nuevo la novela en 1996, pero debió pasar sin pena ni gloria, siendo un libro tan extraordinario, escrito por uno de los más reputados y excelsos escritores checoslovacos del siglo, y a veces, en las ferias del libro de ocasión rastreo las estanterías buscando la maldita novela que a menudo necesito para arrancarme del corazón la tristeza o las ausencias, para recordar al viejo compadre de mi hermano desaparecido, para decirle a gritos a Daniel que aún es posible, que siga riendo como el viejo Bohumil Hrabal en las tabernas mugrientas de la campiña checa o en los barrios populares de Praga. No lo he hallado, seguiré buscando, o animo a algún editor a que lo vuelva a publicar con merecimientos y cierto interés. Estoy seguro, aunque hace tanto tiempo de su lectura, que sigue sirviendo para vivir, que arrancará sonrisas y deleite, que es hermoso y estéticamente valioso. Bodas en casa.

Estoy pensando en poner un anuncio; Anuncio una casa en la que ya no quiero vivir. Busco Bodas en otra casa, una casa hermosa donde el alcohol abundante hace reír a los simples e inocentes, también a los otros, un alcohol que nace de la hermandad y la esencia de la vida, que no mata, una sensualidad en medio de la negrura y la monotonía, una causa por la que brindar sin ahogos, esa parte de esperanza que se perdió en 1997,  cuando Bohumil, anciano y destruido, cayó por el balcón de la residencia en la que vivía tratando de dar de comer a los pájaros risueños que seguían posándose en su balcón. Otra paradoja literaria, hasta para suicidarse tuvo que inventarse una bella metáfora.

Copyright Jimarino

Bohumil Hrbal nacio en Brno, (Moravia), el 28 de marzo de 1914. La mayor parte de su obra vio la luz en ediciones ilegales. Murió en Praga, el 3 de febrero de 1997 al caerse por el balcón de la residencia en la que vivía.

Obra

  • Skřivánci na niti (Alondras en el alambre), 1959.

  • Perlička na dně (La perlita en el fondo), Praga, Československý spisovatel, 1963.

  • Pábitelé (Clases de baile para adultos), Praga, Mladá fronta, 1964.

  • Ostře sledované vlaky (Trenes rigurosamente Vigilados), Praga, Československý spisovatel, 1964.

  • Taneční hodiny pro starší a pokročilé (Clases de baile para adultos y alumnos aventajados), Praga, Československý spisovatel, 1964.

  • Inzerát na dům, ve kterém už nechci bydlet (Anuncio una casa donde ya no quiero vivir), Praga, Mladá fronta, 1965.

  • Kopretina (Margarita), 1965.

  • Automat Svět (Mundo autómata*), 1966.

  • Obsluhoval jsem anglického krále (Yo que he servido al Rey de Inglaterra) Praga, Jazz petit, 1982.

  • Něžný barbar (Bárbara ternura*), edicion prohibida de 1973; Index, Cologne, 1981

  • «Trilogía» Městečko u vody (La pequeña ciudad al borde del agua)

  • Postřižiny (Tijeretazos), edición prohibida, 1974; Praga, Československý spisovatel, 1976.

  • Harlekýnovy milióny (Los millones de Arlequín*), Praga, Československý spisovatel, 1981

  • Městečko, kde se zastavil čas (La pequeña ciudad donde el tiempo se detuvo) edición prohibida 1974; Innsbruck, Comenius, 1978.

  • Každý den zázrak (Cada día un milagro*), 1979

  • Slavnosti sněženek (La fiesta de las campanillas verdes), Praga, Československý spisovatel, 1978.

  • Příliš hlučná samota (Una soledad demasiado ruidosa), edición prohibida, 1977; Colonia, Index, 1980.

  • Kluby poezie (Clubes de poesía*), Praga, Mladá fronta, 1981.

  • Domácí úkoly z pilnosti (Deberes para buenos alumnos*), Praga, Československý spisovatel, 1982.

  • Domácí úkoly z poetiky , 1984.

  • Život bez smokingu (Una vida sin esmoquin*), československý spisovatel, Prague, 1986

  • Svatby v domě (Bodas en casa) edición prohibida, 1986;Toronto, 68’Publishers, 1987.

  • Chcete vidět zlatou Prahu? (¿Quiere ver la Praga dorada?*), 1989

  • Kličky na kapesníku (Nudos en su pañuelo*), edición prohibida 1987; Praga, Práce, 1990.

  • Můj svět (Mi mundo*), 1989

  • Schizofrenické evangelium (El evangelio esquizofrénico*), 1990.

  • Kouzelná flétna (La flauta mágica*).

  • Ponorné říčky (Arroyos subterráneos), Praga, Pražská imaginace, 1991.

  • Růžový kavalír (El caballero de la rosa*), Praga, Pražská imaginace, 1991.

  • Aurora na mělčině (La «Aurora» fracasada*), Praga, Pražská imaginace, 1992.

  • Večerníčky pro Cassia (Bagatelas tardías para Casio*), Praga, Pražská imaginace, 1993.

  • Texty (Textos*), 1994.





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Cormac McCarthy-The Road (La carretera)

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Hace aproximadamente un año, finales de marzo tal vez, sucedieron en mi existencia tres cosas -quizá fueron más sin saberlo, pero ahora son tres fundamentales las que recuerdo- que me acuden a la memoria de repente y se asocian a esta espera lenta, Mateo con fiebre, que busca con sus ojillos azules mi mirada, que me sonríe ardiendo, con sus mofletes enrojecidos y esos labios gruesos y carnosos, iguales a los de de su madre.  Por un instante se aferra a mí, se aprieta contra mi cuerpo y me acaricia el pelo; le oigo proferir sus parrafadas ininteligibles, sus sonidos tan familiares en la tenue luminosidad del cuarto. Hace ya algún tiempo que comprendo lo que pretende brillando en sus ojos cuando me mira y sonríe, la sensación que le acude cuando está a punto de caerse en el transcurso de sus torpes caminatas y lo sostengo en su carrera, o cuando me llama para que le de agua o algún objeto tentador que quiere sostener con sus manos o llevarse a la boca.

En marzo del 2009 yo no tenía ni idea de lo que significaba sentir que alguien dependiera de ese modo de mi, absolutamente nada acerca de que un pequeño bebé sonrosado y angélico buscara que este irresponsable noctámbulo con el mal de Montano y la avaricia de las palabras resolviese los entuertos que pudieran surgirle o la extrañeza con la que contemplaba por primera vez elementos del mundo a los que los adultos ya no prestamos atención. La magia de esta nueva vida diurna  es volver  a revivir  a través de sus ojos aquella capacidad de mirar que perdí, asombrarme de nuevo ante lo corriente, ante lo extraordinario de la tierra, sus colores, sus objetos, luces y texturas. Quizá el sentido mismo de La carretera, esa enigmática y apocaliptica novela que terminé de leer según mis notas el 24 de marzo del pasado año, de la que recuerdo el momento de avanzar entre sus últimas páginas y no poder contener las lágrimas, que el libro se cayera de mis manos sobre las baldosas del salón y a solas, de madrugada, al observar la suave claridad azul del cielo que nacía después de unos días de lluvia, comprendiera que algo se había transfigurado a mi alrededor, que el amanecer surgido claro después de una semana de aguaceros, que el embarazo de Severine pasado el octavo mes o que la angustia de un hombre que quiso ser libre y siempre creyó que la libertad se hallaba en el acto de poder hacer las maletas cualquier mañana y cambiar de vida sin más razón aparente que el capricho de  mi real gana o el impulso del viaje y lo renovado, que los ojos que miraban la luz, que todo eso, se había transformado.

Creo que escribí  una vez hablando de Proust que la lástima de algunos libros era no poder vivir en ellos eternamente, que fuera imposible escuchar constantemente su prosa –escuchar o leer-, también que el efecto deslumbrante e inspirador de ciertas páginas no posea la misma consecuencia que la que deviene a la lectura primeriza, la cual, como todo lo nuevo, parece una irradiación desconocida o un amanecer en un lugar jamás visitado.

Releyendo hace poco párrafos sueltos de La Carretera de Cormac McCarthy comprendí que no podría volver a revivir de igual forma aquel viaje alucinante a través de un mundo destruido y sin esperanza, acompañar el paso lento y cauteloso de ese padre y su hijo avanzando entre las ruinas de la muerte y la negrura, que no sentiría lo mismo ante ese proceso cuasi religioso experimentado, en ocasiones místico y sublime, que durante una semana recorrí mudo hace ya doce meses. Sin embargo, y a cada nueva lectura que rehago en los últimos días, el aliento de esa prosa que Cormac McCarthy quiso imprimir a cada una de sus frases continua vivo, ya no la emoción en sí misma, sabida, conocida, aunque no por ello menor, sino el placer estético de adentrarme en la destrucción bíblica de una pesadilla tan coherente y firme, tan bien estructurada, que me provoca la intensa sensación de encontrarme –tuve una impresión similar cuando terminé el libro en su día- ante un clásico, ante un libro que seguirá fascinando a lo largo de los años, décadas, a los lectores, y ojalá lo siga haciendo durante siglos, porque será una señal del esplendor de la literatura y su resistencia a morir.

Surgidas dos de las tres cosas mencionadas al principio: el inminente nacimiento de Mateo y la lectura de La carretera de McCarthy, resta una tercera.

En el 2009, después de mucho tiempo intentando hallar el modo adecuado de hacerlo, después de intentos desesperados, aburrimientos y silencios avergonzados, tuve la sensación a principios de año de haber logrado adentrarme en la complejidad maravillosa de la Divina Comedia de Dante. Sería un desagradecido si no mencionaría que fue gracias a la lectura de una extraordinaria conferencia de Umberto Eco sobre la obra, a su modo de asociarla con mi mundo contemporáneo, con la red y la contemporaneidad asfixiante de nuestra vida presente.

La Divina Comedia me acompañó a lo largo de cinco meses, con la mesa llena de notas, garabatos, libros medievales y textos de la mitología, abierta la Biblia, casi como un acertijo en vez de cómo una lectura literaria, pero un acertijo lleno de placeres que había olvidado antes, que tardé tanto en descubrir, y armado de entusiasmo quedó conclusa en Junio del 2009. A la llegada de mi hijo y a la prosa del americano, se le únia por aquel Marzo pasado el deleite del infierno y el purgatorio de Dante, y aún restaba el paraiso. Ahora comprendo en qué consistió la magia de esos meses.

Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Se mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había.

Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los prismáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. La suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Examinó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árboles muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algún indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo cómo la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Sólo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.

Con el primero de los párrafos transcritos comienza La carretera. Recuerdo haber pensado al instante que me encontraba ante un texto religioso, sumido en una parábola en la que la metáfora o el símbolo guardaban en sus entrañas el conocimiento, esa particular sabiduría de la que se componen los mitos. Novela norteamericana por excelencia, quizá imposible en nuestra Europa –aunque hay una película reciente con una temática parecida, excelente a su vez, El tiempo del lobo, de Haneke- no tiene en su interior ni una sola reflexión filosófica a no ser las impresiones de los protagonistas y pertenece a toda esa literatura de lo heroico heredera de Whitman. Frase corta, sin embargo dotada de una hondura inusual, como si cada palabra escrita no pudiera ser removida sin deshacerse la construcción.

Cuando escribía sobre Pierre Michon después de leer la totalidad de sus libros editados en español tuve la sensación de alcanzar esa misma escritura religiosa a través de un estilo completamente diferente. Michon engrandece el átomo de la palabra con una precisión exuberante; McCarthy es como un cronista sobrio lleno de exactitud. Los diferencia a su vez la cultura: la espléndidad enciclopedía de autores y conocimientos literarios, la exhaustiva sabiduría artística de Michon, y la vanidad, a veces cargante y presuntuosa, puede que simplona en su discurso no literario, incluida esa boutade imperdonable en un escritor de su talla sobre Proust y Tolstoi, que caracteriza a McCarthy. Los une, sin lugar a dudas, el talento y su consideración de la palabra como una cuestión sagrada.

Dos personajes recorren buscando El Sur en un mundo destruido, deshecho, sumidos en la niebla, el gris, la bruma y el desastre. La prosa describe con una maestría insuperable la desesperanza sin necesidad de razonar sobre ella. Las impresiones del paisaje y el color del cielo, la espesura de la noche, la absoluta debacle llena de ruinas y abandono, bastan para describir ese estado de ánimo que surge ante la contemplación de la destrucción. La capacidad del autor para hacernos visible el infierno resulta milagrosa, puntillosa en su afán de ofrecernos un relato de la desolación. Un padre y un hijo; un padre cuya única esperanza es en realidad ese niño que camina a su lado y al que debe transmitirle todo lo que sabe para asegurarle la supervivencia antes de que él muera. Un niño que en sus inocentes palabras y dudas, en las cosas que su padre le enseñó, cosas de la otra vida, de esa existencia anterior a la hecatombe que se le aparece en sueños al adulto, que surge en lo lugares más insospechados cuando parece no haber salida, convierten al pequeño en la palabra de Dios a los ojos del padre. La figura de Dios surge majestuosa a lo largo  de las doscientas páginas del relato: un Dios ausente, despiadado, pero aún así presente en el imaginario de esos dos seres humanos náufragos, perdidos. Dios en el sentido originario, en esa invención que necesitaron los hombres primitivos destinada a creer, a seguir, a soportar los temores, los miedos, a encontrar un sentido a la inmensidad y el caos de la naturaleza, a comprender lo ilimitado e infinito del tiempo y el espacio y su efecto en los pensamientos del ser humano, a evitar en definitiva la absoluta orfandad.

Un hombre que vive de la luz del pasado –el amor, el dolor, los afectos, lo comprensible para nosotros- y cuyo presente es una línea recta oscura y terrible, en la que asoma tan sólo esa intención poética, mística casi, de alcanzar un Sur improbable, inexistente en nuestra intuición y en la suya, pero es esa especie de poesía o milagro del espíritu (el Sur) la que guía sus fuerzas, la que le empuja, junto con la mirada de su hijo, a adentrarse en un mundo sin esperanza.

Enseguida pensé que los dos grandes asuntos de La carretera eran Dios y la literatura; ambas como productos del hombre, como partes inherentes a nuestra necesidad de saber, de entender, de sobrevivir. La religión como ese conjunto de valores humanos eternos que en medio de la inmoralidad y la salvaje lucha por la vida asomaron y asoman en el corazón del hombre; me refiero a una religión hecha en el fondo de inocencia y superstición, tan ajena a la que conocemos ahora bruñida de poder, normas, y a menudo de intolerancia. La literatura como esa necesidad de relatar y reconciliar la lucha mediante la palabra y los sentidos, palabra escrita u oral destinada  a alimentar el futuro de ese padre que habla de los buenos al niño, de aquellos que, cuando él no esté, su hijo debe buscar; literatura como fuerza de la metáfora –el sur, la carretera-, como acicate y salvaguarda de los rituales civilizados frente a la barbarie inherente al ser humano.

Entre los pasajes memorables de la novela hay uno que me conmueve especialmente con esos sentidos profundos que suele albergar McCarthy en toda su literatura: el padre le lee un cuento antiguo y el niño pregunta por los elementos y emociones que allí aparecen, algo que ya no existe, que él no conoce en la realidad. El muchacho sabe lo que es un perro, también vio el rostro hermoso de su madre siendo un niño, pero en medio de ese largo e imposible recorrido va a olvidando el mundo antiguo ante el horror. Si Conrad construyó el horror con elipsis y silencios en El corazón de las tinieblas, McCarthy se atreve a describirlo como si estuviera viéndolo delante de sus narices. El hombre intenta hablarle de la justicia y el valor en un universo en el que el hambre, el frío y el miedo, han construido la absoluta misería de una tierra en la que lo humano no es más que una reminiscencia del alimento que llevarse a la boca y los jirones de telas putrefactas, mantas y ropas que envuelven los cuerpos mugrientos para no morir congelados. La única voluptuosidad posible, como le sucedía a los antiguos teólogos medievales, es la muerte. No hay nada que brille en el horizonte; cualquier color, algo venido de la imaginación. Los animales han desaparecido, no existe la alegría de los seres inconscientes ni los árboles, convertidos en jirones de madera muerta, quebrados y quemados troncos sin frutos ni hojas que aspiran a la extinción. Sólo queda en pie el más terrible de los seres vivos, el hombre, que dominado por el deseo de sobrevivir y la furia de la existencia que palpita como una maldición en su corazón se afana en destruir la poca vida que perdura.

Ese es el panorama de la hermosa historia que relata La carretera. Temen al canibalismo y a la desesperación, pero él intenta guardar en el espacio miserable en el que viven alguna ráfaga de lo humano, quizá en esa imperiosa necesidad que los grandes escritores desearon para siempre alcanzar con el relato de sus obsesiones: una llama de la existencia capaz de ser rescatada del olvido y la muerte.

Si alguna vez quise encontrar algún estado ideal en el que me viera obligado a justificar el hecho de la literatura, ese maravilloso espacio verbal, espejo del mundo, en el que el hombre proyecta sus sueños, sus obsesiones y pasiones, la moral extraída de la vida en la descripción de personajes e ideas, sin duda hubiera debido remitirme a este universo  de La carretera, o quizá a La Divina Comedia surgida en el fragor del caos de la Edad media, en ese periodo histórico que a pesar de no ser tan terrible como imaginamos en nuestro afán de progreso humanista y científico surgido de la Revolución francesa y la Ilustración, sí al menos tuvo el don de convertirse en un mundo sin guía, en el que la iglesia Católica y otras religiones trataron, en medio de la corrupción y la oscuridad, de alumbrar un poso de esperanza a pesar de sus conocidos abusos posteriores.

Como hombres temen el horror que los hombres abominaban en esa otra vida extinguida, aquello que la luminosa civilización escondió bajo la alfombra y trató de evitar durante siglos; la terrible condición humana, el espejo animal en el que nos reflejamos,  la cara oculta, las sombras de la luz, lo oscuro de nuestra relación con la supervivencia y el poder.

El hombre habla de los caníbales, grupos hambrientos de seres humanos como ellos que vagan por la tierra desolada y se alimentan de esclavos que capturan y devoran.

De alguna forma, salvando la distancias, Dante encontró en el catolicismo la moral necesaria para evitar los excesos de los hombres, los abusos que se cometían impunemente en el mundo en el que vivía, aunque le costase el ostracismo, el dolor y el exilio, la lenta y triste muerte que le sobrevino después de una juventud rica en sucesos y en dones. El cristianismo albergaba en su seno una serie de valores procedentes de la filosofía griega que aspiraban a la paz y al amor, y de alguna forma, ese acervo pasó a la filosofía occidental posterior y a sus intentos de construir una moral laica -otro asunto sería las manos humanas que a través del miedo y la mentira, la manipulación y el ávido deseo de poder convirtieron el medievo en un tiempo voraz y asesino, o la enorme autoridad que llegó a detentar la jerarquía católica en ciertos periodos, su belicosidad y su desdén por otras religiones, su persecución de herejes y sus luchas intestinas (tan humanas) por el dominio, tan alejado de la religiosidad primigenia y su sentido-. Para Dante, el cristianismo y su filosofía o teología significaban la necesidad de dar un salto civilizado hacia otro estadio de la humanidad que primara la virtud y la bondad sobre las demás pasiones humanas; además tuvo el talento de escribir un hermosísimo poema, cuyo valor literario sustenta sobradamente aquello que a un lector de nuestro siglo XXI nos resulta racionalmente infantil o incluso irracional, alejado de nuestras premisas filosóficas y nuestros planteamientos humanos.

La belleza tenebrosa de La carretera es una imagen del infierno que podría sobrevenir a continuación si todo cuanto conocemos desapareciera; es el segundo después, lo que sucedería evaporado el horizonte de un mundo hecho de los acuerdos básicos de la civilización y olvidados los cacareados derechos fundamentales del hombre que acompañan imperfectamente a casi todas las constituciones de los países democráticos.

A pesar de eso, me parece más una obra profundamente espiritual que un texto de ciencia ficción que trata de anticipar el futuro desde los elementos y circunstancias que articulan el presente. De alguna forma, salvando la distancia, y sin ser desde luego McCarthy un moralista  –bastaría leer algunas de sus otras obras, Meridiano de sangre, No es país para viejos por ejemplo, para observar su aguda frialdad, su visión desoladora y apocaliptica de la vida humana- pretendió,  a veces creo que inconscientemente, generar un libro que sirviera a los hombres de un mundo exterminado; se dirigió a los espectadores de ese instante en que la existencia que tenemos ante los ojos y que nos acompaña desde los esfuerzos liberales acontecidos en el siglo XIX, que generaron tras las grandes guerras los estados de bienestar y las democracias, y las instituciones internacionales que conocemos, pudiera acaso desaparecer y con ella todo cuanto somos, nuestras costumbres, nuestro modo de relacionarnos y avanzar quedara anegado, algo por otra parte posible, aunque este texto no tiene intención de adivinar el futuro a mi juicio.

Releyendo recientemente La montaña mágica de Thomas Mann, excelente novela comenzada en 1912 y concluida en 1924, que guardaba en su esencia entre otros muchos tesoros las convulsiones políticas y económicas, las ideas contradictorias que pugnaban por dominar el mundo y que terminarían por provocar la primera y la segunda guerra mundial con sus devastadores efectos, volví a pensar en que la batalla de lo luminoso, de la civilización y el progreso, del avance científico y la luz del humanismo, siempre tuvo enfrente la enorme oposición del oscurantismo, el culto a la muerte, la barbarie de los instintos que tiñen la condición humana. Los optimistas ilustrados que creyeron en el avance inexorable del mundo, en un lugar en el que la superstición y el analfabetismo, la miseria y el dolor, quedaran erradicados, toparon de lleno con el lado oscuro del ser humano, con la sensación de que la historia, a pesar de sus innegables avances, suele dar vueltas en círculos concéntricos, quizá porque  a pesar de lo ilimitado e infinito de las combinaciones que se dan en el universo físico o matemático, los seres humanos suelen comportarse de modo similar a lo largo de los siglos.

En La carretera no existen los buenos y los malos, aunque el padre se empeñe en que su hijo diferencie a unos y a otros para poder sobrevivir cuando él ya no esté. Sólo hay un planteamiento moral ante el hecho de la supervivencia, una realidad que subyace en nuestras sociedades y que, sin embargo, no percibimos por el efecto de la civilización. La carretera nos hace pensar en la posibilidad de seguir hacia adelante y no dejarnos tentar por aquello que podría desnudar la animalidad del ser humano. Ese padre protector se empeña en afirmar unas cuantas premisas esenciales que el niño memoriza y repite: morir de hambre pero jamás asesinar sin razón o comerse a otro hombre para salvarse, especificar los aspectos irrenunciables que deben unirnos a los de nuestra especie, establecer un código de conducta que ponga límites a la exaltación, el odio, la desolación o la desesperación; buscar a personas que tengan el fuego, ese algo que diferencia entre aquellos que no esclavizan ni devoran a los otros y aquellos que optan por el canibalismo para seguir viviendo: en definitiva ir al encuentro del sur, el sur con ese sentido tan amplio, poético y religioso, que significa la esperanza, la fe en la vida.


La fiebre de Mateo continua, y ahora pretende besarme y abrazarme sobre la cama. Cuando trató de pensar en cómo podré defender su destino dudo ante la inmensidad del futuro, ante aquello que me resulta imposible dirimir tras la maraña de sucesos recientes y de temores desconocidos. La luz siempre fue la esencia de lo humano a pesar de los pesares (tener el fuego, dicen los protagonistas de la novela): el amor, la solidaridad y el mandamiento de no matarnos los unos a los otros. Pero yo no puedo garantizar, como el padre de La carretera ante su hijo, que las cosas vayan a ser de ese modo. La lucha entre el bien y el mal no es más que una invención de las distintas religiones, tan dependientes en verdad, aunque durante siglos negaran esa influencia, de los universos ideales platónicos. La única lucha en todo caso se llamará supervivencia, y a lo que se encaminaron las sociedades tras los millones de muertos y las barbaries acontecidas en el siglo XX fue a borrar de un plumazo esa sensación de que la voluntad humana y el poder heredero del miedo a perder privilegios, alimentos o cualquier otra forma de asegurar la persistencia de la tribu, pudiera ser paradójicamente tan inhumana.

Lo asombroso de la novela es pensar cómo ese hombre que conoció otra tierra mantiene la esperanza en ese trayecto a la orilla de la misteriosa carretera que los conduce hacia el improbable sur. Abundan los pasajes inolvidables que vienen de sus recuerdos, de los momentos posteriores a la catástrofe que asoló el mundo, tiempos en los que les acompañaba la madre del niño. Ella le dice a su marido que no puede más, que esa vida escondidos, sin presente real ni futuro, no vale la pena vivirla. Su elección es comprensible, tanto que nos sobrecoge esa constancia, comprendemos su decisión de desaparecer, y surge la admiración por ese hombre que elige resistir a toda costa para que el muchacho continúe vivo. El protagonista sólo encuentra en el futuro del pequeño algún resquicio de luz.

Pero podría haber elegido, como su mujer le pide en una ocasión, que se suiciden todos juntos, al igual que otras personas a su alrededor deciden hacer ante la constancia del desastre, frente al peso insoportable de pensar que en un espacio desolado no existe para ellos ninguna posibilidad de sobrevivir. La carga es tan abrumadora que casi todos nuestros problemas se difuminan al adentrarnos en las circunstancias de esa familia a través de la maestría de McCarthy, que hace tan creíble y real el infierno que el lector llega a sentirlo con una proximidad conmovedora. Aunque sólo seamos el presente, no podemos existir sin la recreación del pasado ni la proyección del futuro.

Los hermosos versos de Dante expresaron la necesidad de construir una moral destinada a alcanzar un lugar para lo que él consideraba lo humano. Beatrice representaba aquello a lo que el hombre moral siempre aspiró a pesar de sus contradicciones: a la belleza, a la armonía, a la paz y al sentido. En el espacio de  La carretera nada de eso es posible a simple vista; el deterioro es tan inmenso que vislumbrar la posibilidad de que algo bondadoso se reconstruya a excepción de esa hermosa relación padre-hijo resulta remota. El amor sólo queda reflejado en esa conmovedora afectividad que constituye lo único humano en un mundo que no tiene futuro. Quizá por eso volví a creer al instante, mientras leía el libro, con una fuerza desmesurada, en que la literatura seguía siendo el pequeño, diminuto e insignificante cajón de lo humano, y que sí esos dos personajes sobrevivieran al desastre, la hallarían en su camino, volverían a encontrar su magia y su sentido fuera a través de la tradición oral o de la escritura, de la manera que fuera, para iniciar de nuevo una posibilidad de existir distinta, para guarecer aquellos preceptos de los hombres que  siempre mejoraron y protegieron la vida, en el fondo eso que nos empuja a leer y queda satisfecho entre las maravillosas páginas escritas por Cormac McCarthy.

Sin darme cuenta, conforme sigo abriendo La carretera al azar y adentrándome en su terrible relato, en una relectura fragmentada, alcanzo a a entender la cercanía entre la religión y la literatura que amo; una religión ajena por completo a los extremos actuales que conmocionan al Islam o a esa actitud todopoderosa del Vaticano y sus relaciones evidentes con el poder para garantizarse su preeminencia,  a la virulencia de los judíos intransigentes, que desde luego no son la mayoría pero de alguna manera se impusieron al resto. En cada uno de los pequeños párrafos en los que McCarthy estructura la historia, en esas frases cortas y solemnes, sobrias y precisas, despojadas de cualquier recargo o sentimentalismo innecesario, sólo la transcripción exacta de la carretera y los rincones físicos y anímicos por los que padre e hijo avanzan, percibo esa forma inconfundible del sentido religioso que siempre caracterizó el alma humana, el respeto a los muertos y al pasado, el sentido de la organización, de la solidaridad,  al anhelo de trascendencia ante la fugacidad, aunque sólo fuera en el entorno inicial de la tribu, en la capacidad de construir en vez de destruir: esos sentimientos humanos que desde tiempos inmemoriales compartieron espacio con todas las formas de brutalidad de las que el hombre es capaz y permitieron la continuidad de la especie y no su exterminio.

A veces, respetando cualquier creencia personal y sin menosprecio alguno, me resultan fascinantes en el siglo XXI esos creyentes que cumplen la normas de las distintas jerarquías religiosas; es como creerse un cuento para niños, y sin embargo, cada vez admiro y respeto más profundamente ese espíritu religioso que no está dirigido por las distintas iglesias, mezquitas, sinagogas o templos grandiosos gobernados por hombres que abusan como hombres y manipulan como hombres. Ese sentimiento religioso, libre, que surge tan a menudo ante hechos de la vida, ante paisajes naturales o entre la empatia que nos une a personas afines, y que simplemente trata de consolar la desolación, la pena, el dolor y el sufrimiento, la incredulidad que surge ante la falta de moral, con elementos extraídos en el fondo, libremente, de las distintas enseñanzas venidas de las grandes religiones en torno a las cuales se amalgamaron las creencias humanas ancestrales. Quizá el secreto de que ciertas religiones alcanzaran la universalidad que las caracterizó fuera que conjuntaron toda esa necesidad humana de encontrar un sentido. La contradicción, para un agnóstico convencido como yo, de alguna manera se resuelve en la literatura, en la gran literatura. ¿Acaso no fue sorprendente que Camus, después de publicar La peste, sintiera que eran los católicos que le enviaron cartas para celebrar la obra quienes más cerca estuvieron del sentido que él quiso darle? ¿O que Tolstoi terminara por abrazar una fe desmesurada hacia el cristianismo, y llegó a despojarse de sus bienes y posesiones, tan alejado de la jerarquía católica u ortodoxa, al final de sus días, repudiando todo cuanto había escrito antes, incluyendo esas dos obras maestras de la literatura de todos los tiempos? Tosltoi quizá no comprendió que su verdadera fe en el ser humano se hallaba en Ana Karenina y en Guerra y Paz, En la muerte de Ivan Ilich, pero esa sería otra historia para contar.

De alguna forma, en la huella incesante que constituye la esencia de la humanidad, sigo observando que ese proceso iniciado por los primeros hombres para explicar la vida, para hacerla más longeva y soportable, que esa especie de trascendencia que empujó al hombre a unirse, a colaborar para sobrevivir, a instaurar la convivencia para que sus crías pudieran seguir existiendo, que estableció rituales y formas de rezo para expresar y convocar su entorno, para alcanzar los astros que contemplaba, los ríos y las montañas, que todo lo que llevó a los griegos a constituir su filosofía y su organización política, que los esfuerzos de los primeros cristianos o de esos sesudos teólogos que trataron de explicarnos brillantemente el sentido de la trinidad, o los escritos islámicos o judíos, las enseñanzas budistas o hindús, que la odisea de Dante y antes la de Homero y Virgilio, que más tarde el Renacimiento tras la oscuridad de la Edad Media, y luego la Ilustración y las primeras e imperfecta democracias europeas, que los movimientos obreros y los estados de bienestar europeo, reunían en sus seno el mismo aliento, compartían normas y preceptos en su esencia destinados a mejorar la vida, a dotarla de sentido. Por supuesto en el arte en general y en la literatura se encuentran esos rastros antiguos que ese hombre y ese niño tratan de rescatar y edificar a lo largo de su desesperanzado viaje.

-Cuando no tengo otra cosa intento tener los sueños de un niño. .-Decía el padre.

La inocencia como regreso, la inocencia como única esperanza. Miedo a ser devorado por otros hombres, a ser pasto del estómago fiero y salvaje del hambre. Miedo a perecer sin nada que sea sólido, de que los recuerdos hermosos de una existencia humana, el amor, la amistad, los afectos filiales, los sueños, la dignidad, desaparezcan y ese niño al que trajimos al mundo convencidos de la posiblidad de otra vida jamás alcance a vivir siquiera algo similar a nuestra experiencia. Esa angustia me sobrecogió tantas veces a lo largo de las páginas de La carretera que es ahora, ante la enfermedad de mi pequeño, que comprendo la razón.  Creemos en una existencia bajo control porque los cambios apenas afectan a nuestra vida corriente en apariencia. Esta crisis económica ha agudizado mecanismos que no se han resuelto, y sin embargo, seguiremos manteniendo en general esa visión de eternidad social que la historia, a lo largo de los siglos, siempre se ha encargado de desmentir. A veces pienso que Cormac McCarthy escribió La carretera para dejarnos alguna guía posible, y aunque su visión sea en general desoladora, como sucede en otras de sus obras, la novela está llena de esperanza, aunque no pueda revelar su final para aquellos que no se han adentrado todavía en la belleza de sus páginas.

Sobre las últimas páginas de la novela, extraña digresión del paisaje vivido, emotivo desenlace que alcanza a rozar la perfección del sentido que el autor quiso dar a su epopeya, mi hermana me avisa de ciertos escépticos. En la excelente película de John Hillcoat, una fiel adaptación del relato, magníficamente desarrollada, con una fotografía que captó los espacios de McCarthy con una exactitud pasmosa y unos actores magníficos para encarnar a cada uno de los personajes, cabe la posibilidad de confundir el final con una resolución fácil de la historia, quizá por las propias características del lenguaje cinematográfico y la ausencia de palabras –a parte de los diálogos- en el desarrollo de la narración. Aún así, la película logra a mi juicio preservar los elementos esenciales de la obra literaria, y a poco que el espectador haya seguido el desenlace de la fábula, que haya escuchado los textos de McCarthy extraordinariamente bien elegidos para la voz en off, o que haya intimado con la relación padre-hijo, y la de ambos con esa religiosidad primitiva que les permite la esperanza, pienso que comprenderá la naturaleza simbólica de su conclusión. En la novela, en su literatura, la metáfora, la fuerza expresiva de la aventura, resulta incuestionable y muy dudoso cualquier reproche a su desenlace.

La escena del piano; la del baño en la vieja casa abandonada con el padre, y antes en la cuba donde la madre frota los cabellos del niño preguntándose si vale la pena que el pequeño siga vivo ante el dolor de su marido, que contempla la escena desde la puerta; el pasaje de la lectura de un cuento que el hombre lee en voz junto a la hoguera en una noche oscura y desapacible; las palabras en boca del adulto sobre la justicia y el valor; la diferenciación constante entre buenos y malos, el miedo al canibalismo y la seguridad en que antes es preferible la muerte; el encuentro con el fatigado anciano medio ciego y esa conversación entre el padre y el viejo junto a la hoguera después de compartir su comida gracias a los esfuerzos del muchacho; los sueños y las imágenes de esa otra vida desaparecida, la imagen poética de ese Sur que guía los pasos de los dos protagonistas; ciertos gestos del niño ante el ladrón que trata en la playa de robarles la ropa y el carro donde llevan los alimentos condenándoles a una muerte segura; esos días transcurridos en el sótano de una casa donde hallan comida, cigarrillos, bebida, mantas, una cama, todo aquello que otorga una excepcional visión de lo que nos hace dignos en medio de la desolación; la visión de un perro vivo en un momento fundamental del relato, que nos despierta la inmediata alegría después de haber recorrido durante cientos de páginas la expresión de un mundo moribundo; la escena final que termina por provocar una lágrima alegre, una de esas lágrimas que no tienen nada que ver con lo vacuo y lo absurdo, con la obscenidad de un mundo torpe que apenas sí llora por la sensiblería y la estupidez, sino lágrimas conmovidas ante la creencia de que el ser humano es capaz de lo mejor y de que siempre dibuja a pesar de todo una esperanza en cada uno de sus pasos, lágrimas ante esa poderosa poesía de la palabra y los actos nobles, la fe en que la literatura es capaz de transformar el horizonte de los humanos, de albergar en cada una de su letras mayúsculas la verdadera condición del futuro a pesar de comprender por supuesto la enorme complejidad de cada cambio y cada gesto; todo eso que surge ante nuestros ojos, que llena el relato de ese padre y ese hijo bordeando la carretera, conforma una de las más hermosa metáforas que puede alcanzar el ser humano para recuperar la esperanza.

Le debo  McCarthy una posibilidad de seguir asombrándome ante la literatura.

La fiebre de Mateo se está convirtiendo en unas toses sin importancia y está a punto de dormirse entre mis brazos. Sin Dante es posible que no hubiera existido la Ilustración ni los años de progreso que acompañaron los siglos posteriores, tampoco los movimientos proletarios que generaron más tarde en el occidente capitalista formas de vida más dignas y humanas, sociedades, a pesar de sus imperfecciones, más justas; tampoco esos avances científicos que lograron alargar la existencia de los hombres y alcanzar la dignidad de las muertes atendidas o la integración de mayorías en la vida de la sociedad, sin entrar ahora a fondo en la cuestión, aunque podría hacerlo, en los intereses económicos que encontraron necesario el hecho, pues detrás de ellos, de la ceguera y la avaricia, de la destrucción y la barbarie, siempre hubo en lo profundo una necesidad humana de avanzar de otra forma, de empujar la historia hacia lugares más llevaderos, o al menos eso quiero creer.

Sigo con esas frases que un día escribiera Bertrand Russell convencido, aunque desconozco a estas alturas si quizá fueron suyas o si las recuerdo con la suficiente exactitud, pero necesito hacerlo.

La inteligencia siempre es bondadosa. No concibo ni concebiré jamás que la inteligencia sea malvada. La maldad siempre es estúpida y ciega. Nuestra historia está llena de ejemplos al respecto.

 

Copyright Jimarino

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Pasaron allí todo el día, sentados entre las cajas de la tienda.

Tienes que hablarme, dijo.

Estoy hablando.

¿Seguro?

Ahora te estoy hablando.

¿Quieres que te cuente un cuento?

No.

¿Porque?

El chico le miró y apartó la vista.

Esos cuentos no son verdad.

No tiene porqué. Son cuentos.

Sí, pero en esas historia siempre estamos ayudando a gente  y nosotros nos ayudamos a la gente.

¿Por qué no me cuentas tú algo?

No tengo ganas.

Vale.

No tengo ninguna historia que contar.

Podrías contarme alguna historia tuya

Ya las conoces todas. Tú estabas allí.

Pero tienes historias dentro que yo no conozco.

¿Quieres decir sueños, por ejemplo?

Por ejemplo. O cosas en las que piensas.

Ya, pero se supone que las historian han de ser alegres.

No tienen porqué serlo.

Tú siempre me cuentas historias alegres.

¿No tienes ninguna alegre que contarme?

Son más bien como la vida real.

Y la mías no lo son.

No, las tuyas no.

El hombre le observó. ¿La vida real es muy mala?

¿Tú que piensas?

Bueno, yo pienso que todavía estamos vivos. Nos han ocurrido muchas cosas malas pero todavía estamos aquí.

Sí.

No te parece que eso sea tan estupendo.

Puede.

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Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarinosa allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujados vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio.


Cormac McCarthy (Providence, Rhode Island, julio de 1933). Escritor norteamericano, considerado junto a Richard Ford, Thomas Pynchon, Phillip Roth y Don De Lillo como uno de los más grandes autores vivos de su país. Galardonado con el premio Pulitzer con La carretera en el 2007. No concede entrevistas y hay pocas fotografías de él.

Obra

Novelas

  • The Orchard Keeper (El guardián del vergel, 1965)

  • Outer Dark (La oscuridad exterior, 1968)

  • Child of God (Hijo de Dios, 1974)

  • Suttree (Ídem, 1979)

  • Blood Meridian, Or the Evening Redness in the West (Meridiano de sangre, 1985)

  • Trilogía de la frontera:

     

    • I – All the Pretty Horses (Todos los hermosos caballos, 1992). Ganador del National Book Award

    • II – The Crossing (En la frontera, 1994)

    • III – Cities of the Plain (Ciudades en la llanura, 1998)

  • No Country for Old Men (No es país para viejos, 2005)

  • The Road (La carretera, 2006) Ganador del Premio Pulitzer de ficción en 2007

Obras de teatro

  • The Stonemason (Escrita en la década de 1970 y publicada por primera vez en 1995)

  • The Sunset Limited (2006)

Guiones

  • The Gardener’s Son (El hijo del jardinero, 1976)

Adaptaciones cinematográficas


Archivado en: cine, filosofía, literatura

Poetas

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POETAS

a W.H.Auden

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Los principes de estos lugares han perdido su corona.

Ahora yacen entre la bruma

de las tumbas, cubiertos

de ceniza negra;

ahora duermen siestas

y extienden la mano para cobrar a fin de mes.

A veces sonríen

entre las suaves colinas

y lloran al caer el sol.

Lo perdieron todo, pero en el fondo,

los lunes por la mañana

en el trafico de humo

y vapor,

ellos saben que fueron príncipes,

que la sangre azul nunca

deja de fluir por sus venas

aunque se duerman en los laureles

y el tiempo les diga que perdieron sus coronas.

Copyright Jimarino

Archivado en: literatura, los poemas de los perros de la lluvia

“UNAS CUANTAS RAZONES PARA QUE CUALQUIER MUCHACHO CON DOS DEDOS DE FRENTE NO COMETA LA ESTUPIDEZ DE PRETENDER CONVERTIRSE EN ESCRITOR”- (Un correo inesperado)

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Hace unas  noches me encontraba sumido en una irrealidad de ginebra junto a mi sobrino David Turksma, cuando el ordenador portátil abierto al raso de la terraza emitió un pitido familiar: el outlook avisaba de la recepción de un correo electrónico. A simple vista nada extraño. Recibo bastantes a diario, y a esas horas nocturnas y somnolientas trato de contestar a los que puedo mientras apuro como la reina de Inglaterra mi gin tonic de buenas noches. Debo decir que aunque no se trata de una costumbre demasiado saludable tampoco es la peor de todas. Conozco ilustrísimas damas y caballeros que optan por soportar sus existencias a través de los tranquilizantes; los hay adictos al gimnasio, al footing y al tai chi; viciosos noctámbulos; traga televisiones a oscuras, lectores insomnes bajo un flexo de luz pálida, incluso gentes del yoga en aulas anochecidas o partidarios de la meditación; también futboleros inconsolables y jugadores de consola… allá cada cual con su método, francamente. Pero volviendo al asunto fundamental,  aquel correo que leímos anonadados mi querido sobrino y yo venía encabezado por un asunto que he convertido en el encabezamiento de este texto, y firmado por un conocido escritor, cuya identidad, a petición suya expresa, no puedo revelar.

“UNAS CUANTAS RAZONES PARA QUE CUALQUIER MUCHACHO CON DOS DEDOS DE FRENTE NO COMETA LA ESTUPIDEZ DE PRETENDER CONVERTIRSE EN ESCRITOR”

Le dije a David, que aún llevaba la guitarra colgada del hombro después de unas suaves melodías entonadas minutos atrás al aire libre, que el mensaje debía ser alguna broma proveniente de la turbia imaginación de cualquiera de mis amigos, todo ellos bastante leídos y gustosos de la ironía. Cada vez estoy más convencido, por razones que no puedo confesar, que no se trató de una broma.

El autor comenzaba su exposición mencionando que desde hacia aproximadamente un año había seguido todos mi insistentes recorridos literarios con simpatía. Afirmó sin titubeos que alababa mis gustos –aunque los calificó de heterogéneos-, así como mis esfuerzos por poner una digna pica en Flandes en esto de las letras, y que, ante todo, se dirigía a mí porque estaba convencido de que debía ser un buen chaval con educación, fatigado de vez en cuando de observar el mundo, y con una escritura cuanto menos apañada y a menudo atinada, algo a celebrar en este desolador panorama.  A partir de ese momento, y expresadas las razones por las que él no podía publicar en su nombre estas palabras teniendo en cuenta  su prestigio y lo ácido de su contenido -no hay que tirar piedras en el propio tejado ni cagarse encima de quien nos da de comer sin pensar en las consecuencias- escribió lo siguiente, no sin antes exigirme que bajo ningún concepto debía revelar la fuente:

Negaré mi autoría, nadie te creerá y será como caer antes de empezar.

Debo decirle al novelista que no suelo traicionar a nadie, o al menos es lo que he pretendido media vida.

Hechas las presentaciones y expuestos los motivos, anunció que iba a ofrecerme un ejercicio literario para que lo colgase en Los perros de la lluvia si lo creía oportuno. Al tratarse de un texto no solicitado, añadió, no le importaba demasiado que lo hiciera o que decidiera silenciarlo: allá tú.

Se trataba básicamente de extenderse en la explicación del enunciado, de justificar ese lema:

“UNAS CUANTAS RAZONES PARA QUE CUALQUIER MUCHACHO CON DOS DEDOS DE FRENTE NO COMETA LA ESTUPIDEZ DE PRETENDER CONVERTIRSE EN ESCRITOR”.

Trataré de hacer un resumen ajustado a sus palabras.

Comenzó afirmando que a pesar de su exabrupto no estaba dispuesto a renunciar a una tradición sostenida por siglos de esfuerzo y lucidez, pues eso sería imperdonable en alguien que admira profundamente la historia de la literatura. Consideraba la literatura como una de las invenciones más maravillosas, completas y extraordinarias de la razón y la creatividad humana, capaz de reflejar el mundo e incluso de reinventarlo, donde cabía el tiempo y el espacio, los dos grandes límites y enigmas de todo lo humano. A tal argumento añadió varios nombres como ejemplos de esa capacidad: a Shakespeare, Cervantes, Rabelais, Hawthorne, Proust, Joyce, Quevedo, Mann y Virginia Woolfe. Una lista canónica sin duda, nada extravagante, que no terminó y dejó finalizada en un suspiro de puntos suspensivos. Entonces escribió el punto primero.

1) Estos breves consejos están encaminados al hecho de escribir y por tanto no afectan al hecho de leer. Los autores nombrados y otros muchos constituyen un ejercicio intelectual y moral muy provechoso para el lector. No se trata de reducir el papel de la historia de la literatura, sino de cómo el mundo en su intolerable reducción dejará pronto de comprender a sus maestros, y lo peor, llegará a olvidarlos hasta tiempos mejores. Hay que leer, y mucho, para comprender lo que quiero decir; aunque puede bastar con pasear los huesos cansados y los ojos ávidos por cualquier librería para alcanzar esa conclusión. Hojear los argumentos y las primeras páginas de las cientos de novelas que pueblan las estanterías de novedades puede provocar una intensa depresión. Analfabetos funcionales, graciosillos de chiste, iletrados apóstoles de la modernidad, somnolientos repetidores del siglo XIX, mujercitas enfurecidas y sensibleros artefactos, se lo ponen muy difícil a Jorge Luis Borges y a Stendhal, por poner dos ejemplos comparativos de nivel. Mi primer consejo para el pobre muchacho desgraciado que pretenda escribir es que lea y abandone esa absurda idea de rellenar hojas en blanco con un sinfín de sandeces que además ya fueron escritas y mil veces mejor de lo que el chico alcanzará jamás a conseguir probablemente.

En el segundo punto, el escritor introdujo en su argumentación aspectos socioeconómicos. Recuerdo a David Turksma desternillarse con la traducción improvisada mientras nos hacían efecto las burbujas alcoholizadas de ginebra y se reunía en torno a las carcajadas mi querida Severine. El autor consideraba una ridiculez el asunto de escribir, básicamente porque había pocas actividades menos rentables económicamente hablando. Años y años de lecturas y miles de páginas escritas hasta alcanzar apenas un puñado que el narrador o el poeta considera dignas, cuyo pago final no pasa de lo que cobra un abogado en un mes por defender divorcios improbables, vergonzosas infidelidades o asuntos de colisiones entre vehículos. El fino humor de nuestro anónimo interlocutor escribió lo siguiente:

2) Acaso resulte ridículo dedicarse en este mundo nuestro a actividades poco o nada remuneradas. El joven podría tentar la suerte del pop o las bendiciones de una sólida carrera científica. Haciendo cálculos sobre los beneficios que he podido alcanzar en estos cuarenta años de profesión, me sale una cifra de 33 céntimos de euro la hora. No pretendo aburrir a nadie con los cálculos a los que me he dedicado a conciencia durante una semana, introduciendo en la ecuación variables temporales y cuantitativas sobre la dedicación realizada al asunto literario y sus cobros. Simplificando, he contando las horas transcurridas frente a la máquina de escribir y posteriormente delante del ordenador, he adicionado las lecturas profesionales necesarias para mis ensayos y textos críticos -sólo he contado aproximadamente el 10% del tiempo que he pasado leyendo, quizá por una concesión al placer que he sentido, y considerando que el placer no debe quedar englobado en estos cálculos economicistas-, y después he ido calculando con una horquilla de error del 5% máximo los ganancias obtenidas por mis distintos escritos, teniendo en cuenta que  en los últimos quince años he podido holgadamente dedicarme a esto de las letras. Resultado de todo, la cifra es demoledora. Existen pocas profesiones cuya formación exija tantas y tantas horas leídas y escritas, que además obligue a partir de cierto momento a la madurez –no existen obras maestras sin la madurez a pesar de alguna excepción que confirma la regla, como Rimbaud, por mentar a alguien-, con toda la experiencia que conlleva detrás, o que no permita encima, si se tiene algo de pudor, caer en la mera repetición y deba huir de actos rutinarios, y todo ello, señores, todo, todo ello, supone una media aproximada de 0,33.- Euros en mi caso. Comparando la rentabilidad del asunto, debo concluir que la literatura no debe traspasar la barrera del placer para nadie. No digo yo que en este mundo tan absurdo en el que abundan los farsantes y los oportunistas, los advenedizos y los sinvergüenzas, no haya gentes que mejoren esa remuneración, pero no voy a entrar en ese tipo de autores; voy a referirme a aquellos que tiene algún respeto por el arte literario y sienten alguna clase de responsabilidad hacia su tradición. Es mucho más rentable para un mequetrefe –o lo ha sido hasta ahora en vista de la situación actual del mercado discográfico- grabar un disco, hacer una película u optar por la artesanía de los mercadillos. A ese muchacho inocente que pretende ponerse a escribir, le aviso de la patética remuneración que le espera sino le asisten circunstancias extraliterarias, y eso considerando que, como es mi caso, a cierta edad algún éxito le permita mantenerse con cierta suficiencia, gane algún premio que suponga peculio adecuado, y edite regularmente a un precio razonable. No mencionaré, por que la ruina es absoluta, a aquellos que pretendan dedicarse a la poesía.

3) Al punto 2) la añado ahora las consecuencias. Teniendo en cuenta que esos que llaman escritores jóvenes –no quiero ahora referirme a esperpentos bukoswkianos o juveniles a quienes inflan, desgraciados, a sus viente años para quedar enterrados en la más absoluta desolación posteriormente, sino a escritores de verdad- empiezan a publicar en editoriales capaces de cierta distribución que les permita ganarse la vida cuando rondan los cuarenta años, imaginen que clase de presente y futuro puede depararles este empleo. Porque, que publiquen a esa edad, cuyo apelativo joven ya resulta chocante, no les asegura ni mucho menos cobros que puedan garantizar su manutención. Es decir, lo que llaman escritores jóvenes tienen que pasar cuarenta años para empezar a  ganarse las lentejas en condiciones ¿Quién soporta semejantes gasto ¡por Dios!, ese despilfarro intolerable? ¿Qué familia o sociedad puede permitirse el lujo de mantener a genios que hasta esos años maduros, y eso con la milagrosa suerte de por medio o la valentía de algún editor intrépido y romántico que apuesta por ellos, viven de la caridad? A los cuarenta años sus contemporáneos dedicados al funcionariado público, al mundo de las finanzas, la abogacía o al trabajo hostelero, han podido hipotecarse, tener algún hijo, casarse en dos o tres ocasiones, haber cambiado de coche al menos un par veces ¿Qué sensación puede quedarle al muchacho concienzudo que ha dedicado cuatro décadas de existencia a aprender un oficio y una tradición, que encima no domina en la mayoría de los casos, y para colmo el fruto de su eterna representación apenas le da para pagar un alquiler? ¿Cómo responde este joven cultivado a las expresiones de sus borricos compañeros que afirman tener una vida que si la escribieran venderían libros como roscas, como si eso de escribir fuera una cuestión de echarle una media hora los domingo por la tarde antes del partido de fútbol del canal plus? ¿Cómo justifican su dependencia, su falta de cotización a la seguridad social o sus excusas para no ir a cenar a un restaurante de dos tenedores? Honrosas excepciones hay, por fortuna, pero tan pocas que resulta vergonzante y sospechoso ¿Por qué de repente todos los premios los acapara cierto mozalbete concreto durante unos años? ¿Son tan buenas esas renovadas y escasas figuras que aparecen hasta en la sopa? La mayor parte de estos autores jóvenes –no puedo reprimir una carcajada al observar sus barbas ya canosas, las entradas considerables y la miopía notoria que exige gafas carísimas- tiene que dedicarse a otros menesteres ajenos a las letras, y de esa circunstancia devienen las depresiones, las luchas incesantes contra el tiempo, la angustia de no poder cumplir los mandatos del duende cojonero que pide constantemente dedicar tiempo a su reino de letras, la frustración sempiterna, porque la obra personal no avanza entre el maremagno de obligaciones, el desprecio hacia otras formas de vida que habitando el mundo de la literatura parecen a simple vista insignificantes e inútiles.

Sólo aquellos dedicados a este noble arte pueden entender de lo que hablo. De la torre de marfil en la que el escritor de raza atisba el horizonte impotente ante la incomprensión ¿Acaso vale la pena semejante sufrimiento económico y anímico para empezar a ganar cuatro duros a los cuarenta y tres años? ¿Es necesario semejante suplicio pudiendo haber dedicado un esfuerzo y un tiempo menor a la ebanistería, el derecho internacional o el diseño de interiores, con una repercusión económica digna y no ese disparate de 0,33 euros por hora, siempre y cuando suceda el milagro de alcanzar el alma y el bolsillo de un editor y la generosidad de los lectores?

Caso aparte suponen esa mayoría impregnada en el sistema literario: los enchufados, pero no me ocuparé de ellos.

Imagínense, si a las circunstancias de ser un joven escritor de cuarenta años se le une para colmo la imposibilidad de airear su literatura. Remitiría a esos hombretones machuchitos al tratado de la desesperación de Kierkegard. No hay otra solución posible que mesurar la pulsión o desterrarla como a una plaga de piojos.

Continuaba el insigne autor mentando los problemas de adaptación que podía llegar a generar semejante perspectiva. Con tono jocoso, nombraba enfermedades derivadas de la pobreza, como la tuberculosis y la tisis. Al tiempo decía, que una mujer normal en estos tiempos, ante el comentario de uno de esos cuarentones con alopecia y ojeras sobre su profesión, lo más probable es que echara a correr.

¿Cómo iban a compartir gastos del alquiler de un piso que cuesta un ojo de la cara en pleno centro de Madrid o en el Paseo de Gracia de Barcelona? ¿De dónde saldría la pasta con semejante remuneración para irse de viaje en verano como mandan los cánones?

La retahíla de problemas de la profesión, quedaba expuesta en el siguiente párrafo, situado a mitad de recorrido del 5) punto.

5) …llegados a este momento, qué clase de autoestima puede quedarle a ese muchacho que tras tantos años ha logrado a duras penas editar en una pequeña editorial de provincias, y ante la primera liquidación de derechos de autor, pues su libro ha pasado fugazmente por las escasas librerías que no abarrotan las estanterías de insulsos reclamos y apenas sí ha dejado otra reseña a su paso que la de su amigo Javier o su compadre Julián en un fancine de universidad o en  un periodicucho local, y recibe después de tres meses de expectativas, ilusiones a flor de piel y tremendas esperanzas, la ridícula cifra de 170, 56.- Euros, dinero procedente de los envíos que la mencionada editorial ha hecho a bibliotecas de la comunidad autónoma según acuerdo que es en verdad lo que permite subsistir a la empresa, y de tres compras milagrosas a las que el muchacho está tan agradecido, pues misteriosamente no fueron efectuadas por familiares, amigos o conocidos, aunque intuye que tal vez se trate de alguna  ex amante nostálgica, o de alguien  con su mismo apellido que ha creído en esas casualidades de la vida al adquirir la obra hallada por azar. Repito, 170,56.-Euros, y digo esa cifra porque en un correo recibido recientemente del hijo de un conocido que se ha metido a letrilla me hablaba de ello… imaginen los problemas para salir con los compadres de farra, la ausencia de novia formal y de expectativas de tenerla ante la situación económica, el encierro al que se ve abocado el joven escritor para seguir creando, la desolación ante la recepción de su libro que inexplicablemente a su juicio en vista del tiempo y el entusiasmo dedicado no ha aparecido ni por asomo en las páginas culturales ni del diario El Mundo, ni en las del  ABC, ni tampoco en las de ElPaís (en esos diarios importantes sólo aparecen los de la camarilla)…

A esos jóvenes cuarentones que trabajan en otros menesteres a menudo, les trae sin cuidado el peculio, pero no así la repercusión de su esfuerzo ganado a los hijos pequeños, a sus esposas o novias, a su trabajo, que suelen descuidar para cultivar la poesía o el relato breve en horas de servicio con el consiguiente disgusto, para recibir el silencio a cambio… si nadie habla de ti, nadie te lee, así son las cosas, aunque uno pueda encontrarse afortunadamente con una página web honesta, hecha por algún fanático que sí ha dedicado un tiempo a leer su libro, pero poco más: una mención, un pegote en medio de la red que no mejorará la caída veloz del sueño…

…hay que pensar, que según mis cálculos, de cada diez mil escritores activos en España que empiezan por cada generación, muchachotes sanos y llenos de testosterona que entre los dieciocho y los viente años comienzan a ejercer su pulso literario, apenas llegan a editar diez, y de esos diez, apenas alcanzan algún éxito uno (éxito, aviso, a menudo incomprensible sin mencionar nombres), y quizá un segundo logra algún prestigio que compagina con sus tareas de periodismo, de empleado de banca o de profesor de universidad los más afortunado, por eso del sueldo y el tiempo disponible…

(estas estadísticas están basada en la pura observación, y no me atrevo a fijar dominio ni baremo de error)

El autor insistía en que mientras los periódicos y ciertos círculos sociales sigan concediendo algún valor a la literatura, es posible que continúe existiendo una minoría de escritores, muchos de ellos cuestionables, que puedan ejercer la profesión ganándose la vida, pero sí, llegados a un punto, el nivel lector en franco retroceso y la importancia de las letras reducidas a pasatiempo o a una cuestión de moda, provocase la desaparición, como sucede ya en algunos periódicos regionales, de la literatura como noticia, el oficio de escritor en el sentido tradicional desaparecerá, y lo que quedará serán esos sucedáneos que desde hace un tiempo ocupan la poltrona de los escritores auténticos, con sus historias ridículas y su escritura balbuceante. En la mezcla actual, aseguraba, cabía alguna subespecie interesante, incluida la suya. Continuaba hablando del desprestigio social de la profesión: si no hay dinero de  por medio, cualquier actividad termina siendo un hobby o una extravagancia, y si encima resulta incomprensible para la mayoría de contemporáneos, el resultado es el silencio, algo más espantoso en verdad que la persecución respecto al futuro de cualquier arte.

6)… añado que si alguien creyó que con este noble oficio podía llegar al alma y al sexo de las mujeres o los hombres, es el momento de denunciar la poca verosimilitud del hecho… y lo mismo digo respecto a las oportunidades de negocio o las ventajas personales que conlleva ¿De qué sirve la ética propuesta por las novelas si en su mayoría, en el mundo que nos toca vivir, no se entiende o ni siquiera interesa? Es como pretender ejercer de médico en un mundo sin enfermos.

7)… el mayor destino previsible para un muchacho que pretende ser escritor por encima de todas las cosas es sin duda el suicidio o el hambre o el rencor mayúsculo y el ostracismo silencioso que envuelve aquello que carece de importancia para el universo presente… la única razón por la que considero posible escribir en estos momentos aparte de por el dinero, es para ese lector futuro que desconozco por qué extraña fe algunos consideramos que llegará… ser escritor posee tanto abolengo en su seno a los ojos de nuestros coetáneos como ejercer de titiritero en las ferias… quizá la única literatura que puede aspirar a una posibilidad es la infantil, hasta que la juventud alcanza a esos niños antes imaginativos y motivados con la educación tediosa que delimita, ofende y destruye cualquier interés venidero por el asunto de las letras…

… ser original para un escritor del siglo XXI es tan improbable y extraño, a la vez tan extravagante como un músico que copiase el Requiem de Mozart nota por nota y lo presentara en el año 2010 anunciando que se trata de una obra propia y revolucionaria…

8) La capacidad simbólica y de conocimiento que alberga en su seno el mito es tan ajena al devenir del mundo como la poesía mística; apenas un reducto de fanáticos cuyo lenguaje entienden pocas personas.

¿Por qué llenar cientos de hojas con palabras si el resultado no podrá ser extendido sin ese incomprensible batiburrillo de marketing y dinero, y cuyo efecto no moverá el alma humana siquiera a alzar un brazo o agitar suavemente un dedo?…



Al  final del correo, noté como se apresuraban sus razonamientos. Cómo a pesar de la ironía inicial o incluso de cierto cinismo resabiado, su propia argumentación trazaba en su estado de ánimo una notoria amargura. Es curioso como la lucidez puede llegar  traspasar esas líneas sutiles que nos separan de lo patético, no por culpa de ellas, sino por los desiertos del eco, lo vacío de las respuestas. Eso pensé en esa lectura y es lo que pienso ahora. Borges rescataba en muchos de sus ensayos figuras literarias del siglo XIX, a filósofos medievales, estéticas de un tiempo pasado, libros difíciles de hallar e incluso imposibles de encontrar en una librería. Cuando google anunció a bombo y platillo su propósito de digitalizar unos cuantos millones de libros sentí una profunda e inexplicable tristeza (exenta además de interés económico pues nada me une al mundo del libro ni a su explotación a no ser mi devota enfermedad de lector: digo esto para evitar sospechas sobre algún provecho económico). El conocido autor que me escribió el correo hablaba de lo descomunal de esa Torre de Babel y del silencio que generará a su paso en cuanto concluya el escándalo. Por sus primeros escritos siempre tuve la sensación de que era un hombre de letras. Seguí sus novelas durante algún tiempo, hasta que su prosa adquirió esa pátina de lo inocuo del mundo. Se pierde valentía, decía él, valentía y entusiasmo.

Millones de libros colgados en la web que nadie leerá, qué despilfarro.- Afirmó.

9) …preferirán cualquier estupidez con tapas luminosas y una trama subnormal. Preferirán decir que nada existió y esos editores que pagarán con su desaparición la frivolidad cacarearán sus permisos comprados, sus exquisiteces de bazar chino, su ausencia de futuro… en el siglo XXI, lo chocante es que alguien pueda temer la extensión monumental del saber, a que semejante disposición de volúmenes que engloba la sabiduría humana a lo largo de la historia, su mapa universal, provoque el pasmo de los comerciantes y a menudo las sombras en los autores… como si hubiésemos olvidado todos que la literatura es el diálogo con el pasado y el futuro, y que todos los mundos fueron siempre parecidos, que la búsqueda de razones fue pulsión humana eterna… tal vez sea el momento de retirar la antorcha, de apagar los fuegos y buscar los cuarteles de invierno. Guardar un silencio profundo, un silencio de siglos como el que se guardó hasta que Dante alzó la voz; un silencio de décadas, que se ciña el olvido sobre nosotros…

…propongo que dejemos sin palabras literarias a nuestro tiempo para revelar su miseria, porque sino, será nuestro tiempo quien nos dejará a nosotros sin palabras, y eso duele más, y no ya porque escribir no reporte nada suculento, ni siquiera el prestigio de antaño, ni la relación con la nobleza o el éxito, tampoco con la comprensión de los otros o el diálogo con la improbable inmortalidad: hablo de un silencio verdadero, estremecedor, que ensordezca los oídos de los voceros y los tenderos, que se queden solos los economistas díscolos, los teóricos de la nada, los artefactos de las políticas nebulosas, los hombres sin alma de letras que dominan el mundo y los secuaces ignorantes que los acompañan… guardemos silencio para que no se vea nuestra vanidad estéril, como un largo rezo, una protesta silenciosas. Que los editores no tengan otra cosa que lo viejo y ya incomprensible, que se queden con el pastel podrido, con los farsantes y los graciosos, al lado de los hacedores de misterios absurdos, que no haya nada ni nadie…

10) …el mundo ya está lleno de páginas memorables, lo que me provoca hace tiempo la extraña sensación y el remordimiento de haberme convertido también en un farsante, en un hueco sin vida, en una flauta sin viento. Lo peor es que si se tratara de un hecho individual lo podría achacar a la vejez o al cansancio, a la falta de ilusión o al amor incluso, pero es algo que percibo a mí alrededor demasiadas veces, que surge irremediable en el espíritu de la mayoría de las personas que conozco: hartazgo, fatiga, como si reconociéramos que nada sirve, como si fuéramos conscientes de que cualquier acto literario hubiera perdido por completo su repercusión mínima, su sentido.

Existen ilusiones felices en escritores fundamentales atacados por el síndrome de la juventud eterna incluso hoy en día, en algunas páginas de la red que mantienen el pulso, en ciertos periodistas o críticos honestos y esforzados, en editores todavía intrépidos, pero son tan raros, tan ajenos en verdad al devenir del mundo por más que se empeñen; tan estériles en medio de la inmensidad de este desierto sin hogueras…

Ya no nos quedaba ginebra y los rostros se ensombrecieron con la oscuridad nocturna. Iluminados por la pantalla blanca eructó mi sobrino, depositó su guitarra sobre el banco de la pared y suspiró ruidoso. A veces pienso que jamás he salido de mis caparazones porque no creo en el presente de expandir algo que no interesa. En alguna ocasión, sobre todo aquí, el aroma de lo posible me ha embriagado. Admiro la inocencia de quienes buscan con el alma encendida ocupar un lugar, como si quedara alguno libre o alguien en verdad tuviera deseos de que ocupáramos ese espacio que creemos ser, que necesitamos alcanzar. La brisa era fresca ese anochecer. Parpadeaba el ordenador. Seguimos leyendo.

11) …sobre los caminos alternativos de los escritores no entro. Los considero una elección personal, y siempre que se corresponda con un deseo de dedicarse a asuntos relacionados con la escritura, siendo conscientes de que no debe haber nada más, si pueden atender sus necesidades básicas, reconozco que es mejor contar historias o recitar poemas que trabajar en un taller de coches o en una plantación de fresas de invernadero en Almeria a mi juicio. Si alguno pretende vivir de los concursos literarios, el camino es complejo, hace falta amigos en el infierno: es un proceso que recuerda a esos tópicos de los opositores. Insistir hasta que alguien se aviene a otorgarnos un soplo. Quiero certificar aquí, aunque me cueste alguna bronca caso de ser reconocido o incluso algo peor, que jamás compro un premio literario conocido, de esos que aseguran tirada y un mínimo camino profesional, los que patrocinan editoriales con poder en el mercado o los que están relacionado con la política y sus mercadeos; lo afirmo porque lo sé, porque yo mismo he recibido alguno de esa índole: todos los premios importantes que conozcan están dados de antemano. No admito reproche al respecto porque es así. Le diría al muchacho ilusionado que se olvide de esos a los que me refiero y no nombraré, tan conocidos son, que no pierda el tiempo ni el dinero en presentarse, en participar de esa farsa y gastar una energía preciosa.

…si dicho todo esto, aún hay algún muchacho que desee continuar con este oficio, alguien que vivirá todas esas desilusiones y varapalos, un joven que seguirá intentándolo desde una pequeña editorial valiente, o que llegará a los cuarenta a alcanzar una más grande, a ese que seguirá escribiendo en silencio pese a que nadie alzará una bandera en su nombre, ni se le concederá el diminuto honor de darse a conocer, un muchacho que se encomendará a Cervantes, a Flaubert y a Kafka, que resistirá cualquier desplante, el engreimiento de algunos autores ya consagrados, alguien dispuesto a ser vilipendiado o ninguneado por la crítica, un chaval que no pueda reprimir bajo ningún concepto ese impulso de contar, de leer y escribir, esa pulsión de las palabras innecesarias que se nos hacen sin embargo tan esenciales, tan necesitadas de ser escritas… entonces no podrá hacer nada: su destino es vivir con esa maldición, es intentarlo, es pensar en el lector presente que logre cautivar o en ese escritor futuro que tal vez lo rescate más tarde, pensar en él mismo, en su sincera actividad, apretar los dientes y  tentar a la fortuna sin aguardar otra recompensa que el alivio de su intento…

12)… para concluir, y deseoso de que aún haya esperanza, y la hay sin duda, elaboro una lista de razones por las que uno puede, como es mi caso, vivir de las letras, sentirse realizado de alguna forma social y humanamente con este noble arte:

-Ser tan bueno, tan bueno, que nadie logre resistirse a su prosa (Hasta para esto, o para que sea reconocido ese talento, hacen falta padrinos, pero dejo abierta esa posibilidad que, a veces, sucede)

-Tener un padre, o un tío o una madre o una abuela editora o escritora de renombre con contactos, o algún personaje famoso en la familia que permita al menos la posiblidad de ser leído.

-Conocer de primera mano a los que mueven el cotarro (sin entrar en lo concreto de ese conocer)

-Tener el autor a sus espaldas una biografía impactante que la haga interesante al público en general no por su maestría narrativa, sino por el probable morbo de su relato (lo único malo de esta opción es que encasilla)

-Trabajar en medios de comunicación que nos hagan visibles. O trabajar en medios de comunicación que tenga editoriales en el grupo. Trabajar en una editorial.

-Convertirse en guionista de cine de terror (exige pocas luces y es rentable desde hace unos años)

-Caerle bien al periodista de turno que tiene mano en algunos lugares.

-Relacionarse con algún escándalo público sonado (con el problema del encasillamiento posterior)

-Pertenecer a una familia de escritores (el apellido hace mucho)

-Aparecer en la tele, como sea, da igual el modo o la razón.

-Escribir novela rosa para Jazmín y compañía (no asegura el premio Nobel, pero alimenta el bolsillo)

-Que tu padre o tu madre sean agentes literarios.

-Que seas multimillonario, en cuyo caso compras editoriales, o que alguien de tu familia que te quiere mucho lo sea.

-Que te líes amorosamente con alguna muchacha o muchacho con un pie asentado en el mundillo.

-Que te tome como discípulo manejable algún autor muy prestigioso lo que puede abrirte algunas puertas siempre y cuando respetes al padre literario al menos hasta que uno consiga su lugar

-Hacer alguna chorrada con repercusión mediática (de nuevo, el encasillamiento como problema)

-Tener tanta suerte y empecinamiento que las cosas sucedan ( a veces ocurre)

… si ninguno de estos casos, o las variaciones derivadas de ellos se da, lo más habitual que sucede es que el joven con ínfulas literarias se convierta con el tiempo en eso que llaman un letraherido que desprecia todo lo contemporáneo, o en uno de esos críticos despiadados que se dedican a destruir a los que escriben inmisericordemente, o en un amargado defensor a ultranza de que todo lo escrito desde el siglo XVIII es una mierda soberana, o un devoto de rarezas y extravagancias… todo ello muy peligroso y de mal gusto

…lo mejor es aprender a vivir feliz. La literatura es hermosa, lo que es desolador es morir por ella. Animo a esos muchachos y muchachas a que lean, se diviertan y hagan el amor. Si algún día surge algun poema memorable o una novela sobresaliente, será un añadido a su sentido de la felicidad. Ninguna fama, ni siquiera la literaria, vale desperdiciar una vida, y si encima jamás llega o llega tarde, aún menos. Lo digo por experiencia…

Un abrazo. Hasta pronto.

Eso fue todo.

Copyright Jimarino




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Un poema de Bolaño sobre las razones irracionales por las que uno termina por convertirse inevitablemente en escritor

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Ayer me di cuenta de que llevo la mayor parte de mi vida entre libros, que la literatura fue una especie de apuesta con la existencia, una elección a priori -o eso es lo que pienso demasiado a menudo- antes de conocer siquiera el mundo. No podría concebir todos estos años transcurridos sin ese puñado de escritores que adoro, ni siquiera sabría lo que hacer si esas madrugadas en las que me levanto con el cielo todavía anochecido no estuvieran saturadas y alimentadas de literatura, espacios y suspiros que mi vida cotidiana me permite para seguir cultivando un universo de palabras. No sé cómo hablaría o como contemplaría el mundo sin las palabras de la poesía o la literatura de mis sueños, cómo aprovecharía la existencia sin el eco incesante de esta vieja tradición humana. Quizá por eso algunos de los muchos correos recibidos a raíz del anterior texto y algunos de los comentarios me sugieren la necesidad de afirmar que a pesar de la veracidad de muchas de las ideas del famoso escritor, no comparto sin embargo todos sus puntos de vista -aunque sí la esencia de su discurso- y creo que algunos lectores tomaron su confesión como cinismo siendo a mi juicio, por el contrario, un grito de tristeza y esperanza entremezclado con la amargura de atisbar un final próximo. Lo neguemos o no, estamos en cierto proceso de extinción, aguardando el milagro de que por alguna bendición Félix Rodriguez de la Fuente aparezca de repente resucitado y nos ayude a reproducirnos de nuevo en otro ecosistema menos hostil.

Aún así, el mundo está lleno de locos hermosos como afirmó Baudelaire, que llenan el aire de bellas extravagancias y de destinos imposibles, y nos otorgan al menos el alivio de pensar que hay otra forma de vivir y pensar.  Un correo de hace unos días me hizo arrpentirme de ciertas ilusiones que yo mismo construí a través de las palabras de los otros, y tal vez por eso me pareció tan valioso el  texto de nuestro escritor. Una cosa muy distinta es hablar de literatura y otra de su repercusión o sus posibilidades sociales o prácticas. Un joven me avisaba de su desesperado combate por escribir, de ese deseo incontrolable de no hacer otra cosa, con la consiguiente oposición y desprecio por parte de todos aquellos que conformaban su vida. En su soledad de escritor y lector, me pedía ayuda como si yo tuviera alguna varita mágica. Pensé en un poema que Bolaño dejó inédito en vida y que encabeza ese volumen póstumo titulado La Universidad Desconocida. Bolaño siempre me pareció como narrador muy superior a su condición de poeta, sin embargo recuerdo con nitidez estos versos porque estaban llenos de esa furia que en el fondo nos empuja a seguir escribiendo para nadie o para nada. Una vez me sirvieron, hace mucho, y espero que al muchacho le ocurra lo mismo. Le pediría de corazón que siguiera adelante por todas las razones que alberga la vida en su seno y que por tanto se hallan contenidas en la literatura.

Roberto Bolaño escribió el poema cuando no era conocido, cuando  peleaba en silencio por construir esa obra que ahora admiramos. Entonces ni siquiera imaginaba su futuro destino de escritor. En verdad siempre estuve más cerca de esas palabras que de las del irónico autor del correo. Quizá basta con saber que ambas posturas hablan de ámbitos distintos de la literatura, pero seguramente Bolaño y el escritor anónimo podían haber sido amigos -sino lo fueron- o al menos se hubiesen entendido. Los dos se plantearon este oficio a su manera para alcanzar un lugar semejante, aunque sus destinos terminaran por ofrecer una visión de las letras diferente.

Un pequeño homenaje a todos los que escriben o intentan hacerlo, también a Roberto Bolaño y a los viejos sueños de nuestro escritor sincero.

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MI CARRERA LITERARIA


Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad

también de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik,

Seix Barral, Destino… Todas las editoriales… Todos los

lectores…

Todos los gerentes de ventas…

Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro

para verme a mí mismo:

como una culebra en el Polo Norte, pero escribiendo.

escribiendo poesía en el país de los imbéciles.

escribiendo con mi hijo en las rodillas.

escribiendo hasta que cae la noche

con un estruendo de los mil demonios.

Los demonios que han de llevarme al infierno,

pero escribiendo.

(Roberto Bolaño. Octubre de 1990)


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